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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

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28001 Madrid

 

© 2001 Meredith Webber

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un marido caído del cielo, n.º 1628 - marzo 2020

Título original: Found: One Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-147-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO CAYÓ del cielo… exactamente. En realidad, descendió resbalando y a trompicones, pero el efecto fue, más o menos, el mismo.

Sam estaba caminando arroyo arriba, saltando de piedra en piedra, maravillándose de la soledad, del borboteo del agua cristalina y del canto de los pájaros que revoloteaban por el espeso bosque de la orilla derecha del arroyo, cuando un cuerpo aterrizó justo delante de ella.

–¡Maldito sea! –murmuró para sí ante aquella interrupción de su feliz escapada. Aun así, se quitó la mochila y corrió a ayudarlo.

Era un cuerpo muy grande, comprendió en cuanto alcanzó el pequeño reborde que había impedido que la parte superior del torso del desconocido se hundiera en el arroyo. Demasiado grande para moverlo ella sola.

Miró hacia arriba, donde varios arbustos aplastados y un rastro de piedras marcaban el camino seguido por el desconocido, e intentó visualizar el mapa de aquella parte del parque natural.

–¿Hay alguien ahí arriba? ¿Oiga?

Pero, incluso mientras gritaba, Sam sabía que no tenía esperanza alguna de oír respuesta. Habría sido el acompañante del hombre, en caso de tener alguno, el que estaría llamando a su amigo a voces, ansioso por saber si se encontraba bien.

El acompañante… o la acompañante.

Un haz de luz solar hizo destellar la alianza de oro que el hombre llevaba en la mano izquierda.

¿Su esposa?

Los pensamientos se agolparon en la mente de Sam mientras, con la mirada, hacía un primer reconocimiento de la víctima. Había aterrizado de costado sobre la orilla, y decidió dejarlo así, porque no quería moverlo antes de examinar sus heridas. De todas formas, se asemejaba mucho a la posición de reanimación.

No había duda de que estaba vivo, porque respiraba. Su pecho ascendía y descendía con un ritmo regular y tranquilizador por debajo de una camisa caqui descolorida que había visto mejores días. No manaba sangre de ninguna herida abierta y, a primera vista, sus lesiones se reducían a una multitud de abrasiones. Una abundante barba de pelo castaño rizado había protegido la mitad inferior de su rostro durante la caída y los gruesos cabellos, de un tono más oscuro y largos en exceso, debían de haber amortiguado los golpes en la cabeza.

Sam hundió los dedos en sus propios rizos cortos de color rubio rojizo y se preguntó si él sufriría tanto con su barba encrespada como ella con su pelo rebelde. ¡Claro que el pelo no era lo más importante en aquellos momentos! ¿Acaso estaba postergando el momento en que tendría que tocarlo para examinar sus heridas?

«Vamos, tocas pacientes todos los días en tu trabajo. Tócalo. Busca el pulso».

Sam se arrodilló en el saliente rocoso y se preguntó si encontraría el pulso bajo la barbilla. ¿Con tanta barba? Se decantó por la muñeca y lo palpó a través del puño deshilachado y sin botón de la camisa.

El corazón del intruso latía despacio. Muy despacio, teniendo en cuenta que el de ella palpitaba con desenfreno. Le levantó un párpado y luego, otro. No advertía diferencias apreciables en el tamaño de las pupilas, pero tenía una linterna en la mochila, así que comprobaría cuál era su reacción en cuanto terminara el reconocimiento físico.

Primero, el cráneo. Dejando a un lado su persistente irritación por ver interrumpido su descanso, hundió los dedos con cuidado en los mechones oscuros y palpó el cuero cabelludo en busca de alguna contusión o fractura. En principio, estaba intacto, pero si los médicos hubiesen podido diagnosticar huesos rotos por el tacto, no se habrían inventado los rayos X.

