Registro de la Propiedad Intelectual Nº 304.404

ISBN edición impresa: 978-956-9843-91-4

ISBN edición digital: 978-956-9843-92-1

Imagen de portada: Juan Pablo Langlois, Hombre reposado, 1973-1976.

Fotografía, Jorge Brantmayer. Cortesía del artista y Colección Il Posto.

Diseño de portada: Paula Lobiano

Corrección y diagramación: Antonio Leiva

Traducción del francés por Daniel Alcoba

© David Le Breton

De esta edición © ediciones / metales pesados

© De la traducción, Daniel Alcoba

© De la traducción del Prólogo, L. Felipe Alarcón

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Santiago de Chile, diciembre de 2019

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De modo que ocupémonos solo del dolor. Admito, y de buena gana, que sea el peor accidente de nuestro ser; soy el hombre que menos lo desea en este mundo, por eso lo huyo, y hasta ahora –¡gracias a Dios!– no tuve mucho trato con él. Pero nos corresponde, si no aniquilarlo, al menos atenuarlo con paciencia, y si ocurre que el cuerpo se altera por su causa, nos toca mantener el alma y la razón firmes ante el poder de su negación.

MONTAIGNE, Ensayos, I, 14

Índice

Prefacio a esta edición

Introducción

Experiencias del dolor

Aspectos antropológicos del dolor

Job o la búsqueda de significado

La construcción social del dolor

Modernidad y dolor

Los usos sociales del dolor

Bibliografía

Agradecimientos

Prefacio a esta edición

El dolor no se limita nunca a un solo órgano, a un tejido dañado o a una función alterada. Absorbe toda la existencia. El dolor de dientes o de cabeza resuena en la vida toda, trastorna todas las actividades del individuo. No es el cuerpo el que sufre sino el individuo entero, en el sentido y valor de su vida. Cuando perdura, es un abismo que devora toda su energía y no le deja nada disponible para la vida cotidiana. Transforma al individuo, altera sus relaciones filiales y conyugales, su relación con el trabajo o con el tiempo libre. Toda la existencia tambalea con el dolor, sobre todo cuando este se vuelve crónico e impone una reorganización completa del sentimiento de sí mismo y de la vida cotidiana. Todo dolor modifica el sentimiento de identidad hasta el punto de que algunos de los que sufren dolores crónicos ya no se reconocen y viven con un sentimiento íntimo de mutilación. A menudo se distingue, de modo dualista, entre el dolor (que afecta al cuerpo) y el sufrimiento (que afecta a la psiquis). Esta distinción opone el cuerpo y la persona como dos realidades de naturaleza diferente, haciendo así del individuo un collage surrealista entre un alma y un cuerpo. El dolor rompe la evidencia de la vinculación con el mundo, altera la relación con los otros y consigo mismo. El dolor está siempre contenido en un sufrimiento. Este último es la resonancia íntima del dolor, su medida subjetiva. Es lo que el individuo hace con su dolor. No es nunca la simple prolongación de una alteración orgánica, sino una actividad de sentido, una relación personal con su dolencia.

Es el sentido que el sufrimiento reviste para el individuo lo que alimenta su sufrimiento. Si elige el dolor o lo acepta, el sufrimiento es insignificante y conduce entonces a experimentar situaciones límite, pero propiciando el sentimiento de sí mismo. Como en el deporte extremo o el body art, por ejemplo, en el que nadie rechista por «hacerse daño», por «haber sido golpeado». Es también un dolor aceptado, y cuyo sufrimiento es menor, el que viven los novatos en los ritos de paso de las sociedades tradicionales que implican acciones sobre el cuerpo (escarificaciones, perforaciones, tatuajes, etc.). Un dolor elegido y dominado por una disciplina personal en vistas a una revelación de sí mismo contiene solo una parcela ínfima de sufrimiento, aunque haga daño. En todas esas circunstancias en las que el individuo decide su acción, el dolor está investido de una dimensión moral que transforma su sentido y depura su dureza, volviéndose incluso un vector de experimentación de sí mismo y ligándose a la inmensa satisfacción que siente por haberlo superado. La experiencia de las marcas corporales, como el tatuaje o los ritos de suspensión, pone profundamente en cuestión el dualismo entre placer y dolor. El dolor conduce incluso el orgasmo en el marco de un contrato sadomasoquista. Su erotización alcanza un punto culmine.

