PRESENTACIÓN

 

El título de este libro quiere decir tres cosas: la primera, que Jesucristo debe ser un personaje de la escuela española y no lo es. Es decir, si me ciñera a la historia de la literatura, yo quiero que en la escuela se estudie El hijo pródigo de san Lucas junto a La divina comedia de Dante, Fuenteovejuna de Lope de Vega, Confieso que he vivido de Pablo Neruda, Cien años de soledad de García Márquez y los demás. Que, al menos, Cristo (no ya Jesús de Nazaret, sino aquel hombre tenido por muchos como el Mesías) sea tan conocido como lo son Homero, Platón, Mahoma, Cervantes, Cristóbal Colón, y como debieran serlo también otros personajes incluso más actuales e influyentes en la historia como Hitler, Gandhi, Nelson Mandela o el presidente Bush.

Ya sé que estos ejemplos no convencerán mucho y, lo que es peor, que nos costaría trabajo averiguar cuáles son realmente los personajes presentes e influyentes de verdad en la escuela española actual. (Siempre entiendo por escuela la obligatoria hasta los 14 años, hoy 16, de las chicas y chicos de este país.) El lector más escéptico rechazará mi lista entera diciendo que, cuando llegan a la universidad, los alumnos actuales no saben nada de nada ni de nadie, pero en esa evaluación tan negativa no quiero entrar ahora.

La segunda cosa es que «resulta inaceptable que en el año 2000 haya todavía más de 113 millones de niños sin acceso a la enseñanza primaria y 880 millones de adultos analfabetos» (Foro Mundial sobre la Educación, Dakar, Senegal, 26-28 de abril de 2000). «La cifra de 72 millones de niños no escolarizados presentada para el año 2005 y publicada en el Informe de Seguimiento de la Educación para todos en el mundo ha sido corregida hasta alcanzar los 77 millones, basada en las nuevas estimaciones de población presentadas por la División de Población de la Naciones Unidas (PNUD) en 2007» (UNESCO, 16 de mayor de 2008). Pues bien, así dice el evangelio de san Mateo 25,45: «Os lo aseguro: cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de esos más humildes, dejasteis de hacerlo conmigo».

Y lo tercero que quiere decir este libro es que muchas religiosas y religiosos, ¡y laicos! –mediante sus escuelas católicas–, han llevado a Jesucristo y su Evangelio «por todo el mundo» (Mc 16,15). Le oyeron decir un día «sígueme» (Mt 9,9) y consagraron sus vidas a la escuela católica. Pero seguirle no es fácil, y Jesucristo mismo advirtió de la dificultad de distinguirle en los ignorantes, hambrientos, sedientos, pobres, encarcelados, inmigrantes (Mt 25,31ss), y no donde falsos profetas le señalan una y otra vez y no está (Lc 17,20-23). Así que le ponemos falta donde no hay escuela o no es de las nuestras, y sin embargo puede que él asista puntualmente a donde están sus hermanos más humildes y hasta puede que se aleje de nuestras clases. Afortunadamente, el Espíritu del Señor llena la tierra; percibir esa otra presencia suya –no institucional, gratuita, llena de gracia– nos es muy urgente.

Estas dos últimas aportaciones del libro pertenecen de lleno a un sector gris de la teología, poco cultivado y confuso, al que podríamos llamar teología de la educación, pero cuyo nombre requiere enseguida alguna explicación 1. De hecho, es bastante improbable que exista en la Escritura –e incluso en el conjunto de la tradición– alguna idea revelada de educación que podamos proponer como cristiana a los demás. Y, desde luego, el título de este libro ni siquiera pretende reconstruir si Jesús fue o no fue a la escuela y qué clase de escuela –pública o católica– pudo ser aquella. Pero aunque el concepto de educación cristiana no exista en el depósito de la revelación, los teólogos –especialmente los pastoralistas– deben preguntarse dónde está el Espíritu del Señor, qué alienta y cómo actúa hoy entre nosotros y los demás hombres. Porque ciertamente «no duerme ni reposa el guardián de Israel» (Sal 121,4) y «su Espíritu sopla donde quiere» (Jn 3,8), para «que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4).

