EL TESORO DE BASTIÓN CAÍDO




V.1: febrero, 2020


Título original: Antrax

© Terry Brooks, 2001

© de la traducción, Cristina Riera Carro, 2020

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Camilkuo | Faestock - Shutterstock


Traducción publicada bajo acuerdo con Ballantine Books, sello de The Random House Publishing Group, una división de Random House, Inc.


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, nº 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-66-8

THEMA: FM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


EL TESORO DE BASTIÓN CAÍDO


Terry Brooks

LIBRO X DE SHANNARA


Traducción de Cristina Riera

Colección Oz Nébula


1




Para John Saul y Mike Sack,

por quince años de incisos sardónicos,

humor irónico y consejos inestimables.





Sobre el autor

2

Terry Brooks es un célebre y prolífico autor de literatura fantástica, con más de veinticinco best sellers en las listas de más vendidos del New York Times. Solo las novelas de la serie Shannara cuentan con más de treinta volúmenes, aunque también ha escrito otras sagas, como las de Landover o de Word & Void. También ha realizado adaptaciones del cine de las películas Star Wars Episodio I: La Amenaza Fantasma y Hook. Ilse la Hechicera es el primer título de la trilogía El viaje de Jerle Shannara.

El tesoro de Bastión Caído


En busca de un tesoro de magia y conocimiento


En la isla de Bastión Caído se encuentra toda la magia y el conocimiento que los hombres han acumulado a lo largo de la historia. Antrax, un potente ordenador, los protege. Pero ¿podrá la máquina más inteligente del mundo evitar que alguien se haga con este valiosísimo tesoro?



La saga de fantasía épica que ha vendido 27 millones de ejemplares



«No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue importantísima en mi juventud.»

Patrick Rothfuss


«Un gran narrador, Terry Brooks crea epopeyas ricas llenas de misterio, magia y personajes memorables.»

Christopher Paolini


«Confirma el lugar de Terry Brooks a la cabeza del mundo de la fantasía.»

Philip Pullman


«Un viaje de fantasía maravilloso.»

Frank Herbert


«Shannara fue uno de mis mundos favoritos de la literatura cuando era joven.»

Karen Russell


«Si Tolkien es el abuelo de la fantasía moderna, Terry Brooks es su tío favorito.»

Peter V. Brett

CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de este libro

Dedicatoria


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29


Sobre el autor

29


Walker se desmayó después de estrellarse contra la pared, pero recobró la consciencia casi al instante. Estaba tendido e inmóvil entre los escombros, con la mirada clavada en las volutas de humo que lo rodeaban. Sabía que estaba herido, pero era incapaz de determinar la gravedad. No sentía buena parte del cuerpo y notaba una humedad en la mano que no podía confundir con otra cosa que no fuera lo evidente. Cerca de él, entre la agitación subsiguiente a la batalla, oyó que Ryer Ord Star sollozaba y decía su nombre.

«Estoy aquí», trató de decirle, pero no salieron las palabras.

Las chispas brotaban de los extremos rotos de los cables como si fueran fuego líquido y las máquinas laceradas zumbaban y chisporroteaban en sus últimos estertores. Unos temblores sacudieron el bastión cuando Antrax se arrojó a ciegas por su cableado en busca de una ayuda que ya no podía encontrar. Volvió la cabeza levemente hacia la derecha y entrevió los cilindros fracturados que contenían la fuente de energía; la cobertura de metal perdía vapor y humedad y los filamentos de fuego que la protegían se extinguían como arcoíris con la llegada de la tormenta.

Entonces, se manifestó el dolor, repentino y acuciante, lo atenazó como agua que se libera de una presa rota. Soltó un grito ahogado ante su intensidad y trató de aplacarlo con la poca magia que fue capaz de reunir. Lo acalló, se aisló para darse espacio para pensar con claridad. Tampoco es que dispusiera de mucho tiempo ni espacio, eso ya lo sabía. Tal y como se le había prometido, había sucedido. A través de las visiones no había deducido que la Parca vendría a buscarlo en ese momento y lugar. Pero sí sabía que la Parca estaba de camino.

Una silueta se movió en la penumbra y Ahren Elessedil apareció.

—¡Está aquí! —gritó por encima del hombro, y luego se arrodilló ante Walker, con el rostro ceniciento y el cuerpo delgado cubierto de quemaduras y cortes y lleno de sangre—. ¡Diantres! —exclamó con la voz entrecortada.

Ryer Ord se materializó a su lado al cabo de un segundo, menuda y efímera, como si no tuviera más sustancia o forma que el humo del que había salido. Lo vio y se llevó las manos cerradas en puño a la boca para ahogar, solo en parte, el chillido de angustia que profirió. Walker vio que lo miraba en algún punto por debajo del cuello, justo donde se originaba el dolor. Distinguió el horror reflejado en los ojos de la vidente.

Ella se abalanzó sobre él enseguida y el druida alzó la mano en un gesto de protección para que guardara la distancia. Por vez primera, vio la sangre que la cubría. Por vez primera, tuvo miedo, y este sentimiento confirió poder a su voz:

—Atrás —le ordenó con brusquedad—. No me toques.

Ella siguió adelante, pero Ahren la agarró del brazo mientras ella trataba de avanzar y de un tirón la colocó a su altura y la sostuvo mientras la joven pataleaba y gritaba, presa de la furia y la desesperación. Habló con ella con una voz suave y tranquilizadora, aunque ella le hacía caso omiso. No quiso escucharlo hasta que, al final, se derrumbó en sus brazos y echó a llorar contra su hombro, sin abrir los puños, desafiante.

Walker bajó la mano llena de sangre hasta el regazo sin llevar la mirada a lo que sabía que iba a encontrar, forzándose a aislarse de todo excepto de lo que sabía que aún tenía que hacer:

—Príncipe de los elfos —dijo, pero no reconoció su propia voz—. Acércala.

