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Sobreviviendo en Pekín

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Traducción de Liljana Arsovska y Juan Pablo Jáuregui

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siglo xxi editores
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, CIUDAD DE MÉXICO
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, c1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013, BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

Catalogación en la publicación

NOMBRES: Xu, Zechen, 1978- , autor | Arsovska, Liljana, traductor. | Jáuregui, Juan Pablo, traductor.

TÍTULO: Sobreviviendo en Pekín / Xu Zechen ; traducción de Liljana Arsovska y Juan Pablo Jáuregui.

DESCRIPCIÓN: Primera edición. | Ciudad de México : Siglo XXI Editores : El país del centro, 2019. | Traducción de: Pao bu chuan guo Zhongguancun

IDENTIFICADORES: e-ISBN 978-607-03-1038-6

TEMAS: Novela china

CLASIFICACIÓN: LCC PL2969.Z43 P3618 2019 | DDC 895.136

diseño de portada e interiores: sehacenlibros.com

primera edición en español, 2019

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
e-isbn 978-607-03-1038-6

primera edición en chino, 2012
segunda edición en chino, 2016
© China Intercontinental Press, © Xu Zechen

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título original: Paobu chuanguo Zhongguancun

derechos reservados conforme a la ley
impreso en

Prólogo

La República Popular China en este año 2019 festeja el 70 aniversario de su establecimiento como un país socialista con características chinas. Los primeros treinta años del partido comunista chino con Mao Zedong como secretario general del partido y presidente del gobierno implicaron un arduo proceso de levantar a un país, grande en territorio y en población, prácticamente desde las cenizas de la invasión japonesa en 1931, la segunda guerra mundial que concluyó en 1945 y la guerra civil entre el partido nacionalista y el partido comunista que finalizó con el establecimiento de la República Popular China el 1 de octubre de 1949 y la retirada de los nacionalistas encabezados por Jiang Jieshi a Taiwán.

En 1978 comenzó una nueva etapa de desarrollo marcada por las políticas de reforma y apertura, mismas que catapultaron a China y en menos de cuarenta años la convirtieron en la segunda economía más grande del mundo.

En estos 70 años, el pueblo de este gigante mundial, siempre sujeto a las políticas estatales y a los vaivenes de la historia, ha perseverado en la búsqueda de una vida mejor.

Desde el maestro Confucio —quien estableció el valor de la educación como el parámetro más valido y valioso en el escalafón social de China— estudiar o no, entrar o no a la universidad, para el individuo, su familia inmediata y su familia extendida, ha representado y representa el parteaguas entre “el ser o no ser”, es decir, formar parte de la élite educada que ocupa los puestos clave en la vida política, económica, académica, militar y cultural de China, o formar parte de las inmensas filas del pueblo trabajador.

Las políticas de reforma y apertura, inauguradas a finales de los años ochenta, efectivamente abrieron muchas nuevas oportunidades de enriquecimiento y bienestar para el chino común y corriente, sin embargo, la universidad aún es la puerta más grande y segura para acceder al poder y al bienestar económico.

Todos los años en el verano, el mismo día y a la misma hora, en toda China se realiza el examen nacional para el ingreso a la universidad. Lo preceden arduos años de estudio, de clases extra, de innumerables desvelos, para lograr ese puntaje que te va a catapultar hacia el éxito personal y familiar que lleva consigo la garantía de una vida mejor.

Del puntaje depende si entras por la puerta dorada en una universidad de primer nivel como la Universidad de Pekín, la Universidad Qinghua, la Fudan y otras pocas, si entras por la puerta plateada a universidades de segundo nivel, si accedes por el portón de bronce a escuelas técnicas, o simplemente quedas excluido de la competencia y formas parte de las grandes masas del pueblo trabajador.

