CAMBIO ESTRUCTURAL
DE LA IGLESIA

Karl Rahner

 

Obertura, de José Ignacio González Faus, sj
Epílogo, de Daniel Izuzquiza, sj

 

OBERTURA

 

Desde que me encargaron esta presentación pensé que su mayor utilidad podría estar en acompañar al lector en la lectura del libro. Y, para eso, que se pareciera a esas oberturas de grandes obras musicales en las que ya se insinúan todos los temas que aparecerán en la ópera.

No obstante, debo comenzar declarando que me parece muy oportuna la recuperación de este texto de K. Rahner. De forma quizá demasiado mordaz he repetido en días pasados, comentando el eco que despierta el nuevo obispo de Roma, que la institución eclesial había decidido «meter el evangelio en el congelador» y olvidarse de él «por el momento». Lo que aquí propone Rahner es una buena parte de ese evangelio que ahora nos damos cuenta de que lo teníamos allí olvidado. Por eso tiene sentido intentar recuperarlo: porque el texto que sigue apunta a un objetivo institucional: fue escrito hace más de cuarenta años como colaboración para un sínodo de los obispos alemanes. Y, al publicarse luego, el título alemán hablaba de un «cambio de estructuras en la Iglesia como tarea y como oportunidad».

La alusión a las estructuras merece una reflexión. Ya desde la reforma de Gregorio VII (como luego en Trento), la historia de la Iglesia se ha caracterizado, en mi opinión, porque se esforzaba en reformar solo a las personas, cuando la hora histórica pedía una reforma seria de las estructuras. La reforma de las personas se conseguía, pero duraba solo una o dos generaciones, porque las estructuras de la Iglesia acababan por volver a degradar a las personas. Con un ejemplo de nuestros días: hoy se han oído acusaciones contra los jóvenes aspirantes al ministerio eclesial, acusándolos de afanes «carreristas» (en esta dirección habló incluso el cardenal Martini). Si la acusación es cierta, habría que añadir como excusa para esos jóvenes (que un día seguramente aspiraron al ministerio con la mejor voluntad) que las mismas estructuras clericales y aristocráticas del ministerio facilitan esa tentación. Rahner intenta hablar aquí de cambios estructurales, no meramente de conversiones personales, que podrán ser lo más importante, pero son también radicalmente insuficientes, como muestra la historia de la Iglesia.

En segundo lugar, la fecha de redacción de estas páginas (hacia 1971) pone de relieve su vinculación al Vaticano II. Esta me parece una clave importante de lectura: la Iglesia alemana intentaba aplicar el Vaticano II a su situación, como había hecho la Iglesia latinoamericana tres años antes (en Medellín) y como intentaría hacer el sínodo de obispos de 1971, dedicado a la justicia. Esos intentos quedaron luego aparcados en aquello que ya entonces denunciaba el mismo Rahner como «invierno eclesial» o «marcha hacia el gueto». Y ahora, después de tanto tiempo, puede ser que ya ni recordemos dónde habíamos aparcado el coche ni sepamos si este se nos va a poner fácilmente en marcha. De ahí la importancia de recuperar este pequeño libro.

Y si estas reflexiones sirven para contextualizar el libro y mostrar la oportunidad de repescarlo, creo que solo me queda insinuar algunas de las melodías que entonará el coro, como sucede en el coro de los peregrinos de Tannhäuser o al comienzo del cuarto movimiento de la Novena de Beethoven. Vamos allá.

1) Dónde están el mundo y la Iglesia. «Vivimos en un mundo en que el hombre se ha convertido, en los más diversos niveles, en objeto de su propia operatividad y poder de mutación; apenas es ya capaz de concebirse como imagen acabada de Dios, sino más bien como el punto del cosmos en el que… comienza la marcha hacia lo desconocido». Esta era más o menos la pregunta fundamental de Bonhoeffer: ¿cómo hablar de Dios a hombres que ya no son religiosos y se consideran mayores de edad? Pero, como Rahner ya no escribe en situación bélica, sino en eso que nosotros llamamos paz, es suficientemente agudo para descubrir otra pregunta que no cabía en Bonhoeffer: «Vivimos en un mundo de los medios de difusión que conducen a las masas; nadie logra saber bien quién los conduce a ellos». Pregunta importantísima que seguimos teniendo sin respuesta. Y si añadimos otra similar, que ya no hace Rahner, sobre los poderes financieros, podríamos concluir para hoy: vivimos en un mundo donde los grandes poderes opresores del ser humano y de sus derechos primarios son anónimos y desconocidos. Un dato absolutamente fundamental para toda la tarea evangelizadora y liberadora de la Iglesia. Aunque el libro, por su origen europeo, dedique demasiada poca atención a la situación de una humanidad con dos tercios de la población víctimas de la pobreza.

