Capítulo I Los lazos amorosos y familiares en el mundo digital

Are you on the line or on-line?10

La nueva alienación

En el mundo contemporáneo, la técnica ha ido conquistando un lugar, un dominio y un alcance sin precedentes. A pesar de que el ser humano se ha caracterizado desde sus orígenes prehistóricos por su relación con el objeto técnico, es indudable que en la actualidad esa relación ha cobrado un impulso que se aproxima a una transformación cualitativa inédita: la posibilidad de una integración plena entre el objeto técnico y el organismo. La bioingeniería médica, que ha creado asombrosas prótesis, marcapasos, estimuladores intracraneales y otros tantos dispositivos cuya implantación ha permitido mejorar —e incluso resolver— graves trastornos, se encamina hacia un nuevo desafío: la producción de seres en los que los límites entre la estructura orgánica y la mecánica sean prácticamente inexistentes. No habremos de juzgar lo que este cercano porvenir podrá depararnos. La historia nos ha demostrado que, por regla general, la opinión pública (es decir, el nivel medio de la mentalidad de cualquier sociedad) está siempre por detrás respecto de la evolución técnica. Dicho de otro modo: la técnica se mueve a una velocidad a todas luces mayor que nuestra capacidad para adaptarnos a ella, para asumir sus cambios y sus consecuencias.

Ese desfase en la comprensión subjetiva del desarrollo técnico, que es la forma actual en la que se pone de manifiesto la alienación de los seres humanos, esa distancia entre lo que la ciencia aplicada produce y nuestra posibilidad de reflexionar sobre ello, va en progresivo aumento. Aquí debemos enfatizar el hecho de que no me refiero a una complejidad en el manejo de la técnica. Por el contrario, su omnipresencia en nuestras vidas se debe, entre otras razones, al hecho de que su empleo es cada vez más sencillo.

Cuando observamos la asombrosa habilidad y soltura con la que los niños de muy corta edad, incluso antes de hablar, son capaces de manipular los dispositivos que encuentran en sus hogares, nos damos cuenta de que el problema que la técnica nos plantea no radica en su dificultad para utilizarla, sino todo lo contrario. Es la extraordinaria facilidad con la que acompaña gran parte de nuestras acciones cotidianas en donde reside la cuestión decisiva: esa sencillez y la satisfacción asociada a su disfrute es directamente proporcional a la escasa posibilidad de formularnos una pregunta sobre lo que ello supone para nuestra vida individual y social. Una pregunta que debe partir de la evidencia de que, en la actualidad, la técnica no es solo una herramienta destinada a resolver un problema práctico, sino que constituye en sí misma un instrumento de satisfacción, una satisfacción cuya naturaleza es preciso situar. Ian Bogost, en su artículo “You are already living inside a computer”11, señala cómo el afecto que la gente siente por las computadoras se transfiere a los objetos más corrientes:

La gente elige las computadoras como intermediarias por el encanto sensual de utilizarlas, no como medios prácticos y eficaces de resolver problemas.

La tendencia a la computarización generalizada se extiende a todas las esferas de la existencia, al punto de que en muy poco tiempo prácticamente no existirá ni un solo resquicio de la vida que no esté de algún u otro modo intervenido por la tecnología.

La trascendencia digital, o cómo escapar de uno mismo

Oponerse a las tecnologías en nombre de una supuesta deshumanización de la existencia es un error de concepto, así como una distorsión moral. La técnica no posee una propiedad demoníaca intrínseca y los valores humanos no están definidos en el cielo de la abstracción metafísica. Como psicoanalistas, nuestro papel consiste en sumarnos a otros enfoques, filosóficos, sociológicos, económicos, políticos, con el fin de comprender cuáles son las consecuencias sintomáticas que —sin obviar los indiscutibles beneficios— nos supone esta discordancia entre la inmediata asunción de los objetos técnicos y el entendimiento de la función que cumplen en nuestra vida. Dicha incomprensión está a punto de alcanzar su grado crítico debido a un cambio que la gran mayoría de las personas ignora, ya que esta revolución se ha producido subrepticia e insidiosamente: nuestra existencia está siendo transferida por entero al mundo digital.