Por eso los cristianos tenemos que rectificar y ajustar una y otra vez nuestro ministerio actual en las escuelas con arreglo a esa Presencia, vislumbrada aquí y allá, del que «lo llena todo» (Sab 1,7), y no solo con arreglo a una doctrina previa de nuestra fe. La teología de la educación, como teología pastoral, no pretende investigar en el depósito de la Tradición cristiana –ni siquiera en la Escritura– los ideales y proyectos de la revelación divina sobre la familia, la sociedad, el trabajo, la educación, la escuela, etc., para luego realizarlos en la vida. Más bien procede a la inversa: desde la realidad actual concreta busca comprender el soplo del Espíritu, el aliento divino que tampoco hoy cesa de animar la salvación del género humano. Es decir, la teología pastoral (y con ella la teología de la educación) se hace; no se da ni se aprende una vez hecha. No hay piloto automático en ninguna tarea de la Iglesia, y menos entre los ámbitos más seculares, como el de la educación.

En última instancia, es cada una de las comunidades cristianas la que se ha de poner a la escucha de la Palabra de Dios –siempre en hechos y palabras íntimamente unidas– en sus propios contextos determinados y concretos. ¿Cómo vive y encarna cada comunidad su fe, su relación con Dios, en tales circunstancias? ¿Qué factores la ayudan, estorban o, en cualquier caso, la condicionan, para bien o para mal? Cualquier escuela concreta gestionada por cristianos en un momento histórico y en un lugar determinados puede y debe hacerse estas preguntas una y otra vez. Nada debe escaparse a su consideración, porque todo influye en esa maravillosa relación con Dios Trinidad que –mejor o peor– viven esos creyentes. Tales leyes de educación, ese barrio urbano o pueblo rural, los horarios, el número de alumnos, el plan de estudios, los profesores auxiliares, los costes del colegio, etc. han de verse a la luz de la Palabra que es Cristo, encarnada como hombre en una historia también concreta. Tal contraste suscitará, sin duda, en cada comunidad nuevas iniciativas y reformas.

Ninguno de estos tres pasos –lectura teológica de la situación, contraste con la Palabra y rectificación de la acción– va a ser fácil ni mecánico. Se necesita la sensibilidad de la fe, de la esperanza y de la caridad junto a un análisis riguroso mediante las ciencias humanas (sociología, pedagogía, semiótica, etc.); y se necesita un buen conocimiento de la Escritura y de la enseñanza de la Iglesia; también, y por fin, cierta sabiduría de la acción grupal. Todo ello se aprende sobre la marcha y en la comunidad, si es que tiene la suficiente autocrítica y alguna preocupación notable por el Reino de los cielos y su justicia (Mt 6,33).

Pues bien, en estas páginas no podemos ceñirnos a una sola comunidad educativa ni hacer una teología de la educación para todas ellas. Pero el método es común, y aquí lo aplicamos a un ámbito mayor, el contexto español y occidental, para 1) buscar y adivinar en él al Resucitado, 2) contrastar lo vislumbrado con su Palabra, y 3) disponer cuanto tenemos que corregir y cambiar. Seguimos habitualmente estos tres pasos, pero sin hacer de ellos un mecanismo forzoso, sino un estilo de reflexión. No se trata de aplicar a la acción recetas dogmáticas previas, sino una sensibilidad especial de la esperanza, del amor y de la fe en medio de lo humano, hasta poder decir con entusiasmo: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7).

Aceptar la secularización de nuestro mundo y la autonomía de las realidades terrenas (GS 36) puede habernos llevado al error de separar lo profano de lo sagrado y a amurallarnos tras este último. (En nuestro caso, la escuela sería profana, pero la católica no.) En cambio, el creyente sabe que ha de vivir en medio del mundo; y que la teología de las realidades terrenas no sirve para distinguir las buenas realidades de las malas y construir un territorio cristiano, sino para aprender a distinguir las señales del Reino y a ser mejores cristianos –luz, sal y levadura– en una única tierra secular.

Pues bien, sin duda alguna, la educación y la escuela son un terreno profano, por más que queramos bautizar algunas de sus formas. ¿Acaso no actúa el Señor en todo ello? (GS 21e). Hay que otear mejor la secularidad de la educación para fermentarla, es decir, para llenarla de la misericordia de Dios y enseñar al que no sabe, dar de comer al hambriento, de beber al sediento, posada al peregrino y la mejor escuela a los pobres.

