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© 2012

Juan Villoro

© 2016

Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

 

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Primera edición en Editorial Almadía S.C.: febrero de 2012

Primera reimpresión: julio de 2013

Segunda reimpresión: junio de 2015

Primera edición en Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.: agosto de 2016

Primera reimpresión: marzo de 2018

ISBN: 978-607-8486-06-9

eISBN: 978-607-8667-31-4

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Impreso y hecho en México.

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JUAN VILLORO

¿HAY VIDA EN LA TIERRA?

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A René Delgado

ÍNDICE

CIEN HISTORIAS

“¿AQUÍ VENDEN LUPAS?”

UN ARTÍCULO DE FE

LAS MOLESTIAS DE DESCANSAR

INVITACIÓN A LLEGAR TARDE

EN DEFENSA DE LA TOS

CONTROL REMOTO

ANÍBAL

EL HOMBRE QUE SE REPROBÓ A SÍ MISMO

ASTENIA PRIMAVERAL

LAS DOS VERSIONES DE OÉ

LA SEGUNDA TORTUGA

EN LA LUNA

EL ESCRITOR FANTASMA Y SU TESTIGO

BATALLAS PERDIDAS CON EL FRÍO

GALLETAS CHINAS

“AQUÍ ES TEXCOCO

PROSA DE BAJA TENSIÓN

LA MEXICANA ALEGRÍA

LA NOSTALGIA DE TENER PIES

EL PASO 8

DIOS EN LA PUERTA

AMIGOS ESTADÍSTICOS

AMOR CELULAR

REMEDIO VIRTUAL PARA LA VIDA ÍNTIMA

POR ANTONOMASIA

BELLEZA ERRÓNEA

“¿POR QUÉ SOY BORGES?”

BUENAS RAZONES

UN SUEÑO BUROCRÁTICO

ALGO SOBRE MI MADRE

UNA LLAMADA PARA MARIBEL

CHICAGO

MI CITA CON FRANK

“¡A MÍ QUE ME CLONEN!”

LA PIERNA CORTA

CORRESPONDENCIAS

“¡TE VAS SIN DESPEDIRTE!”

DESNUDOS Y LUJURIOSOS

EL BAILARÍN SECRETO

AL DIABLO NO SE LE COBRA

EL METRÓNOMO

EL PRESTAMISTA

EL REPETIDOR

EL TELÉFONO ES MUY FRÍO

EL VAGÓN SILENCIOSO

ZAPATOS NUEVOS

GENTE PARA TODO

HAMBRE DE ARCHIVO

HIJOS QUE USAN DESODORANTE

HUESO DE LA SUERTE

LA NUEZ DE CASTILLA

NO HAY QUE SER

IBID RENDÓN

LA IDENTIDAD EN FUERA DE LUGAR

TEMPORADA DE PONCHE

EL HOMBRE DE LOS LAVABOS

ILUSOS SIN FRONTERAS

INSPECTOR CARCOMA

EL MEJOR FIN DEL MUNDO

LA ALBANESA

INESTABILIDAD DE LA MATERIA

LA CRISIS DE LAS MASCOTAS

LA FRASE TRIUNFAL

LA MALETA QUE ESCAPÓ DE FRANCO

LA NIÑA Y EL ÁRBOL

LA OTRA LLAVE

MI VIDA CON ANIMALITOS

LA ZONA DONANTE

LOS QUE HACEN PURÉ

MAGIA IMPURA

INSTRUCCIONES PARA SER SOLEMNE

EN HONOR DEL MOSCO

TURRONES

NACIMIENTO

PARANOIA

PASSWORD

PAVO HUIDO

EL PELUQUERO DEPRIMIDO

UN PROFESIONAL DEL MIEDO

¿DEJO PROPINA?

PROSA AUTOMÁTICA

QUO VADIS, DOMINE?

RESTAURACIÓN

EL ETERNO RETORNO

ROMANCE EN LA INDIA

MISTERIO RUSO

SE ME OLVIDÓ OTRA VEZ

SIMPSON, DF

TERRORISMO TELEFÓNICO

UN NUEVO TRAJE REGIONAL

AMIGOS FEUDALES

UNA SENCILLA TRANSACCIÓN

UTILIDAD DEL PARAGUAS

DON DE LENGUAS

TEORÍA DEL TROFEO

¿HAY VIDA EN LA TIERRA?

NO LLEGAR A LA META

LA DESPEDIDA COMO POEMA ÉPICO

LA REALIDAD COMO ENIGMA

LOS PRESENTES

CIEN HISTORIAS

En forma ejemplar, Jorge Ibargüengoitia escribió en el Excélsior dirigido por Julio Scherer García de temas tan personales como su teoría del claxon o las vacaciones de su sirvienta Eudoxia. Aunque dos veces por semana demostraba que los misterios de la vida diaria pueden ser tema periodístico, se mantuvo en nuestra tradición como un caso excepcional.

Me gusta pensar que este libro sigue su estela. No he querido construir cuentos sino buscarlos en la vida que pasa como un rumor de fondo, un sobrante de la experiencia que no siempre se advierte.

¿Hay vida en la Tierra? es resultado de un largo proceso. Empecé a mezclar realidades con la mirada del fabulador en la columna “Autopista” de La Jornada Semanal, de 1995 a 1998. Luego vinieron “Domingo breve”, columna publicada en ese mismo suplemento, de marzo de 1998 a diciembre de 1999; “Días robados”, publicada en Letras Libres, de 2001 a 2004, y mis colaboraciones para el periódico Reforma, de octubre de 2004 a la fecha. Ese trabajo sirvió de borrador a las historias de este libro.

Cuando escribí mi segundo editorial para Reforma, bajo el título, poco noticioso, de “La nariz expresiva”, Carlos Monsiváis me dijo con su habitual afecto admonitorio: “No puedes seguir así”. Me explicó que si me desmarcaba demasiado de lo Importante, no tendría oportunidad de ejercer lo Caprichoso. Seguí su consejo y de cuando en cuando me ocupé de alguna noticia.

El costumbrismo ha caído en desuso en la literatura. Para contemplar hábitos hay que encender Discovery Channel. La etología informa de la reiterada conducta animal. En cambio, la narración requiere del suceso único, irrepetible, que sin embargo define a una persona, un grupo o incluso una sociedad. ¿Hay vida en la Tierra? retrata cambios de conducta, los momentos –a veces críticos, a veces inadvertidos– en los que algo se comienza a hacer de otra manera; las rarezas que al generalizarse definen una época.

