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H. P. Lovecraft

 

 

Ensayos literarios

 

 

Edición, traducción y prólogo
de Antonio Jiménez Morato



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H. P. Lovecraft. Ensayos literarios

Primera edición digital: febrero de 2020

 

 

ISBN epub: 978-84-8393-662-7

 

 

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Colección Voces / Ensayo 292

 

 

© De la edición, traducción y prólogo: Antonio Jiménez Morato, 2020

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2020

 

 

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Prólogo

 

Una de las mayores injusticias que puede sufrir un escritor es ser leído sin tener presente su voluntad estilística. El estilo, en un escritor, lo es todo. Incluso cuando el escritor ha elegido el estilo más neutro, carente de marcas, aséptico posible, dicha elección se torna fundamental a la hora de leerlo. Más incluso porque precisamente su pretensión sea carecer de estilo. Y sobre todo tiene una cenital importancia a la hora de valorarlo. Con Lovecraft, desde hace muchos años, se viene cometiendo una flagrante injusticia en el mundo editorial en castellano: se lo edita sin atender a su vocación de estilista. Si este libro puede servir para algo, además de para fruición del lector y exposición de los variados intereses literarios de su autor, es para llamar la atención sobre su calidad como escritor, esto es, no como narrador de historias o como creador de mundos –dos aspectos en los que Lovecraft es universalmente valorado por razones obvias–, sino como artista plenamente consciente de las herramientas y mecanismos del medio que eligió.

Esto es algo que quizás no se hace tan evidente como debería en su narrativa. Más aún cuando no se lee en su versión original. Todavía hoy, en las muchas traducciones que se publican de su ficción –los textos no narrativos de Lovecraft han sido, salvo dos o tres excepciones muy llamativas, ignorados de modo más o menos contumaz por los editores en castellano–, se pasan por alto matices estilísticos de su prosa que son determinantes para calibrar esta vocación estilística. Y esto se hace, en cambio, mucho más evidente en sus ensayos, sobre todo en los de temática literaria, donde exhibe un conocimiento de la métrica y prosodia inglesas apabullante, y también evidencia estar al tanto de literaturas no anglófonas de modo mucho más amplio de lo que suele ser costumbre entre los escritores de lengua inglesa, tan entregados por lo general a un chovinismo cultural cada vez menos comprensible en esta aldea global.

Lovecraft escribió mucha ficción, sí, y por ella ha sido reconocido a lo largo y ancho del orbe terráqueo, donde nos hizo conocer la existencia de otros seres llegados del espacio exterior o de otras eras de la propia Tierra. A día de hoy son ciento doce los relatos, cuentos o novelas, catalogados. Pero también fue un nutrido escritor de no ficción, proporcionalmente lo es incluso en mayor medida. Hay más de trescientas composiciones líricas catalogadas –durante mucho tiempo Lovecraft se consideró a sí mismo un poeta antes que ninguna otra cosa–, más de cien mil cartas –donde pueden rastrearse no solo las diversas huellas de su vida y sus constantes problemas económicos, sino también la extensa red de autores emergentes con los que tejió la idea de una república amateur de las letras alejada de las exigencias empresariales de la industria editorial, materiales todos ellos de los que se nutre la biografía canónica de Lovecraft que escribió S. T. Joshi–, y la editorial Hippocampus Press ha publicado ya cinco contundentes volúmenes donde recogen sus ensayos agrupándolos por líneas temáticas: textos autobiográficos, científicos, de viajes, los volcados en torno al periodismo aficionado y los de temática literaria. A la vista de esta ingente producción, cuyos originales están en su mayoría agrupados en la biblioteca John Hay de la Universidad de Brown, en Providence, Rhode Island, justo al lado de las casas donde transcurrió buena parte de su vida –una de las cosas más divertidas que uno puede hacer en Providence es pasear por todos y cada uno de los lugares que guardan la memoria de la vida de Lovecraft–, parece un poco desventurado tildar al autor de mero creador de fantasías cosmológicas de terror. Sus ensayos ponen sobre la mesa un asunto que siempre se ha querido ignorar, sobre todo en el mundo hispanohablante, cuando se habla de su obra: Lovecraft era muy consciente de los efectos que quería producir con sus textos, y deben ser leídos de modo mucho más riguroso, y respetuoso, de lo que se ha hecho hasta ahora.

