Dedicatoria
Prólogo
Introducción
1958
1959
1960
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1998
1999
2000
2001
2002
2003
2004
2005
2006
2007
2008
Se hizo la Luz
Epílogo
Créditos

A Mónica y a cuantos, 

como José María, 

descubren cada mañana 

una película por estrenar .

 

Prólogo

 

Fiel, estable, enriquecedora. Una relación así debe festejarse siempre y, sobre todo, cuando llega a cumplir cincuenta años de existencia. Me refiero –claro está– no a unas bodas de oro cualquiera, sino a las de Vida Nueva con el cine, que han desafiado medio siglo de vida conjunta con éxito y se preparan para nuevas décadas de convivencia feliz y armoniosa. Es lo que, creo, pretende celebrar este libro de José Luis Celada, que, a sus diversos y cualificados trabajos en esta revista, ha añadido la carga de asumir la crítica cinematográfica con pasión, competencia y buen tino. El lector podrá comprobarlo al leer esta antología de sus recensiones de películas aparecidas en Vida Nueva.

La relación de nuestro semanario con el llamado «séptimo arte» es curiosa e ilustradora. Se debe, en buena parte, a que su primer director, José María Pérez Lozano, fuese un pionero en España de la educación cinematográfica, cultivada a lo largo de toda su vida con libros, conferencias y miles de sesiones de cine-clubs con las que educó a generaciones de españoles a ver y entender el cine. Entre sus muchos haberes figuran la creación de dos publicaciones, Film Ideal y Cinestudio, desde cuyas páginas, dentro de las limitaciones que imponía el franquismo, se dio a conocer el cine que se hacía en el mundo, se estimuló la no muy radiante producción española cinematográfica, se dio aliento y alimento a precoces vocaciones y se mantuvo, todo lo alto que era posible, el listón de un cine de calidad en todos los sentidos de la palabra. 

Nada tiene de extraño, pues, que «el Pérez» (como cariñosamente le llamábamos sus alumnos y después amigos) quisiera, desde el primer momento en que asumió la dirección del semanario, que en las páginas de Vida Nueva se prestase la debida atención al fenómeno cinematográfico y, si se repasa el archivo de la revista, nos encontramos con una sección especializada por la que desfilaron firmas de gran calidad. Cito una sola, la de José Luis Garci, como ejemplo de todas ellas. 

Casi todos los hombres y mujeres que se han sucedido en la dirección de Vida Nueva a lo largo de estos cincuenta años han mantenido con el cine una relación estrecha. José Luis Martín Descalzo trabajó en las primeras ediciones de la Semana de Cine Religioso de Valladolid, escribió mucho y bien, como solía, sobre el cine que le interesaba (Bergman, Bresson, los neorrealistas italianos) e incluso se aventuró en el mundo de los guiones cinematográficos, con una fortuna inferior a su talento. Bernardino M. Hernando, enciclopédico en sus lecturas e intereses, también dedicó a la gran pantalla parte de su tiempo, no solo como espectador, sino también como atinado comentarista. El jesuita Pedro Miguel Lamet, además de poeta y periodista, ha sido también durante muchos años apasionado del cine, materia sobre la que ha publicado más de un libro con notable éxito; también tuvo su período cinéfilo, que compartimos y que estoy seguro de que no habrá olvidado del todo. Ninfa Watt llegó a Vida Nueva después de dirigir el Departamento de Cine en la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social, lo que prueba su interés por el mundo de la imagen. Si se me permite una referencia personal, el autor de este prólogo comenzó a colaborar en la revista con juveniles críticas de cine que, poco a poco, se fueron espaciando, bien a su pesar, para dejar tiempo a otras escrituras sobre temas más «serios». 

