PRÓLOGO

CAMBIO DE RUMBO

 

La centralidad de los pobres, la «conversión» del papado, la reforma de la curia y la apuesta por impulsar un gobierno colegial son, según declaraciones del papa Francisco, algunos de los ejes principales de su pontificado.

Se trata de objetivos perfectamente comprensibles en el marco de una larga tradición eclesial que, por un lado, siempre ha reconocido en los pobres a los vicarios de Cristo y que, por otro, ha tenido grandes dificultades para articular el primado del sucesor de Pedro, la colegialidad episcopal y la sinodalidad bautismal.

El ejercicio de un papado demasiado unipersonal durante los últimos decenios, sobre todo a partir de la segunda parte del pontificado de Pablo VI y, de manera particular, en los de Juan Pablo II y Benedicto XVI, ha sido un importante factor, aunque no el único, en la distorsión que ha padecido la articulación conciliar de primado, colegialidad y sinodalidad. Mucho han tenido que ver en ello las dificultades por las que han pasado dicha articulación dogmática y su posterior recepción eclesial tanto a partir del Vaticano I como del Vaticano II: fallida y unilateral en el primero de ellos y todavía pendiente en el segundo.

Fallida en el Vaticano I, porque la guerra franco-prusiana (1870) obligó a clausurar precipitadamente la asamblea conciliar, sin tiempo para abordar la otra cuestión, estrechamente vinculada al primado de jurisdicción universal y a la proclamación de la infalibilidad del papa ex sese o ex cathedra (Constitución dogmática Pastor aeternus, 1870): el de la colegialidad de todos los sucesores de los apóstoles en el gobierno y magisterio de la Iglesia, presididos, obviamente, por el sucesor de Pedro. Fue una precipitada clausura a la que no sucedió el anuncio de un posterior cónclave episcopal en el que continuar la obra emprendida y abordar, consecuentemente, dicha normal corresponsabilidad episcopal.

Pero la recepción del Vaticano I fue, además de fallida, unilateral, porque la ausencia de dicha convocatoria, unida al triunfo de la interpretación maximalista del poder de jurisdicción del papa sobre toda la Iglesia (la llamada plenitudo potestatis), va a propiciar la propagación de una mentalidad infalibilista en la Iglesia católica y, como consecuencia de ello, la consolidación de un modo de gobierno y de magisterio papal más unipersonal que colegial; con la ayuda, obviamente, de la curia vaticana.

Habrá que esperar casi un siglo para asistir, con la Constitución dogmática Lumen gentium (Vaticano II), a la culminación de la obra empezada y no completada en el Vaticano I. Será entonces, en el año 1964, cuando se reciban el primado del sucesor de Pedro y el dogma de la infalibilidad papal en el cauce de la colegialidad episcopal y de la sinodalidad bautismal.

Los padres conciliares entienden que sus referencias fundamentales no son –como en 1870– ni el galicanismo ni el conciliarismo, pero tampoco el absolutismo monárquico, sino la comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, que se transparenta en el misterio de la Trinidad como equilibrio, permanentemente inestable y fecundo, de unidad y singularidad1. Ella, la comunión trinitaria, y no las formas seculares de organizarse la sociedad, es la que tiene que presidir la vida de la Iglesia, su modo de gobernarse e impartir magisterio y, por tanto, la relación entre el primado del obispo de Roma con el resto de los obispos y con todos los bautizados, y obviamente de todos ellos con el papa.

La Constitución dogmática Lumen gentium se desmarca, en coherencia con esta verdad de fondo, de toda concepción autoritaria que, cercana al absolutismo secular, descuide lo efectivamente afirmado por el Vaticano I. Y a la vez marca distancias de cualquier pretensión de recuperar, aunque sea de forma light, la tentación galicana o un conciliarismo en el que el primado del sucesor de Pedro sea meramente de honor2 y no de jurisdicción, o acabe sometido a una instancia externa.

