Datos de la colección

COLECCIÓN
RELATO LICENCIADO VIDRIERA

Director de la colección
Hernán Lara Zavala

Consejo Editorial de la colección
José Balza (Venezuela)
Emmanuel Carballo (México)
Gonzalo Celorio (México)
Ambrosio Fornet (Cuba)
Noé Jitrik (Argentina)
Luis Leal (Estados Unidos)
R. H. Moreno Durán (Colombia)
Julio Ortega (Perú)

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

INTRODUCCIÓN

EN ESTOS DOS RELATOS ESTÁ CONTENIDA CASI TODA LA NARRATIVA CUBANA, CUYAS PRINCIPALES LÍNEAS DE DESARROLLO remiten a ambos extremos de la pirámide social y a los colores que mejor los representan: blanco arriba, negro abajo. Tendrían que pasar más de un siglo y varias revoluciones para que, primero, se pudiera hablar de ese matiz racial y cultural que Nicolás Guillén denominó “color cubano”, y después, se diera voz narrativa a quienes nunca la tuvieron, como en el caso de Biografía de un cimarrón, la novela- testimonio de Miguel Barnet.

Una pascua en San Marcos fue publicado en la revista habanera El Álbum en 1838, El ranchador, escrito al año siguiente, no se publicó hasta 1856, en la revista La Piragua. Son textos muy diferentes entre sí, como también lo fueron sus autores: Palma, de veintiséis años a la sazón, resultó ser un grafómano incorregible -poeta, narrador, crítico...-; Morillas, nueve años mayor que él, sería en cambio un publicista escurridizo y reticente -lo que tal vez explique el misterio de El ranchador, “ignorado” por todos los historiadores de la literatura cubana-, cuya única otra obra estimable es la Memoria sobre los medios de fomentar y generalizar la industria, premiada en 1838 por la Sociedad Económica de Amigos del País.

El hecho de que esta colección haya decidido reunir ambos relatos en un solo volumen nos inclina a hacer comparaciones que de otro modo hubieran podido parecer improcedentes. Surgen ambos en un clima literario dominado a escala mundial por el romanticismo. La famosa batalla de Hernani -alusión al polémico estreno, en 1830, de la susodicha pieza de Victor Hugo- fue el bautizo de fuego del movimiento, que en España se consolidó entre 1834 y 1835 con los dramas de Martínez de la Rosa, de Larra y del Duque de Rivas. En México, Ignacio Rodríguez Galván comienza a editar en 1837 las analectas de El Año Nuevo; en Argentina, un año después -el mismo en que aparece Una pascua en San Marcos- Esteban Echeverría, que acaba de publicar “La cautiva”, funda la Asociación de Mayo. Los jóvenes románticos de Hispanoamérica están empeñados en la riesgosa tarea de escribir sobre asuntos, personajes y paisajes del entorno inmediato para forjar con ellos la literatura americana, una obra que puedan llamar propia aunque todavía se exprese con la rancia sintaxis del español peninsular. Palma mismo había publicado en 1837, en el Aguinaldo Habanero, la leyenda “Matanzas y Yumurí”, con la que inauguraba en Cuba un indianismo arqueológico que, cinco años antes, había tenido brotes más genuinos en “Netzula”, del mexicano José María Lafragua.

Para la narrativa isleña, la tertulia habanera de Domingo del Monte fue lo que, por esa misma época, significó la Academia de Letrán para la mexicana. Todo el periodo de fundación -el brevísimo lapso que se extiende de 1837 a 1840- estuvo marcado por el magisterio de Del Monte y la porfiada actividad de su tertulia. Gracias a éstos fueron tempranamente leídos los innovadores -Walter Scott y Manzoni, desde luego, pero también Balzac y un tal Victor Hugo, quien en 1823 había publicado una novelita, Bug-Jargal, que los vehementes y bisoños narradores cubanos no tardaron en elevar a la categoría de modelo-. Pero, además, fue en la tertulia delmontina donde se forjó un corpus literario sui géneris, la llamada narrativa antiesclavista. Constituida sobre todo por novelas y relatos, la narrativa esclavista desbordó las fronteras genéricas y geográficas al incluir la insólita autobiografía del esclavo-poeta Juan Francisco Manzano y una novela de la joven poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda que apareció en Madrid en 1841. No parece que Morillas haya tenido el privilegio de pertenecer, como Palma, al cenáculo de Del Monte, pero hubiera bastado El ranchador para otorgarle las debidas credenciales.