En el conjunto de textos aquí reunidos, que han sido extraídos del volumen dedicado a la crítica literaria antes mencionado, se aprecia de modo inequívoco que a Lovecraft le preocupaban todos los aspectos relativos a la forma de un texto, desde la ortografía hasta el ritmo, los temas y los moldes de dichos temas que imponen o los modos de subvertir esos patrones para desbordar los corsés creativos. A Lovecraft se le ha querido vender como «el mejor de los escritores pulp», y en buena medida se le sigue encerrando en esa prisión valorativa, cuando en realidad es un excelente escritor que eligió usar temas tradicionalmente asociados a la literatura de quiosco. Y punto. Graham Harman, uno de los principales representantes de la corriente filosófica que ha sido bautizada como realismo especulativo escribió Weird Realism: Lovecraft and Philosophy, donde escoge cien fragmentos de los más conocidos relatos de Lovecraft para mediante ellos analizar minuciosamente por qué es un escritor sin parangón entre los autores del siglo xx, y rastrea en él las marcas de un escritor llamado a ser considerado la encarnación de las cuestiones que obsesionan a la filosofía contemporánea. Su intención declarada es hacer con Lovecraft lo que Martin Heidegger hizo con Friedrich Hölderlin. En las páginas de su libro vuelve una y otra vez a la paradoja de que él haya leído los cuentos de Lovecraft por vez primera rondando ya la cuarentena y en concreto en la edición de la Library of America, una colección ideada por Edmund Wilson a imitación de la Pléiade francesa, con la misma intención de servir como marchamo de la inclusión de un autor en el parnaso literario aunque en este caso el anglosajón, y que como crítico había cuestionado de modo explícito la calidad de Lovecraft como escritor. No solo cuestionó la de Lovecraft, sino la de Dashiell Hammett o Raymond Chandler, otros dos autores que han sido ya editados en la Library of America, como muchos otros que Wilson ni habría siquiera sospechado que pudieran tener cabida allí. Y si esa inclusión se ha producido, en el caso de los ya mencionados, o de Ursula K. Le Guin o Phillip K. Dick o Ambrose Bierce, y algún otro más –todos antes de que las recopilaciones de los textos críticos del mismísimo Wilson, por cierto, engrosaran la colección– tiene que ver, sobre todo, con sus virtudes literarias, con su destreza en el manejo del material con el que los escritores trabajan: la lengua y sus inflexiones. Por eso no deja de resultar irónico que, al menos en la práctica mayoría de traducciones que han vertido a Lovecraft al castellano, se haya obviado su faceta como un versado, y plenamente consciente, estilista. A mí, como a Harman, me ha sucedido que Lovecraft no me ha interesado hasta poder leerlo convenientemente en inglés, y eso se debe a que cuando me he topado con las traducciones de sus relatos estas suelen centrarse en lo narrado y no en el cómo está narrado. Pese a que el cómo sea algo fundamental. Las narraciones de Lovecraft no se diferencian mucho en los temas de cualquier tipo de novela de quiosco o cualquier otra meramente escapista. No hay nada que las diferencie si nos restringimos a los temas. La distinción es cualitativa, y tiene que ver con la capacidad literaria de Lovecraft, con su dominio y absoluta consciencia de los mecanismos de un texto y cómo debe hacer al lector transitar por su escritura. Este libro reúne una serie de textos que hacen más palpable esta idea, que ojalá pase a ser moneda de uso corriente entre los estudiosos de la literatura en lengua castellana. Acaso el ejemplo más gráfico de este malentendido habitual que tanto daño ha infligido a la recepción de Lovecraft pueda buscarse en uno de sus textos más conocidos: «The Call of Cthulhu». Allí hace su aparición un ser monstruoso que ha sido convertido en emblema de toda la literatura de Lovecraft. Tanto es así que las ilustraciones que sirven para cubiertas de libros, camisetas o cualquier otro tipo de mercancía comercializable recurren a un ser a medio camino entre un humano, un pulpo y un dragón, mezclados como en una especie de estatua de charcutería donde se empalman las distintas partes para lograr un todo. Y, sin embargo, no es así como Lovecraft describe la estatuilla de esta divinidad extraterrena en el famosísimo relato. Lovecraft escribe «Si yo dijese que mi imaginación, en cierto sentido extravagante, produjo simultáneas imágenes de un pulpo, un dragón y una caricatura humana, acaso no fuese infiel al espíritu de la cosa… pero fue el esquema general del conjunto lo que lo hacía terriblemente espantoso…». Imágenes simultáneas, no partes ni piezas, y era el esquema general del conjunto lo que lo tornaba espantoso. A día de hoy, cuando contemplamos caricaturas de Cthulhu que llegan a ser incluso tiernas, no podemos evitar sentir algo parecido porque somos lectores de Lovecraft y ubicamos la referencia de modo automático, pero no deja de ser evidente que el mismo Lovecraft se habría sentido muy poco cómodo con la mera idea de que ese «esquema general del conjunto» no provocase otra cosa que un completo y absoluto pavor, la sensación de enfrentarnos a algo que escapa al lenguaje humano, a su capacidad de representación y, por tanto, casi de la imaginación misma. En realidad, si hay un motivo para sentir a Lovecraft como un autor indispensable, es precisamente porque renuncia a una literatura del susto o del asco, que han sido los terrenos más transitados por el terror literario, para postular una literatura del silencio, de lo inefable, donde se hacen más evidentes y reconocibles las fisuras entre el terreno de lo simbólico y lo imaginario por donde podemos, apenas, vislumbrar ese sobrecogimiento que provoca la toma de conciencia de la existencia de lo real. Perdonen este giro lacaniano, pero permite entender perfectamente qué está tanteando Lovecraft con sus textos. Para hacer eso se requiere un dominio del lenguaje, de sus registros y de los modos en que dicho material ha sido utilizado con fines semejantes que normalmente pasa desapercibido cuando se habla de Lovecraft y sus narraciones. Si para algo quiere servir este libro es para subvertir ese estado de cosas.