Ahren Elessedil hizo lo que se le ordenaba y se le contrajeron los músculos del rostro del mismo modo que se contraen en las personas que deben enfrentarse a visiones que desearían no haber visto. La agarraba con actitud posesiva, protegiéndola a la vez que la contenía; sus propias necesidades quedaban al descubierto en esa determinación férrea de que ambos superaran lo que fuera a ocurrir a continuación. Walker se sorprendió del arrojo y la fuerza de voluntad que vio reflejados en esos rasgos juveniles. El príncipe de los elfos había madurado de golpe.

—Ryer —pronunció su nombre con voz queda, infundiéndole a propósito una calma que pretendía tranquilizarla. Aguardó—. Ryer, mírame.

Hizo lo que le pedía. Despacio y vacilante, levantó la cabeza del hombro de Ahren Elessedil y dirigió los ojos al rostro del druida. Se negaba a mirar más abajo de nuevo, a arriesgarse a lo que eso le podía provocar. En sus rasgos pálidos y translúcidos, el druida descubrió una tristeza tal que le pareció que ahora no solo tenía el cuerpo destrozado, sino también el alma.

—No puedes tocarme, no sin provocar un daño irreparable. No me puedes curar. Curarme te costaría la vida y no salvaría la mía. Hay cosas que superan incluso tus poderes de empática. Tus visiones me comunicaron que esto iba a ocurrir. Cuando nos vinculamos después de lo de Rocaquebrada, lo vi. ¿Lo comprendes?

La joven tenía la mirada vacía y fija, desprovista de cualquier expresión que se asemejara lejanamente a la comprensión, como si hubiese decidido abandonarlo en vez de enfrentarse a la verdad. Se escondía, y el druida lo aceptaba, pero no se había recluido lo suficiente en sí misma como para no oírlo.

—Ahren te conducirá de nuevo a la superficie de Bastión Caído y de allí, a la aeronave. Regresa a casa con él. Cuéntale las visiones y los sueños que padeces igual que un día me los contaste a mí. Ayúdale igual que me ayudaste a mí.

La joven ya había comenzado a sacudir despacio la cabeza, con la mirada aún vacía y perdida.

—No —susurró—. No voy a dejarte.

—Ahren. —Walker clavó los ojos en el príncipe de los elfos—. El tesoro que vinimos a buscar ya no se puede recuperar. Ha muerto con Antrax. Los libros de magia estaban almacenados en el sistema de memoria de la máquina. No podían extraerse a menos que Antrax sobreviviera, y permitir que eso ocurriera era demasiado peligroso. Yo tenía la responsabilidad de tomar tal decisión y eso he hecho. Si ha valido la pena solo el tiempo lo dirá. Tendrás que juzgarlo por ti mismo. Recuérdalo. Un día, se te brindará esta oportunidad.

Ryer Ord Star se había echado a llorar de nuevo, decía su nombre con un hilo de voz y lo repetía una y otra vez. El druida quería agarrarla, consolarla aunque fuera un poco, pero no podía. Se le agotaba el tiempo y aún le quedaba una cosa por hacer.

—Idos ya —le dijo al príncipe de los elfos.

La vidente soltó un gemido quedo y alargó la mano para tocarlo, intentando zafarse de Ahren Elessedil. Parecía una garra que se alargaba como si pudiera desgarrar y deshacerse de lo que fuera que este iba a decirle:

—Ryer —susurró, le fallaban las fuerzas—. Escúchame. Esta no es la última vez que nos vemos. Nos volveremos a ver. —La joven se quedó en silencio, lo miraba fijamente—. Pronto —le dijo—. Pronto nos veremos.

—Walker —pronunció su nombre como si fuera un conjuro que pudiera protegerlos a ambos.

—Te lo prometo. —Tragó saliva, presa de un dolor atroz, y le hizo un débil gesto a Ahren—. Idos. Venga. No por donde entrasteis, sino atravesando la cámara, por allí. —Señaló al otro lado de los cilindros rotos cuando su memoria evocó el laberinto de corredores que había explorado al salir de su propio cuerpo—. El pasillo principal conduce al exterior. Seguidlo. Idos ya.

Ahren tiró de Ryer Ord Star y la hizo girar sobre los talones a la fuerza, ignorando tanto sus sollozos como su resistencia. No dejó de mirar al druida mientras lo hacía, como si contemplar a Walker le proporcionara la fuerza que necesitaba. «Tal vez todavía busca respuestas sobre lo que les ha ocurrido a todos», pensó Walker. «Tal vez solo quiere saber que todo lo que han tenido que soportar ha valido la pena».

Al cabo de unos segundos, desaparecieron a través del umbral destrozado de la cámara y se adentraron en la gran habitación que se abría al otro lado. Los oyó durante un buen rato: el llanto de la vidente y el ruido que hacían las botas al caminar sobre los escombros. Al final, tan solo quedó el apagado crepitar de las máquinas destruidas, que trataban de seguir funcionando, el humo que se arremolinaba, los cables que chisporroteaban y una vaga sensación de que la vida se le escurría lentamente entre los dedos.

El tiempo se dilató.

Walker tuvo la sensación de ir a la deriva. La bruja llegaría pronto. Ilse la Hechicera, su archienemiga, su mayor fracaso, por fin lo había alcanzado. Calculaba cómo se acercaba a partir de movimiento del humo en el aire y el susurro de pasos que le resonaba en la cabeza. Se reafirmó en su determinación mientras la esperaba.

Cuando apareciera, estaría listo.


***


Ilse la Hechicera encontró la ruta que conducía a la fuente de energía mediante el uso de la magia: primero buscaba el origen de las alarmas y luego seguía los pasos de Walker, con los que se había topado por el camino. El calor y el movimiento de las imágenes que él había dejado al pasar se solapaban con los de Ryer Ord Star y un elfo. Todos habían ido por ese camino, no hacía mucho, pero la jurguina no era capaz de discernir si iban juntos. Se sorprendió al descubrir que la vidente había bajado hasta ahí, pero ni su presencia ni la del elfo comportaban ninguna diferencia. Iba a enfrentarse con el druida; los otros dos eran meros obstáculos que debía burlar.