En las agresiones corporales de nuestros adolescentes, el dolor es un paradójico medio para protegerse de un sufrimiento intolerable ligado a la existencia. En este caso se trata de hacerse daño para estar menos dañado, de hacerse daño físicamente para sentirse menos dañado moralmente. Pero el sufrimiento desborda de manera trágica en la tortura, es decir, un dolor causado por otro, sin que uno pueda defenderse. Un dolor infligido de manera traumática deja una huella de sufrimiento incluso cuando las secuelas, en apariencia, se han curado. Mutila una parte del sentimiento de identidad del individuo que no logra nunca olvidar del todo. Si dolor es una palabra en singular para quien lo vive, revista sin embargo un sinnúmero de significaciones. Si existe una pluralidad de dolores, es ante todo porque hay una pluralidad de sufrimientos. Y por supuesto, cuando se trata de una enfermedad grave o de las secuelas de un accidente, el dolor sume en un sufrimiento considerable. El individuo dispone, a pesar de todo, de recursos para aminorar su sufrimiento, justamente gracias a las técnicas de sentido: hipnosis, autohipnosis, relajación, meditación, sofrología… Intervenir en la significación del dolor transforma su impacto en términos de intensidad del sufrimiento.

El sufrimiento no conduce a ninguna experiencia necesaria, ningún trazado biológico lo programa. El individuo, sin saberlo, continúa siendo el artesano de lo que vive a través del sufrimiento. Si este se le impone, lo hace a través del prisma de su historia personal. El sufrimiento que experimenta está también modulado por sus recursos interiores o los que sabe movilizar en torno suyo. El sufrimiento puede destruirlo, aniquilar toda voluntad en él y transformarlo en un ser de quejidos y de lamentos, si es que se abandona a él. Puede cegarlo, suscitar el resentimiento, la ira hacia a los otros, o bien alejarlo de todo contacto. Pero, inversamente, puede también abrirlo a los otros, volverlo sensible a sus presencias, darle la sensación de estar todavía vivo. El sufrimiento es siempre lo que el individuo hace de él, no una fatalidad. La misma herida, la misma enfermedad, no producen las mismas reacciones en los pacientes, eso depende de sus valores, sus historias, sus entornos… El dolor es siempre un sentir, impacta a un hombre o a una mujer en su carne, no es una generalidad o una especie neurológica, sino un sufrimiento, es decir, un hecho individual de significación. El dolor está lejos de ser un acontecimiento que afecta solo al sistema nervioso, los datos afectivos nacidos del contexto no cesan de interferir en su intensidad.

La experiencia íntima del dolor es además modulada según las condiciones sociales y culturales, la edad, el género y el contexto particular de aparición del dolor. Ella mezcla todos los matices en el seno de un idioma cultural, pero es siempre primero la experiencia singular de un individuo. Si bien las situaciones de incomodidad o de dolor afectan a todas las poblaciones, estas no son siempre percibidas como dignas de interés por sí mismas. No siempre llevan a consultar a un médico o a un curandero local. Un proceso selectivo distingue a las personas provenientes de diferentes culturas. Las poblaciones acostumbradas a una vida dura son indiferentes a los dolores que desgarran a otras, más habituadas a la comodidad y con mayor tendencia a autoexaminarse. El dolor es evaluado de acuerdo con una medida propia a la vida cotidiana y a la sensibilidad particular de un individuo.