Por otro lado, el devenir histórico de estos textos deja también perfilada una somera biografía editorial de su autor, donde vemos la obsesión de los primeros años de su carrera por crear una hermandad de escritores aficionados que hagan valer su condición amateur para enfrentarse, siquiera estéticamente, con los escritores que se han doblegado de modo completamente acrítico al mercado. Para Lovecraft, la literatura estadounidense de la época estaba demasiado apegada a un realismo dócil y servil con la mirada burguesa. No andaba desencaminado, en general la literatura norteamericana ha caído siempre en el naturalismo más ingenuo, sin cuestionar la idea misma de la representación que está en el núcleo de la ficción. Utilizando un símil que lo haga todo bastante sencillo de entender: la literatura de los Estados Unidos habría seguido indefinidamente produciendo «Amadises» –cosa que hace Hollywood o los escritores de best sellers de quiosco de aeropuerto sin el menor rubor– o habría escrito una crónica parecida en su esencia al Lazarillo de Tormes pero sin tener la picardía de publicarlo de modo anónimo. Lovecraft es capaz de percibir esa chatura intelectual y esa pereza artística, y por eso postula una escritura no remunerada donde los intereses sean estrictamente estéticos y artísticos. Buena parte de los textos aquí recogidos pertenecen a ese periodo, y fueron publicados en revistas más cercanas al fanzine que a la publicación profesional, alguna de las cuales llegó a estar instigada y coordinada por el mismo Lovecraft.

No deja de ser curioso que, apenas comenzó a colocar algunos de sus cuentos en publicaciones donde le pagaban por publicar, fuera desapareciendo esa obsesión por un estrato aficionado y comenzaran a aflorar los textos de corte estético más ambiciosos e insoslayables de su producción, en los que Lovecraft comienza a trazar una trayectoria ensayística más acorde con lo que se espera de un escritor consciente de los mecanismos internos de la literatura y de sus vaivenes históricos: la del militante. En sus ensayos no solo se aprecia su profundo conocimiento de la tradición literaria anglosajona –sería muy generoso decir que su conocimiento iba más allá de lo escrito en inglés, ya que apenas la literatura latina parece despertar en él un cierto interés, y el repaso a la historia de la literatura clásica que realiza parece más copiado de manuales que otra cosa–, sino sobre todo su intención de establecer una genealogía de sus propios textos. Y al mismo tiempo desactivar la hipotética valoración de su «originalidad» por encima de su «oficio». Si algo hace en sus inventarios de textos de referencia es dejar claro que muchas de esas ideas que tanto sorprenden cuando se lee por primera vez sus textos no son sino reelaboraciones, mucho más diestras y profesionales, de ideas anteriores que otros autores no supieron exprimir a fondo. Lovecraft era un escritor que siempre quiso ser considerado como un maestro y no como un fantaseador. La lectura que hace de los textos ajenos lo clarifica de modo inequívoco: siempre destaca la capacidad estilística, el dominio del género o la construcción de atmósferas sobre la trama o los temas a tratar. Lovecraft fue, en ese sentido, un profundo clasicista, y en eso no hay impostura alguna cuando valora la literatura romana por encima de la griega, ya que aspiraba no a inventar, sino a pulir y dar esplendor a los temas que elegía tratar. Hay más una vocación arqueológica que busca ofrecer unas raíces, y una respetabilidad por extensión para sus investigaciones estéticas, y al mismo tiempo procura reconfigurar el panorama de la historia de la literatura ofreciendo una perspectiva infrecuente donde la literatura de lo sobrenatural o lo extraño, son dos términos que aparecen a menudo en estas páginas sin que Lovecraft dedicara acaso todo el tiempo necesario a detallar sus características, en el caso de que pudieran establecerse, ocupe un lugar menos marginal y despreciado. Lovecraft supo ver que el surgimiento de lo extraño tenía relación directa con el triunfo empirista y científico, y que solo en un mundo representable por fórmulas podían abrirse las grietas necesarias para que apareciese el universo que la ciencia todavía no puede, acaso jamás lo logre, describir.

Los textos aquí incluidos dan buena cuenta de ello. Horror sobrenatural en literatura ha contado con numerosas ediciones, y algunos de los textos de la misma época («Notas sobre la ficción de lo extraño», «Apuntes sobre la escritura de la ficción extraña», «Algunas anotaciones sobre ficción interplanetaria») han sido publicados antes en nuestro idioma, pero la práctica totalidad de los textos que aparecen al comienzo del libro (que sigue un orden cronológico) estaban inéditos en castellano, y permiten hacerse una idea de las obsesiones de Lovecraft: la poesía, el clasicismo –o quizás sería más atinado decir el enfrentamiento a toda innovación caprichosa o injustificada–, la creación de un tejido amateur que vele por una literatura no sujeta a los condicionantes del mercado, el repaso y exaltación de la literatura clásica, y en concreto la del Imperio romano, la exaltación de las nuevas voces a las que se siente cercano temática o estilísticamente –Dunsany– y, de modo general, una apelación plenamente consciente a no desdeñar los detalles más nimios de un texto como vehículos de importante información estética.