Siguió adelante y deslizó las manos por su cuerpo, delgado y sólido, y de una pieza, si sus dedos no la engañaban. Después, atenta a una crepitación, el desagradable ruido producido por las dos partes de un hueso roto al rozarse, le movió los brazos con suavidad.

De cintura para abajo, estaba dentro del agua, y el impulso instintivo de levantarle las piernas fue contrarrestado por el temor de que hubiese sufrido una lesión en la médula espinal y que cualquier movimiento agravara el daño.

Debía buscar ayuda, pero estaba a un día de camino de la vivienda más cercana y, durante su ausencia, el desconocido podría volver en sí o, peor aún, quedarse semiinconsciente y vagar por el parque; o incluso caerse desde otro risco, como sin duda le había ocurrido.

El propio desconocido resolvió el dilema. Gimió y movió las piernas y volvió a gemir, como si el movimiento le hubiese dolido. Pero no había duda de que había cambiado de postura. De hecho, había sacado las caderas del agua, porque la humedad se extendía por los guijarros secos de la orilla.

–¿Hola? ¿Puedes oírme? Despierta. Háblame.

No era el procedimiento estándar de reanimación para pacientes inconscientes, pero la ansiedad de Sam crecía a la misma velocidad que las sombras en torno al arroyo. La noche caía con rapidez en la selva australiana y caminar en la oscuridad era una idea suicida. Miró a su alrededor en busca de un lugar en el que poder acampar, por si acaso tenían que pasar la noche allí. En aquella orilla, el risco del que había caído el desconocido era muy empinado y, en la otra, la maleza era tan espesa que acariciaba el agua.

–¡Háblame! –repitió, casi a voz en grito por la desesperación.

–¿De qué?

Sam volvió la cabeza, convencida de que era imposible que el hombre hubiera pronunciado aquellas palabras. Su acompañante debía de haberse descolgado del risco. Pero, si la vista no le fallaba, seguían solos, así que volvió a centrar su atención en el paciente.

–¿Qué has dicho? –preguntó, y fijó la vista en los labios recubiertos de barba con la esperanza de ver cómo se movían.

–Jocelyn.

Los labios se movieron, pero apenas, de modo que la palabra brotó de ellos distorsionada.

–¿Jocelyn? ¿Así es como te llamas?

A Sam le parecía un nombre de mujer, pero tenía la vaga sensación de que también podía pertenecer a un hombre. ¿Quién era ella para protestar de los nombres unisex?

–¿Jocelyn? –repitió, y se inclinó hacia delante para ver mejor el rostro de su paciente. Fue entonces cuando el hombre abrió los ojos y, aunque Sam ya los había visto antes, solo se había fijado en el tamaño de las pupilas, no en el azul de su iris. Un azul luminoso como la franja de cielo visible desde el arroyo.

–Yo soy Sam –dijo, cuando los ojos trataron de enfocar su rostro–. ¿Tú cómo te llamas?

Era una conversación muy tonta, pero Sam lo necesitaba consciente si quería sacarlo de aquella selva. O ir en busca de un equipo de rescate.

El desconocido la miraba con el ceño fruncido, y sus ojos azules quedaron reducidos a dos rendijas bordeadas por una cortina de pestañas más oscuras que su pelo. Casi negras, en realidad.

–¿Eres Jocelyn? –insistió Sam, y el ceño entre las cejas del desconocido, también negras, se intensificó.

–¡Jocelyn es un nombre de mariquitas! –murmuró el hombre con malhumor.

–Bueno, usted perdone –le espetó Sam–. Solo intentaba ayudar.

Entonces, el desconocido la miró, la miró de verdad, y el ceño se tornó aún más fiero. Discutir con él no serviría de ayuda, se dijo Sam. «Tranquilízate. Compórtate como una profesional».

–Puede que Jocelyn sea tu esposa –sugirió, y contempló cómo el ceño se transformaba en una expresión borrascosa.

–¡Cerdas! –exclamó.