Dándole un estatuto científico a la enfermedad, la medicina ha despersonalizado y separado la experiencia del enfermo para hacer de ella una biología indiferente, relativa solo a normas anónimas. Pero la alteración orgánica no dice nada sobre la intensidad del sufrimiento. Contentarse con esa visión puramente neurofisiológica es un obstáculo a la hora de comprender de mejor manera la experiencia del paciente y la resolución de sus males. Es indudable que esta perspectiva probabilística nutre los protocolos de atención, pero falla en sanar o aliviar a numerosos pacientes, particularmente cuando se trata de dolor crónico. En la clínica es necesario abrirse a la palabra de un paciente profundamente afectado por su dolencia. Si en un primer momento el saber médico desprende el organismo del paciente para observar los arcanos de una fisiología indiferente, en un segundo momento la tarea de la clínica es justamente rehacer la unidad de la persona, tomando en cuenta su testimonio y su historia de vida. La clínica vuelve a unir lo universal del organismo con la singularidad del paciente, con su historia de vida y su visión personal de los problemas que lo aquejan, para poder elaborar así una atención que sea ella misma singularizada. Se trata de sanar al enfermo y no a la enfermedad, cuidar y no solo dar cuidados.

La tecnicidad de los cuidados médicos y de enfermería reclama una atención a la singularidad de un enfermo, que es el único que puede dar testimonio de lo que experimenta. El alivio eficaz del dolor exige una medicina centrada en la persona y no solo en los parámetros biológicos. El reconocimiento del enfermo en tanto sujeto es una condición para la plena eficacia de los cuidados recibidos. El personal médico debe responder a los quejidos sin presuponer su intensidad, sin proyectar sus propios valores y sus comportamientos a la hora de juzgar la actitud de sus pacientes. Numerosos estudios indican, de hecho, que el personal médico frecuentemente subestima el dolor. El profesional sanitario activo, con buena salud, está en una mala posición para juzgar el sufrimiento del otro y corre el peligro de proyectar su propia psicología en detrimento de la del paciente. Las rutinas de cuidado vuelven a veces invisibles los sufrimientos específicos del enfermo, cada día innumerables pacientes son confrontados a estas formas de maltrato banalizado. Hay que sanar a la persona en su singularidad, no como puro organismo.

El dolor no solo agota cuando la medicina no logra aliviarlo. Para algunos, destruye poco a poco el sentido de su vida. Cuando aparece, la petición de eutanasia traduce el sofocamiento del individuo por parte de un sufrimiento que parece ya no tener fin. Sus recursos de sentido son dilapidados por la adversidad, ya solo queda un sufrimiento vivo que hace de la muerte la única salvación. Toda razón para existir ha desaparecido, la existencia parece una larga tortura. El deseo de morir va a la par con el sufrimiento y con el sentimiento de estar irremediablemente encerrado en él. La situación de quien agoniza crea a menudo un vacío alrededor suyo, siente que estorba y que es inútil, indigno del intercambio con los otros. Pero una petición de este tipo exige ser reevaluada de acuerdo con las circunstancias. A veces los dolores abrumadores no son aliviados y son la base de la petición del paciente: no es el deseo de morir sino el de no sufrir. Si un médico logra frenar los dolores, el paciente recobra una parte de su vínculo con la existencia. El cuidado es entonces el de un médico que sabe próxima la muerte y deja de obstinarse en mantener a toda costa la vida. Más bien busca el alivio, la comodidad del fin de la vida. La voluntad de aliviar el dolor y suscitar la hospitalidad más adecuada a quien agoniza es el centro de los servicios de cuidados paliativos y del acompañamiento de los agónicos. Su experiencia nos recuerda que una persona que pide morir a causa del sufrimiento y la soledad vuelve a darle valor a su existencia si su dolor ha sido aliviado y el personal médico o los voluntarios atentos lo acompañan, si su familia vuelve a estar en la cabecera de su cama.