Era cierto que había renunciado a perseguir al druida en beneficio de la magia que ambos buscaban. Con todo, no podía ignorar su presencia. Se encontraba en algún punto por delante de ella y tal vez ya se había apoderado de los libros. Necesitaba descubrir si este era el caso. No había olvidado su primera decisión de concentrarse en los libros, pero cada esquina que doblaba la conducía directa a su enemigo. No tenía sentido hacer ver que podía separar unos del otro.

Había oído el estrépito de la batalla a medida que se acercaba y había ralentizado su paso automáticamente; no quería meterse de lleno en algo para lo que no estuviera preparada. Aún desconocía qué habitaba esas catacumbas, aunque estaba bastante segura de que era algo del antiguo mundo. Sería inteligente y peligroso si había conseguido sobrevivir tantísimos años, y lo evitaría tanto como le fuera posible. A juzgar por el estruendo que retumbaba en esa misma dirección, parecía que tenía suficiente de qué ocuparse sin tener que preocuparse por ella.

Los pasadizos doblaban y giraban y pronto descubrió que el ruido procedía de más lejos de lo que creía. Cuando se acercó de verdad al origen del estrépito, este se había reducido casi hasta cesar del todo; solo se oían chisporroteos y zumbidos quedos, virutas de ruido provocadas por una lucha que había consumido a sus perpetradores. Las alarmas se habían detenido y las trampas que otrora protegían los corredores estaban selladas. Sin embargo, aún percibía una presencia en algún punto de las profundidades, más allá de las paredes, pero era diminuta y se apagaba con rapidez. Nubes de humo la sobrevolaban, conminándola a seguir adelante, donde el pasillo se abría en un espacio en ruinas en el que destacaban un par de cilindros macizos, rotos y destrozados debido a explosiones que se habían producido en su interior. Por doquier había desperdigados restos de escaladores y había máquinas tiradas de lado cuyo propósito no comprendía, con los cables rotos, echando chispas. La cámara que los contenía a todos era enorme y allí reinaba el silencio cuando ella se adentró, un bastión que se había convertido en un osario.

Reparó en la presencia del druida casi al instante. Estaba sentado con la espalda apoyada en la pared y la miraba. Manchada toda de sangre, la casulla negra se extendía a su alrededor como una mortaja hecha jirones. Tenía el cuerpo quemado y destrozado. Le faltaba buena parte de una pierna. La piel, en las zonas en que no había ampollas y que no estaban levantadas, la tenía tan pálida que parecía pintada con tiza entre la bruma.

Contempló el cuerpo destrozado del druida y le sorprendió descubrir que no le reportaba ninguna satisfacción. Si acaso, se sentía decepcionada. Había aguardado toda la vida para ese momento y, ahora que había llegado, no era para nada como se lo había imaginado. Ella quería ser el instrumento de la destrucción del druida. Y alguien le había arrebatado ese placer.

Siguió caminando hasta estar a unos metros de él y se detuvo. No abrió la boca, pero tampoco le quitó la vista de encima; en los ojos del druida buscaba algo que le proporcionara la satisfacción que le había sido negada. No halló nada.

—¿Dónde están los otros? —preguntó al final—. ¿La vidente y el elfo?

El druida tosió y tragó con dificultad.

—Se han ido.

—Te estás muriendo, druida —le dijo.

El otro asintió.

—Me ha llegado la hora.

—Has perdido.

—Ah, ¿sí?

—La muerte nos priva de todas nuestras oportunidades. Y las tuyas se truncan mientras charlamos.

—Tal vez no.

Su renuencia a reconocer su derrota la encolerizaba, pero se contuvo.

—¿Has encontrado la magia que viniste a buscar? —Hizo una pausa—. ¿Me lo dirás por voluntad propia o debo abrirte la mente como un melón para encontrar la respuesta a mi pregunta?

—No hace falta amenazar. Encontré la magia y me llevé todo lo que pude. Pero mientras yo viva, nunca la conseguirás.

Lo miró de hito en hito.

—Entonces no tendré que esperar demasiado, ¿no?

—Más de lo que crees. Mi muerte es tan solo el inicio de tu viaje.

La jurguina no tenía ni idea de a qué se refería el druida.

—¿Y cuál será ese viaje, druida? A ver, explícamelo.

Le asomó sangre a los labios y cayó por la barbilla, lo que creó un pequeño reguero. Se le comenzaba a vidriar la mirada. La jurguina sintió una punzada de pánico. Aún no podía morir.

—Tengo al muchacho —le comunicó—. Has hecho un trabajo ejemplar convenciéndolo de las mentiras que sigue insistiendo que son la verdad. Cree a pies juntillas que es Bek y que yo soy su hermana. Y está convencido de que eres su amigo. Si te importa lo más mínimo, me ayudarás ahora mismo, cuando aún hay tiempo.

Los ojos de Walker no se desviaron un centímetro de los suyos.

—Es que él es tu hermano, Grianne. Lo escondiste en el sótano de tu casa, en una cámara frigorífica que había tras un armario. Un metamorfóseo lo encontró ahí, y este, a su vez, me lo trajo a mí. Yo se lo llevé a un hombre y a su esposa, que vivían en las Tierras Altas, para que lo criaran como hijo adoptivo. Esta es la verdad. Las mentiras son cosa tuya.

—¡No uses mi nombre, druida! —le bufó.

Este alzó la mano sin fuerzas.

—El Morgawr mató a tus padres, Grianne. Los mató y te secuestró para aprovecharse de tu talento y convertirte en su aprendiz. Te contó que lo hice yo para que odiaras a su mayor enemigo. Este era su plan. Subvirtió tu pensamiento cuando eras muy pequeña y te adiestró bien. Pero no sabía de la existencia de Bek. No sabía que había alguien más aparte de mí que conocía la verdad que tanto se había esforzado por enterrar.

—Todo eso es mentira —susurró, llena de furia contenida, mientras la magia se arremolinaba en su interior. Si decía algo más, arremetería contra él. Lo destrozaría y pondría punto final a todo inmediatamente.

—¿Quieres saber la verdad? —le preguntó.