Nuestro Dunhuang, el protagonista de la novela Sobreviviendo en Pekín, del afamado escritor chino Xu Zechen, no alcanzó el puntaje para entrar a la Universidad de Pekín. No satisfecho con su aburrido trabajo en su tierra natal al cabo de concluir su carrera técnica y aprovechando la enorme ola de migración desde el campo hacia la ciudad, llegó a Pekín buscando el sueño de riqueza y prosperidad. Él no arribó a la capital para formar parte de los ejércitos de campesinos convocados por las grandes empresas estatales y privadas del ramo de la industria de construcción, cuyo objetivo era construir la metrópoli de la futura potencia mundial; él simplemente llegó para probar suerte al lado de otros paisanos con el mismo propósito. Su escasa preparación académica y la falta de un trabajo en los sectores formales de la economía lo arrojaron hacia la economía informal.

Dunhuang es un personaje altamente representativo de los primeros años de las políticas de reforma económica y apertura en China, cuando millones de chinos de la provincia emigraron hacia las ciudades en busca de oportunidades. El relativo relajamiento del control por parte de las autoridades de todos los niveles administrativos de China en pos de una rápida y efectiva modernización y desarrollo económico, permitió la existencia temporal de la “economía gris”, que raya con la ilegalidad pero permite la subsistencia de hordas de chinos que anhelaban montarse en el tren de las reformas y la apertura, en el camino hacia la prosperidad y el bienestar.

Y entonces, el mercado de las credenciales falsas, los títulos falsos, las facturas apócrifas y las películas piratas, con su propia ley de oferta y demanda, ofrece trabajo a los miles de Dunhuang en Pekín y en otras ciudades de China que no los reciben con los brazos muy abiertos, pero tampoco les cierran las puertas. Los Dunhuang, al igual que los oficios grises a los que se dedican, habitan en cuartos oscuros, húmedos, subterráneos, se alimentan en las fondas abarrotadas y puestos callejeros, en su mayoría informales, y conviven con colegas y paisanos que comparten su oficio, su modo de vida, sus sueños. Y difícilmente, por no decir nunca, logran integrarse y formar parte de las metrópolis a las que ayudan a construir de una u otra manera.

En Sobreviviendo en Pekín, Xu Zechen, de manera magistral, nos hace recordar los rededores de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), llenos de puestos callejeros, fondas económicas, nos hace remembrar la plazuela de Santo Domingo y sus emblemáticos quehaceres cotidianos donde se mezclan el trabajo digno con la ilegalidad, el Tepito como símbolo del “otro México” que no queremos conocer ni analizar, pero sí frecuentar.

El protagonista Dunhuang y sus colegas en esta novela nos acercan a “China tras bambalinas”, que sin lugar a dudas contribuyó en la construcción de este gran país que hoy en día ostenta infraestructura de primer mundo, instituciones de vanguardia y se perfila, con pasos firmes, a convertirse en la primera economía del mundo.

LILJANA ARSOVSKA

Ciudad de México, 2019

1

“¡Salí!”. Dunhuang abrió la boca con la intención de gritar. Un remolino se alzó frente a él y el polvo fino se le metió en la nariz, los ojos y la boca. Estornudó y se frotó los ojos. Una pequeña puerta metálica se azotó detrás de él. Escupió el polvo cuando el remolino ya se había alejado. Alzó la cabeza mirando hacia el cielo, había una capa neblinosa de partículas detrás de la cual el sol lucía suave y amable, aunque un poco áspero, como si se tratase de un vidrio esmerilado pulido o de un espejo de bronce con muchos años de uso. Los rayos del sol no deslumbraban, aunque a Dunhuang le brotaron lágrimas, las cuales, sin más remedio, se las atribuyó al astro. Otro remolino se abalanzó hacia él, pero esta vez lo esquivó. Era una tormenta de arena. Había oído de ellas en la cárcel. Esos últimos días, aparte de hablar sobre el hecho de que él estaba a punto de salir, sus compañeros sólo platicaban sobre las tormentas de arena. Desde adentro, Dunhuang también vio cómo los remolinos acumulaban una capa de polvo amarillo en la ventana y en la escalera, pero, después de todo, su celda era pequeña y sin corrientes de aire. Si pudiera, volvería para decirles a los reclusos tarados: “¿Quieren saber lo que es una tormenta de arena? ¡Tienen que salir al mundo!”.