Para esta edición se ha contado con la fijación de los textos llevada a cabo por S. T. Joshi, quizás el mayor especialista en la vida y obra de Lovecraft, en las ediciones de Hippocampus Press. Las notas pretenden iluminar tan solo aspectos puntuales, y se aporta la fecha de la primera publicación de cada texto. No pretende esta ser una edición crítica, sino una invitación a repensar la obra de Lovecraft y su lugar dentro de la literatura a través de sus propios ensayos.

Lovecraft, como Dante, como Kafka, como Borges, forma parte del contado grupo de escritores que han visto cómo su apellido se ha convertido en un adjetivo capaz de calificar hechos que trascienden el mero marco literario. Sus ensayos de tema literario son fundamentales para entender el calado de su propuesta literaria y los caminos por los que ha transitado la literatura posterior a él. Este volumen pretende acercar a los lectores en castellano un puñado de textos que hacen más evidente si cabe la importancia histórica y estética de su propuesta, que alcanza a autores de hoy y que se torna, a cada momento, más vigente incluso de lo que fue en vida del autor. Espero que lo disfruten.

 

Antonio Jiménez Morato

Regularidad métrica1

 

 

 

Deteriores omnes sumus licentia.

Terencio2

 

 

 

De entre las variadas formas de manifiesta decadencia en la poesía contemporánea, ninguna golpea de modo más violento nuestra sensibilidad que el alarmante declive de la armoniosa regularidad métrica que adornaba la poesía de nuestros ancestros inmediatos.

Que la métrica es en sí misma una parte esencial de toda la poesía verdadera es un principio que ni las afirmaciones de Aristóteles o las declaraciones de Platón pueden deshacer. Tanto un crítico antiguo como lo fue Dionisio de Halicarnaso como un filósofo moderno como lo ha sido Hegel han afirmado de igual modo que la versificación en la poesía no es solo un atributo necesario, sino los cimientos mismos de la disciplina. Hegel, de hecho, colocó la métrica por encima de la imaginación metafórica como la esencia de toda creación poética.

La ciencia puede de idéntico modo trazar el instinto métrico hasta la más tierna infancia de la humanidad, o incluso más allá, a una edad anterior a la humana como fue la de los simios. La naturaleza es en sí misma una interminable sucesión de impulsos regulares. La constante recurrencia de las estaciones y de la luz de la luna, los amaneceres y atardeceres, el reflujo y la subida de las mareas, el latido del corazón y el pulso, las huellas de los pies al caminar, e incontables otros fenómenos, presentan una regularidad equiparables, y todo esto se ha combinado para inculcar en el cerebro humano un sentido rítmico que se da de modo manifiesto tanto en los que carecen de toda formación como en las más refinadas personas. El metro, por lo tanto, no es ese falso artificio que muchos exponentes del radicalismo nos querrían hacer creer, al contrario, es un adorno inevitable y natural de la poesía, cuyo éxito a lo largo de los siglos ha desarrollado y refinado, más que mutilar o destruir.

Como otros instintos, el sentido métrico ha adquirido diversos aspectos entre las distintas razas. Los salvajes lo presentan en sus más simples formas mientras bailan junto al sonido de primitivos tambores; los bárbaros lo exhiben en sus cánticos religiosos y de otros tipos; gentes civilizadas recurren a él para su poesía formal, ya sea en una cantidad medida, como en el caso de los versos griegos y latinos, o como una intensidad acentual medida, como sucede en el caso de nuestro verso en la lengua inglesa. La precisión del metro no se limita a una mera exhibición de un ornamento prostituido, sino que es una evolución lógica de fuentes eminentemente naturales.

Dentro de la controversia en torno a la poesía ultramoderna, tal como es enunciada por la señora J. W. Renshaw en su reciente artículo «La autocracia del arte» (en el número de mayo de The Looking Glass), donde defiende que el auténtico bardo inspirado debe expresar sus sentimientos independientemente de la forma o del lenguaje, permitir que cada impulso cambiante altere el ritmo de su enunciación, y abandonar ciegamente el raciocinio a la «delicada agitación» de su estado de ánimo3. Esta posición, por supuesto, está cimentada en la asunción de que la poesía es algo extremadamente intelectual; la expresión de un «alma» que sobrepasa a la mente y sus reglas. Ahora bien, y siempre evitando desacreditar esta dudosa teoría, es necesario destacar que las leyes de la Naturaleza no pueden ser dejadas de lado tan a la ligera. Aunque mucha poesía auténtica pueda sobrepasar los límites de la razón, no por ello deja de estar sujeta a las leyes naturales, que son universales e inevitables. Por lo tanto, es posible que el crítico asuma la posición del científico, y que sea capaz de distinguir las diversas formas naturales claramente definidas a través de las cuales las emociones buscan ser expresadas. De hecho, podemos sentir de modo inconsciente la idoneidad de determinados tipos de metro para determinados pensamientos, y al examinar un poema a medio hacer o irregular a menudo nos repelen de modo abrupto las injustificadas variaciones emprendidas por el bardo, ya sea debido a su ignorancia o a su gusto pervertido. Nos vemos impresionados como es natural por la representación de un asunto grave en metros anapésticos, o el tratamiento de un ambicioso y desmedido en versos cortos o encabalgados. Este último defecto es lo que resulta tan desagradable en la traducción auténticamente erudita que hizo Conington de la Eneida4.