—Ya la sé.

—Pero ¿quieres esclarecerla definitivamente y para siempre?

Lo miró con fijeza. Los ojos del druida brillaban con una intensidad que no podía ignorar. Tenía algo en mente, un objetivo al que se dirigía, y la jurguina no estaba segura de cuál era. «Ve con cuidado», se dijo a sí misma.

Se cruzó de brazos.

—Sí —respondió.

—En tal caso, usa la espada.

Durante unos instantes, no tuvo ni idea de a qué se refería. Entonces, se acordó del talismán que llevaba colgado en bandolera de la espalda, el que le había quitado al muchacho. Se llevó la mano por encima del hombro y la rozó.

—¿Esta?

—Es la espada de Shannara. —Volvió a tragar con dificultad; respiraba de forma entrecortada y sibilante—. Invócala si quieres desentrañar la pura verdad, la que se te ha negado durante tanto tiempo. El talismán no puede mentir. No habrá engaño cuando lo uses. Solo la verdad, simple y llana.

La jurguina sacudió la cabeza lentamente.

—No me fío.

El druida esbozó una sonrisa leve y triste.

—Claro que no. No te pido que confíes en mí. Pero sí que confíes en ti, ¿verdad? Confías en tu propia magia. Úsala, pues. ¿Tienes miedo?

—No le tengo miedo a nada.

—Entonces, usa la espada.

—No.

Creía que así había puesto punto final al asunto, pero estaba equivocada. El druida asintió como si le hubiese ofrecido la respuesta que esperaba. En vez de desbaratarle las intenciones, parecía haberlas reforzado. El druida cambió el brazo de posición, de modo que la mano le quedara sobre el pecho destrozado. La jurguina no sabía cómo seguía vivo.

—Usa la espada conmigo —dijo con un hilo de voz.

Sacudió la cabeza al instante.

—No.

—Si no usas la espada —le explicó con voz queda—, nunca poseerás la magia que he escondido. Todo lo que he absorbido, todo el conocimiento del antiguo mundo que estaba en estas catacumbas, todo el poder que me concedieron los druidas, está encerrado en mi interior. Podrás liberarlo si usas la espada, si eres lo bastante fuerte como para dominarla, pero no de otro modo.

—¡Mentiras y más mentiras! —le escupió.

—¿Mentiras? —Se le apagaba la voz y arrastraba las palabras—. Prácticamente estoy muerto. Pero todavía soy más fuerte que tú. Yo puedo usar la espada y tú no. Tú no te atreves. Demuestra que me equivoco, si crees que puedes. Hazlo, venga. Usa la espada. Mídete contra mí. Todo lo que tengo, todo, será tuyo si eres lo bastante fuerte. Mírame. Mírame a los ojos. ¿Qué ves?

Y lo que vio la jurguina fue una certeza que no admitía dudas ni escondía subterfugios. La retaba a enfrentarse a la verdad tal y como él creía que era, le pedía que arriesgara lo que eso podía conllevar. No creía que debiera hacerlo, pero también creía que acceder a la mente del druida hacía que cualquier riesgo valiera la pena. Una vez penetrara, conocería todos sus secretos. Destaparía la verdad sobre los libros de magia. Descubriría la verdad sobre ella y el muchacho. Era una oportunidad que no podía echar a perder. Todo aquello del poder que le habían concedido los druidas era un ardid para distraerla, pero ella era capaz de jugar a ese juego mucho mejor que el druida.

—De acuerdo. —Rotunda y clara—. Pero colocarás tú primero la mano en la empuñadura, por debajo de la mía, así te podré agarrar bien. De este modo, si esto resultara ser algún tipo de artimaña, no te me escaparás.

Creía que había dado perfectamente la vuelta a la tortilla. Esperaba que se negara, atado a ella de un modo que le impedía liberarse. No obstante, la sorprendió: asintió para mostrar su consentimiento. Haría lo que le pedía. Lo miró de hito en hito. En cuanto le pareció que había visto la sombra de la satisfacción destellarle en los ojos, la embargó la furia y cerró el puño en un gesto airado.

—¡No te creas que puedes engañarme, druida! —le espetó—. ¡Te aplastaré en un abrir y cerrar de ojos si lo intentas siquiera!

No contestó, pero tampoco apartó los ojos de los suyos. Durante unos segundos, la jurguina se planteó abandonar, alejarse. Dejarlo morir y aclarar las cosas después. Pero no era capaz de renunciar a la oportunidad que le ofrecía el druida, aunque solo fuera por un momento. Guardaba tantos secretos. Quería conocerlos todos. Quería descubrir la verdad sobre el muchacho. Quería destapar la verdad sobre la magia del bastión. Puede que nunca más tuviera la oportunidad de conocer las respuestas si no actuaba deprisa.

Inspiró hondo para calmarse. Lo que fuera que pensara hacer el druida, fuera cual fuera la sorpresa que tuviera dispuesta, estaba más que preparada para medirse con él, ¿verdad?

Se llevó la mano a la espalda y poco a poco desenvainó la espada y la trajo al frente, entre ellos dos, con la hoja mirando hacia abajo y la empuñadura hacia el techo. En la penumbra neblinosa, esa arma centenaria parecía roma y desprovista de vida. Le asaltaron las dudas de nuevo. ¿Se trataba de verdad de la legendaria espada de Shannara o era otra cosa, algo distinto a lo que ella creía? No escondía ninguna magia en su interior; de lo contrario, a esas alturas la habría detectado. Tampoco había nada que pudiera proveer al druida de fuerzas. Nada podía salvarlo de las heridas que había sufrido. Se preguntó qué lo había atacado así y se lo habría preguntado a él si hubiera creído que quedaba tiempo suficiente para hacerlo.