–¡Cerdo lo serás tú! –le espetó Sam, pero después, se ablandó–. Oye, intento ayudarte. Te has caído de un risco en mitad de ninguna parte y soy la única persona a la vista que puede sacarte de aquí. ¿Podrías colaborar un poco, por favor?

Los labios se movieron de nuevo, pero en aquella ocasión fue para dejar al descubierto unos dientes blancos y fuertes. Y los ojos azules centellearon de una forma casi seductora. El hombre le estaba sonriendo.

–No tengo esposa –dijo en tono contundente–. Aunque me ofrecieron dos cerdas.

O estaba muy satisfecho de su respuesta o el esfuerzo de hablar lo agotó tanto que cerró los ojos. Sam sintió que lo perdía.

–Ah, no, de eso nada –lo agarró del brazo para enseñarle la mano izquierda–. Tienes que mantener los ojos abiertos. Y mira esto, es una alianza. Debes de estar casado.

El hombre abrió los ojos y le lanzó una mirada de aflicción antes de balbucir algo sobre cerdas.

–¡Ya me estás cansando con tus alusiones a las cerdas y a las esposas! –le dijo Sam, al ver que cerraba otra vez los párpados–. Será mejor que te deje, para que te las entiendas tú solo con los riscos.

Como en respuesta a su amenaza, la mano de la alianza se cerró en torno a los dedos de Sam y los apretó con fuerza, como un niño que no quisiera perderse entre el gentío. La mano estaba fresca y era un poco callosa, y Sam pensó que, si la situación hubiera sido la inversa, a ella le habría procurado consuelo.

La idea la conmovió y decidió sacarlo por completo del agua. Como las caderas descansaban en el reborde, no resultaría difícil levantarle las piernas. Pero primero, tenía que soltarle la mano.

Resultó difícil, porque los dedos largos y delgados se cerraron aún más cuando Sam intentó soltarse, y tuvo que despegarlos uno a uno.

–Enseguida te doy la mano otra vez –le prometió, ablandada por aquella tácita dependencia.

Antes de moverle las piernas, palpó las gruesas perneras mojadas de los pantalones de camuflaje para comprobar si había algún hueso fuera de su sitio. Pero no había fracturas a simple vista.

Le levantó primero la pierna derecha y, con todo el chapoteo que armó para sujetarlo bien, se mojó tanto como él. Cuando lo agarró de la pantorrilla izquierda y le levantó la otra pierna, el hombre se movió y gimió como si el movimiento le causara dolor. Sam dejó la pierna con cuidado sobre el saliente y se arrodilló en el agua poco profunda para tirar de la pernera y examinarlo mejor. El fémur estaba recto e intacto, pero el pie colgaba con una inclinación anormal, una clara indicación de que se había lesionado el tobillo. Lo examinó mejor y comprobó que lo tenía hinchado dentro de la recia bota de senderismo.

–Si te dejo la bota puesta para que te apoyes en ella y se te sigue hinchando el tobillo, te podría cortar el riego sanguíneo al resto del pie –le dijo a su paciente inconsciente–. Y si te quito la bota y te vendo el pie, no podrás ponértela otra vez y, sin ella, tendrás menos posibilidades de salir de aquí.

Decidiendo que era mejor ocuparse de la lesión mientras seguía inconsciente, se acercó al lugar donde había soltado la mochila y rebuscó en su interior hasta que encontró el botiquín. Después, armada con unas tijeras afiladas y venda elástica, regresó junto a su paciente.

Sacar la bota fue lo más difícil: tuvo que recurrir otra vez al botiquín y utilizar un escalpelo para romper el cuero y poder quitársela.

–No es mala idea, de todas formas –le dijo al hombre–. Si sigo haciendo cirugía a la bota, luego podré ponértela y sujetar mejor el pie.

El tobillo estaba muy hinchado, con ronchas moradas en la piel. Lo vendó con cuidado y, después, apoyó la pierna izquierda sobre la derecha, de modo que el hombre se quedó tumbado de costado, acurrucado como un niño dormido sobre el estrecho reborde.