Ante ese mundo resulta que nosotros, «en el terreno espiritual, somos una Iglesia sin vida; y lo somos hasta un extremo tremendo»1. O, en todo caso, hemos fomentado un tipo de espiritualidad que produce más «hombres del sistema» que «hombres de Dios», cuando debería ser evidente que Dios es mucho más grande que todos los sistemas, por necesarios que puedan sernos a nosotros, los seres humanos. Y no nos preguntamos hasta qué punto tendrá esto algo que ver con el punto siguiente, que es un pronóstico de descenso del cristianismo en número... Pero, atención: la causa de esa disminución del cristianismo no es «la actuación de potencias tenebrosas» (como siguen creyendo muchos dirigentes cristianos perezosos), ni podemos nosotros decir que sea una mengua de la fe (cosa que solo Dios sabe), sino que el descenso del cristianismo en nuestro llamado Primer Mundo proviene de «una mengua de los presupuestos de un género especial de cristianismo, en modo alguno idéntico a la esencia de la fe y del cristianismo», pero que «venía dado con unos condicionamientos sociológicos que hoy están en decadencia y que el cristianismo no puede postular como permanentes».

Este dato fundamental es el que más cuesta aceptar, por ejemplo a la curia romana, que por eso siempre sospechó de Rahner y ha procurado nombrar obispos que no compartieran ese presupuesto. Con lo cual, sin querer, ha contribuido a agudizar la crisis del cristianismo en Europa y ha olvidado las serias palabras del Concilio de Trento, en un decreto de reforma de la sesión XXIV, donde se habla de «poner en juego la salvación eterna del alma» cuando se nombran gentes «que no son dignos de ser puestos al frente de las Iglesias». Por eso cree Rahner que no vale refugiarse en la expresión evangélica del «pequeño rebaño» para tranquilizarse ante la crisis del cristianismo y justificar «la pretensión defensiva de conservar los restos de un cristianismo tradicional», sino que la institución eclesial debe más bien «preguntarse dónde y de qué modo la Iglesia ha sido y es aún causa de un retroceso del cristianismo».

2) Qué debería hacer la Iglesia. En general, que la Iglesia universal sea menos eurocéntrica y que la Iglesia europea sea más levadura. Pero, sobre esto segundo, Rahner sabe que la culpa no está solo en el estamento jerárquico. Hay además en muchos fieles «una cortedad de miras piadosa, llena de celo y cólera contra la injusticia antieclesial»: los que el dicho castellano califica como «más papistas que el papa». Y Rahner sabe que esa mentalidad solo en el futuro llegará a evacuar algunas posiciones.

Dicho de manera global, la Iglesia oficial debería hacer espacio a esa otra Iglesia nunca reconocida (solo Dios sabe si más creyente que la anterior), en vez de «limitarse demasiado a ejecutar la parte de los conservadores».

En particular debería ser una Iglesia desclericalizada (contra la corriente clericalizadora de los últimos años) y servicial ante todo, evitando la que Rahner llama «introversión eclesiológica de los clérigos y responsables oficiales». Debería ser también «moral, pero no moralizante»: no porque se vuelva más laxa ante las exigencias del evangelio, sino porque «incluso el recurso a Dios nos empuja a una perplejidad última». Esto la convertirá en una Iglesia «de puertas abiertas».

En esos y otros rasgos similares es donde la Iglesia recuperará la espiritualidad auténtica. Y esa espiritualidad la hará más y mejor evangelizadora; porque hasta hoy «hemos aprendido demasiado poco el arte increíblemente elevado de una auténtica mistagogía para la experiencia de Dios, y por eso lo practicamos demasiado poco».