El alivio eficaz del dolor implica una medicina de la persona. Ciertos campos de comprensión exigen una especie de ciencia de lo único. El dolor es una experiencia de ese tipo, reclama una clínica atenta, centrada en los detalles de la historia de vida y en una investigación sobre el quejido y la organicidad que tome en cuenta un cuerpo de una especie, sí, pero que le pertenece solo al paciente. No solo un cuerpo de infancia sino también un cuerpo por venir. Haría falta, para cada paciente, una teoría de su dolor. Una perspectiva de este tipo, centrada en la persona y no ya solo en el organismo, exige también sumergirse en la dimensión del sentido que le da a su experiencia.

David Le Breton, junio 2019

Introducción

En la tradición de Aristóteles, durante mucho tiempo, el dolor se concibió como una forma particular de la emoción (Ética a Nicómaco, libro II), una dimensión del afectado en su intimidad. Más tarde, la filosofía mecanicista, en particular en la obra de Descartes, definió el dolor como una sensación producida por el mecanismo corporal. Se ocultaba la parte del hombre en la construcción del sufrimiento; este se veía como un efecto mecánico de saturación, simple consecuencia de un exceso de búsqueda de sentido. La biología gozaba el privilegio de estudiar el «mecanismo» del influjo doloroso, describir con la objetividad requerida el origen, el recorrido y el punto de llegada de un estímulo. La psicología o la filosofía relataban la anécdota del dolor, es decir, la experiencia subjetiva del individuo. Esta teoría desembocaba en la idea de la especificidad de un sistema receptor cutáneo que transportaba directamente una excitación nerviosa, gracias a fibras propias, hasta un centro del dolor situado en el cerebro. Una mecánica neuronal y cerebral conducía el influjo doloroso y lo sustentaba; el hombre no era más que una hipótesis secundaria, y hasta desdeñable, el fenómeno solo concernía a la «máquina del cuerpo». Sin embargo, para comprender las sensaciones en las cuales está en juego el cuerpo no hay que buscar en el cuerpo, sino en el individuo, con toda la complejidad de su historia personal. De lo contrario, numerosos hechos que la experiencia suministraba resultaban inexplicables.

La publicación de los Estudios sobre la histeria de Freud y Breuer en 1895, al ilustrar la lógica del inconsciente en los sufrimientos de la histeria, abría una primera brecha en este acercamiento estrictamente neurológico y recordaba a su manera que el hombre no es una mera serie de fibras nerviosas o el apéndice indiferente de una actividad biológica autónoma del cerebro.

En la actualidad ya no se cree que el dolor sea el efecto específico de la exasperación de las sensaciones, la consecuencia de una sobrecarga que supera los límites ordinarios de funcionamiento de los órganos. El dolor no actúa como una sensación que da sentido e información útil para la conducta del individuo en relación con el mundo objetivo. No se trata de una cualidad inherente a los objetos exteriores, susceptible de ser aprehendida por un órgano específico. A veces le acompaña una impresión sensorial, como en el caso de un contacto cutáneo con un objeto cortante o ardiente, pero no es inherente a estos. Ningún órgano sensorial está especializado en el registro del dolor. «El dolor –dice J. Sarano– no es una función, sino una lesión padecida por una función»1.