El libro reúne artículos, o articuentos, como Juan José Millás llama a los aguafuertes periodísticos donde explora la fantasía de los hechos que aspiran a la condición de relatos accidentales. Fueron escritos entre otros que de manera más convencional justificaron mi papel de editorialista. En ocasiones, las fechas de escritura pueden reconocerse por algún suceso noticioso o por las cambiantes edades de mi hija Inés, nacida en el canónico año 2000. La mayoría de las veces, los relatos se mueven en una zona utópica: un presente suspendido.

En Traiciones de la memoria, Héctor Abad Faciolince describe a un verdulero de Mendoza, Argentina, afecto a las frases sugerentes. Hombre sabio y muy dedicado a los tomates, explica así su negativa a hacer ventas a domicilio: “Yo vivo de sus tentaciones, no de sus necesidades”.

La frase se puede aplicar a la prensa, donde unos viven de la tentación y otros de la necesidad. Los diarios necesitan información (la agenda del presidente, la catástrofe de turno, los goles del domingo, el estado del clima), pero también ofrecen textos de antojo que son lo contrario a una exclusiva: encandilan con algo que podríamos ignorar. No se basan en la información sino en su manejo hedonista.

Julio Camba, Roberto Arlt, Álvaro Cunqueiro, Ramón Gómez de la Serna, Josep Pla, Eça de Queiroz y Jorge Ibargüengoitia perfeccionaron el difícil arte de vender lechugas por su aspecto. Sus artículos son casos de tentación artística.

En tiempos de comida congelada y activos mensajeros en motocicleta, las necesidades se satisfacen más y mejor que los caprichos. Los periodistas de tentación no siempre encuentran espacio para ofrecer los duraznos que frotan con esmero en sus solapas. Y pese a todo, no han dejado de demostrar una paradoja: también la tentación es necesaria. A fin de cuentas nada es tan humano como sucumbir a una debilidad. En El abanico de Lady Windermere, Oscar Wilde resume el tema: “Puedo resistirlo todo, salvo la tentación”.

Ciertas debilidades degradan, otras enaltecen, otras más son tan comunes que ni se notan. El gran desafío del periodismo de tentación consiste en mejorar las debilidades de los lectores.

¿Hay vida en la Tierra? reúne cien relatos de lo real. He cambiado algunos nombres y situaciones, pero en esencia todo proviene del entorno. La veracidad de los textos no importa en un sentido social o político, sino como el retrato íntimo de lo que ocurre. En una época de simulacros, marcada por la televisión, el universo digital y otros filtros, de pronto algo es misteriosamente real.

Cien historias de costumbres, un tiempo detenido: la forma en que vivimos por ahora.

Ciudad de México, a 31 de julio de 2011.

“¿AQUÍ VENDEN LUPAS?”

Sin caer en un determinismo que sólo beneficia a las agencias de viajes, considero que el mexicano prefiere ser turista que emigrante. Aunque nos quejemos de lacras que vienen desde que Tezcatlipoca paseaba por los desiertos con su espejo humeante, rara vez pensamos en irnos para siempre. José María Pérez Gay atrapó este dilema del exilio voluntario en el título de una novela: La difícil costumbre de estar lejos.

Después de vivir tres años en Barcelona, amigos que no dejarían México ni para casarse con Nicole Kidman, me ven como si no hubiera pasado el antidoping. ¿Qué clase de toxina me hizo regresar? La pregunta se produce en las comidas a la hora del flan, ya agotados los temas obvios y antes de que surjan los vibrantes chismes de sobremesa.

La gastrosofía no ha estudiado lo suficiente esa zona blanda del trato social, la pausa en la que alguien debe justificar por qué está en la mesa. De poco sirve decir que la vida en México permite los placeres complementarios de quejarse del país y tener ganas ir al extranjero. En Barcelona pierdes la ilusión de irte a Barcelona. El argumento suele ser enfrentado por unas cejas que significan: “¿Fracasaste, verdad?” Si la medida del éxito es el tiempo de emigración, hay que reconocer que toda vuelta equivale a una derrota.

En las reuniones de evaluación de la vida nacional, llega el momento de piedad –última cucharada del flan– en que los amigos se critican para que veas lo absurdo que significa volver a estar con ellos. Esto te divierte “a la mexicana” (el despropósito resulta chistoso, la ofensa amable, la irresponsabilidad original, el doble sentido venturosamente indescifrable). Vuelves a tu casa y descubres que también el insomnio tiene su hora del flan: “¿Para qué volví?”

Por ventura, el destino se expresa en forma narrativa y produce historias que cifran las virtudes del regreso. Pasé mis primeros días en el DF en casa de mi madre. Cada tanto tiempo, alguien llamaba a la puerta y preguntaba: “¿Aquí venden lupas?” Me sorprendió lo repetido de la confusión hasta que mi madre dijo: “Ya se te olvidó que México es raro”. Durante tres años ejemplares, ella guardó nuestros muebles en su sala, de modo que la conversación transcurría en un escenario que semejaba un bazar otomano. Sí, México se veía raro.

Un par de días después llevé a mi hija a alimentar a las ardillas de los Viveros de Coyoacán y logré una torpeza que sólo puedo calificar de “muy intelectual”: me metí un trozo de cáscara de cacahuate en el ojo.

Mi madre me encontró intentando un lavado salvaje. “No te preocupes”, la estupenda frase que repite desde hace casi medio siglo fue seguida de otra sorprendente: “Una oftalmóloga amiga mía está en la salchichonería de al lado”. Mi madre le pidió a Eufemia que sustituyera a la doctora en la fila para el jamón de pavo y de paso comprara salchichón primavera. Eufemia ha logrado que tres décadas de nuestra familia orbiten en torno a su lealtad y las recetas que trajo de Oaxaca.