Ni una ni otra son su referencia fundamental. Por ello, ni una ni otra pueden ocupar el centro, que corresponde única y exclusivamente al dogma de la Trinidad y a la comunión que se transparenta y visualiza en dicho misterio. Lo cual no quiere decir que no sean tenidas en cuenta las tentaciones y errores por los que ha pasado hasta entonces la articulación de primado, colegialidad y sinodalidad. Lo son, pero a modo de balizas de lo que no puede ser traspasado y que, a la vez, marcan un preciso e interesante campo en el que es posible regatear: el de la comunión entre la unidad y la singularidad sin la disolución de la una en la otra y sin la absorción de lo singular y concreto por la unidad y la universalidad.

Este equilibrio, permanentemente inestable –o, si se prefiere, esta «lógica católica»–, que se transparenta en el misterio de la comunión unitrinitaria vuelve a presidir (después de siglos de olvido) la vida de la Iglesia y los textos conciliares.

El hecho de que la minoría conciliar –y parte de la curia vaticana– interpretara la formulación alcanzada en la Lumen gentium como una improcedente revisión de lo proclamado en 1870, es decir, como el retorno victorioso de las viejas tesis galicanas y conciliaristas, explica la publicación, «por mandato de la autoridad superior», de la «Nota explicativa previa» que se coloca al final de dicha Constitución. Es una decisión que va a marcar el posconcilio, porque acabará favoreciendo e impulsando una recepción desmedidamente unipersonal del papado. Y, como consecuencia de ello, el retorno –en nombre de dicha autoridad unipersonal– de una curia vaticana con conciencia de estar por encima del colegio episcopal.

El precio pagado ha sido, una vez más, la aparición de un primado crecientemente unipersonal y absolutista, la comprensión del sucesor de Pedro como el «obispo del mundo», el relanzamiento –en expresión de Hans Urs von Balthasar– de una teología y espiritualidad «papolátricas», la reducción de los demás sucesores de los apóstoles a vicarios o legados del papa y, en general, la vuelta a una Iglesia desmedidamente docente (y numéricamente pequeñísima) y otra discente, inmensamente grande y, al parecer, en permanente riesgo de desvío doctrinal y con problemas crecientes de comunión eclesial.

La renuncia de Benedicto XVI no solo es el resultado de la falta de fuerzas requeridas para afrontar una reforma a fondo de la Iglesia y de la curia vaticana, sino también, y sobre todo, de las muchas y penosas contradicciones en que finaliza la recepción involutiva del Vaticano II –y, particularmente, del papado– propiciada durante casi cinco decenios.

La elección del cardenal J. M. Bergoglio como obispo de Roma y su posicionamiento a favor de una «conversión del papado»3 y de un primado más colegial que unipersonal, tienen la virtud de iluminar, probablemente sin buscarlo ni quererlo, la fallida recepción del Vaticano II en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, sobre todo en lo referente a la articulación entre primado, colegialidad y sinodalidad. Y además es muy posible que tenga la virtud de invalidar –al menos de momento– la petición hecha el 24 de abril de 2001 por el cardenal K. Lehmann, cuando declaraba al diario italiano La Stampa que era necesario convocar un tercer concilio Vaticano para revisar los planteamientos de la Iglesia católica en materia de liderazgo4. «Hace tiempo –manifestaba– me parecía inútil pedir la convocatoria de un Concilio Vaticano III. Sin embargo, seguramente ha llegado ya el momento de pensar de qué manera deberá tomar la Iglesia sus decisiones en el futuro sobre algunas cuestiones fundamentales de la pastoral»5.

Está fuera de toda duda –declaraba a continuación– que el gobierno eclesial descansa sobre el papa, la curia, los sínodos, las conferencias episcopales y el colegio cardenalicio. Nadie discute la autoridad del papa, de la curia o de los sínodos. Sin embargo –abundaba en su argumentación–, es preciso encontrar alguna fórmula que permita ganar en colegialidad, sobre todo con las conferencias episcopales. Además –proseguía–, tenemos que seguir ahondando en el primado del obispo de Roma no solo por razones domésticas, sino también ecuménicas: «Hace mucho tiempo que este tema se está estudiando, aunque es difícil decir cómo se podría superar. Podrán cambiar las normas sobre las que se basa el ejercicio de este primado, aunque quedará intacto el fundamento»6.