Esta concepción del dolor como hecho puramente sensorial ha eliminado durante largo tiempo una dimensión afectiva que no podía explicar. Los estudios contemporáneos, como la fecunda teoría de Melzack y Wall, hacen justicia a la complejidad del fenómeno doloroso2. Numerosas estaciones intermedias separan el centro de irradiación del dolor que se siente. Dichos filtros acentúan o disminuyen su intensidad. El camino del dolor se sirve de puertas que lo ralentizan, amortiguan o aceleran su paso. Otras percepciones sensoriales entran en resonancia con él y contribuyen a modelarlo (calor, frío, masaje, etc.). Ciertas condiciones lo inhiben (concentración, relajación, diversión, etc.); otras aceleran su difusión y la acrecientan (miedo, fatiga, contracción, etc.). No hay dolor sin sufrimiento, es decir, sin significado afectivo que traduzca el desplazamiento de un fenómeno fisiológico al centro de la conciencia moral del individuo. Una definición insuficiente sin duda, y cuyo aspecto más débil ha sido cuestionado, es la que dio la International Association for the Study of Pain, la cual definió el dolor como «una sensación desagradable y una experiencia emocional de respuesta a una espera real o potencial, o descrita en estos términos»3. Una información dolorosa (sensory pain) implica una percepción personal (suffering pain)4. Todo dolor comporta un padecimiento moral, un cuestionamiento de las relaciones entre el hombre y el mundo. La lobotomía elimina el componente afectivo del dolor, pues convierte a este último en representación. El individuo experimenta el fantasma sensorial, pero ya no siente el desgarramiento. Otros estudios que se sirven de la hipnosis como analgésico, en situación experimental con sujetos sometidos a penosas estimulaciones, demuestran que la sensación de dolor es percibida por el individuo, pero desconectada, como si la sensory pain se liberara de la suffering pain. El dolor que sentimos no es, entonces, un simple flujo sensorial, sino una percepción que en principio plantea la pregunta de la relación entre el mundo del individuo y la experiencia acumulada en relación con él. No escapa a la condición antropológica de las otras percepciones. Es simultáneamente sopesada y evaluada, integrada en términos de significación y de valor. Va más allá de lo puramente fisiológico: da cuenta de lo simbólico.

El dolor es una manifestación ambigua de defensa del organismo. La existencia humana sería terriblemente vulnerable si se la privara de la capacidad de padecerlo, ya que fuerza al aprendizaje lúcido y esforzado de peligros que amenazan la integridad física. Las personas que nacen sin esta facultad atestiguan su necesidad: heridos graves no son capaces de percibir nada, se muerden la boca o la lengua sin saberlo, se atraviesan la mejilla con un bolígrafo o se rompen un diente sin dejar de masticar, se queman, se desuellan sin sentirlo, se fracturan un miembro y se esfuerzan en levantarse. La insensibilidad congénita al dolor es una enfermedad que expone al individuo a todos los peligros que acechan en el medio en que vive: desde un dedo pillado en una puerta hasta la absorción de un líquido ardiente, desde una caída de graves consecuencias hasta la ausencia de toda reacción frente a una patología visceral, etc. Por añadidura, impide al individuo adoptar las posiciones antálgicas que preservan los miembros o los tejidos dañados5. Uno de los síntomas de la lepra es precisamente la insensibilidad al dolor. La pérdida de las extremidades de los miembros que afecta a los leprosos es una consecuencia de la enfermedad, no una de sus etapas obligadas. Incapaces de sentir el signo doloroso que señala la alteración de tejidos, los aquejados se hieren con crueldad sin darse cuenta, lastiman sus tejidos con total indiferencia. En algunos países del Tercer Mundo, las ratas devoran su carne durante la noche sin que ellos se despierten ni puedan defenderse6. Para protegerse de las mutilaciones, los leprosos se mantienen vigilantes en todo momento, con el objeto de controlar por sí mismos las incidencias que les rodean. La vista o el oído sustituyen el sentido interno del dolor, cuya función de protección resulta fallida.

En la constitución de un mundo humano, es decir, un mundo de significados y valores accesibles a la acción de las personas, el dolor es sin duda un elemento fundamental. El hombre se encuentra atado de pies y manos cuando está desprovisto de él, a merced de un medio cuya habitabilidad le resultará exigua. El dolor lo protege de las incontables amenazas que pesan sobre su condición, opera como protector del organismo por la retracción inmediata que suscita, la huella que deja en la memoria, y que conduce a obrar de manera más lúcida. Es vector de la educación del niño que sanciona enseguida toda acción inapropiada por su parte, enseña la prudencia necesaria que compensa la fragilidad original de la condición humana.

