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Tabla de Contenido

Título

Introducción

El vampiro

Van-Houten

Mi retablo de Navidad

Cuento simbólico

La envenenada

El combate de la tapera

Lo mesmo da

About the Publisher

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Introducción

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La literatura de Uruguay tiene cierto sello especial, en sus inicios con influencia europeísta, y tomando con el tiempo una identidad propia. La poesía uruguaya nace con Bartolomé Hidalgo, iniciador de la corriente gauchesca y autor de los famosos cielitos que retrataban lo que sucedía en la época, sobre todo en los enfrentamientos bélicos. Los primeros poemas se copiaban en hojas sueltas y eran recitados de memoria, lo que permitió que perduraran en el tiempo.

Se inicia así la poesía gaucha y posteriormente la gauchesca, de gran presencia en la historia literaria del país, que persistirá hasta la actualidad. Por otro lado, surge con ímpetu el Clasisismo, de origen europeo, que alcanza gran popularidad y un importante número de adeptos, entre ellos Francisco Acuña de Figueroa, autor del Himno nacional, Petrona Rosende, Bernardo Prudencio Berro, Francisco Araucho, Manuel Araucho, Carlos Villademoros, Dámaso Antonio Larrañaga, José Benito Lamas, José Benito Monterroso, Miguel Barreiro, Lucas Obes, Santiago Vázquez, José Ellauri, entre otros.

El Romanticismo llega a Uruguay de la mano de Esteban Echeverría y los otros escritores argentinos que huyen del régimen de Juan Manuel de Rosas y se instalan en Colonia y Montevideo. La llamada «Generación de El Iniciador» o «Generación del 37» influencia a los jóvenes letrados de la época que comienzan a publicar sus poemas en diarios y revistas locales.

Se considera el primer poeta romántico uruguayo a Adolfo Berro, que confiere a la poesía romántica un cariz social y político y muere de pulmonía a los 22 años. Dicho movimiento se extendió hasta entrado el siglo XX y contó con más de sesenta y cinco escritores que trabajaron la poesía, la narrativa y el teatro.

Hacia 1900 surge en Montevideo la primera Generación Literaria, conocida como «Generación del 900». De gran trascendencia dentro y fuera del país, sus integrantes son aún considerados grandes exponentes de la poesía, la narrativa breve y el teatro. Se le llama así debido a que la mayoría de sus integrantes comienzan a publicar hacia el año 1900, en revistas como "La nueva Atlántida", "La revista del Salto", "Vida moderna", entre otras. Conforman además distintos cenáculos, entre los que destacan "El consistorio del gay saber", fundado por Horacio Quiroga, "La torre de los Panoramas", de Julio Herrera y Reissig o las reuniones en casa de Carlos Vaz Ferreira.

La generación tiene una destacada influencia del Modernismo e incluso Ruben Darío mantuvo relaciones de amistad y admiración con varios de los escritores uruguayos, especialmente con Delmira Agustini y José Enrique Rodó.

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El vampiro

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Por Horacio Quiroga

— Sí —dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.

En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.

— ¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:

— ¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!

— Óigame: Cuando yo llegué.. . allá, mi mujer...

— ¿Dónde allá?—le interrumpí.

— Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?... Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos.

¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!

Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:

— ¿Qué hace? ¡Conteste!

Y yo le contesté:

— ¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!

Entonces se levantó un clamor:

— ¡No es ella! ¡Ésa no es!

Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las órbitas ¿No era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:

— ¡Por qué! ¡Por qué!

Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de fuera mirándome.

Entonces comencé a oír de todas partes:

— Murió.

— Murió aplastada.

— Murió.

— Gritó.

— Gritó una sola vez.

— Yo sentí que gritaba.

— Yo también.

— Murió.

— La mujer de él murió aplastada.

— ¡Por todos los santos!—grité yo entonces retorciéndome las manos—. ¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!

Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los ladrillos volaban, los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a saltos.

A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!

No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.

Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé a arrastrarla alrededor del patio.

Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso otro paso!

En el hueco de una puerta—carbón y agujero, nada más—estaba acurrucada la gata de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.

¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María!

La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta —¡de ella, de María, no maldito rebuscador de cadáveres!

— ¡Rebuscador de cadáveres!—repetí yo mirándolo—. ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!

El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.

— ¡Conque sabías entonces! —articuló—. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora! ¡Ah! —rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer sentado—: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!

No necesitaba más, como ustedes comprenden —concluyó el abogado—, para orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado. . .

— ¿Anoche? —exclamó un hombre joven de riguroso luto—. ¿Y de noche se da de alta a los locos?

— ¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones. Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.

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Van-Houten

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Por Horacio Quiroga

Lo encontré una siesta de fuego a cien metros de su rancho, calafateando una guabiroba que acababa de concluir.

—Ya ve —me dijo, pasándose el antebrazo mojado por la cara aún más mojada— que hice la canoa. Timbó estacionado, y puede cargar cien arrobas. No es como esa suya, que apenas lo aguanta a usted. Ahora quiero divertirme.

—Cuando don Luis quiere divertirse —apoyó Paolo cambiando el pico por la pala—, hay que dejarlo. El trabajo es para mí entonces; pero yo trabajo a un tanto, y me arreglo solo.

Y prosiguió paleando el cascote de la cantera, desnudo desde la cintura hasta la cabeza, como su socio Van-Houten.