Se acercó a él y recolocó la espada de modo que el druida llegara a la empuñadura. No dejó de mirarlo a los ojos, buscando alguna señal de que se trataba de un engaño. Le parecía imposible que el druida intentara nada. Tenía los ojos entrecerrados, la respiración entrecortada y superficial y el cuerpo destrozado se le desangraba en tales cantidades que no creía que dentro le quedara demasiada. Durante un par de segundos, la duda volvió a asaltarla y la conminó a no hacer lo que estaba a punto de hacer. Confiaba en sus instintos, pero detestaba reconocer que tenía miedo ante su enemigo acérrimo, un hombre al que había emulado toda su vida.

Acalló sus dudas.

—¡Pon la mano en la espada!

El druida alzó la mano ensangrentada del pecho y cerró los dedos alrededor de la empuñadura. Mientras lo hacía, pareció perder el foco un instante, y su mano se alargó más allá del talismán y le acarició levemente la frente a la bruja. Esta estaba tan concentrada en su mirada que no se le ocurrió vigilarle la mano. Se estremeció ante el contacto, consciente de repente de la mancha húmeda que sus dedos le habían dejado en la piel. Oyó que el druida decía algo, pero con voz tan queda que no lo entendió.

Sentir la sangre del druida en la frente la perturbaba, pero no le daría la satisfacción de ver que la molestaba lo suficiente como para limpiársela. Así pues, colocó la mano sobre la del druida y se la agarró bien.

—Ahora veremos, druida.

—Ahora veremos —coincidió.

Sin apartar la mirada el uno de la otra, aguardaron entre las ruinas cubiertas de humo de la cámara de extracción, tan solos que parecía que no quedara nadie más vivo sobre la faz de la Tierra. Reinaba el silencio. Incluso los cables cortados que tanto chisporroteaban y zumbaban hacía unos minutos y las máquinas destrozadas que tanto se habían esforzado por seguir funcionando se habían callado. El silencio era tal que Ilse la Hechicera oía el lento respirar del druida, tan lento que casi parecía haberse detenido.

Estaba perdiendo el tiempo, pensó de pronto, y la ira se adueñó de ella de nuevo. No era la espada de Shannara. No era sino una espada normal y corriente.

Su reacción consistió en clavar los dedos en la mano de Walker y la raída empuñadura que había debajo. «¡Venga, dime algo! ¡Muéstrame la verdad, si es que puedes revelar alguna!».

Al cabo de un segundo, una oleada de calor surgió de la hoja, le penetró en la mano y le recorrió el cuerpo entero. Vio cómo el druida se encogía y oyó que ahogaba un grito. Un instante después, una luz blanca refulgió y los sepultó en su interior líquido.


***


En la costa del Confín Azul, el sol despuntaba entre un banco de niebla que se extendía por todo el horizonte como si fuera un muro infinito. Desde la cubierta de la Jerle Shannara, Redden Alt Mer contempló cómo la niebla se espesaba tras la estela de la noche que se batía en retirada, un monstruo gris que revoloteaba y se cernía sobre la costa con la misma inevitabilidad que lo hace un maremoto. Había visto niebla antes, pero nunca de esa naturaleza. El banco era denso y compacto, unía el agua con el cielo, el septentrión con el austro, la luz con la oscuridad. El amanecer batallaba por abrirse camino entre la niebla en un abanico de rayos rojos del mismo tono que el hierro candente, como si se hubiera prendido una fragua gigantesca en el agua.

Bruma del Confín se cubría de una niebla densa a veces, como ocurría en todos los puertos marítimos que había en la costa de las Tierras del Oeste. Si uno mezclaba calor y frío donde la tierra besaba el mar y le añadía una cantidad generosa de condensación, obtenía una niebla tan espesa que se podía untar en una tostada; al menos, eso decían los viejos lobos de mar. La niebla que observaba Redden Alt Mer era como esa, pero también tenía algo más, una suerte de energía, oscura y decidida, que sugería que se estaba gestando una tormenta. Sin embargo, el tiempo no revelaba lo mismo. En el olor y sabor del aire no detectaba indicios de lluvia, no se había oído ningún trueno ni se divisaban destellos de relámpagos. No soplaba ni una pizca de aire. Incluso las medidas de presión no le daban motivos para preocuparse.

El capitán nómada se paseó por la cubierta de popa y escudriñó con más atención la niebla. ¿Se había movido algo ahí dentro?

—Sopa de guisantes —gruñó Spanner Frew mientras llegaba a su altura y se colocaba a su lado. Se mesó esa barba negra que parecía una nube de tormenta—. Me alegro de no ir en esa dirección.

Alt Mer asintió sin apartar los ojos del banco.

—Será mejor rezar para que no llegue a la costa. Que me aspen si permito que nos quedemos aquí atrapados una semana más.

Al día siguiente terminarían las reparaciones de la aeronave. Estaban tan cerca del final que apenas podía contener la impaciencia. Rojita se había ido hacía ya tres días y ninguno se había sentido bien por ello. Confiaba en su criterio y también en el de Hunter Predd, pero ya se sentía bastante comprometido por lo que hubiese sido de los miembros de la compañía de la nave en esa tierra traicionera. Estaban todos desperdigados por la región, la gran mayoría seguro que perdidos o muertos, y no tenía ni idea de cómo iban a conseguir juntar a todo el mundo, incluso sin el problema añadido de preguntarse qué le habría ocurrido a su hermana.

—¿Has solucionado el problema de ese cristal de la parte delantera de babor? —le preguntó sin dejar de observar el inestable banco de niebla, convencido de que había visto algo.

El fornido maestro de aja se encogió de hombros.

—No puedo solucionarlo sin un cristal nuevo y no tenemos ninguno. Perdimos los de repuesto durante la tormenta, cayeron por la borda en el canal. Tendrá que bastarnos tal como estamos.

—Bueno, no será la primera vez. —Se inclinó hacia delante, con las manos en la barandilla, y se puso a examinar ávidamente el banco de niebla—. Mira bien, Barbanegra. ¿Tú ves algo? Ahí, tal vez quince grados a la…

No llegó a terminar la frase. Antes de acabar de formularla, brotaron de la penumbra un montón de figuras oscuras. Surgieron volando del gris que se arremolinaba a su alrededor, como una bandada de alcaudones o rocs; su silueta se recortaba sobre el muro sombreado de carmesí. ¿Cuántos había? ¿Cinco, seis? No, se corrigió Alt Mer casi al instante. Una docena al menos, puede que más. A medida que los contaba deprisa, se le formaba un nudo en la garganta. Había por lo menos dos docenas. Y eran grandes, demasiado grandes para ser rocs. Tampoco tenían alas que les permitieran volar de esa forma, con tanta verticalidad.

