Kulanjango
El viaje del águila

Gill Lewis

Prólogo

 

 

 

 

 

El dibujo de este paisaje está plegado en lo más profundo de su memoria. El águila cabalga sobre las corrientes de aire que se retuercen como torrentes sobre las montañas. Más abajo, los lagos reflejan las nubes y el sol, que descansan en los valles como fragmentos desprendidos del cielo. El frío viento del norte transporta un aroma conocido de pino y brezo. Los valles excavados por el hielo la guían.

Está de vuelta.

1

 

FUI el primero en verla: una chica flacucha y pálida tumbada en una roca plana, más allá de los rápidos. Estaba asomada al borde, con un brazo metido en una charca profunda. La espuma del agua se pegaba al borde de sus mangas recogidas y a las puntas de su largo pelo rojizo. Observaba algo en las oscuras sombras del río.

Rob y Euan salieron por un hueco entre los troncos y se colocaron a mi lado, haciendo patinar las ruedas de sus bicis en el camino lleno de barro.

–¿Qué miras, Callum? –dijo Rob.

–Hay alguien allá abajo. Es una chica.

Euan retiró una rama de pino para ver mejor el río.

–¿Quién es?

–Ni idea –contesté–. Debe de estar loca. Tiene que estar helada.

Miré a un lado y a otro de la orilla para ver si había alguien más, pero no vi a nadie. La chica estaba sola.

El río bajaba veloz y estaba crecido por la lluvia. Nacía en el lago, que estaba algo más arriba. Aún quedaba nieve de las últimas tormentas de marzo en los barrancos, y el lago y el río estaban fríos como el hielo.

–Está en nuestro río –refunfuñó Rob.

La chica hundió el brazo aún más y el agua le empapó la manga hasta el hombro.

–¿Qué hace? –dije.

Euan dejó caer la bici.

–Pescar. Eso es lo que hace.

La chica se abalanzó hacia adelante levantando una nube de espuma. Cuando se volvió a sentar, aferraba una enorme trucha que daba coletazos y se debatía entre sus manos mojadas. Se retiró el pelo hacia atrás y por primera vez pudimos verle la cara.

–La conozco –dijo Rob.

Me volví para mirarle. Su rostro se había oscurecido y estaba muy serio.

–¿Quién es? –pregunté, pero Rob ya se había bajado de la bici y se dirigía hacia ella–. ¡Rob! –llamé.

La chica nos vio y trató de ocultar el pez tras la espalda.

Euan y yo corrimos a la orilla del agua siguiendo a Rob. Entre la chica y nosotros se interponía un riachuelo.

–¡Iona McNair! –berreó Rob, y la chica se puso en pie con torpeza.

Rob saltó a la roca y la cogió del brazo.

–Eres una ladrona, Iona McNair, igual que tu madre.

La trucha se retorció y la chica trató de agarrar mejor su cuerpo escurridizo.

–¿Por qué? No estoy robando nada –protestó.

Rob le arrebató el pez y volvió a saltar a la orilla del río.

–¿Ah, no? Entonces, ¿cómo llamas a esto? –dijo alzando la trucha–. Este río es de Callum, así que le estás robando.

Todos me miraron.

–¿Qué dices, Callum? –me interpeló Rob–. ¿Cuál es el castigo por pescar en tu finca sin permiso?

Abrí la boca, pero la voz no me salió.

–No necesito ningún permiso –escupió Iona–, porque no he usado ninguna caña.

–¡Eres una ladrona! –gritó Rob–. Y no te queremos aquí.

Miré a Iona y ella me sostuvo la mirada con los ojos entrecerrados.

Rob arrojó el pez agonizante al suelo y agarró una bolsa de plástico que estaba tirada en la orilla junto a un abrigo.

–¿Qué más tienes aquí?

–¡Deja eso! ¡Es mío! –gritó Iona.

Rob dio la vuelta a la bolsa y de ella cayeron un par de deportivas viejas y un cuaderno. Recogió el cuaderno y le sacudió el barro. Iona cruzó de un salto el riachuelo y trató de arrebatárselo.