Obviamente, un cambio de rumbo de este calado lleva a revisar la teología y el diagnóstico que han amparado la fallida recepción propiciada durante todo este tiempo. E invita a hacerlo en crítico dialogo con la minoría conciliar que ha encabezado esta interpretación hasta el año 2013.

Con semejante revisión se busca exponer, de manera argumentada, algunas alternativas en las que puede cuajar la articulación de primado, colegialidad y sinodalidad alcanzada en el Vaticano II. Al proceder de esta manera se espera contribuir a que algún día sea posible la deseada «conversión del papado» y a la par la reforma de la curia vaticana.

 

 

 

 

 

I

MAGISTERIO Y PRIMADO

 

 

 

 

 

 

 

La defensa y proclamación de la autoridad magisterial del sucesor de Pedro «por sí mismo» (ex sese) y de su poder de jurisdicción sobre toda la Iglesia (plenitudo potestatis) son dos de las aportaciones más importantes del Vaticano I (1870). Y lo son no solo por el derrumbamiento del poder político del papado (como resultado de la reunificación italiana), sino también, y sobre todo, porque son muchos los padres conciliares que, teniendo presente la gravedad de los problemas provocados por el galicanismo y el conciliarismo, entienden que hay que arbitrar algunas medidas que permitan afrontar crisis como estas –u otras posibles– con garantías suficientes para salvaguardar la unidad de fe y la comunión eclesial, además, por supuesto, de su libertad1.

El interés por preservar la unidad de fe, la comunión y la liberad de la Iglesia son, por tanto, las urgencias que presiden la proclamación del magisterio ex cathedra del papa con el mismo alcance que el impartido hasta entonces por los obispos (dispersos por el mundo o reunidos) con el de Roma. Y es el que igualmente fundamenta la proclamación de su primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia.

Sin embargo, otra dramática urgencia (la guerra franco-prusiana) impide articular, como estaba previsto, la rotunda y clara proclamación de la infalibilidad papal y del primado del sucesor de Pedro con la autoridad propia de los obispos, individual y colegialmente considerados. El Concilio Vaticano I es precipitadamente clausurado en 1870 sin fijarse fecha de reanudación.

1

APOSTOLICIDAD, COLEGIALIDAD Y SINODALIDAD

 

La tarea, pendiente desde 1870, de articular la autoridad primacial y magisterial del papa con la del colegio episcopal se culmina en el Vaticano II (1962-1965), sobre todo, aunque no exclusivamente, en la Constitución dogmática Lumen gentium (1964).

Los padres conciliares, a la vez que reconocen que el magisterio eclesial es ante todo una responsabilidad (oficio) «ejercida en nombre de Jesucristo», que tiene como misión «interpretar autorizadamente [authentice] la Palabra de Dios escrita o transmitida» para servicio de la comunidad cristiana1, proclaman una verdad de enorme importancia dogmática y jurídica, y que va a marcar la recepción del primado y del dogma de la infalibilidad papal ex sese o ex cathedra: Cristo «instituyó» a los apóstoles «a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos»2.

Esta es una verdad en la que abundan más adelante cuando sostienen que los obispos con el papa «manifiestan la naturaleza y la forma colegial del orden episcopal» y «gozan de potestad propia para el bien de sus propios fieles, incluso para el bien de toda la Iglesia»3. La «potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee este colegio se ejercita de modo solemne en el concilio ecuménico», y también «puede ser ejercida por los obispos dispersos por el mundo a una con el papa, con tal que la Cabeza del colegio los llame a una acción colegial o, por lo menos, apruebe la acción unida de estos o la acepte libremente, para que sea un verdadero acto colegial»4.

Por tanto, «la potestad suprema sobre la Iglesia universal», es decir, el llamado poder de jurisdicción universal (la plenitudo potestatis), la posee el colegio episcopal con el papa y, como tal, es decir, colegialmente, ha de ser desempeñada, por supuesto, bajo el primado del obispo de Roma5.