Aparte de las conexiones con el cine en las biografías de algunas y algunos de los que hemos trabajado en Vida Nueva, creo que hubiera sido un craso error que una revista como la nuestra no hubiese dedicado al arte de los hermanos Lumière toda la atención que se merece. En primer lugar como elemento definidor de cultura. ¿Puede entenderse Italia sin una referencia a Roberto Rossellini, Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Ermano Olmi, entre otros muchos? ¿Puede escribirse la historia moderna de Francia sin citar a Jean Renoir, a los autores de la nouvelle vague, al François Truffaut de Los cuatrocientos golpes, a los cuentos morales de Eric Rohmer? ¿Acaso la epopeya de los Estados Unidos en todas sus etapas, la sociedad americana de los años cincuenta, sesenta y otras décadas más o menos prodigiosas no han quedado más fielmente reflejadas en la pantalla que en las páginas de los libros de historia? ¿Puede relegarse al estrecho mundo de la cinefilia a personajes como John Ford, Alfred Hitchcock, Francis Ford Coppola o Steven Spielberg? Lo mismo podría decirse de Japón y Akira Kurosawa, de la India y Satyajit Ray, de Rusia y Eisenstein, etc. El cine forma parte de la idiosincrasia de los países, y es un elemento cultural de primer orden. 

También lo es visto desde la escala de los valores religiosos y humanos. Lo entendieron no demasiado tarde los pontífices de la Iglesia católica, que le dedicaron atención desde un magisterio que, por desgracia, algunas veces se quedó aprisionado en las llamadas «apreciaciones morales» de las películas, sin ir más al fondo en su lectura axiológica. Para compensar esta estrechez de perspectivas hay una extensa y cualificada bibliografía cinematográfica escrita desde una visión católica o simplemente religiosa, porque el cine, en medio de sus frivolidades e inmensas torpezas, ha producido también películas como Ordet, de Carl Theodor Dreyer; El séptimo sello, de lngmar Bergman, o El Evangelio según san Mateo, de Pasolini, que no podían no ser acogidas como testimonios extraordinarios de la fuerza con que la pantalla puede reflejar la experiencia religiosa. 

No pretendo sobrepasar el espacio que debe ocupar el prólogo de un libro como este. Figuro desde hace años entre los lectores de las críticas cinematográficas de José Luis Celada, con quien unas veces coincido y otras discrepo. Es lo normal. Pero siempre he admirado su concisión en el juicio, su alejamiento de la pseudo-cultureta filmográfica y su criterio a la hora de juzgar el variopinto mundo del cine. Dispónganse a comprobarlo.

Antonio Pelayo 
Roma, 6 de enero de 2009
 

Introducción

 

Cuando uno fantasea con escribir un libro, siempre aspira a inventar mundos, si no originales, sí propios. Pero cuando la materia prima de esa fantasía es el cine, la fábrica de sueños, no conviene rizar el rizo. Conformémonos con recrear en vez de idear, con ilustrar en lugar de alumbrar. Y este, no otro, es el verdadero propósito de estas páginas: no añadir más ficción a la ficción, de por sí sobrada de imaginación, sino acercarla a la historia para que ilumine algunos de los hitos más relevantes (o no tanto) del último medio siglo. Porque cincuenta son los años que acaba de cumplir Vida Nueva, primero la cuna, luego la escuela, por fin el escenario, siempre el hogar, donde semana tras semana han ido creciendo los comentarios cinematográficos que dan forma –confiemos que también sentido– a este volumen.

Su título, Cine con historia, no encierra secretos ni segundas lecturas. Es una abierta declaración de intenciones, el «certificado matrimonial» de una unión, la que sellaron hace ya más de un siglo ese invento genial patentado por los hermanos Lumière y la realidad que desde entonces ha venido colándose a través de su lente. No se trata, por tanto, de una historia del cine. Tampoco de cine para la historia. Tan ambiciosas pretensiones quedan muy lejos de este cine con historia. La preposición que funde los términos de esta inseparable pareja no responde a otras acepciones que las recogidas en el mismísimo Diccionario de la lengua española: relación, compañía, colaboración, comunicación… 

Más allá de este hermanamiento, sobran los adjetivos, etiquetas propias de cada género (dramático, cómico, aventurero, fantástico…). Aquí hay sitio para casi todo. 

