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Presentación. Castigar y asistir, o la centralidad de la relación entre “lo social” y “lo penal”

Prefacio a la presente edición

Prólogo

Parte I. Modelos de castigo

1. Antiguas y nuevas estrategias penales

2. Castigo y regulación social en la Gran Bretaña de la era victoriana

Parte II. Programas de reforma

3. Ciencia criminológica y política penal

4. Trabajo social y reforma penal

5. Seguridad social y eugenesia. El programa de la seguridad social

Parte III. El complejo penal-welfarista

6. Resistencias, maniobras y representaciones

7. El proceso de formación de estrategias

8. Estrategias penales en un Estado de bienestar

Apéndice 1. Análisis sucinto de informes oficiales vinculados con la regulación penal y social, 1894/1914

Apéndice 2. Medidas fundamentales en materia penal

Apéndice 3. Medidas fundamentales en materia social 1895/1914

Referencias

Agradecimientos

David Garland

CASTIGAR Y ASISTIR

Una historia de las estrategias penales y sociales del siglo XX

Traducción de
Elena Odriozola

Revisión de
Máximo Sozzo

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Garland, David

© 2018, David Garland

© 2018, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Presentación

Castigar y asistir, o la centralidad de la relación entre “lo social” y “lo penal”

Máximo Sozzo

David Garland, nacido en Escocia en 1955 y actualmente profesor de Derecho y Sociología de la Universidad de Nueva York, es un pensador ineludible, a nivel global, en el terreno de las investigaciones sociales sobre los fundamentos, significados y efectos del castigo legal. Elaborado a partir de su tesis de doctorado en la Universidad de Edimburgo y publicado originalmente en inglés en 1985, Castigar y asistir. Una historia de las estrategias penales y sociales del siglo XX es el primer libro de este autor insoslayable, y sin duda una obra que puede calificarse, aun cuando resulte relativamente reciente, como un “clásico” del campo de estudios sobre la cuestión criminal.

Sobre ella puede afirmarse, sin exagerar, que constituyó un hito en la estructuración de una perspectiva crítica orientada a describir y explicar las transformaciones del castigo legal a lo largo de la modernidad. Los textos fundacionales que habían comenzado esta tarea corresponden sobre todo a los años setenta –a excepción del libro seminal de Georg Rusche y Otto Kirchheimer, Pena y estructura social, que se editó por primera vez en 1939 y luego en 1968–, y estaban enfocados en el nacimiento y la difusión de la prisión como nueva técnica penal. Podemos recordar aquí dos ejercicios claves en esta dirección: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión (1975), de Michel Foucault, y Cárcel y fábrica. Los orígenes del sistema penitenciario. Siglos XVI-XIX (1977), de Dario Melossi y Massimo Pavarini, ambos publicados en español por Siglo XXI en la primera época de la serie Nueva Criminología. A diferencia de estos precedentes, Castigar y asistir busca problematizar otro momento de la historia del castigo legal, identificando una nueva “gran transformación” y analizando en detalle los cambios en los discursos y las prácticas penales entre fines del siglo XIX y comienzos del XX en Gran Bretaña, que dieron lugar, desde la mirada del autor, a una nueva coherencia estratégica. Garland explora meticulosamente el surgimiento y funcionamiento de lo que llama el “complejo penal-welfarista”, en relación con las crisis de las formas de regulación penal y social que se configuraron a lo largo del siglo XIX, en la sociedad británica de la era “victoriana”.