A pesar de que mi madre aportó su linterna de explorador, faltaba instrumental para una revisión en regla. La oftalmóloga no veía bien. Fue el momento de la epifanía: “Tengo una lupa”, dijo mi madre. Se dirigió a uno de los bultos de la sala, descorrió una alfombra y pudimos ver el brillo incierto de cientos de lentes. “También tengo telescopios”, agregó. Fui revisado con un pequeño telescopio coreano. La amiga de mi madre intervino con la pericia de los grandes médicos: sólo me tocó una vez, cuando la presa estuvo a su alcance, y se negó a cobrar. El alivio sólo fue superado por el asombro de que una partícula tan pequeña provocara tantas cosas. A los pocos minutos otra vecina, dueña extraoficial de El Negro, perro semicallejero que alimenta mi madre, llamaba a la puerta para ver cómo seguía mi ojo.

El trozo de cáscara obligó a mi madre a hablar de sus lupas. Sí, tenía un pequeño negocio. ¿Por qué lo mantenía en secreto? Hay temas de los que se habla en familia y temas de los que sólo se habla cambiando de familia. Según supe ese día, uno de ellos es el comercio de lupas. No insistí. Después de todo, mis cajas y mis muebles otorgaban normalidad en la sala al bulto de las lupas y los telescopios. Le pregunté a mi madre si podía contar la anécdota. Le pareció la forma perfecta del secreto: “¡Si nadie te cree!”

Nada me pareció más lógico ni más satisfactorio que estar ahí. ¿En qué otro sitio me hubieran auxiliado de ese modo? Minutos después llamaron a la puerta. Dos mujeres de rebozo querían lupas. Recordé que las veces anteriores en que abrí la puerta y me preguntaron por lupas, también había visto a gente difícil de asociar con ese instrumental. No parecían joyeros, ni filatelistas, ni detectives de gabardina. Se trataba de señoras que pedían telescopios como podían pedir cilantro. ¿Una nueva costumbre popular llevaba a indagar el mundo en proximidad extrema? “¿Qué hacen con las lupas?”, le pregunté a mi madre. “Supongo que ven cosas”, me dijo: “Los ojos se usan para eso, ¿sabías?” Sentí un dolorcito en el sitio donde estuvo la cáscara de cacahuate: no estaba autorizado a contradecirla.

Por la tarde vi a mi madre hacer cuentas con Eufemia. Se acercaban mucho al papel para ver las cifras. Les pregunté por qué no usaban una lupa. “Nosotras vendemos lupas”, dijo mi madre en tono de obviedad. Me quedé ahí como ante un lente de aumento que hacía que la normalidad fuera maravillosamente indescifrable.

Había regresado.

UN ARTÍCULO DE FE

Al subir a un avión sonreímos sin saber muy bien por qué. La posibilidad de tentar al destino hace que seamos más supersticiosos que racionales: no sonreímos por dicha, sino como un conjuro contra la adversidad.

Pensé esto al tomar un avión de hélice de Zacatecas a la ciudad de México.

En la fila para documentar me había llamado la atención un hombre con el pelo a rape, camiseta de basquetbolista y botas de una piel que no supe reconocer, una piel de reptil con crestas diminutas. En su brazo, un Cristo tatuado lloraba lágrimas azules. Tres cadenas de oro le pendían del pecho y dos celulares del cinturón de pita. Lo escuché hablar en buen inglés por uno de sus teléfonos. Luego sonó el otro y habló en susurros. Su equipaje era una bolsa verde, como las que usan los soldados norteamericanos. Parecía un ranchero que hizo negocios al otro lado de la frontera y empacó de prisa. Iba acompañado por su mujer y un hijo pequeño, que tenía en los brazos calcomanías que semejaban tatuajes.

Antes de documentar, me encontré a un conocido y sobrevino uno de esos diálogos de esmerada cortesía que los mexicanos sostenemos con personas que no volveremos a ver. La mujer me vio con curiosidad.

Aunque éramos pocos pasajeros, la azafata nos dijo que debíamos respetar los asientos asignados para mantener el equilibrio de la nave. Me tocó el 12D, en la última fila, donde el respaldo no puede reclinarse. A mi lado se sentó la mujer del hombre de los collares de oro.

He oído a conocedores encomiar los aviones de hélice, que pueden planear en caso necesario. Para el viajero común, la cabina estrecha, su tendencia a surfear en las corrientes de aire, y el hecho de que las aspas pertenezcan a una tecnología anterior, sugieren un ambiente algo precario.

Me persigné y abrí una novela para evadirme.

Después de una bolsa de aire, la mujer de al lado preguntó:

–¿Puedo hablar con usted?

Me quité los lentes para escuchar, como si lo hiciera por los ojos. La siguiente pregunta me tomó por sorpresa:

–¿Usted cree que un enemigo puede perdonar? –sus ojos me vieron con preocupación.

A diferencia de su marido, ella vestía con sencillez: pantalones de mezclilla, sandalias, camisa a cuadros.

–¿A qué se refiere? –le pregunté.

Enrolló con nerviosismo su pase de abordar en el dedo índice y me contó que su marido tenía que respetar un acuerdo hecho por sus jefes. “Hay gente a la que no le gusta lo que uno hace, gente que se mete con uno”, dijo de manera enigmática.

Desvié la vista al hombre que dormía plácidamente. “Él es leal”, la mujer hacía pausas para encontrar las palabras correctas: “Siempre ha trabajado para la misma gente. Ahora le dijeron que ya no podía trabajar así. Tuvo que aclarar cosas con otro grupo, gente que no lo quiere. Hizo cosas que no le gustaban a esos señores”. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas: “Sus jefes lo mandaron a verlos”.

–¿Y qué pasó? –pregunté.

–Le dieron una chanza.

Yo acababa de leer en Proceso un escalofriante reportaje de Ricardo Ravelo sobre el narcopacto entre los cárteles del Golfo y de Sinaloa. De acuerdo con esa información, entre mayo y junio de 2007 las bandas habían celebrado siete encuentros para negociar una tregua. Las ejecuciones perjudicaban su negocio. El pacto tenía una cláusula para tratar a los traidores: “El grupo agraviado decidirá qué hacer con ellos: si los castiga o los ejecuta”.

–¿Un enemigo puede perdonar? –la mujer repitió su pregunta.

El atuendo de su marido y la fuerza magnética del reportaje de Ravelo me hicieron pensar en una trama del narcotráfico. ¿Qué hacer en una situación donde se mezclan el miedo, el dolor de una mujer, la imposibilidad de entender, el inesperado contacto con datos oprobiosos?