Es así como el Vaticano II completa la tarea empezada casi cien años atrás: articular la capacidad magisterial y gubernativa del papa con las de los obispos gracias a la recepción del episcopado («la plenitud del sacramento del orden»)6 y, por tanto, a partir de su común pertenencia al colegio de los sucesores de los apóstoles. A la luz de esta fundamental y determinante verdad se comprende la indudable continuidad y complementariedad entre las Constituciones dogmáticas Pastor aeternus (1870) y Lumen gentium (1964): se asume el primado y la infalibilidad ex sese del sucesor de Pedro y se las ubica (y articula) en la colegialidad episcopal, enfatizando una vez más que Cristo puso a Pedro al frente de dicho colegio.

Precisamente por eso no es correcto sostener, como defendió A. Carrasco Rouco en su día, que el Vaticano II se limitó «a reafirmar plena y cuidadosamente la definición dogmática [del] primado de jurisdicción»7. Nada más lejano a la realidad, si se analiza el modo como abordan esta cuestión los padres conciliares8 y la centralidad que conceden a la «potestad sacramental»9 y a la «potestad colegial»10.

Juan Pablo II se referirá a dicha olvidada «potestad sacramental» cuando –evaluando los problemas que ocasiona la forma de gobernar la Iglesia– pide ayuda en la encíclica Ut unum sint11. Y el mismo papa Francisco se refiere a ella para indicar la conflictividad que frecuentemente se genera cuando «se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder»12.

Es cierto que el primado del papa no fue un tema que suscitara muchos debates en el Concilio Vaticano II. Se aceptaba –así lo recoge K. Rahner– como una verdad incuestionada e incuestionable. Sin embargo, ello no impidió que se aparcaran algunas expresiones recibidas del primero de los concilios vaticanos y que se introdujeran determinadas matizaciones buscando encontrar el deseado equilibrio entre la indiscutible afirmación del primado del papa y «la potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee» el colegio episcopal con el papa13. Esto es algo que se puede apreciar en la ausencia de una referencia al primado entendido como primado de jurisdicción; en la vinculación del primado a la cátedra o sede de Pedro y en la comprensión de la Iglesia universal como «comunión de Iglesias»14, incluyendo la Iglesia de Roma, cuya misión es «presidir toda la comunidad de amor»15.

Estas ausencias y matices explican que los padres conciliares ya no se refieran a las potestades del papa y de los obispos como divergentes, sino como coincidentes y reguladas en último término (ultimatim) por la «potestad suprema», es decir, por el obispo de Roma y el colegio episcopal con él «en vistas al bien común»16.

Según G. Philips, el relator principal de la Lumen gentium, cuando los padres conciliares se decantan «por la expresión “en último término” (ultimatim), pretenden expresar que el sucesor de Pedro no está continuamente interviniendo en la administración de las demás diócesis; la autoridad central distribuye las tareas y ejerce la función de apelación en última instancia para proteger, ya a los obispos, ya a sus diocesanos»17.

La intervención en «último término» de la Sede Primada recoge una práctica secular que tiene su punto de partida en el reconocimiento de la potestad propia del obispo en la «cura pastoral habitual y cotidiana»18 y en el sucesor de Pedro la instancia última, particularmente cuando están en juego la libertad de la Iglesia, la verdad de la fe y la unidad o comunión eclesial.

2

EL MAGISTERIO «AUTÉNTICO»

 

El Vaticano II, una vez asentada la colegialidad episcopal y la «potestad colegial», así como su singular articulación con el primado de Pedro, ordena y tipifica, en conformidad con dicha verdad, las diferentes clases de magisterio partiendo del más habitual: el denominado «auténtico», es decir, aquel que es propio y usual de quienes tienen encomendado, como sucesores que son de los apóstoles, además de los oficios de santificar y gobernar, el de enseñar o autentificar las doctrinas y disposiciones por las que se identifica y se rige la comunidad cristiana diariamente1.