Solo que no estaba dormido, sino inconsciente.

¡Menudo problema!

Sam se acercó de nuevo a la cabeza de su inesperado acompañante y reparó en una mancha roja en la barba que no había visto antes. Era sangre, y sangre abundante.

Una maldición que Sam raras veces usaba resonó en aquel paraje de ensueño y, con el botiquín en la mano, se arrodilló para examinarlo mejor. Humedeció su pañuelo en el arroyo y retiró gran parte de la sangre, pero no acertaba a localizar la herida.

–Espero que no te haya costado mucho dejarte crecer esta pelusa –murmuró Sam, mientras daba tijeretazos a la barba. La brecha estaba en la base de la mandíbula, tenía casi cuatro centímetros de ancho y era lo bastante profunda para dejar al descubierto el blanco del hueso–. Los hombres os sentís más viriles con cicatrices –le dijo a su paciente, mientras su mente barajaba ya las distintas opciones. No tenía cuchilla para afeitar la zona de la herida, así que tendría que cortar lo que pudiera con el escalpelo y suturar la herida. ¿O intentar cerrarla con tiritas de plástico?

Si la dejaba abierta, la cicatriz sería más ancha… pero la barba la cubriría. ¿O no? Quizá no le crecería el pelo en la cicatriz y se le formaría una calva antiestética.

–Ni siquiera me gustan las barbas, así que no sé por qué me preocupo –murmuró Sam, mientras sacaba del botiquín el antiséptico, el hilo y la aguja.

No fue fácil afeitar aquella pequeña franja de piel con el escalpelo, pero, afortunadamente, el hombre permaneció inmóvil. Se removió cuando Sam roció antiséptico a discreción sobre la brecha, pero mientras cosía y cortaba los hilos, se mantuvo quieto.

–No tiene sentido que tapemos la herida –decidió Sam en voz alta.

–¿Qué herida? –balbució el hombre, que volvió la cabeza hacia ella al tiempo que hacía la pregunta. Quizá fuera la barba, aquella masa de rizos castaños, lo que intensificaba el azul de sus ojos.

–La herida que tienes en la barbilla –le dijo con una sonrisa, para contrarrestar la inquietud que le producían aquellos ojos–. ¿Ya estás más despierto? ¿Puedes decirme quién eres y lo que haces aquí?

El hombre desvió la mirada a los árboles, al cielo, y volvió a mirar a Sam con el ceño fruncido.

–Aquí… ¿dónde? –preguntó y, de repente, debió de pensar que estaba en situación de desventaja, porque se incorporó con brusquedad y a punto estuvo de tirar a Sam al arroyo.

–Eh, cuidado. Ya me he mojado bastante gracias a ti –le gruñó, y se agarró a su hombro para no perder el equilibrio.

Las franjas de piel que quedaban al descubierto bajo la barba tenían un color verdusco y, por un momento, Sam pensó que se iba a desmayar otra vez. Lo apoyó en la base del risco del que había caído y lo sujetó con firmeza mientras él inspiraba hondo repetidas veces. Después, su respiración se normalizó y aquellos ojos hipnotizadores volvieron a captar toda la atención de Sam.

–¿Me has pegado? –preguntó, y se desembarazó de las manos de Sam antes de tocarse la cabeza, seguramente, en algún punto doloroso.

–¡No, pero no por falta de ganas! –le dijo–. Te caíste de ahí arriba.

El hombre miró hacia arriba, gimió y se agarró la rodilla mientras movía las piernas para ver mejor.

–¿También te duele la rodilla?

–No, es el tobillo –echó un vistazo a la dolorosa articulación y volvió a mirar a Sam–. ¡Me lo has vendado!

El tono acusatorio irritó a Sam, aunque sabía que los pacientes con contusiones en la cabeza solían mostrarse combativos.