Por fin, también la señalada ausencia de Cristo de los programas escolares afecta a la teología de la educación. ¿Debemos exigir la figura de Cristo solo para nosotros o integrarla en la cultura general? ¿Hacer valer nuestro derecho democrático dentro del pluralismo social o nuestro afán de servicio a todos en medio de la ciudad secular?

Si alguno de los textos siguientes ya fue publicado, ahora está revisado y recreado con libertad (además de señalado en cada caso).

I

LA ESCUELA ES UN ARMA

POSTURAS CRISTIANAS

 

¡Ojalá sirva este capítulo a las comunidades educativas concretas que quieran hacer su propia teología pastoral mientras caminan! Examinamos la naturaleza actual y social (no teórica, ni antropológica, ni pedagógica, ni didáctica…) de la educación escolar; así como sus consecuencias para los cristianos llamados a esta tarea.

El hecho principal, que afecta a la naturaleza social de la escuela –y hoy incontrovertible–, es que las autoridades políticas, los Estados modernos, se han hecho cargo, a lo largo del siglo XX, de la educación escolar de todos los niños, aunque no lo hayan logrado todavía, por desgracia; lo que, además de obvio, es fuente de enormes injusticias. Y el hecho secundario, no menos importante que el anterior, es que la educación –hoy en manos del Estado y antes en las de cualquier otro (desde la familia a los gremios, los monasterios y demás agentes educativos)– oscila siempre entre servir a la liberación o a la domesticación. Pero la novedad de nuestra aldea global y de la potencia del Estado actual agrava el fenómeno.

Las consecuencias para los cristianos de la enseñanza se preveían desde hace mucho tiempo, al menos desde el final de la segunda guerra mundial. Y nos tememos, sin entrar en juicios temerarios, que los cristianos no hemos afrontado las reformas enérgicas exigidas a nuestra tarea educativa por la nueva situación occidental, al menos en tres aspectos clave:

1) La dedicación a los pobres (hoy necesidad urgente de su admisión en la escuela católica), visto que los Estados no iban a lograr de la noche a la mañana una justicia equitativa (y compensatoria) en lo educativo, si es que les interesa realmente hacerlo. Este aspecto toca, como es natural, no ya las dimensiones nacionales del sistema educativo, sino también las dimensiones coloniales de la Europa de la segunda posguerra, especialmente en África. Una vez más, los misioneros cristianos han edificado allí nuestra fe, esperanza y caridad, también con la acción educativa, por más que haya sido solo simbólica.

2) El carácter crítico y liberador que era necesario introducir en la escuela, no solo por razones ideológico-religiosas (como en la URSS), sino especialmente relativas a la invasión neoliberal y consumista del sistema capitalista occidental.

3) Mantener el Evangelio en la nueva cultura secularizada de las nuevas escuelas estatales. No era suficiente solución –a mi juicio– crear nuestra alternativa escolar confesional, sino mantener la voz cultural del Evangelio en la ciudad y en la escuela secular. No hemos sabido hacerlo. ¿Lo hemos intentado?

Algunas de las líneas que siguen tienen un origen añejo para probar la urgencia con que debimos responder a tiempo a las novedades de la historia. Prueban también la acumulación de años en su autor, que acaba de cumplir cuarenta de sacerdocio en las Escuelas Pías (gratuitas) del gran Calasanz, también un gigante de la teología de la educación en su época.

1

EXPERIENCIA PERSONAL EN UNA ESCUELA DIFERENTE

 

La pretensión educadora de las escuelas ya se ha discutido muchas veces, pero en la actualidad resulta ya insufrible el afán (social y político) de que las escuelas formen (y clonen) el tipo de personas que la sociedad parece desear. Afortunadamente no sale bien, pero en el lenguaje habitual se mezclan y confunden entre sí constantemente dos vocabularios: el de las escuelas, con términos como «instrucción», «aprendizaje» y «enseñanza de conocimientos, destrezas y valores»; y el de la vida misma, con términos antropológicos de más calado, como «formación» y «educación». Esta última –confundida con el adiestramiento escolar– se convierte en domesticación.

Separar las formas de hablar y los vocabularios no va a ser nada fácil, pero distinguir entre sí ambos fenómenos es muy urgente. A ello he dedicado recientemente mi Educar es otra cosa. Manual alternativo entre Calasanz, Freire y Milani (Madrid, Ed. Popular, 2007).