Además tipifica este magisterio habitual, cotidiano u «ordinario» y diferente del infalible como «auténtico». La expresión está referida a los obispos: «Doctores “auténticos”, es decir, “revestidos de la autoridad de Cristo”»2. La misma expresión es usada a continuación referida «al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra»3.

Así pues, «auténtico» quiere decir que «tiene autoridad», lo que nos coloca en el terreno propio del Vaticano I, es decir, en los límites de la misión recibida de Cristo y en las materias religiosas que pertenecen a esta misión salvadora. Siguiendo las explicaciones dadas por el Concilio, las decisiones del magisterio son todas auténticas, pero no todas son infalibles.

Los padres conciliares recuerdan seguidamente que los católicos han de «adherirse» a este magisterio con un «obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento»; algo que, obviamente, se ha de prestar «de modo particular» «al magisterio auténtico del Romano Pontífice»4.

A continuación ofrecen los criterios que ayudan a discernir el contenido de un posicionamiento papal y el alcance de la «obediencia» pedida: la entidad que presentan los documentos, la repetición de la misma doctrina y la forma de decirlo5. Son unos criterios que recogen lo publicado por los manuales de teología entre los dos concilios6.

La expresión «magisterio auténtico» acabará siendo normal en el posconcilio. De hecho, se la puede encontrar en el Código de derecho canónico7, en la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo8, así como en la fórmula de «profesión de fe», donde se diferencia perfectamente del magisterio solemne y del magisterio ordinario y universal9.

Por tanto, el Vaticano II no parte, como se hizo en 1870, del magisterio extraordinario del sucesor de Pedro, sino de la colegialidad episcopal y de la responsabilidad docente, propia y habitual de todos y cada uno de los obispos en comunión con el papa, es decir, del magisterio «auténtico».

 

 

1. La autoridad del magisterio «auténtico»

 

Los «textos normativos» a través de los que se expresa y canaliza el magisterio «auténtico» son de muchos tipos. Si procede de un obispo puede ser un decreto, una carta pastoral, un comunicado o una homilía. Si emana del papa, un motu proprio o carta apostólica, una exhortación apostólica, una carta encíclica, una bula, y si de los diversos dicasterios, instrucciones, directorios, declaraciones y circulares. No todos tienen la misma autoridad. Por ello conviene clasificar el magisterio auténtico según la autoridad de los documentos, su contenido y las personas que lo han promulgado.

Las congregaciones son los órganos de expresión de la Santa Sede, y a veces del mismo papa. Sus enseñanzas o decisiones son expresión habitual del magisterio auténtico del obispo de Roma. Entre estos documentos existen importantes graduaciones, según emanen de tal o cual congregación y dependiendo del tipo de aprobación que les dé el sucesor de Pedro.

La simple o in forma communi es la primera clase de aprobación. El papa aprueba el contenido del documento y ordena su publicación, pero esta enseñanza es un acto de la congregación. Es el procedimiento habitual en la inmensa mayoría de los casos.

Existe también una segunda clase de aprobación: in forma specifica. A esta modalidad corresponden expresiones tales como ex motu proprio, ex scientia certa, de apostolicae auctoritatis plenitude, etc. Es una figura menos habitual. La enseñanza emitida es responsabilidad del obispo de Roma, lo que le confiere una autoridad mayor. Sin embargo, a pesar de la fuerza de estas expresiones, nadie las considera infalibles. Es magisterio auténtico.

 

 

2. La obediencia requerida por el magisterio «auténtico»

 

El n. 25 de la Lumen gentium no fue objeto de gran debate en el aula conciliar sencillamente porque la cuestión de fondo de la Constitución dogmática sobre la Iglesia consistió en la colegialidad episcopal.

Sin embargo, es clarificador que se acordara suprimir –sin mayores problemas– una cita de la Humani generis (Pío XII) que cerraba cualquier margen de libertad a los teólogos y a la comunidad cristiana sobre cuestiones disputadas: «Si los sumos pontífices promulgan una sentencia en materia hasta ahora controvertida, es evidente para todos que tal cuestión, según la intención y la voluntad de los mismos pontífices, ya no puede ser objeto de libre discusión entre los teólogos»10.