Lo que los radicales tan gratuitamente menosprecian en sus excéntricas actuaciones es la unidad de pensamiento. Inmersos en sus salvajemente repetitivos saltos de un metro aproximado a otro, ignoran la subyacente uniformidad de cada uno de sus poemas. El escenario acaso cambie, la atmósfera puede variar, pero un poema no puede transmitir más que un mensaje definido, y para adaptarse a ese mensaje fundamental y último se debe elegir y sostener un metro. Para acomodar las pequeñas alteraciones en el tono de un poema, un metro regular permitirá que se acomode ampliamente esa diversidad. Nuestro metro fundamental, aunque ahora esté enojosamente descuidado, el pareado heroico, es capaz de soportar infinitos matices expresivos mediante la selección de las palabras y la adecuada disposición de las mismas en una secuencia, además de la correcta colocación de la cesura o pausa de cada verso. El doctor Blair, en su trigésimo octava lección de retórica, explica e ilustra con admirable perspicacia la importancia de la colocación de la cesura para lograr que varíe la cadencia del verso heroico5. También es posible aportar variedad a un poema mediante el uso juicioso de ocasionales pies de un metro distinto del que se ha usado para el corpus de la obra. Esto se realiza normalmente sin perturbar el silabeo, y en ningún modo perjudica u oscurece el metro dominante.

La más divertida de todas las tesis de los radicales es la afirmación de que el auténtico fervor poético no puede ser jamás confinado en un metro regular; que el jinete de Pegaso, con su mirada salvaje y su larga melena, debe infligir a un sufrido público una forma inalterable de las vagas concepciones que revolotean en el noble caos a través de su alma exaltada. Aunque resulta perfectamente obvio que el instante de preciada inspiración debe ser intensificado sin recurrir a gramáticas o diccionarios de rimas, no es menos cierto que el lapso posterior de calmada contemplación puede ser muy provechoso para la corrección y el pulido. El «lenguaje del corazón» debe ser clarificado y hecho inteligible a los otros corazones, pues de no ser así quedará siempre recluido a su creador. Si las leyes naturales de la construcción métrica se dejan a un lado de modo intencionado, la atención del lector se verá distraída del alma del poema hacia su vestimenta grosera y mal dispuesta. Cuanto más perfecto sea el metro, se hace menos patente su presencia; de ahí que si el poeta ansía la máxima consideración por su trabajo, debería hacer versos tan dóciles que el sentido no se vea jamás obstaculizado.

El desagradable efecto de la laxitud métrica en la joven generación de poetas es enorme. Los más jóvenes pretendientes de la Musa, quienes todavía no han desarrollado la capacidad de distinguir entre sus conatos de piezas de arte faltas de maduración y las monstruosidades cultivadas de los bardos formados pero radicales, contemplan con desconfianza a los críticos ortodoxos, y creen que no es necesaria ninguna habilidad gramática, retórica o métrica para desarrollar su oficio. El resultado no puede ser sino una especie de desagradables híbridos cacofónicos cuyos amorfos cantos se mantendrán vacilantes entre la prosa y el verso, absorbiendo los vicios de ambos y las virtudes de ninguno.

Cuando se tome conciencia y consideración meticulosa de la perfecta naturalidad del metro pulido se producirá de modo inevitable una reacción beneficiosa contra el caos presente; por lo que los escogidos discípulos restantes del conservadurismo y el buen gusto puedan albergar, con justicia, una última y pertinaz esperanza de escuchar en la lírica moderna las señoriales heroicidades de Pope, el majestuoso verso blanco de Thomson, los tersos octosílabos de Swift, las sonoras cuartetas de Gray y los vívidos anapestos de Sheridan y Moore.

1. Texto publicado en The Conservative, Vol. 1, N.º 2, julio de 1915.

2. Extraído del verso 491 de la pieza dramática Heautontimorumenos (El enemigo de sí mismo) de Publio Terencio Africano. Una traducción válida al castellano sería: «Con excesiva libertad todos somos peores».

3. Lovecraft se refiere en concreto a Anne Tillery Renshaw, una de las escasas mujeres con la que mantuvo una abundante correspondencia, sobre todo durante las décadas de los años diez y veinte, mientras Lovecraft se consagró a lo que él mismo denominó periodismo amateur. Renshaw encargó a Lovecraft varios capítulos para un libro sobre el buen uso del inglés que se publicó en 1936, pero sin contar con los capítulos escritos por Lovecraft.

4. Traducción en verso del poema épico de Virgilio que se publicó en 1867. El metro elegido por Conington fue el trímetro yámbico.

5. Lecciones de retórica y bellas letras (1783), de Hugh Blair. Se tradujo al castellano en 1798.

La rima admisible6

 

 

 

Sed ubi plura nitent in carmine, non ego paucis

Offendar maculis.