Razones biográficas (nací en 1966) y profesionales (aterricé en Vida Nueva en 1995) han obligado a una selección limitada en el tiempo (de diciembre de 1995 a diciembre de 2008), no así en el espacio, porque hay cerca de una veintena de países representados en el catálogo de películas confeccionado, cintas estrenadas a lo largo de más de una década, pero cuyas imágenes y diálogos pueden convertirse en inestimables apoyos para descifrar una época o alguno de los episodios que la marcaron. 

Producciones estadounidenses (dieciséis) y españolas (nueve), aunque también británicas, francesas, alemanas, italianas, danesas, rumanas, turcas, argentinas, chilenas, uruguayas, mexicanas, ecuatorianas, brasileñas, cubanas, iraníes, chinas e indias (así hasta ciencuenta y una, porque el cincuentenario bien merece una de propina como regalo de cumpleaños), nos ayudarán a entender un poco mejor –o esa es la intención– la parcela de historia que Vida Nueva ha tenido el privilegio de ir plasmando en sus páginas como fiel testigo de unos años especialmente intensos. 

Aquí, cada uno de los años viene encabezado por un guiño cinéfilo que da cuenta de los Óscar de la correspondiente edición en cuatro de sus principales categorías (película, actriz, actor y película de habla no inglesa). 

Inmediatamente después, una generosa referencia histórica (nunca completa, empresa que se antoja imposible) nos pone en situación. Personajes de la política, las letras o el propio cine que irrumpen en escena o que nos dijeron adiós para siempre; galardones como el Nobel de la Paz; hechos relevantes por su dimensión trágica (guerras, desastres naturales…) o su esperanzadora trascendencia (acuerdos de paz, hallazgos científicos…); la vida de la Iglesia, si bien filtrada por los ojos papales; y, de un modo especial, la fechas y eventos que reivindican el protagonismo de España. 

Todo ello nos abre las puertas, a veces a empujones (por lo forzado de la elección), a cada una de las cincuenta y una reseñas rescatadas (apenas un 10%) del total de las publicadas en Vida Nueva durante los últimos trece años. Quizá no sean las mejores o las más representativas, pero, salvo contadas excepciones, sí las más deseadas… y recomendables. 

Su compilación en este libro, amén de suponer una satisfacción personal que desde aquí quiero agradecer a quienes la han hecho posible, aspira a ser otro homenaje más a la revista, pero también a un arte que con frecuencia nos ha salvado del aburrimiento, la soledad o la mediocridad. ¡Ojalá alguien pudiera decir lo mismo de estas páginas! Sería la mejor recompensa al tiempo y el esfuerzo dedicados. Gracias.

 

1958

África soñó con ser mayor

 

Mejor película: Gigi, de Vincent Minnelli 

Mejor actriz: Susan Hayward, por ¡Quiero vivir! 

Mejor actor: David Niven, por Mesas separadas 

Mejor película de habla no inglesa: Mi tío, de Jacques Tati (Francia) 

 

No cabría mejor modo de inaugurar este memorándum cinéfilo –que no cinematográfico– a la sombra de Vida Nueva que dejar guiar nuestros pasos por la promesa evangélica de que «los últimos serán los primeros» (Mt 20,16) y devolverle a África algo de aquella alma que, a finales del siglo xix, le arrebatamos desde el Norte en la Conferencia de Berlín.

La historia ha querido que la revista señera de la información religiosa en España viera la luz el mismo año en que el continente negro empezaba a desprenderse del yugo colonial europeo. Aquel lejano 1958 nos dejaba en Puerto Rico el Nobel onubense Juan Ramón Jiménez; el estadounidense Eisenhower fundaba la NASA; «Pelé», el astro brasileño del balón, ganaba al fin en Suecia su primer Mundial; Juan XXIII tomaba el relevo de Pío XII en la sede de Pedro… Incontables sucesos jalonaron los primeros pasos de esta andadura periodística y eclesial que acaba de cumplir medio siglo. Sin embargo, cedamos ahora el protagonismo a Malí, Mauritania, Senegal, Chad, Gabón, Costa de Marfil, Alto Volta, Níger, Congo-Brazzaville, Sierra Leona, Nigeria y cuantos países despertaron a una nueva época, que culminaría, dos años más tarde, con la constitución de otras tantas repúblicas independientes. 