Los maestros y profesores se sienten agobiados bajo la imposible tarea y responsabilidad de educar a otros, y, mientras tanto, en sus escuelas se enseña y se aprende poco. Recibí el gran regalo de aprender todo esto antes de reflexionar sobre ello. Hoy mi ilusión secreta es que la enseñanza escolar, si es posible, también nos sirva para educarnos.

 

 

UNA EDUCACIÓN QUE NOS DÉ VIDA 2

 

Fue para mí una suerte poder contemplar de cerca durante veinte años (1971-1990) el revivir de muchos chicos desahuciados ya a sus catorce por padres y maestros, y hasta por sí mismos, y condenados a una especie de derrota asegurada: «No vale para los estudios, pónganlo a trabajar», «si no aprovechas ahora, te tocará una azada, como a tu padre: toda tu vida de sol a sol y un rato al bar o a la televisión por las noches».

Fracasados escolares. Chicos rurales, ya en época de democracia, condenados de antemano a no saber más que de un trabajo físico; a un vida sin salida y, lo que es peor, a una vida sin relieves, a ras de tierra en todos los sentidos, en pueblos despoblados. Nunca un libro ni una conversación de mayor profundidad; ni viajes al mar, ni a la montaña, ni al extranjero a ver otras culturas. Nunca un amigo de nivel distinto, ni intercambio social, ni experiencias artísticas ni probablemente religiosas; y escasas en amor: las hermanas huían más fácilmente a servir en las casas burguesas de la ciudad, y ya no los querían ni de novios. «Atónitos palurdos sin danzas ni canciones» los había descrito años atrás Antonio Machado.

Eran las mías las décadas de 1970 y 1980 en campos de Salamanca. Muchos de sus padres les hacían la recomendación del estudio –sin mucha convicción– desde Suiza y Alemania, a donde ellos mismos se habían ido huyendo de esa muerte más que anunciada. La que despobló el campo español drásticamente entre los sesenta y los noventa. Solos se quedaron los viejos en los pueblos y casi nadie más. Para estos chicos hubo luego concentraciones escolares en las cabeceras de comarca y autobuses que los llevaban y traían por malas carreteras. Algún accidente en la vía del tren se llevó un buen puñado de ellos en esos mismos años salmantinos (21 de diciembre de 1978).

Los marcos alemanes y la transformación industrial del campo, las becas socialistas para los más capaces y, sobre todo, la imposibilidad material de seguir en los pueblos arrastraron a muchos de esos jóvenes a vivir otras vidas; como camareros en los hoteles de la costa, mecánicos, electricistas, camioneros y obreros de la construcción aquí o allá, esquivaron un poco la muerte adivinada. Y vivieron con más dinero. ¿Era eso vida? Y acaso los estudios, los libros y colegios ¿aseguran la vida a los que aprueban, y hubieran salvado también a estos?

El llamado fracaso escolar ha sido (y es) una lacra persistente en España: mayor fracaso del sistema que de sus víctimas. Hoy sabemos que son un 40% aproximadamente los escolares que abandonan sin éxito la educación obligatoria; en el medio rural y en los márgenes urbanos, la mayoría.

Antes de 1970 era obligatoria la escuela hasta los 12 años, y a los 10 ingresaban en bachillerato los pocos que pensaban seguir en la universidad. La Ley General de Educación de Villar Palasí, en 1970, prolongó hasta los 14 una escuela común para todos. Pero hasta los años ochenta no tuvo cada niño una escuela normal; muchas, antes, eran unitarias: diferentes edades se repartían el mismo maestro y aula en muchos pueblos. La estadística no sabía contar a los que ya no volvían en octubre y decía solo que un 23% de los matriculados en 8º curso no alcanzaba el diploma de graduado escolar; pero eran muchísimos los que nunca llegaron a matricularse en 8º. La ley orgánica socialista de 1990 (LOGSE) decretó una imposible igualdad y promoción automática para todos hasta los 16 años. En diciembre de 2002, una Ley «popular» de Calidad Educativa (LOCE) trató de nuevo de separar a buenos y malos estudiantes a los 14. Recientemente, en 2006, los socialistas, tras derogar esa anterior, promulgan una nueva ley (LOE) que corrige un poco la suya anterior en aras de mayor eficacia contra el fracaso. Más de treinta años a vueltas con la escuela para hacerla de todos, y ni siquiera eso conseguido.