Se quedó sin aliento. Eran aeronaves. Una flota entera de aeronaves, surgidas de la nada. Observó cómo cobraban forma: mástiles y velas, cascos oscuros y aerodinámicos y el refulgir de los estayes y las cornamusas metálicas. Buques de guerra. Se llevó el catalejo a los ojos y los examinó de cerca. No ondeaba ninguna insignia en las banderas o en los gallardetes, no había marcas en la borda ni en los cascos. Los vigiló mientras salían de la niebla y viraban quince grados a babor, desplegados en línea sobre el horizonte. Tan negros como los espectros del inframundo, planearon hasta colocarse en formación e iniciaron el avance.

Redden Alt Mer bajó el catalejo e inspiró hondo para serenarse.

Iban directos a la Jerle Shannara.




Allende mares insondables,

pasado el lejano horizonte,

los viajeros a bordo de la Jerle Shannara

se enfrentan al desafío más letal

(y también al más funesto) de su vida…






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Grianne Ohmsford tenía seis años el día que terminó su infancia. Era menuda para su edad y, dado que carecía de una fortaleza física inusual o de una experiencia vital extraordinaria, no estaba preparada para crecer de golpe. Había vivido toda la vida en el margen oriental de las llanuras de Rabb, resguardada en una casa protectora. Era la hija mayor de los dos vástagos de Araden y Biornlief Ohmsford; él era escriba y profesor, ella, ama de casa. La gente iba y venía de su hogar como si de una posada se tratara: alumnos de su padre, clientes que requerían el beneficio de sus habilidades y trotamundos venidos de todos los rincones de las Cuatro Tierras. No obstante, ella nunca había estado en ningún otro sitio, y justo empezaba a comprender cuánto mundo había ahí fuera del que ella no sabía nada cuando todo lo que conocía le fue arrebatado.

Aunque poseía un físico que no llamaba la atención y no había nada en su talante que sugiriera que podría sobrevivir a un evento traumático de cualquier tipo que le cambiara la vida, Grianne Ohmsford era una niña fuerte y capaz de una forma inesperada. Parte de esta naturaleza se reflejaba en sus ojos azules y deslumbrantes, que ensartaban a uno con su franqueza y penetraban hasta el alma. Los desconocidos que cometían el error de observarlos directamente desviaban rápido la mirada. Ella no hablaba con estos hombres y mujeres ni parecía arrebatarles nada en esos encontronazos, pero los dejaba con la sensación de haberle entregado algo. Cuando deambulaba por la casa y el patio, con el pelo negro largo y suelto, como un perrito abandonado sin nada que hacer o lugar alguno al que ir, o cuando se sentaba sola en un rincón mientras los adultos charlaban entre ellos, la niña se adueñaba de su propio espacio y no dejaba que nadie lo violara.

También era tenaz e inflexible, una niña testaruda e intratable que, una vez tomaba una decisión sobre algo, no permitía que se le hiciera cambiar de opinión. Durante un tiempo, sus padres la convencieron en virtud de su relación con ella y las típicas amenazas e incentivos, pero llegó un punto en que se hizo evidente que eran incapaces de ejercer influencia alguna sobre su hija. Al parecer, la niña redescubría su identidad al defender su posición sobre distintas cuestiones, al soltar peroratas con las que lo cuestionaba todo y al aceptar las consecuencias de manifestar sus opiniones. De vez en cuando, recibía un sermón severo y sus padres la castigaban con no salir de la habitación, pero a menudo estas reprimendas consistían simplemente en negarle algo que sus padres creían que la iba a beneficiar. Fuera como fuere, a Grianne Ohmsford no parecían importarle las consecuencias y era más propensa a ser castigada que a capitular ante los deseos de los demás.

Ahora bien, la esencia de todo residía en su legado, que se manifestaba de un modo que no había sido evidente desde hacía generaciones. La niña pronto supo que no era como sus padres ni como sus amigos ni como nadie que conociera. Ella suponía una vuelta atrás, un regreso a los miembros más famosos de su familia: Brin y Jair y Par y Coll Ohmsford, antepasados hasta los que podía remontar su linaje. Sus padres se lo habían explicado cuando aún era pequeña, casi en cuanto se había manifestado su don. Había nacido con la magia de la canción de los deseos, un poder latente que se manifestaba solo en la línea de sangre de la familia Ohmsford y solo una vez cada cuatro o cinco generaciones. Deséalo, cántalo y sucederá. Cualquier cosa era posible. La magia de la canción no se había manifestado en ningún Ohmsford durante la vida de sus padres, de forma que ninguno de los dos tenía experiencia de primera mano sobre cómo funcionaba. Sin embargo, conocían las historias; sus padres se las habían contado infinidad de veces: cuentos sobre la magia que poseían desde la época de la gran reina Wren, otra de sus antepasadas. Así pues, los padres de la niña sabían lo suficiente del don como para reconocer las implicaciones que tenía que su hija fuera capaz de hacer inclinar los tallos de las flores y calmar a un perro rabioso solo cantando.

Al principio, usaba la canción de forma rudimentaria e indisciplinada, y la niña no comprendía que eso fuera algo especial. Dentro de su mente infantil, le parecía lógico pensar que todo el mundo la poseía. Sus padres se esforzaron por ayudarla a comprender el valor que tenía, para que controlara su poder, para que aprendiera a mantenerlo en secreto ante los demás. Grianne era una niña inteligente, y pronto entendió lo que suponía poseer algo que otros pudiesen anhelar o temer, en el caso de que se enterasen de que ella lo tenía. Escuchó a sus padres con atención cuando se lo explicaron, pero les prestó menos atención cuando le advirtieron sobre los modos en que debía usar la magia y los propósitos a los que debía obedecer. La pequeña era lo bastante lista como para dejarles ver lo que sabía que esperaban de ella y ocultarles lo que no deseaban.