Si el dolor es un estado molesto, también es una defensa apreciable contra la inexorable hostilidad del mundo. Sin embargo, no es posible agotar su definición en la comodidad de una función defensiva pura. Es más desconcertante y no se explica con ninguna fórmula simple. Si es una brújula que indica la aparición de una enfermedad por curar, acusa ciertos desarreglos que exigen desconfianza, puesto que a veces indica unas confusas direcciones donde el hombre tiene todas las posibilidades de extraviarse, ya que omite señalarle peligrosos cambios de rumbo. Curiosa brújula que obedece a diversos polos y enturbia la inteligencia, en la misma medida que ayuda: ilumina en el dedo quemado o el miembro fantasma del mutilado, y calla en el desarrollo de un cáncer fatal a corto plazo. Pero el hombre no es una máquina, ni el dolor un mecanismo: entre este como herramienta virtual de protección y el primero, existe la ambivalencia y la complejidad de la relación que une al hombre con el mundo.

En la misma medida en que el dolor no es una sensación sino una percepción individual, es decir, un significado, la interpretación finalista de este como «sentido defensivo» resulta candorosa e insuficiente. M. Pradines ha visto en él «el complejo formado por la unión de una aversión motriz, de orden acaso reflejo (ya que sobrevive incluso a la abolición de la conciencia, y hasta a la ablación del córtex) y de un estado afectivo inefablemente consciente, que parece injertado en la intimidad del primero»7. He aquí en qué se distingue el dolor de un simple mensaje sensorial excesivo, ataca al hombre en su identidad y a veces lo quiebra; parece un «sentido defensivo» útil, pero en la misma medida, contumaz, bloqueado y mutilador, con frecuencia acaba por transformarse en la enfermedad que hay que tratar. La conciencia dolorosa es el suplemento que elimina la tentación de otorgar al dolor un mero estatuto de defensa fisiológica. Durante toda su carrera de «cirujano del dolor», René Leriche ha combatido la dudosa legitimidad del dolor como una oportuna advertencia. «Para los médicos que viven en contacto con los enfermos –escribió–, el dolor no es más que un síntoma contingente, molesto, ruidoso, penoso, a menudo difícil de suprimir, pero que habitualmente no tiene gran valor, ni para el diagnóstico ni para el pronóstico. El número de enfermedades que revela es ínfimo, y con frecuencia, cuando las acompaña, no hace más que confundirnos. Por el contrario, en algunos estados crónicos parece que la enfermedad no existiría si no fuera por él»8. El dolor es una manifestación caprichosa que prosigue su camino torturando la existencia sin revelar nada apropiado para mejorar el estado del paciente, como por ejemplo en las neuralgias de trigémino, donde los dolores afectan a los miembros fantasmas. «¿Reacciones de defensa? ¿Advertencias felices? –se pregunta René Leriche–. Pero de hecho, la mayoría de las enfermedades más graves se instalan en nosotros sin previo aviso... cuando llega el dolor, ya es demasiado tarde. El desenlace, ya en potencia, es inminente. El dolor no ha hecho otra cosa que volver más penosa y triste una situación desde hace tiempo perdida. ¿Reacción de defensa? ¿Pero contra qué?, ¿Contra quién? ¿Contra el cáncer que por lo general solo duele cuando mata? ¿Contra la tuberculosis que casi nunca hace sufrir antes de la agonía? ¿Contra las cardiopatías que siempre avanzan en silencio? Es necesario, pues, abandonar la falsa idea del dolor benefactor. En realidad, el dolor es siempre un regalo siniestro que disminuye al hombre, que lo acerca más a la enfermedad que si no se manifestara»9.

En algunos casos, el dolor que señala la afección la prolonga también hasta el infinito y acaba siendo su propio fin: se transforma en enfermedad. Mantiene con el ser humano una relación ambivalente, que debe investigarse con paciencia, multiplicando los exámenes clínicos, y sobre todo las competencias susceptibles de descifrarlo y aliviarlo. No obstante, el dolor suele escabullirse implicando a la totalidad del ser. Como la muerte, el dolor es el destino común, nadie puede pretender escapar a él. No olvida a nadie y llama al orden de muy diversas maneras en el transcurso de la existencia, a pesar de la voluntad humana.