Se abría ante ellas un nuevo horizonte, pero el tiempo y los más ruines intereses de los de siempre se han encargado de desmentirlo. El jardinero fiel, de Fernando Meirelles, es una prueba irrefutable de ello.

El jardinero fiel

Título original: The constant gardener 

Dirección: Fernando Meirelles 

Guión: Jeffrey Caine, basado en la novela homónima de John Le Carré 

Fotografía: César Charlone  

Música: Alberto Iglesias  

Producción: Simon Channing Williams  

Intérpretes: Ralph Fiennes, Rachel Weisz, Danny Huston, Hubert Koundé, Pete Postlethwaite, Bill Nighy, Bernard Otieno Oduor, Donald Sumpter 

 

«La “Gran farmacia” tiene de todo: esperanzas y sueños; un vasto potencial para el bien, explotado en parte; y un lado muy oscuro, en el que se mueven enormes cantidades de dinero, un secretismo patológico, corrupción y avaricia». Lo escribía John Le Carré en 2001, coincidiendo con la publicación de El jardinero fiel. Años más tarde, de aquella novela el brasileño Fernando Meirelles logra recuperar para la gran pantalla la vocación de denuncia que encierran las contundentes palabras del escritor, solo comparable a la que ya exhibió el propio director con su exitosa Ciudad de Dios.

De las favelas de Río de Janeiro se ha ido a los slums de Nairobi, pero los colores de la miseria dañan con la misma virulencia nuestras «sensibles» –¡y ojalá que escandalizables!– miradas; la sonora sacudida de las armas ha dado paso al silencio cómplice de las guerras sucias de intereses, aunque con idénticos resultados para los más débiles: la muerte y el olvido. Solo hay una diferencia: en medio de este otro infierno, consentido y alimentado (¡qué verbo tan contradictorio!) por y desde Occidente, hay todavía espacio para una historia de amor, entrega y pasión. En pareja y hacia el ser humano. 

Protagonizan este thriller político y sentimental el jardinero fiel del título (impecable y emotivo Ralph Fiennes), un diplomático amante de la botánica y las buenas maneras, y su joven y peleona mujer (luminosa Rachel Weisz), una cooperante dispuesta a arrancar cuantos hierbajos se interpongan en su camino para devolver la salud (y la dignidad) a miles de inocentes, víctimas de la injusticia global y de la pobreza endémica que esta genera. Sin embargo, la todopoderosa industria farmacéutica (muy cercana en volumen de facturación a la armamentística), lejos de aliviar los dolores de un continente que agoniza, prueba sus productos y vacunas en cobayas humanas, buscando ahorrarse tiempo y dinero. 

Cruel realidad que destapa casi tanta indignación como tramas de rapiña, traición, espionaje y asesinato van acumulándose. Elementos estos que aprovecha el realizador para mantener en vilo al espectador. Y lo hace jugando calculadamente con los tiempos narrativos y los veloces movimientos de cámara, inmejorables aliados para acompañar a El jardinero fiel en su viaje de ida y vuelta entre la felicidad y la tragedia, entre la nostalgia y la ira. 

Podría achacársele a Meirelles cierto maniqueísmo a la hora de delimitar el perfil de algunos personajes: ese esposo íntegro, sin fisuras, frente a los capitalistas explotadores sin escrúpulos. Pero, a decir verdad, su cinta –incluido ese magnífico final– no admite medias tintas. Es áspera como la sabana, aunque tan frágil como sus gentes; bella como los cielos crepusculares de África, pero preñada de horror. El del desconsuelo y la rabia que produce saber que la malaria, por ejemplo, mata a un niño en esos países ¡cada veinte segundos!, mientras empresas, instituciones y patentes colocan en el último capítulo de sus presupuestos y prioridades las inversiones en investigación y desarrollo. 

¿Llegará el día en que estos nómadas hambrientos, que se juegan el tipo desafiando mares embravecidos, mafias y vallas, contraigan algo más que deudas millonarias y afecciones mortales? De todos depende. También del cine y de su compromiso por humanizarnos. El jardinero fiel puede ayudarnos a ello. Basta que nos dejemos regar y podar a tiempo.