Ante sus ojos había un campo vasto; los árboles tenían nuevos brotes y el pasto ni siquiera se asomaba aún. Todo estaba cubierto por la tierra. Dunhuang pensó en usar su pie para escarbar un poco en el pasto seco, pero por más que estiraba el cuello, no veía ni siquiera una ramita. En tres meses no había crecido ni un condenado pasto verde. El viento se sentía frío, así que sacó una chamarra de su mochila y se la puso. Luego volvió a colgarse la mochila en la espalda y gritó con fuerza:

—¡¡¡Salííí!!!

La puerta de metal resonó y se asomó una cabeza. Dunhuang fingió un saludo militar y dijo con una sonrisa:

—¡¿Qué ves?! Vete a hacer tu guardia.

La cabeza lo miró, retrocedió y la puerta de acero, ¡dang!, se cerró.

Dunhuang caminó veinte minutos y luego detuvo un taxi. El chofer, de barba aún tierna, le preguntó a dónde iba. Dunhuang dijo que adonde fuera, que le bastaba con entrar a Pekín. El conductor lo dejó en el lado oeste del cuarto anillo antes de meter el carro en el mercado de vehículos Liulangzhuang. Dunhuang se bajó en un lugar que le pareció conocido; con seguridad había estado ahí antes. Caminó hacia el sur y luego dio vuelta a la derecha. Tal como lo esperaba, vio la pequeña tienda donde alguna vez compró unos cigarros marca Zhongnanhai. Parecía que, fuera de la tormenta de arena, Pekín no había experimentado cambio alguno. El corazón de Dunhuang se tranquilizó un poco. Siempre lo mortificó la idea de que bastaba con apartar la vista un momento para que Pekín cambiara. Compró una cajetilla de cigarros y le preguntó a la señorita que atendía la tienda si lo reconocía. Ella sonrió y le dijo que su cara se le hacía algo conocida.

—Una vez les compré cuatro cajetillas de cigarros.

Al salir de la tienda, la vio escupir una pepita y luego la escuchó susurrar:

—Maldito loco.

Dunhuang no volteó a verla. “Eres tan fea que no discutiré contigo”, se limitó a pensar. Siguió caminado y reflexionó que la gente seguramente lo veía como a un desempleado o, por lo menos, a un desorientado. Agitó su mochila y caminó pavoneándose en sentido contrario a la multitud, al fin y al cabo, eso no era un delito. Avanzó saboreando lentamente sus cigarros. En la cárcel, al igual que en casa, no podía fumar un producto como ése. La primera vez que le llevó a su papá dos cajetillas de Zhongnanhai, su padre se puso muy feliz, y cada que venían visitas los repartía diciendo:

—Zhongnanhai es el sitio de los líderes de la nación. Ahí siempre fuman esta marca de cigarros.

El sitio de los líderes de la nación… en realidad, Dunhuang sólo había pasado frente a la puerta de Zhongnanhai una vez: fue a ver cómo izaban la bandera. Se levantó a las cuatro de la madrugada. Baoding lo insultó:

—Todos los días puedes ver cómo izan la bandera, ¿por qué tuviste que elegir un día con tanta neblina?

Efectivamente, había mucha niebla. Esa mañana tenían que ir a entregar mercancía, pero Dunhuang a fuerza quería ir a ver la bandera. En esa época recién acababa de llegar a Pekín y se la pasaba con Baoding. En sus sueños, además de dinero incontable, también veía en un mundo onírico la bandera de la nación ondear con el viento y oía las botas de la escolta militar marchar al unísono. Pedaleó como loco en una bicicleta averiada. A través de una puerta grande que brillaba cual luna pálida, le pareció ver a algunos soldados, pero no les prestó mucha atención.

—Apenas conocí Zhongnanhai. Me arrepiento de no haberme detenido para echar un vistazo —le dijo a Baoding a su regreso.