Así pues, el día que terminó su infancia, ella ya había asumido que poseía el uso de la magia. Había erigido defensas ante las exigencias de esta y había recurrido a subterfugios ante las negativas de sus padres de dejarle comprobar en detalle dónde se encontraba el límite de su poder. Protegida con la armadura de su determinación resuelta y su terca insistencia, Grianne Ohmsford había levantado una fortaleza donde podía empuñar la canción con total sentido de la impunidad. Su mundo infantil ya era más complejo y tortuoso que el de muchos adultos y estaba aprendiendo la importancia de no dejar nunca al descubierto toda la verdad sobre quién y qué era. Fue el don de la magia y comprender cómo funcionaba lo que la salvó.

De forma simultánea, y no por su culpa, eso mismo fue lo que condenó a sus padres y a su hermano pequeño.

Se dio cuenta de que algo fallaba en su mundo pueril unas cuantas semanas antes del fatídico día. El hecho se manifestaba de modos sutiles, en cosas que sus padres y los demás no podían detectar fácilmente. Había rarezas en el aire: olores, sabores y susurros que le hablaban de una presencia escondida y de emociones sombrías. De reojo veía destellos de sombras en las vibraciones de su voz que volvían hacia ella cuando usaba la magia de la canción. Percibía cambios en la temperatura solo cuando se sentía amenazada, con la excepción de que hasta ese momento siempre había sido capaz de detectar el origen de estos cambios, y ahora no podía. Un par de veces, sintió la presencia cercana de figuras encapuchadas y oscuras, quizá de los metamorfóseos que ya había descubierto anteriormente, siempre escondidos y fuera de su alcance, pero, aun así, presentes.

No les contó nada sobre estas percepciones a sus padres porque no disponía de ninguna prueba sólida para respaldar esas denuncias, solo sus sospechas. Con todo, se mantuvo bien alerta. La casa donde vivían se erigía ante la linde de una arboleda de arces y daba al umbral plano y verde de las llanuras de Rabb, que conducían directamente a los Dientes del Dragón. Aunque nada podía acercarse a ellos desde poniente sin que se divisara a kilómetros de distancia, los otros tres frentes estaban protegidos por bosques y colinas. La niña los exploraba de vez en cuando, una precaución que adoptó para sentirse segura. Sin embargo, fuera lo que fuese lo que la observaba, era prudente, y ella nunca lo descubrió. Se escondía de ella, la evitaba y se alejaba cuando ella se acercaba, pero siempre volvía. La niña notaba sus ojos clavados en ella incluso mientras los buscaba. Era un ser listo y hábil; estaba acostumbrado a permanecer escondido aun cuando otros habían detectado su presencia.

Debería haberse asustado, pero le habían enseñado a no tener miedo y no tenía razones para apreciar las ventajas de tal sensación. Para ella, el miedo era un fastidio que trataba de erradicar y al que hacía caso omiso. Al final, un día le había preguntado a su padre si había alguien que pudiera querer hacerle daño a ella, a él, a su madre o a su hermano, pero su padre se había limitado a sonreír y le había dicho que no poseían nada que alguien pudiera querer y que constituyera un motivo para hacerles daño. Se lo dijo con calma y tranquilidad, como un profesor que comparte su conocimiento con un estudiante, y ella no se planteó que su padre pudiera estar equivocado.

Cuando las figuras encapuchadas con capa negra finalmente se acercaron, lo hicieron justo antes del amanecer, cuando la luz era tan pálida y amortiguada que apenas definía los límites de las sombras. Mataron al perro, al viejo Ladrido, mientras este daba una vuelta para echar un vistazo, una acción que demostró sin equívocos la naturaleza de sus intenciones perversas. La niña estaba ya despierta, puesta sobre aviso gracias a una voz interior vinculada a su magia, y recorrió a toda prisa la casa con sumo sigilo, buscando el peligro que ya se había presentado ante la puerta de su casa. Su familia estaba sola esa mañana; todos los viajeros o bien se habían ido ya o bien estaban aún de camino, y no había nadie que pudiera ayudar a la familia a hacer frente al peligro que se cernía sobre ellos.

Grianne no vaciló cuando vio de reojo las formas imprecisas que se deslizaban con sigilo al otro lado de las ventanas. Sintió la presencia del peligro a su alrededor, como un círculo de espadas de hierro que la rodeaban con un propósito inexorable. Llamó a su padre a gritos y salió corriendo hacia su propio dormitorio, donde su hermano dormía. Lo agarró a toda prisa sin decir nada y lo apretó contra sí. Suave y cálido, el pequeño apenas había cumplido dos años. La joven se lo llevó del cuarto hacia la bodega de tierra donde guardaban los víveres perecederos. En la planta de arriba, sus padres trataban de cubrir su huida. Estalló un estrépito de vidrio que se rompía y de madera que se astillaba, y Grianne oyó los gritos airados y los juramentos de su padre. Era un hombre valiente, iba a plantar cara y a luchar. Pero no sería suficiente, también era capaz de percibir eso. La niña abrió un pestillo y empujó la sección de estantería que escondía la entrada al estrecho refugio para las tormentas que nunca habían usado. Colocó a su hermano, aún dormido, en un camastro que había dentro. Lo contempló unos instantes, el rostro pequeño y las manos cerradas en forma de puño, la silueta dormida, mientras oía cómo los gritos y las blasfemias que se proferían en el piso superior se convertían en chillidos de dolor y agonía, y fue consciente de que las lágrimas le anegaban los ojos.

El humo negro ya se colaba entre los tablones del suelo cuando Grianne salió del refugio y cerró la entrada tras ella. Oyó el crepitar de las llamas que consumían la madera. Sus padres habían exhalado el último suspiro, de modo que los intrusos irían tras ella sin lugar a dudas. Sin embargo, ella sería más rápida y más lista de lo que pensaban. Se escaparía y, una vez estuviera a salvo, afuera, bajo la pálida luz del alba, correría los ocho kilómetros que la separaban de la casa más próxima y regresaría con ayuda para rescatar a su hermano.