 

1959

El espíritu de Cuba

 

Mejor película: Ben-Hur, de William Wyler 

Mejor actriz: Simone Signoret, por Un lugar en la cumbre 

Mejor actor: Charlton Heston, por Ben-Hur 

Mejor película de habla no inglesa: Orfeo negro, de Marcel Camus (Francia) 

 

Arrancaba este año con el triunfo de la Revolución cubana, cuando la rebelión castrista ponía fin a los últimos focos de resistencia del ejército regular y precipitaba la huida de la isla del dictador Fulgencio Batista. Otros, mientras tanto, recorrían el camino inverso, como el arzobispo ortodoxo Makarios, que regresaba a su país después de tres años de destierro para convertirse en el primer presidente del Chipre independiente. Casi en el extremo opuesto de Europa, el general Charles de Gaulle estrenaba mandato como presidente de Francia, cargo en el que permanecería durante una década especialmente crucial para el impulso del proyecto de una Europa unida. Quienes sí ampliaban ya por entonces la «familia», con la incorporación –la número 49– de Alaska, eran los Estados de la Unión, el mismo país que pocas semanas más tarde daba su último adiós a uno de los grandes nombres del cine, el director y productor Cecil B. de Mille. La espectacularidad de sus relatos bíblicos (Los diez mandamientos o Sansón y Dalila) forman parte ya del «imaginario» colectivo de varias generaciones.

Pero no cabe duda de que si hay alguien que acapara la atención en este 1959 es Fidel Castro. Su ascenso al poder en Cuba supondrá la instauración de un régimen que se ha perpetuado hasta nuestros días. Eso sí, a costa de todo un pueblo que –como nos muestra entre risas y lamentos Juan Carlos Tabío en su Lista de espera– sigue varado en el andén de la historia.

Lista de espera

Título original: Lista de espera 

Dirección: Juan Carlos Tabío 

Guión: J. C. Tabío y A. Arango, sobre el cuento homónimo de este último, con la colaboración de Senel Paz 

Fotografía: Hans Burman 

Música: José María Vitier 

Producción: G. Herrero, C. Vives y T. Forte 

Intérpretes: Vladimir Cruz, Thaimi Alvariño, Jorge Perugorría, Alina Rodríguez, Antonio Valero, Saturnino Rodríguez 

 

En 1996, las gentes del cine cubano lloraron la muerte de Tomás Gutiérrez Alea, el hombre que mostró al mundo, con un baño de Fresa y chocolate, la luminosa y doliente realidad de su país. Un valioso legado al que contribuyeron en gran medida su discípulo y codirector de la cinta, Juan Carlos Tabío, y el dúo protagonista, Vladimir Cruz y Jorge Perugorría. Siete años después de aquella aclamada producción, otra comedia les volvió a reunir: Lista de espera, una historia de autobuses que no llegan, guaguas estropeadas y solidarios en el infortunio, sobre la cual planea la sombra del difunto Titón.

Como Guantanamera, obra también de la sociedad Gutiérrez Alea-Tabío, que reproducía el esperpéntico viaje de un féretro por la geografía de la isla sorteando las más absurdas trabas burocráticas, la película que aquí nos ocupa vuelve sobre los problemas del transporte público en Cuba. Aunque, como sucedía entonces, la terminal de autobuses y esos pacientes viajeros en espera de plaza no son más que la vivísima metáfora de una realidad averiada, cuyos pasajeros siguen quedándose en tierra porque el renqueante motor que la impulsa no ha pasado la ITV de la democracia y el desarrollo. 

Apostada frente al andén de la historia, Cuba contempla una y otra vez cómo el tren del progreso y el autobús del futuro pasan de largo ante sus ojos. Y, pese a todo, sus hombres y mujeres –sonrientes y esforzados– siguen soñando con el milagro. Y, precisamente por ello, creen como nadie en la solidaridad, en la supervivencia compartida. Lista de espera se erige así en un nuevo canto a la esperanza, con el humor como estandarte revolucionario que reivindica una mejor suerte para ese país que ama y sufre su director. 