Horacio7

 

 

 

Las tendencias poéticas del presente y del siglo anterior han sido divididas de una manera singularmente curiosa. Una ruidosa y llamativa facción de bardos, dejándose llevar por las influencias corruptas de la decadencia general de la cultura, parece haber abandonado todas las propiedades de versificación y lógica en su alocada batalla en búsqueda de la novedad más sensacional; mientras que la otra y más calmada corriente, constituyéndose como una evolución más lógica de la poesía del periodo georgiano8, exige una precisión de metro y rima desconocida incluso para los más minuciosos orfebres líricos de la época de Pope.9

El discípulo contemporáneo y racional de los Nueve10, sencillamente ignorando los disonantes gritos de los radicales, se ve de ese modo enfrentado con la determinante elección de su técnica. ¿Tendrá la posibilidad de mantener las libertades de la rima imperfecta o «admisible» que fue disfrutada por sus ancestros, o debe adaptarse a los nuevos ideales de perfección alcanzados durante el pasado siglo? El escritor de este artículo es, francamente, un arcaísta en lo tocante al verso. No ha tenido escrúpulo alguno en rimar «toss’d» [arrojado] con «coast» [costa], «come» [venir] con «Rome» [Roma] o «home» [hogar] con «gloom» [tristeza] en sus últimos tanteos publicados, proclamando así su voluntad de mantener como modelos a los poetas de estilo antiguo; pero el tono de la crítica moderna, la que procede el señor Rheinhart Kleiner11 y de otras fuentes a las que se debe tener el debido respeto, le ha movido a compartir públicamente la cuestión, y en concreto a manifestar su propio parecer, intentando justificar su adhesión con el estilo de hace dos siglos.

Los primeros intentos de rimar en la lengua inglesa posiblemente incluyeron palabras cuya concordancia era tan leve que acaso solo merezca el nombre de mera «asonancia» más que el de una rima real. Así, en la balada original de «Chevy-Chase»12, puede encontrarse como supuesta rima «King» [rey] y «within» [dentro], mientras en la similar «Batalla de Otterbourne»13 contemplamos «long» [largo] rimado con «down» [abajo], «ground» [suelo o terreno] con «Aggurstone», y «name» [nombre] con «again» [otra vez]. En la balada de «Sir Patrick Spense»14, «mom» [mamá] y «storm» [tormenta], así como «deep» [profundo] y «feet» [pies] aparecen como rimas. Pero estos infortunios son obviamente el resultado no de una negligencia artística, sino de una ignorancia plebeya, habida cuenta que las viejas baladas son indudablemente productos descuidados de un juglar campesino. En Chaucer15, un poeta de la corte, la rima admisible aparece en contadas ocasiones, de ahí que asumamos que el ideal originario en el verso en lengua inglesa era ya el de la rima de sonido perfecto.

Spenser16 usa rimas admisibles, ofreciendo en una de sus características estrofas los tres sonidos distintos de «Lord» [señor], «ador’d» [venerado] y «word» [palabra], donde se supone que todas riman entre sí; pero sabemos muy poco sobre su pronunciación, y acaso se pueda inferir que para los oídos de sus contemporáneos los sonidos no eran llamativamente diferentes. El uso de Ben Jonson17 de la rima imperfecta es en buena medida semejante al de Spenser: moderado, y que puede ser excusado parcialmente teniendo en cuenta una aún caótica pronunciación. Los mejores poetas de la Restauración también se moderaron en el uso de las rimas admisibles: Cowley, Waller, Marvell y muchos otros se muestran bastante regulares en lo tocante a este asunto.

Fue por tanto dentro de un mundo aún poco preparado donde se produce la explosión de Samuel Butler con su inmortal «Hudibras»18, cuya cómica familiaridad en la dicción es tan solo sobrepasada en lo grotesco por su inteligente uso licencioso de las rimas. Las renombradas dobles rimas de Butler son forzadas e inexactas a la fuerza, y en las ordinarias rimas simples no parece buscar una mayor precisión. «Vow’d» [prometido] y «would» [podría], «talisman» [talismán] y «slain» [exterminar], «restores» [restaurar] y «devours» [devorar] son unos cuantos ejemplos elegidos al azar.

Justo detrás de Butler surgió John Oldham, un satírico cuya fuerza y brillantez le valieron elogios unánimes, y cuya enorme aspereza tanto en lo tocante a la rima como a la métrica fue obviada ante el esplendor de sus diatribas. Oldham se mostró casi completamente liberado de las exigencias del oído, y perpetró atrocidades con la rima como «heads» [cabezas] y «besides» [además], «devise» [concebir] y «this» [esto], «again» [otra vez] y «sin» [pecado], «tool» [herramienta] y «foul» [falta], «end» [final] y «design’d» [diseñado], e incluso «prays» [oraciones] y «cause» [causa].