3) Finalmente, Rahner intenta esbozar algo de la meta hacia la que deberíamos movernos o de la Iglesia que podría nacer de todo lo anterior. Esta quiere ser una parte imaginativa, más que propiamente profetizadora. Pero deliberadamente elijo algunas tomas de postura sobre temas muy de hoy, para que se lea el libro buscando su fundamentación teológica: «No está claro que los divorciados vueltos a casar no puedan ser admitidos en ningún caso a los sacramentos mientras persistan en el segundo matrimonio». Además: «Las posibilidades existentes, incluso para una conciencia cristiana, con respecto a las leyes penales civiles contra la interrupción del embarazo no están tan claras como a veces se pretende» (los subrayados son siempre del original). También enfocar el tema del celibato ministerial desde aquello que, según el Código de derecho canónico constituye la ley suprema de la Iglesia: «la salud de las almas», y no desde el aferrarse a tradiciones que, por muy respetables que sean, pueden convertirse en contrarias a la voluntad de Dios. O que «fundamentalmente no veo ningún motivo para contestar negativamente» a la pregunta sobre el ministerio presbiteral de la mujer. Incluso la pregunta de si Cáritas (que es una de las glorias de la Iglesia, como Rahner reconoce) no puede actuar a veces «manteniendo el sistema, cuando lo conveniente sería cambiarlo»…

Todas estas y otras propuestas ¡son de 1971! Por eso nos llevan a preguntarnos por dónde habrían ido las cosas si no se las hubiese «metido en el congelador», como antes dije. Quisiera notar además la prudencia con que habla Rahner. Nunca da por decisivas sus posturas de una manera dogmática o fundamentalista. Solo pretende decir que el tema está abierto y debe ser pensado y discutido.

Y desde ahí es fácil configurar mínimamente una necesaria Iglesia del futuro: aquella en que la porción de Iglesia hasta ahora oficialmente excluida sea reconocida como legítima. Dicho con lenguaje del Nuevo Testamento, Rahner reclama que no solo se considere como Iglesia a la facción «de Santiago», sino también a la facción «de Pablo». En este marco, el ministerio petrino recuperaría su papel de creador de unidad, con un discurso semejante al que pronunció Pedro en la asamblea de Jerusalén del año 49: «También a ellos se les ha dado el Espíritu» (hoy ellos ya no son los paganos, sino el otro sector vilipendiado de la Iglesia); además, «no nos salvamos por cumplir la ley, sino por el amor de Dios», y por eso sería «tentar a Dios imponer yugos que ni nosotros somos capaces de llevar» (cf. Hch 15,8-11). Lo cual no es una invitación al laxismo, sino a que aquello que nos exija sean las demandas del amor (que resume toda la moral) y no las de una simple ley moral.

En definitiva, mucho sería si la Iglesia del futuro fuera una Iglesia «en la que todos caben» y no solo los de la facción más conservadora o más reaccionaria. Y eso sí que parece que se está consiguiendo desde la llegada de Francisco a la sede de Pedro, porque es persona más cercana a la visión que hoy llamaríamos paulina que a la que llamaríamos santiagueña. De ahí las alegrías y las expectativas que ha despertado.

No es este momento de profetizar cuáles de las demandas pendientes se conseguirán ni cuándo. Por lo general, la historia y las grandes instituciones en ella suelen moverse como plantígrados, y esto es algo duro de aceptar. Incluso cuando el Espíritu parece que se cansa y nos manda un viento como el de Pentecostés, nuestra reacción humana suele ser más la de protegernos del viento que la de dejarnos llevar por él. Pero aceptar esta dureza de lo real suele ser la prueba de que buscamos el reinado de Dios y no el nuestro propio.

Desde aquí invito al lector a pasar y a disfrutar la ópera que sigue. Sin prisas ni curiosidades impacientes, sino procurando paladear cada melodía y cada tema.

 

JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS,

Sant Cugat, abril de 2014

PRÓLOGO

 