Podrán pensar algunos quizá que su pretensión de denuncia o sus ánimos de crítica no van más allá de una amigable sugerencia. Sin embargo, tras esta simpática y colorista apariencia bulle el genio de un espíritu libre, capaz de convertir en mágica parábola las más desalentadoras perspectivas. 

Tabío, contrastado experto ya en camuflar un huracán bajo la más suave brisa marina, nos invita a compartir las incertidumbres, las tristezas, las canciones y los bailes, el apasionamiento… la vida, en fin, de un puñado de compatriotas que ven aplazada su oportunidad de subir a ese vehículo que tanto tiempo llevan aguardando. Allí, en ese lugar cualquiera, una quincena de seres cualquiera –desde un ciego pícaro traficante de langostas (Jorge Perugorría) hasta un funcionario del régimen– comparten algo más que un instante cualquiera. Esa espera es ya su modo habitual de vida. 

Ligera en su envoltura y consistente en su armazón (personajes muy bien definidos y situaciones perfectamente interrelacionadas), Lista de espera constituye un sainete costumbrista de tono sutil y fondo amargo que ensalza el poder transformador del ser humano frente a las estructuras de poder y que –como buen hijo de su tierra caribeña– pone al mal tiempo buena cara. Mucho me temo que por estos lares sí hemos cogido el autobús, aunque yo diría que no pocas veces el equivocado.

 

1960

La fiebre negra

 

Mejor película: El apartamento, de Billy Wilder 

Mejor actriz: Elizabeth Taylor, por Una mujer marcada 

Mejor actor: Burt Lancaster, por El fuego y la palabra 

Mejor película de habla no inglesa: El manantial de la doncella, de Ingmar Bergman (Suecia) 

 

La década de los sesenta del siglo pasado se desayunaba el 4 de enero con la repentina muerte en accidente de tráfico, a los 47 años, del francés Albert Camus, Nobel de Literatura en 1957 y autor –entre otras inmortales obras– de La peste o El extranjero. Meses más tarde, ya en noviembre, a punto de echar el telón el año de los Juegos Olímpicos de Roma (los del maratoniano etíope Abebe Bikila), esta vez era el mundo del cine el que se vestía de luto para despedir a uno de los rostros más seductores de la gran pantalla: Clark Gable, el irresistible galán de Sucedió una noche, el cazador de Mogambo, pero sobre todo aquel Rhett Butler de Lo que el viento se llevó, nos dejaba para siempre a los 59 años de edad.

Entre un adiós y otro, las semanas se sucedieron pródigas en acontecimientos, algunos de tal alcance que todavía hoy siguen vigentes. Y es que corría el mes de octubre cuando, tras la nacionalización de todas las empresas estadounidenses en Cuba decretada por Fidel Castro, el presidente Eisenhower imponía el embargo parcial sobre la isla, antesala de la ruptura de relaciones diplomáticas entre ambos países y del bloqueo comercial, económico y financiero que se prolonga hasta la actualidad. 

Otros intereses en juego fueron los que llevaron por esas mismas fechas a un grupo de mandatarios reunidos en Bagdad a dar luz verde a la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), una entidad llamada a regular la producción y comercialización del preciado crudo, para ponerlo a salvo de la «codicia negra», la misma que describe Paul Thomas Anderson en sus Pozos de ambición coincidiendo con los albores de este negocio.

Pozos de ambición

Título original: There will be blood 

Guión y dirección: Paul Thomas Anderson, sobre la novela Petróleo, de Upton Sinclair 

Fotografía: Robert Elswit 

Música: Jonny Greenwood 

Producción: Joanne Sellar, Paul Thomas Anderson y Daniel Lupi 

Intérpretes: Daniel Day-Lewis, Paul Dano, Kevin J. O’Connor, Ciarán Hinds, Dillon Freasier, Randall Carver, Coco Leigh 

 

Como el petróleo que da título a la novela que inspira Pozos de ambición, el protagonista de este trabajo de Paul Thomas Anderson hace gala de una codicia también negra, cegadora, sin escrúpulos, que nubla los sentidos y ahoga los sentimientos, incluso los más íntimos. Una desmesura que es apenas la punta de lanza de este nuevo ejercicio de grandilocuencia fílmica dirigido por el creador de la inolvidable Magnolia (1999), además de la enésima historia del hombre hecho a sí mismo persiguiendo el recurrente sueño americano.