El hombre dormía, como si cayera dentro de sí mismo. ¿El peligro representaba para él algo elemental? ¿Estaba tan extenuado que al fin su organismo se rendía?

¿Hasta qué punto yo quería interpretar de más? Tal vez las noticias de los últimos meses habían activado mi paranoia y me llevaban a buscar coincidencias donde no las había. Tal vez los problemas del hombre se referían a dos grupos de rancheros y no perdería otra cosa que su empleo. ¿Acaso un ranchero no se harta y se deprime y desea cambiar de aires?

Vi el pase de abordar con el que había jugueteado la mujer: su lugar era el 10D. No había sido asignada a la fila 12 ni estaba por comodidad en ese espacio donde los asientos no se reclinan. Aunque nos prohibieron cambiar de sitio, ella se había trasladado, en pos de una respuesta.

–Un enemigo puede perdonar –le dije.

Entonces ocurrió lo más raro del viaje:

–Gracias, padre –contestó.

Yo era tan exótico para ella como su marido para mí. Reparé en mi atuendo y mi conducta: iba vestido enteramente de negro y el cuello blanco me asomaba como un collarín, llevaba en las manos El día de todas las almas de Cees Nooteboom (ella no tenía por qué saber que se trataba de una novela), me persigné durante el despegue y en la cola para documentar hablé con un conocido en un tono que –ahora me daba cuenta– era bastante sacerdotal. Dos realidades ilusorias se cruzaban en el vuelo. Yo le atribuía a su marido un drama de sangre y ella me atribuía una espiritualidad difusa. Pero su angustia era genuina. Hubiera sido terrible revelarle a esas alturas (nunca fue más lógica la frase) que mi verdadero oficio me lleva a escuchar sin sacramento de por medio.

La mujer necesitaba creer en la palabra empeñada por un adversario y en la respuesta de un extraño en la realidad suspendida del avión. Por la ventanilla, se veía la tierra a la que bajaríamos pronto, donde la gente se entendía tan poco como los pasajeros de los asientos 12C y 12D. Pensaba en esto cuando la mujer sonrió y me mostró su pase de abordar, confesando que había cambiado de sitio:

–Hace demasiado que no hablaba con un padre –me vio con una confianza inmerecida.

Me había regalado un artículo de fe.

LAS MOLESTIAS DE DESCANSAR

El hombre contemporáneo convive en forma extraña con sus objetos. Aunque muchos de ellos sean inútiles, los conserva por una vaga presión moral. Hablo por mí, desde luego, pero no creo ser el único que se relaciona con los aparatos como si los hubiera adoptado.

Durante años tuve un tostador de pan que pasaba de la insuficiencia al exceso: sólo servía para broncear o cremar rebanadas. Eso resulta insignificante en comparación con el asunto que deseo contar ahora, animado por la franqueza que da la desesperación.

Hace unos días, el noticiero más visto de México dedicó un segmento a los problemas que suscita dormir en pareja. Se habló en detalle de ronquidos, patadas traidoras, jaloneos de sábanas. Me pregunté qué pensaría un extranjero de la idiosincrasia nacional ante ese despliegue de desórdenes hasta que caí en la cuenta de que formo parte de los millones de paisanos que no encuentran el modo de dormir. Consigno mi problema como una aleccionadora prueba del hombre dominado por sus cosas: mi crisis no se debe al insomnio sino al colchón.

Tal vez a causa de las responsabilidades impuestas por la cultura judeocristiana, cuando nos sentimos incómodos no le echamos la culpa a la silla sino a nuestra pésima postura. Aunque en los hoteles dormía de maravilla, no me atreví a pensar que el colchón era mi enemigo. Compré una almohada cervical para mitigar mis torceduras y me sometí a una fisioterapia en la que me infiltraron un nervio. Al paso que iba, hubiera llegado a usar un corsé ortopédico e incluso muletas para dormir en ese lecho. El asunto se agravó cuando mi esposa, que hace yoga con mística dedicación, se sintió tan contrahecha como yo.

La noche en que vi el programa sobre los matrimonios que no duermen, soñé con una cama de acero que se sentía comodísima. Al día siguiente fui a la oficina de una editorial que me había invitado a escribir un texto para el catálogo de un pintor. Al salir de ahí descubrí una providencial tienda de colchones. Me atendió un vendedor que comprendía el malestar ajeno: “¿Dónde le duele?”, preguntó como un curandero.

A últimas fechas mi molestia sigue esta trayectoria: comienza en la región lumbar, sube por las vértebras, arruina la nuca, hace un giro sobre el cráneo y se incrusta en una muela. Me pareció humillante confesar que mi colchón era tan malo que provocaba dolor de muelas. Me limité a señalar mi espalda.

El hombre pidió que probara los colchones; puso una música relajante (cantos de ballenas y delfines), tan adecuada que me dormí durante veinte minutos.

En los quince años que habían pasado sin que yo entrara en contacto con las novedades de los colchones, la tecnología había avanzado a niveles casi esotéricos. Me mostraron un ejemplar con hilos de carbono anti estrés y otro con cinco zonas relajantes (esta última estructura era tan orgánica que invitaba a darle masaje). Me decidí por el modelo donde me quedé dormido, no sólo por la prueba empírica de su eficacia, sino porque tenía veinticinco años de garantía, promesa de que seguiré durmiendo en la tercera edad.

Sentí una felicidad injustificada luego de tantos años de sufrir por no buscar remedio, hasta que habló Frank, el más crítico de mis amigos. Él me había recomendado para que escribiera el catálogo. Los editores estuvieron de acuerdo hasta que salieron a tomar un café y me vieron dormido en el escaparate de la tienda de enfrente. Le dije a Frank que nadie puede ser condenado por echar un sueñito, pero mi amigo es implacable: mencionó a cinco personas que admiro mucho. “¿Te imaginas a una de ellas dormida en un aparador?”, preguntó. Tenía razón: ninguno de ellos hubiera sesteado en un espacio público. No se puede confiar en alguien que reposa en una cama de muestra como un afgano de peluche.