El tema que se ha propuesto tratar el autor en este pequeño libro se deduce del título y de las primeras páginas del libro mismo. De momento no hay nada que añadir. Pero, al entregarlo al lector, el autor no sabe qué le ocurrirá al libro. Quizá muchos lo encuentren demasiado «progresista» y «de izquierdas» (eclesialmente) y, en cambio, otros demasiado conservador. Muchos dirán que yo tampoco conozco el futuro de la Iglesia, del cual hablo. Y en eso tienen razón, pues no soy ningún profeta, y, en último término, el futuro de la Iglesia es objeto de una esperanza contra toda esperanza y no cuestión de futurología. Otros dirán que la temática ha sido elegida de un modo arbitrario y no muy razonable. ¿Qué se puede objetar a eso? De todas formas, a quien hace tal crítica se le puede preguntar cómo debía haberse hecho, según su opinión, una elección más correcta y por qué su elección ha de ser necesariamente convincente. La respuesta interesaría mucho al autor. Es claro que la temática está limitada a las cuestiones que se presentan como más acuciantes en Alemania. El autor es consciente también de que los temas del libro no quedan agotados con este, y que se necesitaría que otros teólogos y cristianos y hombres de Iglesia se ocuparan también de ellos. Solo así puede ir surgiendo en la Iglesia, lenta, pero marcadamente, una conciencia colectiva de cuáles han de ser las ideas fundamentales a las que se ha de ajustar hoy la actuación de cara al futuro, para que las diversas opciones tengan una cierta coherencia y no se limite uno a «seguir tirando» precisamente cuando el cristiano puede y debe prever y planificar.

 

KARL RAHNER

INTRODUCCIÓN

LA PROBLEMÁTICA
DEL SÍNODO ALEMÁN

 

Aunque lo que configurará el destino de la Iglesia alemana en las próximas décadas será el Espíritu de Dios, la fe, la esperanza y el amor verificados en la vida, mucho más que todas las determinaciones del Sínodo, por muy buenas que esperamos sean, y aunque el Espíritu de Dios mismo ha de traducir aún en espíritu y vida de la Iglesia todas esas determinaciones, si es que no han de quedarse en mero papel escrito; con todo, este Sínodo es un acontecimiento importante en la historia de la Iglesia alemana. O mejor: ha de ser acontecimiento importante. Y esto solo es posible si con toda la fuerza del espíritu y del corazón con que contamos nos ponemos a trabajar en las tareas que este Sínodo nos plantea.

Ahora bien, me parece que ocurre lo siguiente (ojalá me equivoque en mi temor): los participantes en el Sínodo se han volcado en las cuestiones concretas en cuanto concretas con un celo tal que la tarea global única corre peligro de no penetrar con suficiente claridad en la conciencia del Sínodo. Hasta ahora, la presidencia y la comisión central del Sínodo se han ocupado sobre todo de las cuestiones organizativas y jurídicas. Un plan básico claro de la tarea del Sínodo en su unidad y globalidad se ha hecho patente en la conciencia tan solo de un modo marginal, en cuanto que por lo menos la comisión central ha empezado a pensar cuántas y cuáles de las propuestas han de ser tomadas seriamente en consideración, de cuánto tiempo se dispone como máximo para la duración del Sínodo, con la consiguiente limitación en la amplitud de los temas a tratar. La noticia que tengo es que las diversas comisiones de peritos se han consagrado de inmediato a la problemática respectiva, preparando o tomando en consideración propuestas concretas, sin haberse planteado siquiera qué lugar y qué rango puede y debe tener la temática respectiva en una concepción global del Sínodo. Las líneas maestras han quedado así en la oscuridad, tanto más cuanto que el cometido del Sínodo mencionado en sus estatutos es demasiado general y evidente como para poder pensar que con repetir esa frase de los estatutos se conoce realmente lo que ha de hacer el Sínodo. El catálogo de temas preparado en enero de 1971, antes de comenzar el Sínodo, por la segunda comisión preparatoria, y que ha de ser indicativo para las comisiones de trabajo, es desde luego muy bueno en su casi inabarcable material; pero, permítaseme decirlo, con tantos árboles no deja ver el bosque, no ofrece un criterio selectivo para la problemática casi ilimitada que desarrolla. Quizá se hubiera podido pensar que la comisión primera tenía como tarea plantearse esa concepción fundamental del Sínodo. Pero, aparte de que también a esta comisión se le ha remitido una gran cantidad de problemas concretos, que pueden reclamar y de hecho han reclamado toda su capacidad de trabajo, la cuestión que trasciende todo lo demás acerca del único sentido y la única tarea del Sínodo, acerca de su concepción fundamental, no ha sido planteada ni tampoco contestada, al menos de hecho, por esta comisión primera.