¿Y hacerla vida? Ah, no, para eso la escuela no sirve. Aún sería más grave perder a tantos si los libros y las notas sirvieran para dar vida. En todos estos años, la educación y su concepto mismo se han politizado del todo y se han puesto al servicio del mercado laboral, no de la vida. (La reciente LOE [2006] introduce el término competencias para formular los objetivos de la educación escolar. Ha sido a petición del competitivo mercado laboral.) Por lo demás, los proemios de todas esas leyes lo dejan claro. ¡Qué lástima que el Ministerio competente no haya recuperado también su viejo nombre de Instrucción Pública! Porque la educación es otra cosa. No haberlo comprendido a tiempo ha terminado casi con las comunidades de religiosos y religiosas dedicados a la enseñanza. Generosos y muchos aquí en España, hoy, funcionarios en su domicilio, regentan sus colegios como franquicias de una sola marca, casi una transnacional docente que selecciona, domestica y transmite saberes sectoriales a los chicos.

La retórica educativa –y a veces la cristiana– no escatima palabras para describir el humanismo de la educación, pero ya todos saben que no es verdad. A pesar del nivel tecnológico, del número de universitarios y del ímpetu profesional que estos alcanzan, todos nos quejamos de la falta de valores en la juventud y de la pérdida de humanidad y humanidades en esta sociedad consumista. La vocación educadora sufre desde hace años escasez y psicosis.

Mi suerte fue saberlo con aquellos muchachos: que educarse no es aprender. Ni educar es enseñar ni transmitir; ni conocimientos, ni destrezas, ni siquiera valores. Que educarse es vivir y darse cuenta. Porque vivir, existir, salir de sí, educir, es conocer y amar esas relaciones con la naturaleza, con los demás y con Dios, en las que nos sostenemos y crecemos; un disfrutar diario inacabable, mientras se escucha y se responde a cuanto nos llama y, al mismo tiempo, tratamos de llamarlo nosotros por su verdadero nombre. Así surge cada persona con las demás: al vencer la ceguera y sordera, mudez y tullimiento del barro primordial y de la nada; y el aislamiento y egoísmo del perdido, para acudir al gran banquete de alegría (como describe el Evangelio).

Por eso el permanente educir de sí, al que queremos volver a llamar educación, es un proceso social y personal de inteligencia (concientización decía Paulo Freire) y de decisión (moral), porque incluye realizar opciones comprometidas. Se trata de mirar y escuchar, de conocer, pero también de responder y de actuar, de salir al encuentro de los otros y de compartir con ellos actitudes y valores. Me gusta describirlo así: nos educamos juntos cuando afrontamos los desafíos de la vida colectiva. Así descrito sirve para cuando sale bien y cuando sale mal, porque irremisiblemente nos educamos o nos maleducamos mientras vivimos juntos.

Se trata, sin duda, de un proceso (pedagógico) adherido a la vida; de un proceso unitario totalizador, no fragmentado en asignaturas, cursos, grupos de edades o, menos aún (aunque influyan demasiado), separado por ideologías familiares o clases sociales. Un proceso caracterizado por la toma de conciencia de las relaciones que nos sostienen y nos advienen en el vivir. Unas ya están presentes o nos preceden (en el lenguaje y en la cultura materna), con las personas que nos son cercanas, con el entorno ambiental, incluso con Dios (como también anota P. Freire). Otras muchas se mantienen en el anonimato, ya sea por nuestra incuria o por quienes nos dibujan el mundo y las camuflan (con la escuela y los medios de comunicación); son relaciones con la naturaleza, saqueada o no, con los trabajadores que nos aportan alimento y vestido y casa y transporte... o con quienes perdieron sus tierras y las guerras (o las ganan), y así condicionan los precios de nuestro bienestar.

Ya nos hemos acostumbrado a una escuela programada y transmisora de saber sabido y de vida hecha; reproductora social para agregar los chicos a la vida adulta, provistos del bagaje necesario –según los grandes– y así fortalecer el bienestar económico. Ya quiso Platón poner la educación en manos del tirano de Siracusa para hacer su Utopía; y nuestros últimos cuarenta años lo han intentado sin pudor. Pero esa escuela politizada merece dura crítica al pretender sin tiento acotar el inmenso ámbito de las relaciones humanas y clonar modelos humanos e ideales sociales, y hurgar en lo profundo de las almas para ello. El fracaso escolar, solo como concepto, es prueba del absurdo: ¿cómo va a ser posible que unos sí sirvan y otros no? Si se tratara de la licencia médica o del permiso para conducir, no diríamos nada; pero hablamos de una enseñanza general y básica para todos. El anhelo más profundo de esos chicos y chicas, gravemente frustrados antes de tiempo, se llama simplemente vivir. Quieren vivir.