Hasta ahora creíamos —y estábamos en lo cierto— que existía una frontera precisa, bien delimitada, entre lo que se denomina mundo on-line, es decir, el mundo que se configura en la interconectividad telemática entre personas y cosas, y el denominado mundo off-line, o mundo que el sentido común asimila al mundo real. Pensábamos —y todavía seguimos pensando— que cruzar de un mundo a otro depende de nosotros, que conservamos la capacidad de elegir, de decidir, en cuál de los dos mundos deseamos estar en cada momento y según las circunstancias.

Eso ya ha dejado de ser así. La conectividad no depende del usuario. Nadie, aunque se refugie en el rincón más perdido de la Tierra, tiene la posibilidad de escapar al alcance de la omnipotencia que se manifiesta en la vigilancia mediante geolocalización o visión satelital. Para colmo, descubrimos con sorpresa que se incrementa el número de personas que se sienten mejor y más cómodos en el mundo virtual, un mundo que les ofrece la oportunidad de asumir formas de vida imaginarias, identidades simuladas, fabricadas con la materia de los deseos, que interactúan con otras formas de vida semejantes sin entrañar demasiados riesgos. Para mucha gente afectada en su capacidad para sostener un lazo social de cualquier índole —amistoso, amoroso, de pertenencia a un grupo, etc.— internet ha creado para ellos un espacio donde alojarse, un territorio donde encontrar a otros que sienten como sus semejantes, constituyendo así una suerte de confraternidad en la que los síntomas y otras desventuras hallan consuelo, compasión, empatía e incluso la legitimidad que a menudo se les niega en el mundo real. Allí están los ejemplos de las asociaciones de escuchadores de voces, que han proliferado por todo el mundo, o los foros de adolescentes youtubers que se intercambian información sobre las vicisitudes del mundo transexual.

De la misma manera que una sustancia adictiva o una creencia religiosa pueden ser para muchos una forma de soportar la inclemencia de la vida —que de lo contrario resultaría inmanejable— internet constituye para otros la oferta de una segunda vida, que incluso a veces se convierte en la única donde pueden habitar. De allí que cuando muchos padres me transfieren su inquietud acerca del tiempo que sus hijos pasan conectados a las distintas clases de juegos y redes sociales, y solicitan orientación e instrucciones sobre cómo poner límites a ello, mi primera respuesta es conducirlos hacia una pregunta fundamental: ¿qué sucedería si acaso internet fuese para algunos de estos niños y adolescentes algo así como una especie de insulina para la diabetes del espíritu? ¿Cómo podemos condenar como una falta en el comportamiento, el signo de una disposición viciosa o una manifestación de negligente holgazanería, que un adolescente no pueda separarse de su smartphone o su consola de videojuegos y experimente como una auténtica mutilación la posibilidad de verse separado de sus objetos?

En la creciente inmersión de los seres humanos en el universo técnico, se impone la labor preliminar de establecer diferencias, de percibir cuál es la relación singular que cada uno establece con su objeto. Talismán, fetiche, remedio que calma la angustia, refugio, conectividad, sociabilidad artificial, vínculos de bajo riesgo, los dispositivos pueden ofrecer todo eso y mucho más. En internet, son numerosas las personas que encuentran la oportunidad de vivir una ficción, pero experimentarla de manera real. Para muchos corazones rotos, Facebook es una lanzadera con la que iniciar un viaje al pasado, con el propósito de recobrar aquel amor de la adolescencia o la temprana juventud. Por lo general, el reencuentro suele ser bastante desalentador. Lo que retorna se parece bien poco a lo que se deseaba, y el ensueño virtual aggiornado con el Photoshop no tarda mucho en evaporarse, dando de nuevo paso a las arrugas de la soledad.