¿Puede el Sínodo salir del paso sin una tal concepción fundamental? ¿Puede simplemente volcarse en el trabajo en torno a cuestiones concretas, impulsado por los miles de problemas cotidianos de la Iglesia actual, sin saber cuáles son las más acuciantes, sin saber en qué dirección fundamental han de responderse, sin saber qué criterios básicos permiten conjugar el deber de conservar la tradición y la necesidad de configurar creativamente el futuro? Si he de ser honrado debo decir que, al comenzar su primera sesión de trabajo, el Sínodo me pareció (aunque toda comparación es inexacta) como un parlamento que no tuviera gobierno, que no eligiera tampoco a ninguno o, si se prefiere considerar a la presidencia elegida por el Sínodo como una especie de gobierno, que no escuchara de ese gobierno una declaración programática inicial. Si uno objetase que la comparación es demasiado inexacta, con todo seguiría siendo cierto que al menos hasta ahora el Sínodo no se ha dado a sí mismo unas líneas maestras (que no sean ya evidentes de por sí, sino que se obtengan mediante una opción, tras una profunda deliberación), y es claro que tampoco tiene el propósito de hacerlo ni posee un órgano o un instrumento adecuado para encontrar y resolver algo así.

No se puede afirmar que una tal concepción fundamental es superflua de por sí en cuanto tema concreto y que su posible contenido repercute como entelequia interna en las deliberaciones y resoluciones de las propuestas concretas; que, en definitiva, solo puede elaborarse y encontrarse realmente en ese material concreto, de modo que la reflexión sobre esa entelequia latente, que repercute en las propuestas concretas, solo puede abordarse, a lo sumo, a posteriori, al final del Sínodo. Pero esto no excluye ni hace superfluo que se tenga al comienzo del Sínodo una primera reflexión sobre los principios más básicos que han de fundamentar el trabajo en las cuestiones concretas del Sínodo. En caso contrario se corre peligro de que el Sínodo, sin una figura propia real, se divida en grupos, cada uno de los cuales se ocupe de su propio asunto, haciendo luego que al final los amorfos resultados de su trabajo sean confirmados por los demás grupos, que (llamándose comisiones de trabajo) en último término están desinteresados por el trabajo y las resoluciones de los otros grupos y no poseen tampoco ningún criterio para juzgar la labor de los demás. Para el trabajo del Sínodo se ha de tener ante los ojos unas líneas maestras, una orientación fundamental, unas normas últimas de selección del trabajo. Si no, pueden esperarse del Sínodo, a lo sumo, algunos resultados concretos buenos, pero habría de renunciarse a la esperanza de que el Sínodo señale un camino fundamental a la Iglesia alemana para las próximas décadas y de que, con directrices jurídicamente vinculantes, fuerce la marcha por ese camino y no por ningún otro.

No se diga tampoco, finalmente, que esa concepción fundamental viene ya suficientemente dada por la fe cristiana y católica, que todos nosotros confesamos, y por las declaraciones y decretos del Concilio Vaticano II, que el Sínodo se propone aplicar a las circunstancias alemanas. Naturalmente que ambas cosas, vinculantes, aunque en forma muy diferenciada, enmarcan en cierto modo para nosotros el ámbito dentro del cual se han de mantener el trabajo y las resoluciones del Sínodo y proporcionan ciertos impulsos fundamentales para su trabajo. Pero con ello no se ponen de manifiesto todavía esas líneas maestras necesarias al Sínodo. Por de pronto, la fe católica es demasiado general para ello, aun prescindiendo de que normas y leyes más concretas, por mucho que hayan de concordar con esa fe, no pueden ser, ni de hecho son, siempre meras consecuencias lógicas de los principios de la fe, sino que llevan inherente la irrepetibilidad de lo histórico concreto y del acto libre que las establece. Es asimismo evidente que el Concilio Vaticano II no puede ahorrarnos el esfuerzo de inquirir esa concepción básica. Cierto que el Concilio tiene para la Iglesia en general, y, por tanto, también para la Iglesia alemana, un significado permanente, el cual (si es lícito expresarse así) no debe devaluarse ni desde la derecha ni desde la izquierda. Pero muchas de las determinaciones positivas del Concilio, bien pensado, están ya superadas; basta considerar, por ejemplo, el decreto sobre liturgia. Mucho de lo que hay en los decretos conciliares son solo enunciados sobre la fe cristiana, y aun esto bajo unos presupuestos y unos horizontes de comprensión que no pueden pretender seguir siendo los de hoy y los de mañana. Y, en todo caso, las declaraciones de un Concilio que se dirige a la Iglesia entera son demasiado generales como para pensar en atribuirles de un modo directo e inmediato el valor de normas concretas. Tanto no nos alivia este gran Concilio nuestra tarea.