Oyó que las figuras negras encapuchadas la buscaban mientras ella se apresuraba a recorrer el corto pasillo hasta una puerta de la bodega que conducía directamente al exterior. Fuera, la puerta estaba escondida tras unos matorrales y rara vez la usaban; no era probable que previeran que ella acabaría allí. Y si lo habían hecho, lo lamentarían. Ya sabía el tipo de daño que la canción de los deseos era capaz de provocar. Era una niña, pero no estaba indefensa. Se secó las lágrimas con un parpadeo y apretó los dientes. Un día lo descubrirían. Lo descubrirían cuando les infligiera el mismo daño que ellos le estaban haciendo entonces.

Al cabo de poco, había atravesado la puerta y estaba fuera, bajo la luz cada vez más brillante del amanecer, agachada entre la espesura. El humo se arremolinaba a su alrededor formando nubes oscuras y ella notaba el calor del fuego que devoraba las paredes de su casa. Se lo estaban arrebatando todo, pensó, desesperada. Todo lo que le importaba.

Un movimiento repentino en un extremo captó su atención. Cuando se volvió para mirar en esa dirección, una mano envuelta en una tela de olor apestoso le cubrió el rostro y la hundió en la oscuridad.


***


Cuando despertó, estaba atada, amordazada y tenía los ojos vendados, y era incapaz de saber dónde se encontraba ni quién la tenía prisionera, ni siquiera si era de día o de noche. Alguien cargaba con ella sobre un hombro ancho como si fuera un saco de trigo, pero sus captores no hablaban. Había más de uno, porque oía sus zancadas, pesadas y seguras. Oía sus respiraciones. Pensó en casa y en sus padres. Pensó en su hermano. Las lágrimas volvieron a aflorar y empezó a sollozar. Les había fallado a todos.

La llevaron a cuestas durante mucho tiempo y luego la posaron en el suelo y la dejaron sola. Se retorció en un intento por liberarse, pero las ataduras estaban bien apretadas. Tenía hambre y sed y una desesperación gélida comenzaba a embargarla. Únicamente podía haber una razón por la que solo la necesitaran a ella y no a sus padres y hermano: la magia de la canción. Ella vivía y ellos estaban muertos debido a su legado. Ella era la única que poseía la magia. Ella era la única especial. Lo bastante especial como para que su familia muriera y que la pudieran secuestrar a ella. Lo bastante especial como para que le arrebataran todo lo que quería y le importaba.

Al cabo de no demasiado se desató un revuelo repentino e inesperado, impregnado de sonidos de batalla y de gritos furiosos que parecían proceder de su alrededor. Entonces, alguien la levantó del suelo, se la llevó y la alejó de la agitación. Quien cargaba con ella ahora la acunaba mientras corría, estrechándola contra sí, como si quisiera aplacar el miedo y la desesperación de la niña. Esta se acurrucó entre los brazos de su rescatador, ovillada como si la hubiesen herido, tal era la profundidad de su necesidad.

Cuando se quedaron solos en un lugar silencioso, el otro la desató y le quitó la mordaza y la venda. La niña se irguió, sentada, y descubrió que se encontraba frente a un hombre enorme cubierto con ropajes oscuros, un hombre que no era del todo humano: tenía un rostro escamoso y moteado como la piel de una serpiente; los dedos eran garras y sus ojos, rendijas sin párpados. La niña contuvo la respiración y se cubrió para protegerse de él, pero este no se alejó al presenciar su reacción.

—Ahora estás a salvo, pequeña —le susurró—. A salvo de aquellos que querían hacerte daño, lejos del Tío Oscuro y los de su especie.

Ella no sabía a quién se refería. Echó un vistazo alrededor con cautela. Estaban agachados en medio de un bosque, los árboles los guardaban como centinelas agarrotados en todos los frentes y las ramas los confinaban en el corazón de un mar de luz solar que moteaba el suelo de la foresta como si fuera polvo dorado. No había nadie más por allí, y nada de lo que veía la niña le resultaba familiar.

—No tienes motivos para temerme —le dijo el otro—. ¿Te asusta mi aspecto?

Ella asintió con recelo y tragó saliva a pesar de la sequedad que se había adueñado de su garganta.

El otro le ofreció un odre de cuero de agua y la niña bebió, agradecida.

—No debes tener miedo. Soy de una especie híbrida, medio hombre y medio mwellret, pequeña. Tengo un aspecto horripilante, pero soy tu amigo. Yo te he salvado de los otros. Del Tío Oscuro y de sus metamorfóseos.

Era la segunda vez que el hombre mencionaba al tal Tío Oscuro.

—¿Quién es? —preguntó ella—. ¿Ha sido él quien nos ha atacado?

—Es un druida. Se llama Walker. Él ha sido quien ha asaltado tu casa y ha matado a tus padres y a tu hermano. —Esos ojos reptilianos se clavaron en la niña—. Trata de recordar. Verás como has visto su rostro.

Para su sorpresa, así fue. Lo divisó con claridad, un atisbo de ese semblante mientras pasaba tras una ventana bajo la pálida luz del amanecer: tenía una tez morena y una barba negra, y los ojos eran tan penetrantes que le traspasaban el alma a quien los veía; las cejas negras se fruncían, acompañadas de arrugas que le surcaban toda la frente. La niña lo vio, supo que él era su enemigo y sintió que la embargaba una oleada de furia tan intensa que creyó que se iba a encender toda como si fuera una tea, desde el corazón.

En cuestión de segundos, se echó a llorar al recordar a sus padres y a su hermano, su hogar y el mundo que le había sido arrebatado. El hombre que tenía delante la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos.

—No puedes volver —le comunicó—. Estarán buscándote. No se detendrán mientras crean que sigues viva.

La niña asintió, con la cabeza apoyada en su hombro.

—Los odio —dijo con un gemido agudo y afilado.