Second life12, es un programa informático donde el usuario se inscribe con el nombre, el género y la historia que desee. Una vez escogido el personaje, que se denomina «avatar», ingresa como tal a un inmensa cantidad de grupos, todos ellos constituidos por otros avatares. Nadie conoce la verdadera identidad de los demás. Second life, aunque funciona con la estructura audiovisual de un videojuego, no es exactamente un juego, porque no existe el propósito de conseguir un objetivo predeterminado. Uno puede inventarse allí una vida completa y es por eso que en la jerga cibernética este programa recibe el nombre de metaverse, condensación de «meta» (más allá) y universe (universo), o sea, un universo paralelo que se asienta en las estructura logarítmica del mundo virtual. En Second Life se puede formar una pareja, una familia, tener hijos, grupos de amigos, otros padres, un trabajo apasionante, adoptar un sexo distinto, el aspecto físico que se desee, todo ello en la realidad del escenario virtual. No hay límite a la fantasía. Algunas personas se entretienen con este metaverso durante unas pocas horas a la semana, del mismo modo que podrían hacerlo mirando una serie de televisión o un partido de futbol. En cambio para muchas otras, Second life es algo tan decisivo en sus vidas que la proporción acaba por invertirse. La vida imaginada alcanza una intensidad tal, su credibilidad es asumida con una convicción tan absoluta, que se convierte para el sujeto en su auténtica vida. La otra, la vida cotidiana, a menudo carente de grandes estímulos, vacía de todo deseo, o simplemente aburrida, es aquella donde no hay más remedio que transitar porque es inevitable. Pero esas personas no ansían otra cosa que ver llegar la hora en la que pueden encender el ordenador y entrar en lo que consideran su «verdadera» vida, donde encuentran satisfacción y sentido, al punto de que su autenticidad queda fuera de cualquier cuestionamiento.

Reinventar la historia

Es evidente que toda esta sofisticación digital puede funcionar hasta extremos semejantes porque se vale de la sobrexplotación de una facultad universal de la condición humana, aunque en cada uno se lleve a cabo de una forma singular. Me refiero al hecho de que el sujeto humano es el único ser viviente que habita un medio que no es en absoluto natural. Su espacio, su mundo circundante, su realidad propia, particular e irrepetible, es la ficción. Todos nosotros sentimos, pensamos y actuamos en el marco de una ficción que tomamos por real, un escenario donde desempeñamos un papel en una obra que desconocemos, porque es inconsciente. Que la ignoremos no impide que nuestro papel esté totalmente condicionado por ella, y si acaso la experiencia vital nos confronta con una circunstancia contingente, no prevista en el argumento, responderemos de modo inevitable conforme a los estrechos márgenes a los que nuestro papel nos ha destinado. Los extraordinarios recursos de simulación de estos programas introducen algo nuevo: la posibilidad de que un sujeto, de manera activa, participe en la construcción de su narrativa. Ello no significa que su libertad sea absoluta, porque su imaginación creadora estará sometida a los condicionamientos de su deseo inconsciente. Dicho de otro modo: inevitablemente escribirá un argumento «contaminado» por su propia ficción originaria, aquella en la que se encuentra inserto en función de su historia personal, las experiencias vividas y los residuos de significaciones que todo eso ha dejado en su inconsciente.