La exclusión de semejante texto ayuda a comprender la posición de los padres conciliares, favorable a pedir el «obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento» para este tipo de magisterio, nunca un «asentimiento de fe». Al proceder de tal manera asumían la norma general de interpretación de los canonistas: «Si el Pontífice Romano no habla ex cathedra o si se sirve del ministerio de una congregación o de un oficio de su curia, se requiere igualmente la adhesión, pero en un grado menor que no compromete la fe. Sin embargo, esta adhesión comporta la obligación del asentimiento interno y la obediencia reverencial»11.

En el posconcilio no han faltado, a pesar de ser tan clara la posición del Concilio y de los canonistas, dos interpretaciones sobre el grado de obediencia en que consistiría el «obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento». Y más concretamente sobre el acatamiento que estaría demandando el magisterio auténtico del sucesor de Pedro.

 

 

a) La obediencia absoluta

 

Según la primera de las interpretaciones hay un deber incondicionado de someter la propia inteligencia y la propia voluntad cada vez que el papa lo pida, dando por descontado que –para saber cuándo lo pide– basta con examinar su modo de hablar y la naturaleza de los documentos que utiliza.

Esta es una interpretación que, propuesta en la carta Tuas libenter, de Pío IX, y en la encíclica Humani generis, de Pío XII, no fue recibida ni por los padres conciliares en el Vaticano II ni por la teología posterior, porque negaba la gradualidad en la enseñanza eclesial, ignoraba la importante distinción entre enseñanza infalible y no infalible que el Vaticano I había definido en términos rigurosos, y acababa exigiendo la obediencia de una manera absoluta, algo solo exigible para el magisterio infalible en materias bien concretas y respetando determinadas condiciones. El resultado previsible –y probablemente buscado– era el de una manifiesta limitación, desorbitada y desfundamentada, de la libertad de pensamiento en la Iglesia.

 

 

b) La obediencia gradual

 

Según la segunda interpretación, se pide asentimiento de fe (absoluto e incontestable) cuando se trata de enseñanzas que implican la infalibilidad, y particularmente en las enseñanzas papales ex cathedra. Pero, en el caso de las otras enseñanzas, la obediencia que se pide ha de tener ciertamente en cuenta el pensamiento y la voluntad expresa del sucesor de Pedro, pero también que ninguna de dichas enseñanzas se impone a la inteligencia creyente de manera absoluta, porque –entre otras razones– no se emplea el lenguaje de las definiciones ex cathedra.

Así, por ejemplo, una enseñanza más solemne, pero que no se ajuste a las condiciones que han de presentar las definiciones ex cathedra, significa una intención mayor de vincular, pero no de manera absoluta. Y una enseñanza frecuentemente repetida expresa una mayor convicción en el papa, y por ello una intención mayor de implicar, pero tampoco de manera absoluta.

Por tanto, la «obediencia religiosa» pedida está cualificada y no es incondicionada. Se reconoce su gradualidad y se cuida la distinción (cuya importancia tanto subrayó el Concilio Vaticano I) entre el magisterio infalible y el falible.

Esta es la interpretación de G. Philips, secretario de su redacción: «Los principios, en materia, son claros y simples: la obligación de someterse se mide por el grado del ejercicio del magisterio. Si proclama un juicio absoluto y definitivo, no se permite ninguna duda. Si, por el contrario, se limita a una declaración auténtica sin llegar a la “definición” o si se trata de un juicio de prudencia, estaremos obligados –habida cuenta de las proporciones– al asentimiento, a la docilidad o a la atención cordial»12.

3

EL MAGISTERIO «ORDINARIO Y UNIVERSAL»

 

Así pues, recuperada y recordada la importancia del magisterio «auténtico» en la vida y en el gobierno cotidiano de la Iglesia, los padres conciliares afrontan, en un momento posterior, el magisterio extraordinario e infalible, teniendo muy presente, una vez más, la colegialidad (y corresponsabilidad) magisterial de todos los obispos con el papa: «Aunque cada uno de los prelados no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aun estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo»1.