Y vivir es disfrutar de esa inmensa red inacabable de conexiones personales que nos pide atención y cuidado, perdón y coraje, amor y compasión. Yo aprendí durante veinte años con aquellos chicos a vivir. Como el cura de Barbiana, Lorenzo Milani, solo traté de enseñarles los nombres del diccionario para que ellos nombraran las cosas y situaciones de la vida otra vez. La escuela suele dárnoslo ya todo nombrado, pero tarea de Adán (el hombre) y de Cristo (el hombre nuevo) es tomar conciencia de la relación con todo y nombrar el mundo una y otra vez (Gn 2,19ss): «Habéis oído que se dijo… pero yo os digo...» (Mt 5,21ss); «Ya no os llamaré siervos, sino amigos» (Jn 15,15); «¿Quién fue prójimo de aquel hombre?» (Lc 10,36).

Así que aprendí con los fracasados escolares de mis años salmantinos que la educación se confunde con la vida misma: que se deduce de uno mismo en ella y con los otros (también existe en castellano educir); que nadie educa a nadie (Paulo Freire); que nos educamos juntos y que no conviene aducir pretexto alguno para abducir, seducir o conducir a otro; ni para reducirle e inducir en él nuestras ideas; ni, mucho menos, para introducirse, reproducirse o traducirse en los demás. Sería el colmo hacerlo para producir más con ellos (aunque esa pueda ser la tendencia actual y confesa de las leyes de educación).

Pero el peor capítulo de la escuela clonante es su pretensión de tener un modelo previo de hombre para nuestro tiempo; un ideal y un ideario formativo rigurosamente programado de antemano para evaluar y controlar, nada menos que ¡la calidad! La idea del modelo responde solo a un sueño uniformista indeseable. Ya solo pretender educadores capaces de obtener tales copias nos asusta. ¿Acaso ellos pueden ser tan ejemplares y tan acabados como prometen sus idearios? La idea de estar ya educado para educar a los demás no responde a estar vivo, sino ahíto; y su posible eficacia nos repele. Aquí el evidente fracaso apunta salvación: con frecuencia los fracasados resultan ser felices; y mediocres en sus vidas los que aprobaban todo.

Tal vez no esté de más advertir de que algunos padres y madres de familia intentan con ahínco el mismo error en casa: modelar y moldear a sus hijos.

 

 

Contraste con la metafórica pedagogía divina

 

Pues bien, por el contrario, el modelo del hombre que confesamos en la fe cristiana es nada menos que la imagen de Dios (asimilable hasta la semejanza) a la que Adán fue hecho (Gn 1,26). La pedagogía de Dios que esto sugiere 3 ha reunido bajo esa cúspide del modelo divino insuperable el máximo de indeterminación, de libertad y de sencillez para todos los hombres. De hecho es indefinida e inagotable la diversidad de los santos que reproducen en sus vidas la imagen de Dios, que es Cristo. Y es admirable la libertad para la que el Señor nos liberó (Lc 1,74; Gál 5,1; Jn 8,36). Y sencillo el camino de la asimilación plena de su imagen, aunque nos extrañe. San Pablo lo explica en su prodigiosa síntesis de 2 Cor 3,4-4,6, gracias a la acogida y asimilación del Evangelio:

 

El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad... Todos nosotros [ministros del Evangelio], que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu... (3,17-18).

Y si todavía nuestro Evangelio está velado, lo está para los que se pierden, para los incrédulos cuyas inteligencias cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios (4,3ss).

 

Si algunos autores pudieron identificar la imagen de Dios en el hombre por sus cualidades espirituales de inteligencia y amor, Pablo la sitúa en pleno dinamismo de la historia mediante el ministerio del Evangelio; y san Ireneo en la corporeidad misma del hombre, en su carne plasmada por Dios en el paraíso con sus propias manos –el Verbo y el Espíritu– y necesitada del tiempo histórico para poder asimilar corporalmente la visión de Dios. «Gloria de Dios es el hombre viviente, y vida del hombre, la visión de Dios» (Adv. haer. V,20,7).