Le dieron el trabajo a un colega que es muy productivo porque padece un insomnio estimulante. En cambio, yo sufría las estériles noches en blanco de los que están torcidos. Me pregunté si el buen sueño sería un camino hacia la infertilidad literaria. Por suerte, esta preocupación fue relevada por otra: ¿qué hacer con el antiguo colchón? Hubiera querido donarlo al Museo de la Tortura pero su crueldad carecía de méritos históricos. ¿Lo aceptaría el cartero, como regalo del 12 de noviembre? Una vez más, la casualidad pareció llegar en mi ayuda. Un hombre recorrió la calle donde vivo, empujando una carretela con triques. Dije que le quería mostrar algo. Pasó a la casa, subió a la recámara y encajó dedos expertos en el viejo colchón. En eso sonó el teléfono y bajé a contestar.

Era Frank. Como siempre, tenía una inquietud molesta: “¿Alguna vez le diste la vuelta a tu colchón?” Hice memoria, pensé en los colchones de rayas azules y blancas de mi infancia, en la forma fabulosa en que eran azotados para sacarles el polvo, pero no pude recordar si le había dado la vuelta a mi colchón. “Tal vez así se hubiera arreglado todo: debes compensar la forma en que hundes el colchón”, explicó Frank. Después de todo, el colchón era inocente. La culpa la tenía yo, por causarle desniveles y no darle la vuelta.

No pude seguir hablando con Frank porque mi esposa llegó a decirme: “Hay un hombre durmiendo allá arriba”. Subí al cuarto. El ropavejero roncaba sobre el viejo colchón. Lo desperté y dijo: “Soñé que usted y yo salvábamos al mundo”. Aunque se trataba de algo muy positivo, se sintió avergonzado, pretextó que tenía una cita para recoger cascajo y salió de la casa.

No supe qué hacer con el viejo colchón y lo apoyé en la pared. ¿Habrá un artista que quiera usarlo como un lienzo, al modo de Guillermo Kuitca? Después de todo, un objeto es artístico si carece de otra utilidad que el efecto que provoca, según muestra el “lavabo suave” de Claes Oldenburg.

Debuté en mi nueva cama con un sueño feliz: el cartero llegaba, muy sonriente, a recoger el colchón usado; se lo ponía en la espalda como la roca de un héroe sumerio, y se lo llevaba en su motocicleta. Por desgracia, la dicha suele ser una convincente irrealidad.

Cuando desperté el colchón seguía allí.

INVITACIÓN A LLEGAR TARDE

Tengo la impresión de que a los mexicanos no sólo nos cuesta más trabajo llegar a la democracia sino a todos los lugares. ¿Cómo alcanzar una compleja fase histórica si arribamos de milagro a donde nos invitan? En cualquier viernes de quincena, la casa de nuestro mejor amigo se convierte en el castillo de Kafka, una meta aplazada por el tráfico y la inveterada costumbre de descubrir quehaceres importantísimos cuando nos esperan en otra parte.

Si todos fueran igual de impuntuales, la reunión comenzaría a las once, pero como nunca faltan los obsesivos que estudiaron en el Colegio Alemán o con las madres teresianas, alguien toca el timbre a las nueve:

–¿No ha llegado nadie? ¡Qué pena! ¡Me dijeron “a las nueve” y salí de Satélite a las siete!

El primer comensal planea la visita como una expedición y es el que trae las mejores bebidas. Su puntualidad y sus regalos tienen un aire agraviante: tu mujer no se ha quitado la mascarilla verde y tus vinos son peores. De cualquier forma, finges que es maravilloso tenerlo en casa antes de que estén listas las botanas.

El intruso (faltan una hora y dos cubas para que califique como huésped legítimo) ha caído en la trampa que secretamente anhelaba y que le permitirá fantasear sobre el retraso de los otros y las confusas personalidades que los hacen tan queribles y les impiden llegar a tiempo. Durante una hora, la adelantada o el adelantado (rara vez los ansiosos llegan en pareja) se someterá a lo que mi amigo Jaime llama “la cena del chimpancé”. Mientras la anfitriona se limpia la mascarilla en el baño, el anfitrión hace los honores de la casa, es decir, ofrece un perol con nueces de la India y cacahuates (ya no hay tiempo para las pasas envueltas en jamón serrano que pensabas servir). A continuación, el huésped precipitado se muestra comprensivo con el rezago de los Jiménez, que viven a la vuelta (“vieras cómo estaba el tráfico en Ciudad Satélite”), y entre cacahuate y cacahuate desliza preguntas que en otra situación calificarían como cizaña, pero que ahí obedecen al comprensible hartazgo de aguardar a los demás: “¿Te has fijado cómo está bebiendo Chacho?”, “¿Es cierto que Lucrecia se operó los senos?”

Cuando Chacho llega a la reunión y pide un “güisquicito”, todos lo vemos como si fuera un borracho perdido, y Lucrecia es recibida por el dueño de casa con la cortesía de quien ayuda a quitar un abrigo de visón (las manos sobre los hombros, la mirada atenta a los botones), con la salvedad de que ella no trae abrigo sino un escote que le sienta tan bien como siempre pero que ahora parece sospechoso. Para este momento, el primer invitado ya comió medio kilo de nueces y lo único que desea es volver al lejano Satélite para que la travesía le ayude a digerir su cena de primate.

Pero Julio no ha llegado. Siempre es lo mismo con él. Lleva tres matrimonios sin que nadie lo someta a la puntualidad. Su fantasmal trabajo de asesor del Subsecretario de Llantas y Tuercas le sirve para llegar tarde a todas partes: “No me puedo ir hasta que no se apague la luz de su oficina”. De ese faro ilocalizable depende su arribo con nosotros. Cuando finalmente toca el timbre, a eso de las once, su tercera esposa luce radiante y él se ve fresquísimo. En cambio, el invitado inaugural va por la quinta cuba (lo cual sugiere que su comentario sobre Chacho fue una confesión) y todos padecemos disfunciones estomacales de distinto calibre. Por fin sobreviene el momento de gloria en que la anfitriona pregunta: “¿Pasamos a la mesa?” Al ponerte de pie, descubres que ese mezcal estaba durísimo.

Julio no ha terminado de saludar cuando ya está en la cabecera y muestra un apetito de tigre; es el único que come dos veces del denso pipián que por cuestiones esotéricas se considera amable servir a medianoche. Como desconoce las tenebrosas especulaciones que se hicieron sobre su ausencia, platica de tres temas a la vez, propone brindis repentinos y le lanza piropos a su esposa, que está al otro extremo de la mesa.