Esta modalidad de magisterio es ejercitada por el papa con todos los obispos dispersos con la intención de proclamar una verdad de fe, es decir, colegialmente. Se trata, probablemente, del tipo de magisterio más desconocido. Sin embargo, no deja de ser por ello menos importante, ya que es el que explica, por ejemplo, que la mayor parte de los artículos del Credo no fueran durante tiempo objeto de una declaración infalible, a pesar de ser, incuestionablemente, verdades de fe.

El Vaticano II asume la tipificación que establece el Vaticano I para esta clase de magisterio en el caso de que busque enseñar infaliblemente la fe católica. Y lo hace retomando una expresión de Pío IX en el breve Tuas libenter (1863) cuando llamaba la atención contra la tentación de reducir la adhesión de fe únicamente a las declaraciones expresas de los concilios ecuménicos o de los papas. El magisterio debe extenderse a todo lo que es enseñado por el magisterio ordinario de toda la Iglesia extendida por el mundo y que es recibido como tal de manera permanente por los teólogos católicos2.

Como es evidente, el magisterio «ordinario y universal» presenta importantes problemas prácticos. Es cierto que, para las grandes verdades ya adquiridas, ha sido muy importante la regla de la universalidad en el tiempo y en el espacio. Pero también lo es que ha necesitado expresarse, más tarde o más temprano, a través de los símbolos de la fe, de las diferentes liturgias, de la enseñanza de los Padres, de los concilios y de los papas con los obispos. El ejemplo más reciente es la promulgación del dogma de la Asunción de María (1950). Cuando la Iglesia se percata de la oportunidad de explicitar las implicaciones marianas de su fe, ve necesario que la cabeza del colegio episcopal intervenga para manifestar la unanimidad alcanzada. El magisterio ex sese o ex cathedra acaba prestando su voz al «magisterio ordinario y universal», pero no sin antes haber verificado –hasta donde es posible– la fe de la Iglesia. Todo un ejemplo de colegialidad y sinodalidad.

A diferencia de este tipo de magisterio «ordinario y universal», prosiguen los padres conciliares en el Vaticano II, cuando los obispos enseñan una verdad de fe «reunidos» en concilio ecuménico, entonces también nos encontramos con un magisterio extraordinario e infalible: «Todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces de la fe y costumbres»3. Este es el magisterio extraordinario e infalible más conocido y, en este sentido, más habitual.

 

 

1. El riesgo de la apropiación unipersonal

 

Ahora bien, cuando los padres conciliares, tanto en el Vaticano I como en el II, se refieren al «magisterio ordinario y universal», lo entienden como un todo, es decir, como un magisterio que, fundado en la colegialidad y sacramentalidad episcopal, es incompatible con su atribución a sujetos singulares (el papa o los obispos por separado). Dicho negativamente: no existe ni es posible un «magisterio ordinario y universal» del papa solo o de un obispo en particular o de los obispos sin el papa.

Como es evidente, el riesgo de que un obispo diocesano se atribuya o apropie unipersonalmente del magisterio «ordinario y universal» del colegio episcopal es una extrapolación que se presenta como prácticamente imposible. Sin embargo, es un riesgo muy real cuando se trata del magisterio del obispo de Roma; sobre todo si, como es el caso, se asiste, después del Vaticano I, a una «inflación infalibilista» y primacial, cierto que larvada antes de la aprobación de la Constitución Pastor aeternus en 18704.

Concretamente, J. M. A. Vacant sostiene, en 1887, que el soberano pontífice es infalible no solo en sus juicios solemnes, sino también en su magisterio «ordinario», es decir, cotidiano y habitual5. En coherencia con tan sorprendente tesis, defiende que, cuando Pío IX condena en el Syllabus (1864) un error, está impidiendo la adhesión al mismo, y lo hace «en virtud de su suprema autoridad», es decir, «infaliblemente, sea cual sea la forma con que queda presentado semejante pronunciamiento». Por tanto, si es incuestionable que «Pío IX no ha emitido formalmente un juicio solemne», también lo es que, «al ejercer su magisterio ordinario, ha manifestado que su voluntad era la de servir de regla en la enseñanza cotidiana»6.