Las redes sociales se han convertido en el vehículo principal de socialización y búsqueda en el plano amoroso y sexual. Tras un período inicial en el que las páginas de citas estaban frecuentadas por personas que más bien padecían dificultades en su vida social, hoy en día las aplicaciones de contactos se han multiplicado, se dirigen a todo el espectro de edades y abarcan una amplia variedad de usuarios, al punto de ser el método por excelencia para buscar pareja. No existen estudios fiables sobre los resultados. A ciencia cierta, desconocemos qué porcentaje de contactos y citas devienen relaciones reales y continuadas. Eso no significa nada, desde luego, porque tampoco tenemos datos sobre las relaciones generadas a partir de los métodos tradicionales. Lo que sí vale la pena señalar es que la tecnología aplicada a la vida amorosa y sexual introduce —entre otras cosas— una variante cuyos efectos son visibles. Me refiero al hecho de que la posibilidad de someter la búsqueda del partenaire a un procedimiento de filtrado más o menos semejante al de cualquier producto de venta on-line (color, tamaño, año de fabricación, peso, precio, etc.) permite alimentar la fantasía de «fabricar» a alguien a la medida de nuestros sueños, de encontrar el complemento ideal, un ser que no habrá de decepcionarnos. Aunque no hay nada confiable en el plano estadístico, el psicoanálisis ha descubierto algo cuyas consecuencias son decisivas, por cuanto revelan y explican una parte fundamental de las peculiaridades humanas en materia de amor y sexo. Con independencia del curso que siga un encuentro amoroso y sexual, la cita es siempre fallida. Lo es incluso en los casos más felices, aquellos en los que parece haberse conquistado una duradera armonía. La cita es siempre fallida porque entre el sujeto y el objeto de su elección existe una fractura inevitable, una inadecuación insalvable.

Ningún objeto es capaz de restaurar por completo el mito del paraíso perdido, de la satisfacción originaria de la que hemos sido desalojados para siempre, por la sencilla razón de que en verdad nunca ha existido. Aunque dicha satisfacción sea un sueño tan antiguo como la humanidad misma, eso no impide que en cada sujeto se repita el secreto anhelo de volver a encontrarla. En ese sentido, internet es el espacio donde se promete la realización de los deseos, la versión ultramoderna de las creencias mágicas, el pozo donde arrojar la moneda de la suerte, la lámpara de la que brotará el genio que se ponga a los pies de nuestras fantasías. Más aún, es también el lugar donde muchos encuentran una «familia alternativa».

El salón de las voces perdidas

Hay otros aspectos sobre los efectos de la tecnología de la comunicación que es importante destacar. Vivimos en una época en la que la velocidad se ha convertido en la seña de identidad histórica y global, que determina la casi totalidad de las acciones humanas. La sociedad de la impaciencia podría ser el modo de nombrar la característica de nuestro tiempo. WhatsApp, la aplicación de mensajería instantánea más utilizada en todo el mundo, hace ya tiempo que incorporó la opción de que el usuario pueda ocultar la hora a la que se ha conectado por última vez, o si ha leído los mensajes. Cuando la expectativa de respuesta inmediata no se ve cumplida, eso puede ser motivo de ofensa, sentimiento de desamor y disputa. El texto escrito va progresivamente sustituyendo a la voz. En las aplicaciones de citas los interlocutores generalmente se conectan por primera vez mediante mensajes escritos y así suelen continuar. Se seducen, se aman, se excitan, se pelean, incluso rompen por escrito.

La propia lengua inglesa ha producido un desplazamiento semántico. El sustantivo chat, que significa «charla», ha derivado su uso en el entorno cibernético al intercambio de mensajes escritos. La voz implica un compromiso mayor, en el que muchas personas —y en especial las jóvenes generaciones— no desean implicarse. La voz pone en juego no solo el significado aparente de un mensaje, sino que también revela algo mucho más esencial: da el tono emocional, modula el contenido de lo que se comunica, al punto de que puede entrar en franca contradicción. La voz nos entrega lo que se dice y el cómo se dice, pero también transmite lo que no se dice. La voz apunta a una verdad del mensaje que está más allá de las palabras, que no se capta en la literalidad del sentido. Es por ello que la tecnología, cuyas ventajas se promocionan invocando el ideal de la proximidad, puede al mismo tiempo producir el efecto contrario. Esto se percibe incluso en el empleo de sistemas más completos como la comunicación mediante videoconferencia. Desde luego que no pondremos en discusión que se trata de un prodigio técnico que ha cambiado nuestra vida y que desde un punto de vista ha acortado la distancia, ha traído a la presencia la imagen y la voz del ausente, ha hecho posible que los negocios, la educación, el amor, el sexo, las relaciones familiares, salven la dimensión del espacio-tiempo. El problema comienza cuando se desdibujan las diferencias entre la vida real y la videoconferencia, cuando la realidad empieza a funcionar como un videojuego, cuando los sujetos se deslizan subrepticiamente hacia la pérdida de sus facultades para soportar la existencia ordinaria.