Apuntados estos posibles reparos –estilísticos y argumentales–, es de justicia reconocer, sin embargo, que estamos ante una creación de dimensiones épicas, propia de un realizador que no se limita a narrar los hechos, y con un intérprete al frente (Daniel Day-Lewis) que reúne todo lo necesario para merecer el Óscar que poco después conquistaría. Puede discutirse si la traducción del original There will be blood como Pozos de ambición resulta sutil o desafortunada, pero lo que queda fuera de toda duda es la contundencia de sus imágenes y situaciones, un muestrario de casi tres horas en el que «habrá sangre» y sudor, aunque no muchas lágrimas (quizá solo un síntoma de su escasa capacidad para emocionar). 

La acción se desarrolla a lo largo de tres décadas, las que transcurren desde el desembarco a finales del siglo xix de pioneros buscafortunas a la caza de metales preciosos y otras fuentes de riqueza, hasta el crack de 1929 y la crisis del capitalismo salvaje. En esta coyuntura económica, compartiendo localizaciones con la mítica Gigante o con la que fuera directa rival en la alfombra roja, No es país para viejos, es donde el magnate del crudo encarnado por un temperamental Day-Lewis va forjando su próspero negocio. 

Ahora bien, si en esta abrumadora epopeya algo conquista la atención del espectador no es tanto la incontestable fuerza de cada plano o de su música (baste como muestra el silencioso pero muy expresivo cuarto de hora inicial), cuanto la personalidad del empresario en cuestión, un sociópata de manual. Egocéntrico, impulsivo, manipulador y hasta violento, todo vale en la defensa de sus intereses. Un retrato el de este despiadado individuo que rivaliza con el de otro personaje convertido a la postre en su propio reverso: un joven predicador (notable Paul Dano en su réplica al «Mejor actor» del año) dispuesto también a salirse con la suya. Aquel en nombre de la familia; este a costa de la religión. 

Pozos de ambición no es la gran obra de un cineasta audaz, como podrían sugerir sus excesos (no solo de metraje) o su paternidad común con la citada Magnolia. Digamos que se trata de una película arriesgada en manos de un profesional con oficio. Lo cual, conocida su trayectoria, no es poco, pero tampoco mucho.

 

1961

El espionaje al descubierto

 

Mejor película: West Side Story, de Robert Wise y Jerome Robbins 

Mejor actriz: Sofía Loren, por Dos mujeres 

Mejor actor: Maximilian Schell, por El juicio de Nuremberg/Vencedores o vencidos 

Mejor película de habla no inglesa: Como en un espejo, de Ingmar Bergman (Suecia) 

 

La muerte del marroquí Mohamed V en 1961 daba paso a un reinado de casi cuatro décadas al frente de la monarquía alauita a su hijo Hasán II, destacado protagonista del año, solo ensombrecido por el histórico primer vuelo fuera de la atmósfera terrestre del soviético Yuri Gagagarin.

Ambos acapararon titulares, aunque no fueron los únicos. El reverso más sombrío de la actualidad de aquellos meses recaía por derecho en la figura del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, un hombre que hizo del crimen político un sello común de su régimen y que era asesinado a balazos en una emboscada contra su vehículo oficial en las afueras de Santo Domingo. 

Una muerte que no suscitó tanto pesar como la desaparición, a los 61 años, del escritor y periodista estadounidense Ernest Hemingway. Aquel 2 de julio todos supimos Por quién doblan las campanas, aunque apenas dos meses antes lo hicieran por Gary Cooper, la estrella que Solo ante el peligro encarnara también en celuloide la obra de su compatriota y Nobel de Literatura. 

Fue 1961, además, el año en que Juan XXIII daba a conocer su encíclica Mater et Magistra, sobre el desarrollo social a la luz de la doctrina cristiana. Feliz alumbramiento que contrastaba con el estreno de los primeros metros de alambre y hormigón, triste preludio del «Muro de la vergüenza» alzado en Berlín durante décadas. 