De acuerdo con el orden de llegada, la cena brinda un ejemplo de la evolución de las especies: del antropoide gemebundo al calvo elocuente. Julio trae tantas ganas de todo que empezamos a pensar en las causas de su bienestar. El país se va a pique, las calles son dominadas por el hampa, la calvicie lo avejenta, uno de sus hijos tiene labio leporino, ¡y él se sirve otro poco de pipián! ¿Le entrará a la coca? No: eso quita el hambre. ¿La política le sirve de estímulo? Para nada: es vil achichincle de un tecnócrata olvidable. ¿Los cambios de matrimonio le dan una energía salvaje? Menos: paga cinco colegiaturas, dos pensiones alimenticias y un diplomado (su tercera esposa estudia algo carísimo que se llama “Filosofía Suprema”). El triunfo social del último huésped obedece a otra razón. Julio está feliz, como si un alma con mejor destino hubiera transmigrado a su cuerpo, porque supo llegar tarde.

Vivimos en un país donde todo lo que vale la pena se pospone. Mientras no seamos una potencia mundial, hay que actuar conforme a nuestra agenda retardada. La próxima vez que te inviten a cenar, no llegues antes de las once.

EN DEFENSA DE LA TOS

Hace unos siete años regresé a Berlín, donde viví entre 1981 y 1984. El muro había desaparecido y se podía recorrer Unter den Linden sin desembocar en las torretas y las alambradas de la Volkspolizei. Entre los cambios menores, hubo uno singular: la Alemania unificada era una nación dispuesta a toser. Descubrí esto en una sala de conciertos donde cada pausa se llenaba con carraspeos, como si los músicos actuaran en beneficio de un hospital de tísicos.

Estábamos en marzo y los alemanes hablaban del deshielo en el que despiertan los virus que llevan semanas hibernando (y seguramente vienen de Polonia). Con todo, el catarro no impedía que los auditorios se llenaran de jóvenes idénticos a Novalis, veteranos de las dos guerras que escuchaban con los ojos cerrados como si viajaran en un submarino, y ubicuos japoneses.

En otras partes de la ciudad, la gente lucía saludable. La gripe sólo parecía afectar a los melómanos. Al entrar en la sala de conciertos y despojarse de su bufanda y su sombrero verde, el ciudadano común se sentía facultado para toser. No hay duda de que los aficionados de antes controlaban mejor sus bronquios. Tal vez expectorar se ha vuelto un desfogue liberador en un país adicto a la disciplina, equivalente a conducir sin límite de velocidad en las autopistas; o tal vez estemos ante una epidemia psicológica, la hipocondría de un pueblo que se ha procurado demasiadas neumonías sociales. Lo cierto es que al regresar a la Filarmónica después de años de ausencia me hice la pregunta que encabezó un sugerente ensayo de Luis Ignacio Helguera: “¿Por qué tose la gente en los conciertos?”

De acuerdo con Cioran, Alemania tiene dos razones para ser redimida: la música clásica y la metafísica. Ya metidos en consideraciones nacionales conviene recordar que los mexicanos nos envalentonamos en el frío y adquirimos una desmedida confianza en nosotros mismos al usar los guantes que en el extranjero son “de esquiador” y en nuestro país sólo sirven para jalar piñatas. Al ocupar mi asiento, me sentí capaz de disertar sobre la música y los ruidos que la interrumpen. El programa comenzaba con Noche transfigurada. Es sabido que Schoenberg brindó un rico campo de significados para las disquisiciones de Thomas Mann en Doctor Faustus. El ambiente fomentaba mi pedante audacia, pero no llegué ni al primer peldaño de la metafísica porque mi acompañante empezó a toser como si viniera del pabellón de los tuberculosos.

El primer comentario público a esta carraspera llegó en la forma de un redondo dulce amarillo, ofrecido por una vecina de asiento. Pensé que el celofán produciría un ruido aún más atroz. Entonces supe que la tecnología alemana ha logrado el respetuoso milagro de fabricar celofanes insonoros.

Mi acompañante no pudo chupar su caramelo porque se lo tragó entero con el siguiente acceso de tos. Pero en la fila de atrás había un ojo avizor y recibimos otro dulce. Segundos después, un señor de monóculo, situado a unos diez asientos de nosotros, nos hizo llegar una pastilla de aspecto intragable. Aunque no éramos la única fuente de discordia, el auditorio había formado una cadena humana dispuesta a enviarnos caramelos que describían rutas cada vez más largas. De sobra está decir que Schoenberg murió para nosotros. Teníamos tantos dulces como si estuviésemos en una kermés, y cada uno de ellos era una amable muestra de repudio. Decidimos toser en paz en la calle.

Ya afuera, admiré el resistente heroísmo de quienes se aliviaban de sus flemas sin abandonar la sala. Una guerra sorda enfrentaba a los espectadores; la mitad del público arruinaba el concierto a golpe de faringitis y la otra repartía agresivos caramelos.

Las discordias del hombre son mudables y en la era de la tos las provocaciones de la vanguardia adquieren otro significado. La pieza de John Cage en la que un solista se sienta ante un piano durante 4 minutos y 33 segundos sin tocar nota alguna, fue concebida para producir un silencio expectante. Ahora se ha vuelto una composición para 4 minutos y 33 segundos de bronconeumonía. El público contemporáneo quiere toser. Y está en su derecho.

Por eso me llamó tanto la atención que la prensa mundial aplaudiera el gesto punitivo del director Kurt Masur, quien interrumpió su actuación en Nueva York porque la gente tosía durante el largo de la Quinta Sinfonía de Shostakovich. Los más variados gacetilleros celebraron a Masur como a un tenor wagneriano que canta un aria de justicia. Muchos incluso compararon las involuntarias toses neoyorkinas con los teléfonos celulares y los bípers que suenan en las multitudes que en los estadios creen escuchar a los Tres Tenores. Sin embargo, se trata de estruendos muy distintos. El gesto de Masur es el de un tirano sanitario. En un inteligente artículo, publicado en el suplemento El Ángel, de Reforma, Gerardo Kleinburg se refirió a la “intolerancia acústica extrema” que impera en los conciertos: “Es obvio que, al estar exaltada la facultad auditiva, toda perturbación que entre por el mismo sentido es violenta… Sin embargo, nadie ignora que en tiempos no tan remotos las funciones de ópera eran verdaderas pachangas y convites familiares; que todo menos la solemnidad las caracterizaba”.