–Devuélvemelo. Es secreto –se mordió el labio como si hubiera hablado demasiado. Le temblaban las manos, y tenía los brazos y los pies azulados del frío.

–Devuélveselo, Rob –dije.

–Venga –me apoyó Euan–. Vale ya, Rob, vámonos.

–Esperad un segundo –respondió él hojeando el cuaderno–. A ver qué secreto trata de esconder.

Iona se lanzó a por el cuaderno, pero Rob lo sostuvo en alto fuera de su alcance.

–¿Cuál es tu secreto, Iona? –se burló.

Las páginas revoloteaban con el viento. Pude distinguir algunos dibujos de animales y pájaros y muchas anotaciones. Una de las páginas se abrió del todo, mostrando un dibujo del lago en grises y púrpuras.

Iona saltó y logró arrebatarle a Rob la presa. Se dio la vuelta y volvió corriendo a su roca.

–¡Nunca te lo diré! –gritó–. ¡Nunca!

Rob dio un paso hacia ella.

–Eso lo veremos.

Iona lo miró con orgullo y determinación.

–¡Déjalo ya, Rob! –grité.

Euan intentó sujetarlo, pero Rob se lo quitó de encima.

–¿Cuál es el gran secreto, Iona? –insistió, lanzándose hacia ella.

Iona tomó impulso y trató de saltar hasta la orilla más lejana; era un salto imposible, y lo único que consiguió fue resbalar en la roca mojada y caer dando tumbos a una charca profunda. El bloc salió volando de sus manos y dio varias vueltas en el aire antes de caer en la rápida corriente y perderse de vista. Iona salió como pudo del río y subió la pendiente hasta desaparecer en el pinar. El río siguió avanzando entre nosotros, valle abajo, llevándose muy lejos el cuaderno y los secretos de Iona.

2

 

EUAN se encaró con Rob.

–¿Por qué lo has hecho? Éramos tres contra uno. Ella estaba sola.

Rob dio una patada a una mata de brezo y miró a la orilla opuesta.

–Mi padre perdió su negocio por culpa de su madre. Le robó todo el dinero y huyó. No sé cómo se atreve a volver a pisar Escocia.

–Todo eso fue hace mucho tiempo –dije–. ¿Qué habrá venido a hacer Iona aquí?

–Robar para su madre, probablemente –saltó Rob–. Son una panda de ladrones, los McNair. Mi padre nunca les perdonará lo que le hicieron.

Euan escupió en el suelo y miró a Rob.

–¿Qué vas a hacer con el pez?

Rob recogió la trucha. Estaba muerta; su cuerpo había perdido el brillo, y tenía los ojos apagados y gelatinosos. Se volvió hacia mí y me la embutió en el bolsillo de la chaqueta.

–Es tu río, así que el pez es tuyo.

–No lo quiero.

Rob se limitó a fruncir el ceño y se fue hacia las bicicletas.

–Se ha dejado la chaqueta y las zapatillas –le dije a Euan.

–Lo mejor es que las dejemos aquí –repuso él echando a andar tras Rob–. Ya las encontrará cuando vuelva.

Los dos empezaron a pedalear. Me quedé mirando cómo sus bicis patinaban y saltaban por el camino embarrado.

Me subí la capucha, me aseguré el casco y metí las manos en los guantes. Luego oteé la otra orilla para ver si distinguía a la chica. La localicé algo más arriba, en el valle: una figurita lejana que se dirigía de vuelta al lago. Un frío viento se levantó entre los árboles. Amenazaba lluvia, podía sentirlo. Me monté en mi bici y seguí a Rob y Euan por el sendero que bordeaba el río, pero no podía dejar de pensar que habríamos debido esperarla.

Euan y Rob se detuvieron junto a la vieja cantera. Habían abierto la cancela de la vía en desuso que bajaba de la cantera al pueblo.

–¿Vienes con nosotros? –me preguntó Euan.

Negué con la cabeza.

–Me iré a casa cortando por los sembrados. Es más rápido.

Los vi alejarse por la vía hacia el apagado resplandor naranja de las farolas. La luz del día se estaba yendo deprisa. Pronto sería de noche.