Y concluiremos este recorrido anual deteniéndonos en un episodio nunca del todo esclarecido: la fracasada invasión de Bahía de Cochinos, un desembarco en suelo cubano que puso en entredicho a la diplomacia estadounidense y a sus todopoderosos mecanismos de espionaje. Conocer los orígenes de la CIA, de la mano de Robert de Niro y El buen pastor, tal vez nos ayude a comprender mejor ese curioso capítulo de la historia.

El buen pastor

Título original: The good shepherd 

Dirección: Robert de Niro 

Guión: Eric Roth 

Fotografía: Robert Richardson 

Música: Marcelo Zarvos y Bruce Fowler 

Producción: James G. Robinson, Jane Rosenthal y Robert de Niro 

Intérpretes: Matt Damon, Angelina Jolie, Alec Baldwin, Tammy Blanchard, Billy Crudup, Robert de Niro, William Hurt, Timothy Hutton, Lee Pace, John Sessions, Oleg Stefan, John Turturro, Joe Pesci, Michael Gambon 

 

Una nómina de intérpretes de relumbrón, un tema prácticamente inédito y muy cinematográfico –el nacimiento de la CIA– y el regreso a la dirección de Robert de Niro más de una década después de su interesante y prometedor debut con Una historia del Bronx (1993) auguraban encontrar en El buen pastor, su segundo trabajo detrás de la cámara, una de las grandes producciones de los últimos tiempos. Y aunque sobraban razones para esperar que así fuera, una vez visto el resultado, tales expectativas sufren una cierta rebaja (en ningún caso decepción), achacable sin duda a sus casi tres horas de metraje.

Salvada esta contrariedad, que –según butacas, horarios o compañías– puede acabar convertida en auténtico escollo (advertidos quedan), conviene reconocer en la propuesta del actor-realizador-productor una obra de altura, digna evocación de otras firmadas por grandes nombres de este oficio a cuyas órdenes él mismo ha trabajado: Coppola (El Padrino), Scorsese (Uno de los nuestros)… Como ellos, De Niro aborda con pulso firme un relato denso y complejo en torno a la fundación y primeros años de la Central de Inteligencia Americana en plena guerra fría, un tiempo propicio para las suspicacias y sospechas. 

Enfrentado a la sombra de la amenaza soviética (y su KGB), el país más poderoso del mundo quiso protegerse del enemigo, y decidió crear un cuerpo de elegidos que hiciera de la discreción y el patriotismo un estilo de vida. Así, de la mano (y los ojos) de uno de esos precursores de la seguridad nacional (un Matt Damon taciturno y fantasmal en uno de los mejores papeles de toda su carrera), descubriremos a través de calculados flashbacks la sofisticada maquinaria de esta red de espías: desde su origen en una sociedad estudiantil elitista y secreta, germen de la denominada Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) durante la Segunda Guerra Mundial, hasta la fracasada invasión de Bahía de Cochinos en 1961 por parte de tropas anticastristas entrenadas por la CIA. 

El buen pastor 

La pluma de Eric Roth tiene buena parte de culpa en ello. Autor –entre otros– del guión de Múnich, como en la cinta de Spielberg, su escritura precisa y contenida ilustra de un modo ejemplar, casi tanto como las imágenes, la desconfianza que nos invade y sus dolorosas consecuencias para las relaciones internacionales. El reparto, merecedor en el Festival de Berlín de un premio conjunto a la Mejor Contribución Artística, hace el resto: desde el cínico J. Turturro a la confundida y patética A. Jolie, pasando por A. Baldwin o los recuperados W. Hurt y J. Pesci, sin olvidar al propio De Niro. 

Solo cabe lamentar que tal confluencia de «logros» (letra, participantes, puesta en escena, banda sonora, fotografía…) no se vea acompañada por el ritmo que reclama una película de este empaque. Y es que De Niro, discípulo fiel en tantos aspectos, parece haber heredado de sus maestros la mirada certera y la palabra justa, no así un reloj.