Tuvo ganas de volver, pero nunca lo hizo. Tal como dijo Baoding, “Lo puedes ver cualquier día”, y justo por eso no regresó.

Dunhuang no sabía a dónde quería ir y de sólo pensar en eso se estremecía, pues no tenía lugar al cual dirigirse. Toda su banda estaba en la cárcel: Baoding, Dazui, Xin’an e incluso el cojo Sanwan. Casi no le quedaba nadie conocido y buscar una guarida provisional era un problema. Más aún, no tenía dinero a la mano, sólo cincuenta yuanes, a los que había que restar los nueve con sesenta centavos que acababa de gastar en los cigarros.

—Pensaré luego, ahora resolveré dónde pasar la noche. Hombre, ¡una noche se puede pasar en cualquier sitio! —se dijo a sí mismo.

El sol, en el cielo que parecía de lija, estaba cayendo en picada y arrinconaba a Pekín justo en el extremo de la calle, cual piedra de molino. Cuando exhalaba el humo del cigarro, Dunhuang silbaba, lo cual le servía para darse ánimos. “Hombre, no pasa nada”. El día en que llegó a Pekín, Baoding había acordado recogerlo, pero no se encontraron en el punto convenido, por lo que pasó la noche apoyado en el pilar de un puente.

Hospital de Ginecología y Obstetricia. Mercado de Recursos Humanos de Zhongguancun. Restaurante de la familia Bai. Administración de Terremotos. Dunhuang alzó la vista y se encontró frente al puente de Haidian. No era su intención caminar hasta allí. Dunhuang se detuvo y vio un largo autobús pasar disparado, ignorando el semáforo en rojo debajo del puente. Conscientemente no pretendía llegar a ese punto, aunque tampoco sabía a dónde deseaba ir. Justo ahí, en el puente de Haidian, los arrestaron a Baoding y a él. Corrieron hasta quedarse sin aliento desde la Ciudad Digital del Pacífico, pero no lograron escabullirse. Todavía traían la mercancía consigo. Pensó que, al no lograr escapar, uno debía tirar la mercancía, pero después le dijo a Baoding que no tenían de qué preocuparse, porque esos dos policías estaban tan gordos que la panza no les cabía en el cinturón. Nunca imaginó que les fueran a seguir el paso. Cuando la patrulla se paró frente a ellos, ya era demasiado tarde para botar el cargamento.

Eso pasó tres meses atrás. El aire soplaba helado. Iba a ser Año Nuevo. El viento zumbaba en los oídos. Ambos iban abriéndose paso a codazos entre la multitud y por poco los atropellan dos carros abajo del puente. Pero ahora él había salido y Baoding aún estaba encerrado. A la fecha, no sabía si la mano izquierda de su amigo, herida por la patada que le dio un policía, ya había sanado.

Dunhuang dio vuelta en una esquina y de inmediato giró de nuevo. El viento había levantado del suelo un remolino de arena, por lo que se resguardó en la entrada de un edificio. El cielo empezaba a oscurecerse, estaba a punto de ponerse negro. Se sacudió la arena de la ropa y luego vio pasar a una muchacha que, como él, traía una mochila en la espalda.

—¿No quieres películas? —le dijo la joven. Como si nada, sacó de la mochila un montón de DVD—. Tengo de todo: de Hollywood, japonesas, coreanas, grandes producciones nacionales de moda. También hay clásicos y ganadoras de los Oscar. De todo. —Abrió las envolturas de colores de los DVD para enseñárselos.

Bajo los rayos de luz del atardecer, aquellos colores le parecían extrañamente opacos, pero él sabía que eran intensos, como le sucedía al rostro de esa muchacha, que se veía reseco por el viento pero que suponía que en realidad era de buen ver. Parecía tener frío y ocasionalmente temblaba como si estuviera a punto de llorar. Parecía una buena persona. Dunhuang no podía adivinar su edad. Tal vez entre veinticuatro y veinticinco, quizá entre veintisiete y veintiocho, pero no pasaba de los treinta. Las mujeres mayores de treinta que vendían DVD no se veían así, normalmente traían niños cargando y decían con tono misterioso: “Hermano, ¿quieres DVD? Tengo de todos los tipos, hasta pornografía en alta definición”. Era hasta después de que el comprador se mostraba interesado que la mujer sacaba de entre sus ropas, curiosamente escondidos, los productos prometidos.