Empezó a caer una lluvia fría y fuerte, como agujas de hielo. Miré hacia atrás esperando ver a Iona, pero no la encontré. Se había marchado sin llevarse la chaqueta ni los zapatos, y tenía la ropa calada por el agua del río. Se helaría si se quedaba allí arriba. Todos los años moría alguien en aquellas montañas: los temporales pillaban desprevenida a mucha gente.

Di la vuelta con la bici y volví al río. Los surcos del camino se habían convertido en riachuelos. Recogí la chaqueta de Iona y sus zapatillas y me detuve en lo alto del camino para recuperar el aliento. La lluvia ocultaba las laderas escarpadas y boscosas del lago; Iona podía estar en cualquier parte.

Seguí hasta el otro lado del lago, llamándola. Las nubes parecían bajas y pesadas. Las oscuras aguas del lago se agitaban y rompían contra las rocas de la orilla.

–¡Iona! –gritaba, pero el viento se llevaba mi voz.

Tal vez hubiera pasado junto a ella; tal vez estuviera ya camino del pueblo. No podía quedarme allí toda la noche.

Di la vuelta para dirigirme a casa, pero una de las ruedas patinó en una roca. Miré y vi la huella de un pie desnudo en el barro. La lluvia ya había llenado de agua la parte correspondiente a los dedos y el talón.

Iona había pasado por allí.

Salté de la bici y seguí las pisadas. Desaparecían poco después. Supuse que Iona había abandonado el camino y había entrado en la espesura. El suelo estaba cubierto de musgo y agujas de pino.

–¡Iona! –grité de nuevo–. ¡Tengo tu chaqueta!

Me adentré un poco más en el bosque. Los árboles no dejaban pasar la luz; casi no se veía nada. Pensé que mis padres estarían preocupados por mí.

–¡Iona! –volví a llamar, pero no hubo respuesta.

Al volverme para regresar a la bicicleta, me pegué un susto: Iona estaba justo delante de mí. Llevaba un jersey demasiado grande, unos pantalones de chándal y un gorro de lana que le cubría las orejas. Pero sus pies seguían desnudos, y temblaba de frío.

–Tengo tu chaqueta y tus zapatillas –dije ofreciéndoselos–. Póntelas y vete a casa. Pronto se hará de noche.

Eché un vistazo alrededor, pero no pude ver de dónde había sacado la ropa seca. Iona se puso el abrigo, se sentó en una roca y se calzó. Tenía los dedos azules, y las manos le temblaban tanto que ni siquiera pudo atarse los cordones.

Me arrodillé y se los até yo. Cuando me puse en pie, ella me miró fijamente.

–No puedes impedirme que venga por aquí.

–Ya has oído a Rob –le dije–. No eres bienvenida. Y ahora que sabemos que estás aquí, te encontraremos si vienes.

–Tengo que volver –replicó ella casi en un susurro.

Negué con la cabeza.

–No estaba robando –insistió castañeteando los dientes–. ¡No llevaba caña!

Me metí la mano en el bolsillo de la chaqueta.

–Toma, coge la trucha y lárgate –dije tirándola al suelo. El pez rodó hasta detenerse a sus pies.

Iona me observó mientras trazaba círculos con las yemas de los dedos en las agujas de pino que alfombraban el suelo.

–Si prometes que me dejarás volver, te cuento el secreto.

La miré atentamente. Ella se levantó sin dejar de sostenerme la mirada.

–Está aquí, en tu finca –añadió.

–Lo sé todo de esta finca.

Iona negó con la cabeza.

–No, no todo. De esto no sabes nada. Nadie lo sabe.

–¿Por qué estás tan segura?

–Porque sí.

¿Cómo podía saber algo sobre mi finca que yo no supiera? A lo mejor su abuelo sabía algo. El señor McNair era tan viejo como las montañas, y había trabajado la finca contigua a la nuestra hasta trasladarse al pueblo. Pero eso había sido años antes de que yo naciera.

–Bueno, ¿de qué se trata?

–Si te lo digo –susurró–, no debes hablar con nadie más de ello. Ni con tus amigos.

Nos quedamos de pie, mirándonos en la penumbra. El viento ululaba entre las ramas de los pinos. La lluvia goteaba de los árboles y martilleaba el suelo del bosque.