La más distraída lectura de Una pascua en San Marcos suscita de inmediato la sospecha de que Palma, a espaldas de Del Monte, se entregaba al innoble disfrute de folletines y melodramas. El relato tiene ese inconfundible aire folletinesco que el lector contemporáneo suele asociar, con razón, a las radionovelas y los culebrones. Pese a su inexperiencia, Palma se las arregló para sazonar el fatigado esquema del Seductor y la Víctima con todos los ingredientes del género: los cínicos requiebros del libertino, la astuta ingenuidad de la alcahueta, el tormento de la doncella mancillada, el pasmo de los sucesos asombrosos, la previsible moraleja... En una secuencia como la del caballo desbocado el ojo moderno cree percibir, inclusive, la estructura y el ritmo de las películas del oeste. Pero Palma escribía para otro público y no tuvo en cuenta sus escasos niveles de tolerancia, sobre todo en lo concerniente a la institución del matrimonio y la conducta de la mujer. Del Monte, que aprecia la factura del relato -“su colorido local, la buena observación y pintura de nuestras costumbres y la naturalidad y sencillez del lenguaje”- advierte, en carta a un amigo, que su recepción ha sido polémica: “La gente cubana, que es la primera vez que se ve retratada al natural, se ha escandalizado de su propia figura y ha tachado de inmoral al pintor”. A juzgar por la reseña de uno de sus críticos, no se le perdonaba que hubiera introducido en la historia un personaje como Rosa Mirabal, “una mujer sin decoro, sin amor a sus deberes, sin respeto a su marido ni a la sociedad”. Los atribulados familiares de Palma le rogaron a Del Monte que intercediera para evitar nuevas críticas, admitiendo que la novela tenía cosas “vituperables”.

Nunca se dijo, claro está, que una de ellas fuera su blancura, la artificiosa idealización de una sociedad donde, por esa época, había no menos de trescientos mil esclavos rurales y urbanos. Gracias al suplicio sistemático de los primeros, Cuba había podido reemplazar a Haití como exportadora de azúcar convirtiéndose -para gloria de la Monarquía española y la sacarocracia criolla- en la colonia más rica del mundo. A ello contribuyó también, aunque en mucha menor escala, la producción de café, cuyo súbito auge -tanto en las montañas del oriente como en las del occidente de la Isla- se debió a factores derivados de la experiencia y el tesón de los cosecheros franceses que arribaron a Cuba huyendo de la revolución haitiana. Quizás fueran ellos quienes establecieron los primeros cafetales en la Sierra del Rosario, donde transcurre la acción de la novela, no lejos de la llanura conocida después como de Artemisa por el nombre de su principal núcleo urbano, situado a sesenta kilómetros al suroeste de La Habana. En ese idílico microcosmos de San Marcos que es el cafetal de Don Tadeo, la esclavitud brilla por su ausencia, apenas insinuada por el paso fugaz de algunos esclavos domésticos. Pero lo cierto es que todo el boato de aquella burguesía parasitaria -desde los bulliciosos saraos hasta los primorosos jardines donde “la agreste variedad del gusto inglés” alternaba con “la amanerada simetría de la jardinería francesa”-, todo se sostenía sobre las espaldas, curtidas por el látigo, de millares de esclavos. En esas paradojas estaría pensando Del Monte cuando sugirió que la novela antiesclavista de uno de sus discípulos se subtitulara, sarcásticamente, “El ingenio o Las delicias del campo”, esquema que podría aplicarse asimismo al ocio necesario para sostener tertulias y escribir novelas más o menos románticas. Nunca, como en casos así, estaría más justificada la tajante observación de Walter Benjamín según la cual, dentro de las sociedades divididas en clases, todo documento de cultura es también, al mismo tiempo, un documento de barbarie.