–Un diez por tu capacidad de observación –le espetó ella, que sentía cómo el nerviosismo se propagaba por su piel como una erupción–. Ahora volvamos a las preguntas. ¿Quién eres? ¿Qué hacías antes de caerte del risco y echar a perder mi día de descanso?

–¿Por qué quieres saber lo que hacía? –inquirió con el ceño fruncido–. ¿Por qué te parece importante?

«Ha sufrido una conmoción cerebral», se dijo Sam. «Sé paciente con él».

–Si estabas con alguien y te quedaste rezagado, esa persona acabará denunciando tu desaparición. Seguramente, vendrán en tu busca y podrán encontrarnos.

–¿Te has perdido? –preguntó el hombre, todavía con el ceño fruncido. ¿Estaría loco además de herido?, se preguntó Sam.

–¡Claro que no!

–Entonces, ¿por qué quieres que te encuentren?

Sam suspiró.

–Si es así como te comportas normalmente, dudo que nadie denuncie tu desaparición. Irán a la iglesia más cercana para dar gracias a Dios por haberse librado de ti –después de haberse desahogado, se explicó–. Nos encontrarán a los dos porque estaré contigo. No puedo irme y dejar a un hombre herido en la espesura.

–¿Aunque la idea te tiente? –dijo el hombre, y acompañó las palabras con una pequeña sonrisa de pesar. Sam se sorprendió tanto que se rio.

–Lo siento. Sé que estoy irritable, pero hacía tiempo que deseaba pasar estos dos días sola. Así que me ha sentado un poco mal que perturbaras mi tranquilidad.

El hombre miró a su alrededor y el ceño reapareció.

–¿Has venido a la selva tú sola? ¿No podrías haber buscado la tranquilidad en otro lugar más seguro? ¿No es una tontería que andes por aquí tú sola?

La desaprobación que impregnaba su voz disipó el momento de cercanía creado por la broma.

–Solo si me caigo de un risco –le dijo Sam, que se puso en pie y pasó por encima de las piernas del desconocido para ir por su mochila–. Y ahora, ¿qué tal si dejamos de cuestionar mi presencia y hablamos de la tuya? ¿Sabe alguien dónde estás? ¿Se alarmarán si no regresas a casa esta noche? –consideró la larga caminata que había hecho y corrigió la pregunta–. ¿O mañana por la noche?

El hombre la miró con ojos muy abiertos, como si estuviera estupefacto. Después, movió la cabeza y el ceño se tornó fiero. Elevó ambas manos en el aire antes de hundirlas en sus cabellos e hizo una mueca de dolor al tocarse la parte sensible.

–¡No lo sé! –dijo, contrariado–. La verdad es que no tengo ni idea. No recuerdo si estaba solo o acompañado, o si alguien sabe dónde estoy. Por cierto, ¿dónde estoy?

–En el parque nacional de la cordillera de Border Ranges, en una zona bastante remota del parque. No conozco muy bien el recorrido marcado, pero que yo sepa, no hay ningún sendero en lo alto del risco. Quizá estuvieras caminando arroyo abajo.

El hombre miró otra vez a su alrededor y oteó la espesura como si esperara que le dijera algo.

–¿Y dónde está el parque?

–Entre Queensland y Nueva Gales del Sur.

–¿Queensland y Nueva Gales del Sur? ¿En Australia? –inquirió.

–Por supuesto –le dijo Sam, que sentía cómo la mano fría del miedo se cerraba en torno a su corazón. ¿Estaría más grave de lo que había creído?–. ¿Dónde pensabas que estabas?

Pero el desconocido estaba otra vez mirando a su alrededor y no contestó. De repente, la miró con recelo.

–¿Estás segura?

–Segurísima –abrió uno de los bolsillos laterales de su mochila y sacó el mapa plastificado–. ¿Lo ves? Aquí está el parque, y la cordillera de Border Ranges. Yo he dejado el coche aquí, donde termina la línea de puntos, y he seguido el arroyo contra corriente. Creo que estamos por aquí. Este pequeño remolino de líneas señala el risco.