–De acuerdo –dije.

–¿Y me dejarás volver a tu finca? –Iona se escupió en la palma de la mano y me la ofreció.

Yo me quité el guante, escupí en mi mano y estreché la suya.

–Sí.

Se retiró el cabello mojado de los ojos.

–Vale. Mañana por la mañana te lo enseñaré. Espérame aquí, junto al lago.

Recogió la trucha, se internó entre los árboles y desapareció.

3

 

CUANDO emprendí la vuelta a casa, ya había oscurecido del todo. La lluvia había amainado, pero yo estaba calado hasta los huesos. Era difícil avanzar, porque las ruedas de la bici se atascaban y patinaban en el barro. Al llegar vi que las luces de la cocina estaban encendidas y distinguí a mi madre hablando por teléfono. Pasé junto al cobertizo de las ovejas, me bajé de la bici y abrí la verja del patio de una patada.

La puerta del cobertizo se abrió de par en par y la silueta de mi padre apareció en el umbral.

–Callum, ¿eres tú?

–Sí, papá.

–¿Dónde has estado? Hace horas que tenías que haber vuelto.

–Se me salió la cadena de la bici –mentí–. Lo siento.

–Ve y díselo a tu madre, anda. Ha telefoneado a medio pueblo tratando de averiguar dónde estabas. Incluso ha mandado a Graham a buscarte. Está furioso, porque pensaba ir a un concierto esta noche. Ahora mismo le mando un mensaje para decirle que has vuelto.

Apoyé la bici contra la pared de fuera, me quité las botas de dos patadas y me deslicé en la cocina. Mis pies dejaban huellas húmedas en el suelo de piedra.

–¡Mira cómo te has puesto! –exclamó mi madre–. Me tenías muerta de preocupación. ¿No te dije que volvieras antes del anochecer? Rob y Euan me han dicho que estuvisteis en el río; Graham está allí arriba, buscándote.

–Papá acaba de mandarle un mensaje.

–En fin, ponte ropa seca y ven a cenar. Si yo fuera tú, procuraría no cruzarme con Graham esta noche.

Subí a mi habitación y me quité la ropa mojada; tenía los dedos helados. Me puse una sudadera, un forro polar, unos pantalones gruesos de chándal y dos pares de calcetines, pero seguía muerto de frío. Pensé en Iona: no sabía dónde estaba su casa, pero esperaba que hubiera llegado ya a ella. ¿Y si no había llegado? Yo sabía dónde vivía su abuelo, al final del pueblo, pero era el viejo loco McNair. No pensaba ir a preguntarle.

Volví a bajar a la cocina y me senté a la mesa. Mi padre ya estaba comiendo un pastel de carne con patatas fritas.

Se oyó un portazo y Graham atravesó a toda prisa la cocina sin mirarme siquiera.

Mi madre me pasó un plato repleto; estaba hambriento.

En el patio resonó un ruido de pisadas seguido de un golpe en la puerta.

–¡Pasa, Flint! –exclamó mi madre.

Flint, el primo mayor de Rob, entró en la cocina. Vestía un mono de motorista y llevaba el casco en la mano. Era viernes por la noche, y Graham y él habían quedado para ir a un concierto en el pueblo de al lado.

–Graham no tardará –dijo mi madre–. ¿Quieres un poco de pastel, Flint?

–¿Cómo voy a despreciar un trozo de pastel, señora McGregor?

Flint se sentó a la mesa, sonriente, y se inclinó hacia mí.

–He oído que tienes problemas serios, chaval –susurró.

Pinché una patata frita.

–Si te sirve de consuelo –continuó Flint en voz más alta, de manera que mis padres pudieran oírle–, tía Sal le echó una buena bronca a Rob cuando llegó a casa. Estaba calado hasta los huesos, parecía una rata ahogada. Se fue a la cama sin cenar.

Pinché el último trozo de pastel. ¿Le habría contado Rob algo a su madre sobre Iona? Seguro que no.

Intenté cambiar de tema.

–Papá, nuestra familia lleva más de cien años trabajando esta finca, ¿verdad? – pregunté.