Así que la más honda pedagogía de Dios es guiar amablemente a la criatura humana hasta el encuentro con el Maestro, porque «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él» (Jn 3,16). Como el pedagogo lleva al maestro, la Ley lleva a Cristo (Gál 3,24) y tantas circunstancias de la vida nos remiten a él, aun sin saberlo 4.

El seguimiento de Jesús es nuestra salvación. La respuesta del Rabbí a los dos discípulos de Juan, «venid y lo veréis [donde vivo]» (precisamente eran «las cuatro de la tarde» en Jn 1,38s), culmina en sendas respuestas a Tomás y Felipe durante la última cena. Tomás pregunta: «No sabemos dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?». Y Felipe: «Muéstranos al Padre y nos basta». Jesús les responde: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida... El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (14,5-8).

Se trata, pues, siempre de un largo trayecto vital de encuentro progresivo del hombre con la presencia personal del amor de Dios, en su Palabra: formada con su Aliento (espíritu), primero hizo los cielos y la tierra, alentó luego el barro de Adán y le habló y, después, a los profetas; e hizo resplandecer el rostro de Moisés. Últimamente, en el Hijo, la Palabra de amor y de misericordia se hizo carne por ese mismo Aliento dado a su madre y a él, hasta resucitarle glorioso (Lc 1,35; Rom 1,4). Y es que la Palabra «contenía vida, y esa vida era la luz del hombre; que brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido» (Jn 1,4-5).

Esta misma pedagogía (dramática) de la Palabra la prolongan Pablo y los demás apóstoles en el resplandeciente ministerio del Evangelio: anuncio del reinado de Dios culminado en el amor de Cristo hasta el extremo (Jn 13,1). El pedagogo del Reino apunta con su dedo al sorprendente modelo del ecce homo, rey de los judíos, exhibido por Pilato «hecho un Cristo» (como en la voz popular) por su vaciamiento y entrega en amor a los suyos; pero resucitado y glorificado por Dios de entre los muertos.

Esa Palabra también se hizo carne en los muchos signos del Reino realizados por Jesús ante sus discípulos: dio vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos, movimiento al tullido, acogida y reconciliación al leproso y a los demás excluidos y pecadores (Mt 15,29-31), «hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52), vida a los muertos y rescate del no ser a los cautivos en el Hades (1 Pe 3,19) para llevarlos al banquete de fiesta y alegría (Lc 14,15-24). Sobre todo, el ágape del banquete –hasta la cena eucarística– ha sido, como en los profetas, máximo signo del Reino, tanto en las parábolas como en las propias comidas de Jesús. Él ha ejercido la comensalidad como invitado en casa de publicanos, fariseos y leprosos, y como anfitrión con sus apóstoles, pero siempre como el servidor que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar vida a una comunidad de iguales, en la que el lavatorio de los pies en la mesa común marca su estilo inconfundible (Jn 13,1-17): hasta que vuelva a sentarse con sus discípulos en la plenitud del banquete del Reino (Lc 22,18).

Así que esta especie de educación bíblica, tras la guía del pedagogo (la vida misma) hacia la presencia del Maestro en su Reino (mientras todavía tiene hambre y sed o está enfermo y desnudo, extranjero o encarcelado en sus más pequeños y fracasados (Mt 25,31ss), tiene su correlato en el seguimiento de Jesús por el discípulo cristiano. Tal camino, verdad y vida es el que nos educa y «nos transforma en esa misma imagen, cada vez más gloriosos» (2 Cor 3,18). El introito del Jueves Santo lo expresa muy bien: «Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál 6,14).

Y este proceso también admite la versión anónima de quienes siguen el camino hacia el Maestro sin saberlo, porque el propio camino, verdad y vida es él.

 

 

Aplicación práctica

 

Así que la materia escolar de cada día no puede tener otro programa que afrontar la vida de la gente, la actualidad del mundo, los gozos y tristezas, esperanzas y fracasos de todos. Hay que leer periódicos en clase, preguntar a la gente en los viajes y a los invitados en la escuela, educarnos con la actualidad y en mitad de la crisis 5.

Para que tengamos vida, y abundante, vino el Señor. La escuela de los cristianos debería saberlo, y preferir a los últimos.