Argumentando de esta manera, J. M. A. Vacant supone la existencia de un «magisterio ordinario» del papa (por tanto, unipersonal) y lo dota de infalibilidad, algo que el Vaticano I no sostiene nunca ni de ninguna manera. Para los padres conciliares, el «magisterio ordinario» es siempre «universal», es decir, resultado de la unanimidad moral del papa y de los obispos (dispersos por el mundo o reunidos en concilio), y por eso infalible. Tanto Pío IX como los dos últimos concilios piensan en una enseñanza constante del colegio episcopal mediante la que se transmiten –con la asistencia del Espíritu Santo– las grandes verdades de la fe católica sin que la Iglesia experimente la necesidad de definirlas de manera más precisa.

En el Vaticano I se puso como ejemplo de esta clase de «magisterio ordinario y universal» la fe en la divinidad de Cristo antes de que se procediera a su confesión y definición formal en los grandes concilios cristológicos (Nicea, Calcedonia y Constantinopla). Pero también se podrían poner el de la doctrina de la salvación o la de la redención, que no han sido nunca objeto de una definición formal y que, sin embargo, forman parte del corazón de la fe cristiana.

Abundando en la colegialidad de este magisterio «ordinario y universal», Mons. Martin precisa en dos ocasiones –en nombre de la Diputación de la Fe– que la expresión magisterium ordinarium ha sido pensada como el equivalente de commune magisterium, y la palabra universale ha sido añadida precisamente para evitar que se piense en el magisterio de una sola persona. No es posible apoyarse en este texto para concluir la infalibilidad del magisterio «ordinario» del papa. Un magisterio ordinario, unipersonal e infalible nos lleva al magisterio extraordinario, ex sese o ex cathedra, algo que el Vaticano II abordará seguidamente.

Así pues, la interpretación de J. M. A. Vacant es formalmente contraria a la definición del Vaticano I, que no solo desconoce semejante tipificación y atribución unipersonal, sino que además multiplica las condiciones para el ejercicio de la infalibilidad pontificia.

 

 

2. La irrupción y consolidación del centralismo vaticano

 

Sin embargo, y a pesar de estas críticas consideraciones, la tesis de J. M. A. Vacant va a tener una enorme acogida, sobre todo entre algunos teólogos romanos.

Como consecuencia de ello, no solo se asiste a la divulgación de que las encíclicas papales han de ser recibidas como infalibles o a dar por buena una intervención generalizada de la Santa Sede en el gobierno de la Iglesia, sino, sobre todo, a la magnificación del obispo de Roma, de quien se espera que sea –con la ayuda de los medios de comunicación social– «el titular del oficio supremo» y «la suprema figura carismática de la Iglesia», encarnando «la credibilidad, la apertura y el mensaje de la Iglesia en nuestros tiempos; lo cual, evidentemente, supone una exigencia gigantesca»7.

Esta concentración de todas las expectativas eclesiales en la persona del papa y la aureola infalibilista con que se le rodea es acompañada por un aparato administrativo que, además de tener una creciente conciencia de ser la mano derecha del sucesor de Pedro y de estar por encima del colegio de los obispos, constata cómo se amplían y consolidan sus competencias. El resultado es el asentamiento de un primado marcadamente infalibilista y de una curia «mucho mayor de cuanto lo había sido hasta 1870»8.

La extensión de esta concepción infalibilista del papado y la concentración de la capacidad magisterial y gubernativa en la curia vaticana llegarán a su máxima expresión en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Mucho ha tenido que ver en ello la improcedencia teológica de calificar el magisterio unipersonal del papa como «magisterio ordinario» al margen del colegio episcopal, además de dar por buena –en contra del Vaticano I– la interpretación maximalista de la plenitudo potestatis o primado de jurisdicción universal sobre toda la Iglesia9.

Contrariamente a lo que sostuvo J. M. A. Vacant, el magisterio cotidiano o habitual del obispo de Roma sigue siendo «auténtico», nunca «ordinario y universal».