El hombre no huye siempre del dolor, aunque la modernidad vea en él un arcaísmo que la medicina debería erradicar sin demora. Existen usos sociales del dolor, este es de hecho un instrumento susceptible de diversos empleos. A través de la ofrenda del dolor, por ejemplo, el cristiano de otros tiempos se esforzaba en pagar la deuda contraída en ocasión del sacrificio de Jesucristo. Todo sufrimiento consentido se transforma entonces en una prueba de amor, un signo de devoción. La relación con el dolor ha cambiado, ciertamente, y la Iglesia hoy en día ve en el sufrimiento de Cristo más bien una demostración de amor hacia la humanidad. El camino de la cruz ya no se impone al fiel. La necesidad imperiosa de padecer para existir subsiste en algunos individuos, fuera de toda visión religiosa del mundo. Son hombres que llevan una vida amarga que pasa del dolor a la enfermedad, de los fracasos a las decepciones. También en estos casos se paga una deuda con el dolor sufrido que permite la continuación de la existencia. Curar a esos enfermos que parecen nacidos bajo una mala estrella (o más bien que se encuentran permanentemente bajo su influencia) no es el mejor servicio que se les puede hacer, si no se aclaran de una manera u otra acerca de la lógica inconsciente de su conducta. Otros usos del dolor son clásicos, y se alimentan de la disparidad de fuerzas entre los individuos: la corrección, el castigo corporal, la tortura, el suplicio, etc. Son las vías privilegiadas de una cierta «trivialidad del mal» que opera en la condición humana. El arte de hacer sufrir al otro para obligarlo, humillarlo o destruirlo es inagotable en sus realizaciones. El dolor infligido es el objeto de preferencia, hasta el arquetipo del ansia de poder sobre el otro. A la inversa, el dolor es igualmente útil para inscribir en la carne la memoria de una filiación y una fidelidad a la comunidad, como bien saben los iniciados de las sociedades tradicionales. En este caso, el dolor acompaña el cambio de estatuto del joven, la perfección social de su cuerpo y de su identidad, que traducen las marcas físicas infligidas. Los ritos de tránsito implican a menudo una prueba dolorosa que da fe de la determinación y la fuerza del carácter.

El dolor es una punción de lo sacro, porque arranca al hombre de sí mismo y lo enfrenta a sus límites, pero se trata de una forma caprichosa, que hiere con inaudita crueldad. Sin embargo, si permanece bajo el control moral o si es superado, ensancha la mirada del hombre, le recuerda el precio de la existencia, el sabor del instante que pasa. Todo depende del significado que el hombre le confiera. Si suprime el gusto de vivir cuando golpea, opera el efecto contrario en cuanto se aleja. Es una llamada al fervor de existir, un memento mori que devuelve al ser humano a lo esencial.

Para el imaginario del Siglo de las Luces, relevado por el del Progreso, la lucha contra el sufrimiento, entendida en su sentido más amplio, es como una clave privilegiada. ¿Cómo entender la coexistencia del Progreso con la desgracia individual y el persistente dolor de los enfermos y los heridos? En La montaña mágica, el humanista Settembrini explica a Hans Castorp su pertenencia a una «Liga para la Organización del Progreso», que «abarca todas las posibilidades presentes de perfeccionamiento del organismo humano» y se propone como tarea preparar el «bienestar de la humanidad, en otras palabras: combatir y eliminar el sufrimiento humano». Para llevar a cabo este insigne proyecto se recurre a la sociología. La Liga se consagra, en primer lugar, al inventario de los males de este mundo, para lo cual es necesaria la reelaboración de una «sociología del sufrimiento». «En una veintena de volúmenes de formato de diccionario enumerará y estudiará todos los casos de sufrimiento humano que puedan imaginarse, desde los más personales e íntimos hasta los males que derivan de hostilidades entre clases y desacuerdos internacionales»10.