En el siglo xx, Cage desafió al auditorio a convivir con su propio silencio y demostró que somos una especie ruidosa e insumisa. Como sostiene Kleinburg, perseguir a los acatarrados es tan absurdo como perseguir las impurezas naturales de la música, de los quejidos de Leonard Bernstein en el podio a los gritos de Keith Jarret ante el piano.

En lo que toca a Kurt Masur, la verdad parece ser otra: interrumpió el concierto para toser en su camerino.

CONTROL REMOTO

Desde que la televisión viene acompañada de control remoto, abundan los video psicólogos dispuestos a comparar los catorce centímetros de botoncitos con el pene en erección. Estamos ante un doméstico talismán del orgullo y las inseguridades masculinas. En Poderosa afrodita, Woody Allen le explica a su hijo en qué consiste ser jefe de la casa: “Tu mamá da las órdenes y yo me quedo con el control remoto”.

¿Qué sucedería si el aparato no tuviera forma fálica? ¿Lo codiciaríamos con idéntica pasión? ¿Queremos ser tiranos de las imágenes o simplemente evitar que el competente miembro de silicón caiga en otras manos?

Hoy en día, el rey del hogar es un zombi en pantuflas que cada tantos segundos busca un nuevo canal para evadirse. Cuando alcanza un estado próximo a la catatonia, su mujer interviene en voz baja: “¿Por qué estamos viendo esto?” El tripulante de la mediósfera vuelve en sí y advierte que lleva veinte minutos ante una competencia de perros que esquían sin que eso le produzca, no digamos placer, sino siquiera el deseo de averiguar de qué raza son. Un dedo entrenado en salir de apuros, pulsa el botón correcto. Cambio de canal: unos cuantos segundos de sopa en ebullición, rubias imposibles o goles repetidos. El video adicto continúa su vagancia por el catálogo de la banalidad y comprueba que Bruce Springsteen tuvo razón al cantar: “Cincuenta y siete canales y nada que ver”. Luego, su compañera dice: “¿No le bajas, chatito?”, que es como se dan las buenas noches en la aldea global.

Desde que disponemos del zapping, la televisión se transformó en un videojuego donde seguimos peripecias inconexas. El hilo argumental sólo existe cuando un programa se ve completo, algo cada vez más raro, pues el umbral de atención se ha reducido ante la palpitante sospecha de que lo importante ocurre en el canal donde no estamos y al que llegaremos demasiado tarde. Por otra parte, numerosos programas se estructuran como una sucesión de videoclips para que el impaciente espectador sienta que ve distintos canales. En el mundo donde crece la oveja Dolly, una escena de dos minutos parece tan larga como la entrega de los Óscares. El sentido primordial del zapping es el descarte, la capacidad de sustituir una imagen insulsa por otra insulsa.

Sería aventurado decir que las mujeres son indiferentes al bastón de mando que enciende la tele y apaga a sus maridos. Es cierto que en muchas ocasiones el letargo televisivo resulta preferible a que los hombres expresen con franqueza y entusiasmo las horrendas cosas que tienen que decir. De cualquier modo, su reducción en plastas dudosamente matrimoniales deja bastante que desear. Con sana indiferencia o sincera compasión, las mujeres contemplan la deshumanización del hombre en piyama. Aunque una teórica aguerrida ha propuesto el “control alterno”, que permita a la mujer cambiar desde la otra almohada las decisiones del marido, se antoja que la solución al conflicto no puede pasar por una guerrilla de zapping. Ha llegado la hora de idear una terapia de alto rating que nos reconcilie con nuestros penes primigenios.

Como primer saldo, la lucha contra el telemachismo provocará un necesario síndrome de abstinencia. Ante sus numerosas frustraciones, el hombre moverá los dedos como camarón contra la corriente o frotará sus llaves con furor braille. Despojado del control remoto, buscará cambiarle de canal a la vida. No es un mal principio.

ANÍBAL

En las noches del insoportable verano barcelonés de 2001 el ventilador giraba en tono monocorde, como si confesara su derrota ante el aire detenido. Por algún efecto acústico, de pronto parecía traer palabras, el llanto de una niña, una tos lejana. Resulta asombroso que la percepción pueda entorpecerse al grado de confundir el ruido de las aspas con un quejido que reclama algo.

En ocasiones, los recuerdos llegan como las falsas voces del ventilador: nítidos, inquietantes, hasta que pierden consistencia y uno se pregunta si en verdad existieron o fueron removidos de la nada por las vacilantes aspas de la mente.

En 1960 yo tenía cuatro años. Entonces pasó algo cuyo sentido ignoro pero que insiste en ganar presencia. Éramos niños burgueses del Colegio Alemán. Las fotos de aquel tiempo traicionan un poco nuestra condición. Usábamos ropas bastante malas y dispares; alguien tenía un gorro tejido, otro calcetas gruesas, vencidas sobre los tobillos, otro más un pantalón remendado como una pelota de béisbol. Ninguna prenda se ajustaba bien al cuerpo; se diría que llevábamos ropas heredadas de hermanos mayores o de primos que enfrentaban un clima muy distinto. Los almacenes aún no homologaban la ropa, de modo que las tías y las madres cosían en nuestros cuerpos sus mudables personalidades y las pequeñas tiendas del centro de la ciudad trataban de convencernos de que así eran las camisas.

En aquellas fotos hace más frío que en mi recuerdo. Niños de la estepa, sentados en escalones para ver pasar un tren. El tiempo y las ropas posteriores nos han vuelto menos pobres de lo que entonces fuimos.

En 1960 apenas me fijaba en la manera de vestir, a excepción de los pantalones cortos de cuero o los suéteres con botones de cuerno de ciervo de los niños alemanes. Sin embargo, una mañana llegó a la clase un niño a quien las ropas le sentaban como un ultraje. Llevaba botines toscos, mal atados a la altura del tobillo, tan heridos por el uso como si hubieran pasado antes por los pies de sus hermanos, su padre y su abuelo. Sus pantalones cortos eran demasiado largos, como los de los futbolistas de los años treinta. En vez de camisa tenía dos camisetas grises. Lo más curioso era su suéter luido, hecho con tal torpeza que en verdad parecía un chaleco con mangas. Tenía la cabeza rapada con la furia del presidio o el orfelinato, el cuero cabelludo salpicado de costras y uñas gruesas en las manos, dignas de los pies de un adulto. Nadie le dirigió la palabra pero supe que se llamaba Aníbal.