Realidad virtual, realidad aumentada, realidad holográfica, ponen de manifiesto que el ser humano no ha podido ni podrá jamás soportar su vida sin el auxilio de un artificio (simbólico, imaginario o real) que lo separe de su mísera existencia, empujada hacia la deriva de la incertidumbre. James Poniewozik hacía una impactante observación en una reseña de la keynote realizada por la compañía Apple con motivo del lanzamiento de sus últimos modelos de iPhone, cuando en la gigantesca pantalla de la sede de Cupertino se mostró la fotografía de un cielo estrellado:

El cielo de ese iPhone se ve mucho mejor que el cielo corriente que veo con mis ojos humanos corrientes… Si la publicidad alguna vez nos dijo: Todo va mejor con Coca-Cola, este evento nos dice: Todo luce mejor con Apple13.

Google, el memorioso

El presente y el futuro se nos muestran bajo la perspectiva del imperio absoluto de los datos. Los seres humanos y sus vidas, mutados en algoritmos alojados en la nube, se enfrentan al desafío de una alienación nunca antes concebida. Se trata de un proceso histórico cuya fuerza y destino no está dominado por nadie, ni siquiera por aquellos que son responsables de la ciencia aplicada, ya que la evolución de ese discurso escapa al control de sus inventores y de quienes sirven a él. El adjetivo «viral», con el que se califica la propagación exponencial de una noticia, expresa muy bien el hecho de que el saber científico y sus consecuencias aplicadas constituyen un organismo proteico que se proyecta de manera imprevisible. La creación de una memoria absoluta, en la que toda nuestra biografía en sus mínimos detalles queda registrada para siempre, sin posibilidad del recurso al olvido, no es una utopía, sino una realidad palpable, que se funde con la eterna fantasía de la inmortalidad. Facebook demoró mucho tiempo antes de ceder a la presión de los usuarios para que puedan disponer de un modo de borrar las cuentas de aquellas personas que han fallecido14 y, al mismo tiempo, la plataforma Eternime15 nos ofrece la posibilidad de vivir eternamente en el recuerdo de nuestra descendencia, adquiriendo así una suerte de inmortalidad en el cielo digital.

No es una novedad que los seres humanos se lancen a la búsqueda de otra vida. El deseo, que es esencialmente el deseo de otra cosa y nos mantiene en movimiento, no ha esperado a las nuevas tecnologías para encontrar sus espejismos. Tal vez la diferencia hoy en día sea que el mundo digital es para muchas personas un lugar más habitable que aquel donde no tienen más remedio que pisar. Un sinnúmero de sujetos confiesa que una vida «mixta» es lo más preciado que posee. Incluso ya no es imprescindible disponer de tiempo para sentarse frente a un ordenador. El teléfono móvil, siempre a mano, es el portal que nos franquea «en simultáneo» el acceso a esa otra realidad. No solo nos permite desempeñar una multitarea, sino también una «multivida», y esto último es el punto más sensible de la cuestión. Aunque nos resulte difícil de concebir, lo cierto es que para muchísimas personas esa segunda vida proporcionada por el sistema Second Life es la única vida que cuenta: la que transcurre en el ciberespacio.