La lucha contra el sufrimiento, y también contra el dolor, que sin duda es su manifestación más notable, se encuentra en el corazón de la ideología del Progreso. En la segunda parte del siglo XIX, ciertamente, se aliviaron buena parte de los males de los hombres con la difusión de la anestesia. Asimismo ocurre en la actualidad, con la generalización del empleo de los analgésicos en la vida cotidiana. No obstante, al mismo tiempo, el dolor crónico se ha convertido en uno de los problemas cruciales de la medicina moderna. El dolor perdura, no ha sido «vencido», cientos de millones de occidentales (¿cuántos en el mundo?) continúan sufriendo las consecuencias de una medicina en perpetua búsqueda de la molécula milagrosa, pero que con frecuencia olvida al propio hombre sufriente. La «sociología del sufrimiento» que sugería Thomas Mann está más que nunca en el orden del día, incluso de vez en cuando tenemos la impresión de que amplía su campo de influencia. Y tratándose del dolor, las diferentes prácticas médicas no dejan de ser solicitadas, movilizadas, testigos de la afluencia de las demandas de alivio. Ni el dolor ni la muerte se dejan disolver en los imaginarios dones técnicos o científicos. Y todo médico sabe, por experiencia, los tanteos de rigor, que se imponen, antes de conseguir un tratamiento eficaz para un enfermo en pleno sufrimiento.

El dolor es la primera razón de consulta médica, el signo que nunca engaña a nadie acerca de la necesidad de un alivio. Y la primera tarea del profesional consiste en curar sus causas, en darle un sentido antes de reducirlo al silencio. Hablar del dolor es una inequívoca invitación a que lo trate la medicina, y tanto el destino del uno como de la otra deben unirse bajo los auspicios del enfermo. No obstante, aunque la práctica médica se evoca a menudo en estas páginas, la perspectiva adoptada incide sobre todo en el hombre sufriente. Nuestro propósito consiste en abordar el dolor desde un punto de vista antropológico, así como analizar la relación del hombre con su dolor, mientras nos preguntamos de qué modo la trama social y cultural que lo impregna influye en las conductas y los valores. Pero sin olvidar por ello que si el hombre es una consecuencia de estas condiciones sociales y culturales, también es el infatigable creador de significados con los cuales vive. Ninguna fórmula definitiva podría abarcar la relación íntima del hombre con su dolor, puesto que de hecho todo dolor remite a un sufrimiento, y por tanto a un significado y a una intensidad propia del individuo en su singularidad.

La presente obra constituye un nuevo capítulo de la antropología del cuerpo, cuya paciente y esforzada elaboración nos hemos propuesto. En Anthropologie du corps et modernité (1990)11 establecimos los hitos de una investigación, gracias a cierto número de herramientas del pensamiento que permiten aplicar al mundo contemporáneo una concepción antropológica, tomando el cuerpo como objeto de análisis privilegiado. En Des visages: essai d’anthropologie (1992)12, a propósito del significado humano del rostro, o en La Chair à vif (1993)13, en relación con los usos médicos del cuerpo humano, empleamos idéntico enfoque antropológico y comenzamos a utilizar dichas herramientas. La lectura simbólica social, que convierte al cuerpo en un universo de significados y valores, estaba en el centro de esas investigaciones. En tales obras intentamos demostrar cómo el enfoque antropológico ilumina la práctica de la medicina, haciendo surgir lo que suele despreciarse en el proceso terapéutico: la dimensión del sentido y de los valores que afectan la relación del hombre con su cuerpo, o con su enfermedad. Tras los pasos de G. Simmel o de M. Mauss, nuestro propósito es demostrar que el cuerpo es un objeto propicio y fértil para un análisis sociológico y antropológico; no un objeto acerca del cual podrían decirse dos o tres cosas dejando lo esencial a la iniciativa de la biología o de la medicina, sino una encrucijada de significados sociales y culturales que nos conduce a las entrañas de las sociedades humanas y del anthropos. Aquí se trata de aprehender la construcción social y cultural del dolor, es decir, sumergirnos en lo más íntimo del hombre que sufre, para intentar comprender cómo este se maneja con un hecho biológico para apropiárselo en sus modos de conducirlo, y cuál es el significado que le otorga.