—Si te comprara uno, no tendría donde verlo —respondió Dunhuang mientras se pegaba a la pared para dejar pasar el remolino de arena.

—Puedes ponerlo en un reproductor de DVD o en una computadora —insistió ella—. Están baratos, a muy buen precio. Te vendo uno por seis yuanes.

Dunhuang puso la mochila sobre los escalones, pues quería sentarse para descansar un poco. La muchacha creyó que él había decidido escoger uno, así que se acuclilló a su lado y sacó de su mochila un periódico, lo extendió sobre el suelo y le mostró un montón de DVD.

—Todos son buenos. La calidad es impecable.

Dunhuang sintió pena de no comprarle, así que le dijo:

—Está bien. Dame uno.

—Gracias. ¿Cuál te gusta?

—Da igual. Cualquiera que esté bueno me viene bien.

—Si no quieres comprar, no pasa nada —se detuvo y le reprochó a Dunhuang con la mirada.

—¿Quién dijo que no quiero comprar? —Le sonrió—. ¡Voy a comprarte hasta dos! Es más, ¡de una vez dame tres! —Le preocupaba que la muchacha dudara de él, así que aprovechó la luz de un foco que lo iluminaba desde el edificio para ponerse a escoger.

Ladrón de bicicletas. Cinema Paradiso. Domicilio desconocido.

—¡Quién hubiera pensado que eras un conocedor! —Por su tono podía notarse que estaba sorprendida y a la vez divertida—. Las tres son clásicos del cine.

Dunhuang respondió que no era ningún conocedor y que las vería sólo porque sí. En verdad no era ningún experto. Había visto Ladrón de bicicletas. En el transporte público había oído a una pareja de universitarios hablar acerca de Cinema Paradiso, el novio decía que era buena, la novia decía que era excelente. Domicilio desconocido sólo la había elegido porque creía que el nombre sonaba raro y lo correcto debía de ser “Destinatario desconocido”.

Cuando terminó de comprar las películas, se sentó en los escalones y miró el letrero de neón que brillaba en el edificio de enfrente. Decía, en cuatro caracteres, Club de Ajedrez de Haidian. Había visto ese nombre muchas veces. Sacó un cigarro, lo prendió y exhaló una bocanada de humo hacia el letrero.

La muchacha ordenó sus DVD y, poniéndose la mochila, dijo:

—¿Te vas a quedar ahí?

—Tú adelántate. Yo voy a descansar un rato. —A Dunhuang le pareció innecesario contarle a una desconocida que en realidad no tenía a dónde ir.

La muchacha se despidió. Caminó algunos pasos, pero regresó. Se sentó a su lado en el escalón. Inconscientemente, Dunhuang se apartó un poco.

—¿Todavía tienes? —preguntó la muchacha, refiriéndose a los cigarrillos.

Dunhuang la miró pasmado. Le pasó la cajetilla y el encendedor. Ella comentó que el sabor de los Zhongnanhai es muy bueno. Dunhuang no contestó. Había interactuado con mucha gente, pero siempre habían sido tratos comerciales que involucraban dinero, así que el comportamiento de la chica lo confundió. Se quedó anonadado y pensó durante algunos segundos: “¡¿Qué puede pasar?! ¿Acaso los pobres le temen a los jodidos? Ya he estado en la cárcel, ¿qué más puede pasar?”. Así que se relajó y se animó a preguntarle:

—¿Qué tal va el negocio?

—Alcanza para salir al día, pero el clima está mal. —Se refería a la tormenta de arena. Toda la gente que no tenía asuntos en la calle se la pasaba en su casa, y los que compraban películas eran, en su mayoría, precisamente las personas ociosas que ahora estaban encerradas.