Hay un verbo que las redes sociales han potenciado hasta el infinito: «compartir». No es momento de debatir hasta qué punto nuestra contemporaneidad refleja un mundo más o menos solidario que el de otras épocas. Me interesa en este contexto señalar que «compartir» significa algo distinto del sentido común. Para muchos sujetos, en especial los adolescentes y los jóvenes, compartir una fotografía, un mensaje, una idea, o simplemente un fragmento mínimo y en apariencia insignificante de su vida cotidiana, es conferirle una existencia. El «momento» no cobra auténtica vida hasta que el Otro16 no lo ha validado con su mirada, o con un like. El reconocimiento del Otro es una forma de cerrar el circuito significativo de las vivencias, los pensamientos, los sentimientos, que no culminan el proceso de significación hasta que el mensaje no recibe la sanción de la lista de contactos. La lista de contactos es el conjunto de piezas de repuesto imprescindibles hoy en día para el mantenimiento de lo que llamamos el «yo ideal», que es el modo en que el yo desea ser visto por los otros.

Existe una ley inexorable que se ha demostrado válida a lo largo de la historia, que hemos mencionado, y sobre la que conviene insistir: siempre se comprueba una discordancia entre el surgimiento de una invención tecnológica que entraña una profunda alteración en la sociedad y la capacidad que los sujetos tienen para procesar ese cambio. Aunque las personas parezcan adoptar de forma inmediata las novedades técnicas, esa velocidad en el uso se anticipa respecto del tiempo que la subjetividad requiere para su comprensión. Eso implica una dificultad para apreciar correctamente el alcance y los efectos directos y colaterales de los cambios sociales.

Es evidente que un gran número de cosas que hoy nos resultan familiares y que nos acompañan de forma natural en nuestra cotidianidad, no lo eran para las generaciones previas. Cincuenta empleados de una plantilla compuesta por ochenta trabajadores de una empresa de Wisconsin se han ofrecido voluntarios para que se les implante un microchip en la mano17. De ese modo, pueden fichar automáticamente su entrada en la fábrica, pagar en la cafetería, y realizar otras acciones más. «Esto en muy pocos años va a ser normal», comenta uno de los trabajadores respecto de la ola de críticas que se expandieron por los medios cuando se conoció la noticia.

Evidentemente, antes de que se inventaran los aviones no existía la fobia a volar. A nadie se le ocurriría hoy alertar contra los peligros de la aviación porque hay un gran número de personas que son incapaces de subirse a un avión, o lo hacen soportando niveles muy altos de angustia. Es innegable que las mutaciones que la ciencia aplicada introduce en nuestras vidas traen consecuencias, algunas de ellas negativas, por cuanto se manifiestan en forma de síntomas nuevos. El aumento exponencial de los trastornos de aprendizaje, que se traduce en el diagnóstico abusivo del denominado Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), no solo debe abordarse como la invención de un trastorno que beneficia los intereses de la industria farmacéutica. Toda la información, la transmisión de mensajes y la tecnología de la comunicación en su conjunto (regida por el valor supremo de la velocidad) han hecho de lo instantáneo el modelo de la relación del sujeto moderno con el tiempo. Cada vez resulta más difícil lograr que la atención se detenga más allá de un breve lapso, en especial si el mensaje no se acompaña de un elemento visual, como lo demuestra el empleo cotidiano del PowerPoint. Crece la dificultad para que los niños y los jóvenes puedan comprender, elaborar y reflexionar sobre un texto, puesto que lo habitual es la incesante lluvia de centenares de estímulos breves, simplificados, fugaces, que son absorbidos de manera casi inconsciente.

