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Tabla de Contenido

Título

Introducción

La guerra civil

Diálogos de mi tierra

Implacable Kronos

La rosa de pasión

Todo en nada

La solterona

Una recompensa bien ganada

About the Publisher

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Introducción

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La literatura española, el conjunto de obras literarias producidas en España. Estas obras se dividen en tres grandes divisiones lingüísticas: Castellano, catalán y gallego. Este artículo ofrece un breve relato histórico de cada una de estas tres literaturas y examina el surgimiento de los principales géneros.

Aunque la literatura en lengua vernácula no se escribió hasta el período medieval, España había hecho anteriormente importantes contribuciones a la literatura. Lucan, Marcial, Quintiliano y Prudencio, así como Séneca el Joven y Séneca el Viejo, son algunos de los escritores en latín que vivieron o nacieron en España antes de que surgieran las lenguas románicas modernas. Las mujeres también escribieron en España durante la época romana: Serena, que se cree que fue poetisa; Pola Argentaria, la esposa de Lucan, a quien se cree que ayudó a escribir su Pharsalia; y el poeta y filósofo estoico Teófila. Para obras escritas en latín durante este período, ver Literatura latina: Literatura latina antigua. Más tarde, los escritos de los musulmanes y judíos españoles formaron importantes ramas de la literatura árabe y hebrea. La literatura de las antiguas colonias españolas en América se trata por separado en la literatura latinoamericana.

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La guerra civil

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Por Antonio de Trueba

I

Tenía yo de ocho a diez años y casi casi deseaba que hubiese siquiera un poquito de guerra, porque siempre estaba oyendo hablar de ella, y envidiaba a los que la habían conocido.

-¿Qué es guerra?- había preguntado a mi madre.

Y ésta me había contestado:

-Hijo, Dios nos libre de ella; porque la guerra es matarse los hombres unos a otros.

-Pues mi hermano y yo no nos matamos ni matamos a nadie, y siempre está usted diciendo que somos muy guerreros y que damos mucha guerra.

Mi madre se echó a reír al oír esta observación mía, y lejos de rechazarla, pareció confirmarla dándome un beso apretado y chillado, que es cosa rica.

Este proceder de mi madre, que al parecer no podía influir en mi criterio, influyó no poco, pues me hizo dudar más y más de que la guerra fuese matarse los hombres unos a otros y los guerreros fuesen una especie de fieras.

Los chicos de la aldea me acusaban de collón, viendo, por ejemplo, que cuando se mataba el cerdo en casa, en vez de hacer lo que en tal caso hacían ellos, que era ayudar a sujetar las patas del pobre animal sobre el banco en que se le tendía para meterle el cuchillo, o encargarse de la faena de revolver con un palo la sangre que iba cayendo en la caldera, yo me escapaba de casa al castañar inmediato y allí me estaba llorando y tapándome los oídos para no oír los dolorosos gruñidos del cerdo, y no volvía hasta que éste había dejado de padecer, fausta nueva que me daba el humo del helecho o de la paja con que se le chamuscaba en la portalada.

Pues a pesar de esto, y a pesar de lo que me decía mi madre cuando le preguntaba qué era la guerra, la curiosidad infantil podía en mí tanto, que sentía no conocer la guerra más que de oídas. Esto que a primera vista parece inexplicable siendo yo tan collón como decían los otros chicos de la aldea, tenía una explicación muy sencilla: para mi madre podía ser la guerra matarse los hombres unos a otros, pero para mí era ir por la aldea muchos soldados con fusiles y sables muy relucientes y uniformes muy hermosos, y embobarme viendo sus formaciones y ejercicios y oyendo sus tambores y cornetas. ¡Ahí era nada todo esto para los chicos de una aldea por donde casi nunca parecía un soldado, y cuando por casualidad pasaba alguno le íbamos siguiendo hasta más allá de las últimas casas, y no nos cansábamos de hablar de él en muchas semanas!

II

Mi madre tenía entrañable cariño a su aldeíta natal, que estaba en la vertiente opuesta del valle, e iba a ella muchos días festivos, llevándome en su compañía. Un domingo de verano oímos misa primera y emprendimos mi madre y yo aquel viajecillo de una legua antes que calentase el sol demasiado.

El señor cura, que había dicho la misa primera, llevaba el mismo camino para ir a su casa, y nos acompañó en el corto camino que separaba a ésta de la parroquia.

Era hacia el año 1830, y el señor cura nos dijo que algunos españoles emigrados en el Extranjero habían hecho en la frontera francesa alguna tentativa para entrar violentamente en España.