El glorioso Dryden,19 el más refinado y puro de los versificadores en lengua inglesa, hizo menos por la rima de lo que hizo por la métrica. Aunque en ningún momento alcanza las extravagancias de su amigo Oldham, sancionó con su enorme autoridad las rimas que el doctor Johnson admite que están «abiertas a la discusión». Pero hay una enorme diferencia entre Dryden y sus descuidados predecesores que debe tenerse en cuenta. Dryden hizo desarrollar hasta tal punto la cadencia métrica que las sílabas finales de los pareados heroicos resaltaban especialmente, exhibiendo y haciendo énfasis en cada posible semejanza en los sonidos, de tal modo que al elegir sonidos que en primera instancia son aproximadamente similares, el novedoso relieve de sus posiciones perfectamente equivalentes en sus respectivos versos les proporcionaba una semejanza añadida.

No sería necesario detenerse en la brillantez retórica de la época que sucede de modo inmediato a la de Dryden. Al menos en lo que concierne a la versificación en lengua inglesa, Pope lo fue todo, y todo lo fue Pope. Dryden fundó una nueva escuela de versificación, pero el desarrollo y perfeccionamiento último de este arte le corresponde al muchacho enfermizo que, antes de cumplir doce años, pidió que lo llevaran al café de Will, de modo que pudiera ver con sus propios ojos al anciano Dryden, su ídolo y modelo20. Sintonizado delicadamente con las más sutiles armonías de la construcción poética, Alexander Pope llevó la prosodia inglesa a su cénit, y a día de hoy continúa contemplándola en solitario desde las alturas. Pese a ello él, siendo como era un maestro exquisito del verso, no fruncía el ceño ante rimas imperfectas, siempre que estuvieran encajadas en metros inmaculados. Aunque muchas de sus rimas admisibles son apenas variaciones en la amplitud y naturaleza de los sonidos vocálicos, en un momento dado depara una rima alejada de la rígida perfección al enlazar las palabras «vice» [vicio] y «destroys» [destruye]. ¿Quién puede sentirse ofendido? El invariable flujo y reflujo de la refinada cadencia métrica permite y justifica todo lo demás21.

Todos los argumentos que sustentan en verso blanco inglés o el asonante español pueden ser aplicados con mayor motivo a la rima admisible. El metro es el cimiento real de la técnica poética, y cuando dos sonidos de semejanza evidente están ubicados de tal modo que uno sigue al otro siguiendo un patrón medido, el oído normal no puede, sin cavilar, encontrar discrepancias en las respectivas vocales dominantes. La rima de una vocal larga con una corta es algo habitual en todos los poetas georgianos, y cuando está bien recitada no puede hacerse otra cosa salvo que pasarla por alto entre la cadencia general del verso. Como sucede, por ejemplo, en este ejemplo de Pope:

 

«But thinks, admitted to that equal sky,

His faithful dog shall bear him company»22.

 

De naturaleza similar es la rima de vocales diferentes cuyos sonidos son, cuando son pronunciados en medio de la cadencia hablada, para nada disímiles. Fuera de un verso, palabras como «join» [unir] y «line» [verso] son bastante distintas, pero Pope rima de modo acertado cuando escribe:

 

«While expletives their feeble aid to join,

And ten low words oft creep in one dull line»23.

 

Es el sonido consonántico final el que jamás puede variar. Esto, por encima de todo lo demás, proporciona la ansiada semejanza. Las sílabas que comparten vocales pero no las consonantes finales no riman en absoluto, sino que son simples asonancias. Pese a ello, es tal el descuido inconsistente del escritor moderno que habitualmente recurre a esas meras asonancias más de lo que sus antecesores jamás se atrevieron a usar rimas admisibles reales. El autor, en sus obligaciones críticas, ha sido obligado en más de una ocasión a señalar el intento de considerar rimas parejas de palabras como «fame» [fama] y «lane» [carril], «task» [tarea] y «glass» [cristal] o «feels» [siente] and «yields» [cede], y a la vista de esas combinaciones imposibles él no puede castigarse con severidad por haber rimado «art» [arte] y «shot» [intento] en el número de marzo de The Conservative, ya que al menos este par de palabras tienen la misma consonante como cierre.

Que las rimas admisibles ofrecen ventajas reales en cierto sentido es una opinión que no puede ser rebatida a la ligera. La monotonía de un largo poema heroico puede ser aliviada por juiciosas interrupciones en la perfecta sucesión de las rimas, al igual que el metro puede ser algunas veces ornamentado con ocasionales tercetos o alejandrinos24. Otra ventaja es la amplitud mayor que permite a la expresión del pensamiento. ¡Qué numeroso es el número de escritores que, debido a la restricción de la rima perfecta, son obligados frecuentemente a abandonar un epigrama nítido o una brillante antítesis, que la rima admisible tornaría realizables, o introducir una redundancia absurda para facilitar la deseada rima!