Aquella sociedad profundamente inmoral que tuvo la impudicia de acusar de inmoralidad a Palma, habría tenido sobradas razones para hacerlo si en lugar de concentrar su irritación en el personaje de la señora Mirabal la hubiera concentrado en su atrevido pretendiente. Porque una lectura no por tendenciosa menos sugestiva nos llevaría a la conclusión de que Claudio era una carta de triunfo escondida en la manga de Palma. La figura de ese mediocre antihéroe le serviría para acusar de impotencia a toda una clase social. Él, por su parte, como miembro de una modesta clase media, condenado a la inmovilidad, no podía aspirar a sentarse a la mesa de Don Tadeo y mucho menos cortejar a las Auroras y las Rosas que adornaban sus bulliciosos saraos. Como en los folletines que leía en secreto, Claudio sería el instrumento de su fría venganza. La verdadera “inmortalidad” de Palma consistiría entonces en atreverse a insinuar que aquel parásito inescrupuloso y engreído era el trasunto literario de una realidad histórica, no sólo la representación sino el destino de su clase. En efecto, antes de 1868 —año en que se iniciaron en Cuba las guerras de independencia— la oligarquía criolla, pese a ser económicamente poderosa, era políticamente impotente debido a su forzosa aceptación del status colonial, ya que dependía de la fuerza militar de la metrópolis para desalentar o contener cualquier posible rebelión de esclavos. De ahí que fuera una clase incapaz de producir héroes, reales o imaginarios, obsedida como estaba por el temor a lo que se conoce en la historia de Cuba como “el fantasma de Haití”. Amparado en la supuesta objetividad del cuadro costumbrista y la pintura de caracteres, Palma había creado o, más bien, denunciado la existencia de un tipo: el niño de casa rica, joven libertino, consentido y arrogante, aficionado a abusar de mujeres indefensas, cuyos avatares en la narrativa cubana de la época -se llamaría Ricardo en Francisco, Fernando en Petrona y Rosalía, Leonardo en Cecilia Valdés... -lo revelaron como el, (anti)héroe por antonomasia de la burguesía esclavista. Fuera cual fuese el propósito del autor, lo cierto es que “Una pascua en San Marcos” resultó ser algo más que una crónica de “la vida movidísima de los días de solaz que las familias pudientes iban a buscar a sus posesiones campesinas en la época de vacaciones”, como la describió un benévolo historiador de nuestra literatura. Y es ese algo, justamente, lo que emparienta dos textos tan disímiles como los reunidos en este volumen.

El ranchador es un relato épico concebido de modo que su propia estructura sirviera para ilustrar la trágica condición de una isla en la que coexistían -como ya observara Heredia en versos famosos- el esplendor del mundo físico y “los horrores del mundo moral”. Hábilmente construido, con un ritmo dramático muy bien dosificado, el texto pasa de la morosa descripción de un agreste escenario natural -la ya mencionada Sierra del Rosario- al relato de una espantosa matanza de inocentes y al anuncio y ejecución de una venganza implacable. Nada nuevo, si bien se mira, dentro del variado menú de vivencias y truculencias que exigía el gusto romántico. Con una salvedad: aquí ambos ingredientes remitían a la vida cotidiana, tenían un marcado carácter testimonial. Alguna vez afirmé que con este relato la crueldad y la violencia habían hecho irrupción en nuestra narrativa, y ahora debo añadir que con él irrumpió también la solitaria figura del Héroe, concretamente el héroe trágico, aquel que se declara en rebeldía y está dispuesto a morir por su causa. En la época en que se escribe el texto -cuando ya la independencia de la América hispánica, con la sola excepción de Cuba y Puerto Rico, era un hecho consumado-, el fantasma de Haití seguía instalado como una pesadilla en la conciencia de la oligarquía criolla, por lo que ésta, como vimos, se abstenía de desafiar al poder colonial cerrando así, de antemano, la posibilidad de la epopeya. De su seno habían salido conspiradores, ciertamente, héroes a su manera, sí, pero carentes de aura trágica. Cierto que en el espacio cívico la épica y la ética se entrelazan, el heroísmo del valor no excluye el de la virtud, pero en ambos terrenos la esterilidad de la oligarquía era consubstancial a su condición de dueña de esclavos. Para vergüenza suya, El ranchador mostraba que en la sociedad esclavista el único héroe posible era el cimarrón, el esclavo dispuesto a llegar al martirologio en nombre de la libertad.