-¡Si tendremos guerra!- exclamó mi madre asustada.

-¡No lo quiera Dios! -dijo el señor cura-. Quela guerra civil es la peor de las guerras.

Llegamos frente a casa del señor cura; éste se quedó allí y nosotros continuamos nuestro camino.

-Madre -pregunté a la mía-, ¿qué es guerra civil?

-Guerra civil es la que no es con extranjeros, sino entre gente de una misma nación.

-¿Y por qué ha dicho el señor cura que esa es la peor de todas las guerras?

-¡Ya ves tú, pelear españoles con españoles, que es, como quien dice, pelear hermanos con hermanos, porque la tierra donde nacimos es nuestra madre!

-Pues a mí me parece que si los que pelean son todos españoles, es mejor que si fueran españoles y extranjeros, porque se entenderán mejor, harán menos daño a España, que es su madre y harán más fácilmente las paces.

-Hijo, eso parece que debiera suceder; pero sucede todo lo contrario.

Mi madre trató de darme más claras explicaciones de lo que era la guerra civil; pero la pobre, aunque era de claro entendimiento y de sabio corazón, juzgó aquella empresa superior a su elocuencia y renunció a ella, de modo que a mitad de camino todavía la iba yo moliendo con preguntas dirigidas a saber por qué era la guerra civil la peor de las guerras.

Para subir del valle a la aldeíta de mi madre había una cuesta muy pendiente y larga, que no bastaban a hacer grata ni los multiplicados rodeos del camino, ni la fresca sombra de los castaños, ni aun la alegría que mi madre y yo sentíamos siempre al terminarla viéndonos entre parientes y amigos, que corrían alborozados a nuestro encuentro. Al pie de aquella cuesta había una casa donde vivía una viuda con dos hijos mozos, y allí, a la sombra de unos hermosos nogales que amenizaban la portalada de la casa, nos sentamos a descansar antes de emprender la subida de la cuesta.

III

Martina, que así se llamaba la viuda, salió a saludarnos en cuanto nos vio llegar, y después de obsequiarme con pan y fruta, se sentó a nuestro lado en uno de los maderos labrados que había en la portalada.

Mi madre le preguntó por sus hijos Pepe y Agustín.

-Buenos, a Dios gracias -contestó-. No tardarán en venir, pues han ido a misa primera para quedarse en casa mientras yo voy a la mayor, y cuidar de que los ganados no entren en las heredades y hagan algún destrozo en la borona, que este año está muy hermosa.

-¡No tiene usted poca fortuna con lo buenos que le han salido esos chicos!

-Es verdad que la tengo, y no me canso de dar gracias a Dios por ello. No porque yo lo diga, pero son unos muchachos que más trabajadores, más hábiles para todo, de mejor conducta, y sobre todo más amantes de su madre, no los hay en toda Vizcaya. Ellos, sí, tienen también su pero, como todos le tenemos en este mundo...

-Mujer, ¿qué pero han de tener esos chicos?

-Sí que le tienen; y sino por eso, crea usted que viviríamos en la gloria; y pocas casas estarían más desahogadas que la nuestra; pero ya sabe usted lo que es andar siempre con pleitos y cuestiones de justicia... Por más que les predico a estos muchachos: «Es necesario, hijos, que dominéis ese pícaro genio y no seáis tan quisquillosos y tercos, pues vuestras terquedades nos cuestan un sentido, y el mejor día vamos a tener por ellas algún disgusto que me quite u os quite la vida»; por más que les digo esto, no puedo con ellos; pues por la cosa más tonta y sin sustancia arman una disputa entre sí o con el primero que llega, y tenemos la de Dios es Cristo. Yo no sé a quién han salido esos muchachos. Su padre, que esté en gloria, es verdad que no sabía leer y ellos han aprendido buena escuela y no pasan día sin leer algo en algún libro o en algún periódico; pero en cambio era un bendita a quien no se le oía una voz más alta que otra. ¿Que Fulano pensaba negro y él pensaba blanco? Pues le dejaba pensar como quisiera, y anda con Dios. ¿Que Mengano no se había portado bien con él? ¡Cómo ha de ser! Seamos indulgentes para que lo sean con nosotros, que en este mundo nadie es impecable. ¡Váyales usted con eso a estos chicos! Pero, señor, ¿será posible que cuanto más saben las gentes han de ser más quisquillosas y guerreras, como les sucede a estos chicos míos?

-Ea, ahí los tiene usted.