—Ah —Dunhuang asintió. Lo sabía muy bien. También había dependido del clima para comer. Cuando soplaba el viento o llovía, el mundo se ponía mal. Nadie tenía ganas de nada.

La muchacha no era nueva en eso de fumar: hacía aros de humo mejor que él. Sentados uno junto al otro, veían cómo el cielo se oscurecía paulatinamente. Cada vez había menos peatones. Dunhuang oía que en la librería de al lado discutían sobre cerrar, que volaban arena y piedras, que nadie querría comprar libros. Luego la cortina de metal del negocio sonó fuertemente hasta que tocó el suelo. Arena y piedras en el aire, eso era una exageración. Dunhuang volteaba a ver a la muchacha lo menos posible. No sabía cómo entablar una conversación con ella, no estaba acostumbrado a sentarse junto a una chica a la que no había visto antes y menos sin saber en qué acabaría el asunto. Sopesó en irse.

—¿A qué te dedicas? —dijo repentinamente la muchacha.

—¿A qué crees?

—¿Estudiante? No estoy segura.

—No hago nada. Soy un indigente. —Dunhuang descubrió que decir la verdad simplemente era tan fácil como mentir.

—No te creo —respondió la muchacha y se levantó—. Pero está bien si eres indigente. ¿Quieres ir a tomar algo? Yo invito.

Dunhuang se rio mentalmente y pensó: “Ya revelaste tu secreto. Sabía que tenías otro trabajo aparte de vender películas”. Nunca había frecuentado prostitutas, pero Baoding y el cojo Sanwan sí, así que sabía un poco sobre esa clase de mujeres. Que una muchacha como ella se dedicara a ese trabajo lo afligió un momento, pero luego recobró los ánimos. En el periódico decían que actualmente las mujeres que se dedicaban a la prostitución eran en su mayoría estudiantes universitarias. Estudiantes universitarias, qué nombre tan elegante. Y de todos modos se dedicaban a la prostitución. Dunhuang pensó en las mujeres furtivas que vendían DVD con sus hijos en brazos.

—Mejor te invito yo. —Dunhuang se mostró vehemente, a final de cuentas, ya estaba ahí, qué más daba lo que pasara—. No conozco esta zona. Tú escoge el lugar.

2

Fueron a un restaurante de olla mongola, ubicado junto al parque Changchun, llamado El viejo Gu. La muchacha dijo que, debido al frío, había que comer algo humeante. No sabía que las tormentas de arena podían llevarse la primavera de Pekín. Vista desde afuera, la ventana de la fonda lucía empañada y sólo se percibían en su interior múltiples sombras que flotaban. Había mucha gente comiendo, cada uno tenía la cara roja y el cuello hinchado. Parecía que medio Pekín se había apretujado en esas mesas. En el aire se alzaban incontables vasos de cerveza. El olor a alcohol, a olla mongola y el sonido de las charlas inundaban el ambiente.

Hacía al menos tres meses que Dunhuang no sentía ese calor amigable. En cuanto el corazón y la cabeza se calientan, fluyen las lágrimas con facilidad. No recordaba cuándo fue la última vez que comió olla mongola. Le gustaba ese platillo. Cuando ya se había establecido en Pekín, la primera vez que regresó a casa para el Año Nuevo usó el dinero que había ganado para comprar una olla mongola eléctrica para su familia. Desde el primer día hasta el sexto del Año Nuevo comió a diario olla mongola. Luego retornó a la capital.

Se sentaron en una mesa del rincón en El viejo Gu. La muchacha estaba cerca de la pared. A espaldas de Dunhuang había un grupo de comensales ruidosos. La olla mongola de Pekín se divide en dos secciones; a Dunhuang le gustaba el caldo muy picante. Llegaron tres botellas de cerveza Yanjing y se dio cuenta de que ella también ordenó un platillo de calabaza china y otro de hongos. La olla mongola estaba hirviendo, la carne de carnero flotaba. Dunhuang fue el primero en alzar el vaso:

—¿Qué digo?