Si el síndrome de fatiga crónica es la expresión moderna del cansancio de vivir, el déficit de atención es el signo de la expansión ilimitada de la hipertextualidad, del sujeto que se desliza sin rumbo ni propósito, cautivo en el frenesí de la multitarea: poder hablar por teléfono, ver un video, escribir un texto y responder a un mensaje, todo ello de manera simultánea. Es indudable que esta forma de alienación no puede entenderse si no se admite que la relación con los dispositivos técnicos y sus aplicaciones no es algo que solo transcurre en el plano cognitivo. Un misterioso goce se deduce del carácter adictivo que para muchos sujetos tiene lo que se denomina multitasking [multitarea]. Estas conquistas, celebradas como logros que impulsan el rendimiento de las capacidades humanas, en ocasiones entrañan consecuencias que se verifican como síntomas. Los síntomas son algo así como lo que objeta la idea falaz de que el progreso es un camino lineal. La aventura humana es un fabuloso compendio de gestas y tragedias. La labor de un psicoanalista es muy modesta, puesto que la incidencia de su voz es apenas audible en el ruido ensordecedor de la historia. No obstante, estamos ahí, atentos a lo que cae, lo que se desecha, lo que flaquea, lo que tropieza, tiembla, se escabulle, o incomoda al discurso triunfal de la razón ilustrada.

La técnica nos ha situado en un estado que la autora norteamericana Sherry Turkle sintetiza muy bien en el nombre de uno de sus libros más importantes: Alone together [Juntos en soledad]18. La hiperconectividad, que ha inaugurado innumerables comunidades a lo largo y ancho del planeta, reunidas en torno a toda clase de signos identitarios, y que ha permitido a sujetos aislados de cualquier vínculo encontrar un alojamiento en la magia de las redes sociales, es —paradójicamente— lo que también nos separa, crea una barrera invisible, un filtro difícil de atravesar. La presencia real va convirtiéndose en algo extraño, invasivo. Mandamos un mensaje de texto a alguien que está en la habitación de al lado y muchas parejas encuentran normal comunicarse por WhatsApp estando uno junto al otro. La palabra es mucho más que significado. Los emoticonos, que se han inventado para dotar a lo escrito de esa cualidad insustituible de la palabra viva, no pueden suplir la progresiva evanescencia del sujeto hablante en el universo digital. Se trata de una impactante transmutación. Por una parte, la presencia se vuelve innecesaria. Al mismo tiempo, el cuerpo va siendo colonizado por los mecanismos técnicos. El futuro inmediato es la progresiva «internalización» de los dispositivos, esto es, su desaparición en el mundo periférico y su ingreso en el interior del organismo viviente.

La cultura de internet, el universo en el que pronto dejará de distinguirse entre lo virtual y lo real, ha llegado para cambiar de manera definitiva el curso de la historia de la humanidad. Para muchos, es la oportunidad de encontrar una salida de emergencia por la que escapar de sí mismos. Para otros, es el lugar donde construir una red social que en ocasiones puede sustituir a la familia de la que se carece, o mejorar la que se tiene. Hay quienes usan la interconectividad como refugio del hastío de la vida y otros para crear proyectos que mejoran la vida de miles de personas. Del mismo modo que un simple palo pudo servir para alcanzar frutos de un árbol, cavar un surco, cazar un animal o romper el cráneo de un semejante, la técnica es y seguirá formando parte de la condición humana, sirviendo a fines diferentes, algunos a favor del deseo de vida, otros en beneficio de intereses letales. Al igual que en cualquier otra esfera de lo humano, siempre tropezaremos con el síntoma, con lo que no funciona. Será precisamente allí, en eso que no anda según lo que los algoritmos han previsto, donde lo más propiamente humano seguirá resistiendo. Si alguna visión positiva podemos aportar los psicoanalistas respecto del futuro, es que siempre habrá algo que no funcione, aunque esto pueda sonar extraño. Mientras eso continúe sucediendo, mientras algo de nosotros se niegue a la automatización y a la completa absorción de la existencia en la economía del cálculo y la programación, podremos confiar en que nos mantendremos vivos.