Mi padre levantó la vista.

–Más o menos. ¿Por qué?

–¿Hay algún secreto por aquí?

–¿Un secreto? ¿Qué clase de secreto?

En aquel momento, Graham entró en la habitación. Se había duchado y se había puesto el traje de motero; olía a champú y a loción de afeitado.

–Solo hay un secreto, que yo sepa –dijo mirándome fijamente–. Se trata de la tunda que te voy a dar si vuelves a hacerme llegar tarde.

–¡Graham! –protestó mi madre. Pero Graham no la oyó: ya había salido.

–Gracias, señora McGregor –dijo Flint siguiendo a Graham al patio.

Sus motos rugieron al ponerse en marcha. Me quedé mirando cómo los faros zigzagueaban por el camino de la granja.

–Pues no se me ocurre ningún secreto –dijo mi padre de repente–. ¿Por qué lo preguntas?

Me encogí de hombros.

–Por nada en especial –contesté; sin embargo, tenía la corazonada de que había algo que ninguno de nosotros conocía, un secreto escondido en algún lugar de las colinas y los valles de nuestra finca.

Y al día siguiente, yo lo conocería.

4

 

ME senté a desayunar, con el forro polar puesto y la mochila al lado.

–¿Adónde crees que vas? –preguntó mi madre.

–Afuera.

Ella enarcó las cejas.

–No creo. No, después de lo de anoche.

–Pero, mamá...

–Esta mañana vamos al pueblo –me cortó mi madre sirviéndose un té–. Tu padre tiene que recoger el pienso de las ovejas y yo tengo que hacer algunas compras.

–Pues yo me quedo –repliqué–. Graham está en casa, ¿no?

–Aún está en la cama. De modo que te vienes con nosotros.

Dejé caer la cuchara en el bol.

–¡No es justo!

Mi padre me miró por encima del periódico y suspiró.

–La verdad es que necesito que alguien eche un ojo a los dos corderos de la oveja que murió en el parto. Su madre adoptiva no estaba muy interesada en ellos anoche. Hay que darles biberón hasta que podamos encontrar otra oveja que los cuide.

–Yo lo haré –me ofrecí–. No quiero ir al pueblo.

Mi madre miró a mi padre, suspiró y se volvió hacia mí.

–Bueno, lo único que ibas a hacer era darme la lata. Puedes quedarte, siempre y cuando prometas que no te alejarás de casa.

–Prometido –dije, con los dedos cruzados bajo la mesa.

 

 

Al acercarme al fregadero para disolver la leche en polvo en una jarra de agua tibia, vi cómo el coche de mis padres salía del garaje. Vertí la leche en dos biberones limpios y me los guardé bajo la chaqueta; luego recogí mi mochila y me dirigí al cobertizo. Los dos corderos ya estaban balando de hambre cuando entré, y no pasó mucho tiempo antes de que terminaran la leche y empezaran a intentar mamar de los bordes de mi chaqueta. Oí cómo arrancaba el tractor en el patio: si Graham me veía, tendría que quedarme a ayudarle todo el día. Así que dejé los biberones en un cubo junto a la puerta y salí del cobertizo por unos paneles rotos que había en la parte de atrás.

El aire era limpio y cortante. Había llovido mucho durante la noche, y los charcos resplandecían a la luz del sol. Eché a andar por la ladera de la colina; el lago se encontraba en el siguiente valle.

Iona estaba esperándome.

–Así que has venido –dijo. Nos encontrábamos justo en el punto en el que yo había seguido sus pisadas bosque adentro.

Asentí.

–Bueno, ¿cuál es el secreto?

–Ya lo verás –repuso. Dio media vuelta y se internó en el bosque.

Caminamos hasta que los pinos dieron paso a los robles, los abedules y las zarzas. Yo creía que conocía cada pulgada de aquella finca. Me había criado allí, y había construido refugios con Rob y Euan por todas partes. Pero aquel sendero entre los árboles parecía diferente.

Iona se detuvo junto a un claro. Una hilera de pedruscos formaba un amplio círculo en el suelo bañado por el sol. Me incliné sobre uno de ellos y arranqué un poco del musgo húmedo que lo cubría, y la piedra de debajo brilló a la luz de la primavera. Aquel lugar bien podía haber sido un lugar de encuentro de los antiguos reyes guerreros escoceses.