—No digas nada, bebe.

La primera cerveza la sorbieron en un instante. La muchacha no era tan hábil para beber como presumía. Dunhuang sí que tenía experiencia en consumir alcohol, de hecho, consideraba que era su único gran talento. Era poca la gente que lo sabía. Baoding creía tomar bastante, pero medio litro de licor de sorgo Erguotou lo tiraba, mientras que Dunhuang era capaz de ingerir mucho más.

—¡Puedes beber bastante! —dijo Dunhuang.

—Tú no te quedas atrás.

—No es cierto. Con una botella ya empiezo a decir tonterías.

—Quiero escucharte decir tonterías —comentó la muchacha con una gran mueca mientras se arremangaba. No se había percatado de que Dunhuang casi no hacía ningún movimiento para tragar el líquido, simplemente se empinaba los vasos.

—Entonces, tomaré hasta decir tonterías.

Brindaron con los vasos medio llenos. Cualquiera que los viera frente a la humeante olla mongola pensaría que eran pareja. Hacía tres meses que Dunhuang no veía una mesa tan opulenta. Con los ojos iluminados y bien abiertos, se llevaba la carne de carnero a la boca.

—Estás muerto de hambre, ¿verdad?

—Oh, no —respondió, dejó los palillos y miró a la muchacha, que ya tenía las mejillas muy rosadas y parecía aún más joven de lo que pensó. Era muy guapa. Los dos lunares que tenía en la nariz también eran bellos—. Tú también come.

Sonó un celular. Ella rápidamente se puso a buscar en su bolsa. Cuando sacó el aparato, un hombre que estaba al lado de ellos ya había empezado a hablar: era el suyo el que había sonado. La decepción de ella fue evidente. Le dio algunas vueltas al teléfono en su mano y luego lo puso en la mesa.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

—Dunhuang.

—¿Dunhuang? Suena bien. Pero ¿es en serio o es mentira?

—Obviamente es en serio, ¿por qué te voy a mentir?

—¿Quién te lo puso? Suena a un nombre muy culto.

—Mi papá. ¡Para nada es un erudito! De hecho, casi es un analfabeta. Encontró el nombre por pura casualidad. Según mi madre, dos días antes de que yo naciera él estaba muy preocupado porque no sabía cómo llamarme. Lo pensó tanto que hasta se estriñó. No se decidía por ningún nombre, así que les pidió a los vecinos un montón de periódicos. Buscó todo un día sin éxito. Al final, en la primera página del Diario del pueblo, leyó “Dunhuang” escrito en dos caracteres grandes y negros, y ése fui yo.

—¡Cómo se le ocurrió a tu papá hacer eso! Tenía que haberlo pensado con tiempo. —La muchacha emitió una risa hueca, mirando de reojo el celular—. Adivina cómo me llamo.

—No sé.

—Kuangxia, o sea “vasto verano”. Kuang significa “amplio y espacioso”, y Xia quiere decir “verano”. Suena bonito, ¿no crees?

—Sí, bonito. Mucho mejor que Dunhuang. Siempre he pensado que soy una piedrota de arcilla.

La muchacha sonreía mientras explicaba que Kuang era el apellido de su padre y Xia, el de su madre. A Dunhuang dejó de parecerle un nombre bonito, pues sumar los apellidos del papá y de la mamá era una manera muy común de elegir un nombre. Pero de todos modos dijo que le parecía bien. Tenía que hacerla sonreír, así que después alabó lo buena que era la venta de DVD y dijo que cuando él llegó a Pekín también se le había ocurrido, pero tuvo problemas para encontrar la manera de hacerlo, y a la fecha se arrepentía.

—Entonces, ¿ahora qué haces? —lo cuestionó Kuangxia.

—Me las arreglo como puedo. Hago algo un par de días, luego otra cosa los siguientes. Pekín es tan grande que uno no se muere de hambre.

—¿Por qué no regresas a tu pueblo? ¿Te parece tan lindo Pekín?