Pero una vista atrás hacia consideraciones históricas nos muestra de modo límpido la evolución natural del gusto, y la razón por la cual el anhelo de Kleiner de la perfección absoluta no es un mero capricho. En la persona de Oliver Goldsmith25 surgió uno que, si bien reteniendo la dicción clásica de Pope a la que se había habituado, avanzó hacia lo que consideró el acabado perfecto mediante el abandono de la rima admisible. Con una precisión incomparable trazó los pareados de «The Traveller» y de «The Deserted Village», y nadie puede negarles una determinada urbanidad que agrada al oído del crítico. Con un poco menos de precisión están cinceladas las rimas simples de Cowper, mientras que el pomposo Erasmus Darwin también muestra más atención en identificar un sonido de lo que lo hicieron los bardos de la reina Ana26. Las traducciones de Gifford de Juvenal y Persio evidencian de modo idéntico la tendencia de la época, y Campbell, Crabbe, Wordsworth, Byron, Keats y Thomas Moore se muestran todos inclinados a abstenerse de las libertades que se tomaron sus antecesores. Negar la importancia de un cambio de técnica que se da de modo tan extenso puede ser improductivo, puesto que su existencia afirma su condición natural. Los mejores críticos de los siglos xix y xx exigen una rima perfecta, y ningún aspirante a entrar en los elegidos puede despegarse de este modelo universalizado. Resulta evidente que es el verdadero objetivo del inglés, así como del bardo francés, una intención de la que pareció apartarse la generación anterior.

Pero acaso puedan, y deban, darse excepciones en el caso de aquellos que han absorbido la atmósfera de otros tiempos, y que añoran en sus corazones el sonido majestuoso de las viejas cadencias clásicas. Acaso su predilección por la rima imperfecta bien pueda ser desalentada hasta un determinado punto, pero encadenarlos por completo a las reglas modernas resultaría bárbaro. Cada mente individual requiere una cierta libertad de expresión, y aquel que no pueda expresarse de modo satisfactorio sin los estímulos derivados de la enérgica escuela iniciada hace dos siglos acaso se le deba permitir seguir sin ataduras una práctica que fue una vez tan inofensiva, tan libre de errores fundamentales, y sancionada por los poetas precedentes, como la de emplear en sus composiciones poéticas la suave e inofensiva rima admisible.

6. Este texto se publicó The Conservative Vol. 1, N.º 3, octubre de 1915.

7. Versos 351 y 352 de la Epístola a los pisones de Horacio. Una posible traducción sería: «Cuando hay tantas cosas espléndidas en un poema, no me ofenden unas pequeñas manchas».

8. En la historia británica el periodo georgiano abarca los reinados de los cuatro primeros Jorges en Gran Bretaña. Va de 1714 hasta 1830. Hasta 1837 si se incluye el reinado de Guillermo IV.

9. Alexander Pope (1688-1744), uno de los poetas más importantes del siglo xviii y el segundo más citado tras Shakespeare según el diccionario de citas de la Universidad de Oxford.

10. Los nueve poetas líricos de la antigüedad clásica: Alceo de Mitilene, Safo, Anacreonte, Alcmán de Esparta, Estesícoro, Íbico, Simónides de Ceos, Baquílides y Píndaro.

11. Con Rheinhart Kleiner (1892-1949) mantuvo H. P. Lovecraft una nutrida y exigente correspondencia.

12. Balada inglesa cuya primera versión escrita data en torno a la década de 1430. Como todas las baladas tiene un origen oral popular que luego fue fijado al ser trasladada a la escritura. El nombre proviene de una cacería en los montes Cheviot, ente Northumberland y Escocia.

13. Es la versión escocesa del mismo episodio de la balada de la cacería de Chevy-Chase. Se considera que esta refleja de modo más ajustado los hechos históricos.

14. Otra famosa balada escocesa que, como las dos anteriores, está incluida en la antología que hiciera Francis James Child de baladas populares.

15. Geoffrey Chaucer (aprox. 1343-1400), autor de los Cuentos de Canterbury.

16. Edmund Spenser (1552/3-1599) poeta inglés, uno de los primeros artífices del verso inglés moderno. Su obra más famosa es La reina hada.

17. Benjamin Jonson (1572-1637) fue la máxima figura del teatro isabelino junto a Shakespeare y también un notabilísimo lírico.

18. Samuel Butler (1613-1680), su poema «Hudibras» es una de las sátiras contra el sectarismo religioso más feroces que se han escrito.

19. John Dryden (1631-1700) fue el primer poeta laureado británico y es el más prominente autor de la era de la Restauración inglesa, que es conocida como la Era de Dryden.

20. Establecimiento situado en la esquina de las calles Russel y Bow, fundado por Will Unwin, era el local al que Dryden acudía de modo cotidiano.

21. En su meticulosa edición de los ensayos de Lovecraft, S. T. Joshi señalada que esta rima a la que se alude no está en lugar alguno en toda la obra de Pope.

22. «Pero cree, que asumiendo un mismo firmamento, / su fiel perro le proporcionará compañía».

23. «Mientras redundancias ayudan ligeramente a unir, / y diez palabras discretas se arrastran en un aburrido verso».

24. Aunque el término pueda llevar a engaño, un alejandrino en la métrica inglesa no es el equivalente a uno en la española, sino que se trata de algo más cercano al hexámetro yámbico latino.

25. Oliver Goldsmith, irlandés (1728-1747) cultivó la novela, el teatro y la poesía.

26. Ana Estuardo (Anne Stuart), vivió entre 1665 y 1714. Reinó desde 1702 hasta su muerte. Unificó los reinos de Escocia e Inglaterra para dar a luz lo que hoy día es Gran Bretaña.