Esta formulación podría verse como un anacronismo inducido por la idea de que la figura del cimarrón tiene para nosotros, erróneamente, el valor simbólico que tenía la del pirata para los románticos. La sospecha no carecería de fundamento, a juzgar por el número de cimarrones que solía merodear por las haciendas, confundidos con los “negros mansos”, o el de los que eran capturados y no volvían a fugarse, pero lo cierto es que la aureola “romántica” del personaje no dejó de crecer a lo largo del siglo XIX -se reflejó en la plástica, inclusive- y pasó a formar parte de su imagen. En la tercera edición del primer diccionario de voces cubanas, por ejemplo, publicado originalmente en 1836, se define al cimarrón como el “negro esclavo prófugo que anda errante por el campo” -y punto-, mientras que en los diccionarios modernos se añade un matiz que me permito subrayar: “Decíase del esclavo que se refugiaba en los montes buscando la libertad". Lo que habría que preguntarse entonces es qué grado de verosimilitud podemos atribuir a la idea del cimarrón como héroe trágico, en este caso el Mártir que identifica el sacrificio personal con la defensa de una causa. A Cirilo Villaverde y, por conducto de él, a un famoso rancheador -para usar la ortografía de la época, que fue la que se impuso finalmente-, debemos la posibilidad de despejar esa incógnita.

En 1884 Villaverde -uno de los fundadores, con Palma, de la novelística cubana y autor de Cecilia Valdés, la novela más significativa de nuestro siglo XIX- pasó en limpio las páginas ya casi indescifrables que un tal Francisco Estévez le había dictado a su hija, con destino a los funcionarios de la Junta de Fomento, dando cuenta de sus actividades como cazador de cimarrones, justamente en la Sierra del Rosario, entre 1837 y 1842. Villaverde las había recibido de su padre, inspector de dicha Junta, y decidió titularlas Diario del rancheador. “Se compone -le escribía a un amigo- de una sucesión de tragedias, en que muchos negros hacen el papel de héroes”. Es obvio que el hecho le había llamado la atención. Uno de aquellos “héroes” era un “cabecilla” conocido como Pedro José, que Estévez capturó y se abstuvo de entregar de inmediato a su dueño porque se proponía utilizarlo durante un tiempo como guía o, por lo menos, como informante. Vana esperanza. No tardó en darse cuenta de que Pedro José, aún no repuesto de las mordidas de los perros, sólo aguardaba un descuido suyo para suicidarse, haciendo recaer la culpa sobre él, y cuando él le reveló finalmente sus intenciones y lo instó a colaborar, “llegó a decirme -cuenta Estévez, de mala gana- que antes moriría mil veces que entregar [a] ninguno de sus compañeros, que no se le daba cuidado morir, que el hombre no muere más que una vez, y en fin, otras sandeces por el estilo”..., sandeces en las que percibimos una voz inconfundible, aunque nos llegue como diálogo referido: la que nos permite reconocer la condición heroica, ese estado de conciencia que radica en la capacidad de anteponer las convicciones al propio instinto de conservación.

Pero Morillas no es un ideólogo del abolicionismo ni practica, como el resto de sus colegas, un antiesclavismo filantrópico, ni está interesado en elaborar una fábula maniquea sobre la bondad negra y la abyección blanca. Encontramos aquí anticipos de aquel conflicto básico sobre el que, en opinión de Sarmiento, tendrían que construirse en América las literaturas nacionales, pero resulta muy difícil precisar dónde radica aquí lo bárbaro y dónde lo civilizado.tambiéndestino