Hay que hacer notar aún otro punto de vista. En el Sínodo no hay por principio partidos ni facciones formales. Cierto que puede tenerse la impresión de que haya uno: el episcopado, que además hasta ahora pretende suscitar y mantener la impresión de que en todas las cuestiones tiene una opinión unitaria, que luego da a conocer enseguida al comienzo de las deliberaciones sobre cada propuesta concreta. Pero es de suponer que el grupo de los obispos en el Sínodo negará la intención de constituir una facción cerrada en el Sínodo. Y es de esperar también que esta aseveración se vaya haciendo más evidente que hasta ahora a medida que transcurren las deliberaciones sinodales. Sería extraño que en todas las cuestiones concretas, incluso de menor importancia, los obispos fuesen todos de la misma opinión. Si esa opinión fuese ya correcta de antemano, el Sínodo podría disolverse inmediatamente, dejando todas las decisiones a los obispos. Pero si se admite que esa opinión unitaria no necesariamente ha de ser correcta cuando se juzga de un modo objetivo, entonces es aún más de admirar que se tome de forma tan unánime. Surge la pregunta de si esa unanimidad no procede de causas que no tienen nada o muy poco que ver con el asunto de que se trata, es decir, está precisamente pretendida por un grupo que quiere hacer siempre el efecto de un grupo cerrado, esto es, de una facción, de un partido. Se tienen entonces dos cosas: primero, una tal facción cerrada no podría echar en cara a otros miembros del Sínodo que se reúnan en un grupo más o menos formal para hacer valer de un modo efectivo sus opiniones y tendencias, puesto que no se puede presuponer que una opinión divergente de la del grupo de los obispos sea ya de antemano incorrecta y falsa. Y segundo, sería de desear que tanto la facción de los obispos como otros grupos legítimos conciban y expresen claramente algo así como un programa de principios, para que en las decisiones concretas pueda saberse en virtud de qué principios han sido tomadas. Es evidente que para fundamentar esas decisiones concretas no basta por sí solo el remitirse a la fe común, a las declaraciones del Vaticano II, a las razones objetivas inmediatas de una decisión, para hacer comprensible la opinión sobre una cuestión concreta. Si uno desarrolla algo así como un programa de principios, naturalmente lo que formula es por de pronto tan solo su propia opinión, sobre todo si no es obispo. Pero el mero hecho de enunciarla podría quizá suscitar en otros una reflexión sobre la orientación fundamental deseable para el Sínodo en sus decisiones concretas; podría hacer más patente a partir de qué actitudes básicas, muchas veces no hechas realmente conscientes, surgen las decisiones concretas.

Es claro que mi propósito y mi

Hay que añadir aún unas observaciones previas a estas consideraciones que nos proponemos hacer con vistas a una concepción fundamental del Sínodo. Estas consideraciones son fragmentarias, han de hablar de las cosas más diversas, con lo que uno solo no puede ser especialista en todas las disciplinas relacionadas con estas realidades complejas. Estas consideraciones no pueden por sí solas salvar el abismo que separa irremisiblemente la razón teórica y la práctica. Estas consideraciones no son profecías de alguien que pretenda saber ya lo que traerán los acontecimientos de las próximas décadas. Si parte de estas consideraciones les pueden parecer utópicas a otros, he de decir que también las utopías pueden ser grandes fuerzas históricas, que pueden ser hoy el chispazo de las posibilidades de mañana, y que por mi parte lo que hago es más bien lamentar que el cansancio y la resignación de mi edad no pueden ofrecer más en el terreno de la utopía que no temer haberme mantenido demasiado poco con los pies en el llamado suelo de las realidades y de las posibilidades reales.

Lo que quiero exponer aquí puede muy bien dividirse en tres partes, correspondiendo a tres preguntas: 1) ¿Dónde nos encontramos?; 2) ¿Qué hemos de hacer?, y 3) ¿Cómo imaginar la Iglesia del futuro? No diremos ya más por ahora sobre la justificación mínima de las tres partes de la reflexión que vamos a emprender, sobre el sentido de cada pregunta y de sus consecuencias. Basta para aclararlo con observar que la segunda parte se ocupa del futuro próximo, de sus tareas y posibilidades, mientras que la tercera asoma la mirada a un futuro más lejano.