Iona se puso un dedo en los labios para indicarme que no hiciera ruido.

–Son piedras mágicas –susurró.

–¿Piedras mágicas? –refunfuñé–. ¿Me has hecho venir hasta aquí para ver unas piedras mágicas?

Iona soltó una carcajada.

–¡Shhh! ¿Es que no crees en la magia, Callum?

La miré enfadado.

–Me voy a casa.

Iona se apoyó en el tronco de un árbol, con cara de estarse aguantando la risa. Tamborileó con los dedos en la corteza.

–¿Sabes trepar? –preguntó.

Miré hacia la copa del árbol, un viejo roble. Un rayo lo había alcanzado hacía algunos años, y la hendidura del tronco parecía una cicatriz zigzagueante. Las ramas más cercanas estaban fuera de mi alcance, y la corteza aparecía húmeda y casi cubierta de musgo.

–¿Trepar por ahí? –contesté–. Pues claro que sé.

Iona se quitó las zapatillas y deslizó los dedos de manos y pies en las grietas de la corteza. En unos segundos se había encaramado hasta la horquilla de ramas que había algo más arriba.

–Bueno, ¿vienes o no?

Intenté agarrarme al tronco del árbol, traté de enganchar los pies en las grietas de la corteza, pero me escurría una y otra vez. Miré hacia arriba: Iona ya había desaparecido entre el follaje.

–¡Iona! –llamé.

El extremo de una cuerda llena de nudos cayó a mis pies; la agarré y subí a pulso hasta una plataforma de ramas que se extendía hacia los lados. Era como una fortaleza oculta que no podía verse desde el suelo. Iona había hecho unos bancos con cajas de madera, y había colocado por las ramas varias latas, cajas de cartón y un quinqué viejo. Desde allí se divisaba todo el lago y, más allá, las montañas y el inmenso cielo azul.

–¡Es genial! –dije–. Genial.

–Shhh, no hagas ruido –Iona sacó una bolsa de lona de un hueco del tronco y extrajo de ella una manta, una funda de cuero y un paquete de galletas.

–Te prometo que no le contaré nada a nadie –susurré.

Me tiró una galleta y ahogó una carcajada.

–Este no es el secreto, tonto. El secreto es mejor. Millones de veces mejor.

Me metí la galleta en la boca.

–Entonces, ¿qué es?

Señaló un grupo de pinos que crecían en un islote, no muy lejos de la orilla. Los troncos altos y desnudos estaban coronados por un abanico de ramas cuajadas de agujas de un verde oscuro. Nuestra plataforma estaba a la misma altura que las copas achatadas de los pinos.

–Dime, ¿qué es? –insistí.

–Abre los ojos, Callum –dijo Iona señalando uno de los árboles–. ¡Mira!

No sabía qué era lo que tenía que ver. Solo distinguía un montón de palos en la copa, como restos de arbustos acumulados por una marea especialmente alta.

Pero algo se movía en medio. Algo colocaba los palos siguiendo un cierto orden. No era una acumulación casual de ramas y palos: era una construcción.

Y entonces lo vi.

Vi el secreto que se escondía en nuestro valle. Nadie más lo sabía. Ni mi madre, ni mi padre, ni Graham, ni Rob, ni Euan.

Solo Iona y yo.

–¿A que es alucinante? –susurró Iona.

Me limité a asentir con la cabeza.

Me había quedado sin palabras.

5

 

AL principio solo distinguí la cabeza de un pájaro sobre el montón de palos, una cabeza de tono crema con una raya marrón que le cruzaba el ojo. Luego apareció el resto del ave. Era enorme, con las alas de color marrón oscuro y el vientre blanco. Había algo prehistórico en ella, como si fuera una criatura de un mundo perdido, demasiado grande para aquel paisaje.

–Un águila pescadora –murmuré; casi no podía creerlo–. Tenemos un águila pescadora aquí, en nuestra finca.

–¿No se lo dirás a nadie?

–Por supuesto que no –aseguré.