Estuvo con nosotros unas semanas. Una mujer de rebozo pasaba a recogerlo y se lo llevaba por la calle de tierra (otro primitivismo de aquel tiempo, a pesar de que estábamos en una colonia ya desarrollada, frente a la fábrica de chocolates Wongs) hacia un destino aún más cruel que el del colegio. No sé si lo discriminamos con descaro; seguramente evitamos tocar sus manos, tan sucias que permitían una quiromancia de la mugre.

Un día desapareció, no creo que por falta de méritos, pues en rigor nunca estudió con nosotros. Sus ojos carbónicos y húmedos veían las cosas como si no existieran. Tal vez ni siquiera estuvo inscrito. Alguna desgracia mayúscula forzó esa solución. Imagino una trama del todo ajena a la pedagogía: la repentina muerte de la madre, que trabajaba de sirvienta de la directora, y la necesidad de atender al huérfano hasta que la abuela llegara de una remota serranía…

Aníbal pasó las mañanas con nosotros. Un buen día, su realidad se normalizó y fue llevado a un sitio acorde con su miseria. Curiosamente, ninguno de los antiguos condiscípulos con los que he hablado del tema recuerda a Aníbal, mudo emisario del horror que dominaba otros lugares.

Durante años tampoco para mí fue importante. ¿Desde cuándo empecé a pensar en él? ¿Por qué perdura más de cuarenta años después?

Olvidarlo sería más sencillo si se llamara de otro modo. La gesta de Aníbal se me grabó por un cuadro que hallé en forma inopinada. Mi generación entró en contacto con los museos de Europa gracias a los cerillos Clásicos. Al reverso de la caja podíamos ver una obra maestra del tamaño de un boleto para el cine. Ahí descubrí los atardeceres líquidos de Turner, pero sobre todo su fascinación por Aníbal en los Alpes, bajo una nieve torrencial, rayada de una luz pálida y demente. De haber visto el cuadro en la Tate Gallery, no habría asociado al general cartaginés con el intruso en nuestra clase. Nada épico ni grandioso podía remontarse a ese salón. Pero la caja de cerillos representaba una dimensión como la nuestra, barata y desenfocada, donde el colegio podía ser la odiada Roma y Aníbal el nombre del vencido.

Cada memoria sigue sus propias sendas con egoísmo. Algo me alertó para recordar a Aníbal. ¿Aluciné su presencia para darle sentido al malestar difuso que dimanaba de ese pasado?

Luego se abrió paso otra consideración: Aníbal tranquilizaba el entorno con un destino inferior al de todos los demás; permitía ordenar el rango de las bajezas. Creíamos sufrir pero nadie nos llevó por la calle de tierra con los destruidos botines de Cartago.

A propósito de los ritos de paso escribe Mircea Eliade: “El momento central de toda iniciación está representado por la ceremonia que simboliza la muerte del novicio y su retorno a la compañía de los vivos […] La muerte iniciática significa al mismo tiempo el fin de la infancia, la ignorancia y la condición profana”.

En las noches entorpecidas por el calor y las aspas que trabajan mal, oigo un lamento que no existe. Quizá eso es Aníbal. No está pero regresa, como el aire que se dobla, como las cosas que mató la infancia.

EL HOMBRE QUE SE REPROBÓ A SÍ MISMO

Quienes cursamos la preparatoria en los años setenta fuimos privilegiadas víctimas de experimentos pedagógicos. En esa época enamorada de lo nuevo se replanteaban los métodos de enseñanza e incluso la disposición del mobiliario (un maestro dedicaba quince minutos a arrinconar los pupitres, otros quince a ubicarnos en el piso y veinte a dar la clase caminando con cuidado para no pisarnos las manos).

La neblina morada de los años sesenta aún flotaba en el aire como un mensaje de liberación. Podíamos fumar, mascar chicle, hablarle de tú al maestro o interrumpirlo para manifestarle nuestro desacuerdo con el tema o con el hecho de que él hubiera escogido tal profesión.

Estos sucesos no ocurrieron en un laboratorio de nueva enseñanza sino en una escuela de larga tradición que durante unos años se dejó ganar por el afán de cambio. En ese contexto recibimos a un profesor convencido de que nuestras deficiencias no venían de la falta de conocimientos sino del poco aprecio que nos teníamos: un Gurú de la Autoestima.

Aquel guía de almas consideraba que una metáfora valía más que mil explicaciones. Después de decir que cada cosa tenía una función en el cosmos, habló pestes del plancton. No había nada más ínfimo. “¡Pero el plancton no sabe que es plancton! ¿Entienden?”, exclamó en el paroxismo de su enseñanza. Poco a poco comprendimos que si bien no éramos tan miserables como el plancton, teníamos una misión modesta de la que no debíamos quejarnos. Me he reservado el nombre de su asignatura como un golpe de efecto: Economía. Sí, señor. En su peculiar interpretación de Adam Smith, el profesor hablaba del libre mercado con un inocente entusiasmo ecologista, similar al de Phil Collins cantando “El ciclo vital” en El Rey León.

Muy en el estilo de su liberalismo hippie, terminó el curso con esta sentencia: “Cada quien debe evaluarse a sí mismo”. ¿Era el momento de demostrar que el capitalismo salvaje permitía arrebatar un MB, y lamentar con voraz exceso que ya no se usaran los números arcaicos que nos hubieran dado un 10? Según recuerdo, sólo Nancy Rodríguez se puso MB, quizá porque todos sabíamos que merecería un 20. Ningún sistema clasificatorio nos permitiría estar a su altura.

El salón desembocó en una previsible democracia de la B; dos atribulados que no habían entendido lo del plancton se pusieron s, y un solitario compañero exigió ser reprobado. Es en él en quien deseo concentrarme. Le gustaba que dijéramos su nombre en inglés, de modo que lo llamaré Frank. Su manía más extravagante era la exactitud. Si alguien comentaba que el tranvía hacía media hora de la Colonia del Valle a nuestro colegio en Mixcoac, él corregía: freak