Además, ilumina ingeniosamente la serie de conexiones entre estas mutaciones penales y aquellas que se produjeron en el marco de las instituciones y prácticas de gobierno de “lo social” que configurarán el Estado de bienestar. Para el autor escocés, esta nueva estrategia, el complejo penal-welfarista, se mantuvo incólume en sus principios y elementos sustanciales hasta el momento en que precisamente salió a la luz el libro, en los inicios de los ochenta. Es por eso que este volumen puede considerarse como una compleja anatomía de las estrategias penales –pero también sociales– del siglo XX. Y si bien la investigación histórica en que se basa recupera archivos y documentos propios del escenario británico, el análisis y las claves interpretativas son una fuente de inspiración crucial para pensar este pasado tanto en el norte como en el sur globales, cualidad que comparte con las obras mencionadas de Foucault y Melossi/Pavarini. A su vez, Castigar y asistir se destaca por la construcción de un esquema teórico y metodológico para pensar la penalidad y sus mutaciones, válido no sólo para leer aquel pasado, sino también para describir y comprender el presente penal en diversos contextos.

Desde luego, la producción ulterior de Garland –cuyos principales hitos son Castigo y sociedad moderna. Un estudio de teoría social, de 1990 (y que Siglo XXI Editores editó en español en 1999), La cultura del control. Delito y orden social en la modernidad tardía, de 2001, y Una institución particular: la pena de muerte en Estados Unidos en la era de la abolición, de 2010– ha refinado y enriquecido dicho esquema teórico y metodológico de diversos modos. Pero en Castigar y asistir encontramos una formulación de sus componentes extraordinariamente significativa, e incluso, en algunos de sus ángulos, este libro los expresa del modo más preciso y al mismo tiempo más productivo para este campo de estudios.

Por un lado, el imperativo general de explorar en detalle procesos empíricos concretos, recurriendo a diferentes fuentes, analizando simultáneamente planos diversos (discursivos y prácticos) de la penalidad, pero a su vez inscribiendo esos estudios en un contexto macroscópico en el que se definen condiciones de posibilidad, tanto en lo que se refiere a la estructuración de los problemas como de las respuestas. Por otro lado, una serie de categorías cruciales que atraviesan el libro y que siguen siendo herramientas extraordinariamente relevantes para los estudios sociales de la penalidad. Enuncio sólo algunas:

  1. la idea de “programas” como amalgamas discursivas complejas que definen el qué, el porqué, el para qué y el cómo de la penalidad;
  2. la noción de “maniobras” para dar cuenta de cómo los actores estatales y no estatales, situados en torno a problemas y contextos específicos, articulan respuestas moviéndose entre diversas alternativas discursivas y prácticas en pugna;
  3. la idea de “formación de compromiso” para pensar cómo las soluciones penales se estructuran a partir de las luchas entre actores estatales y no estatales y el papel crucial que juegan las resistencias y las tácticas;
  4. la noción de “estrategia penal” y del proceso de su formación, para dar cuenta de una coherencia de elementos discursivos y prácticos en torno al poder de castigar que no es el resultado de un actor omnisciente y omnipresente sino de las luchas y compromisos entre actores diversos;
  5. la idea de que las estrategias penales siempre son revisadas y limitadas en la práctica y, por tanto, que sus resultados de corto y largo plazo siempre son disímiles a su lógica.

Castigar y asistir también planteó seminalmente la centralidad de la relación entre “lo social” y “lo penal”, que se ha vuelto una marca indeleble para los estudios sociales de la penalidad. Lo hizo a partir de un diálogo con algunos precedentes significativos, como el trabajo de Rusche y Kirchheimer o Foucault. A lo largo de estas últimas décadas se han producido muchas contribuciones importantes en esta dirección, tanto en relación con el pasado como con el presente, tanto en el estudio de contextos singulares como a partir de un abordaje comparativo. Garland mismo ha analizado recientemente esta literatura en forma detallada, identificando sus contribuciones y limitaciones, según se advierte en el nuevo prólogo a esta edición en español. En este sentido, se trata de un aporte que inaugura un tópico todavía central en el debate contemporáneo.

Con su inclusión en la serie Nueva Criminología, Castigar y asistir está ahora disponible, por primera vez, para el público de habla hispana. Un lector crítico puede encontrar aquí numerosos elementos para interrogar la historia y el presente del castigo legal en nuestros propios escenarios, del mismo modo en que antes halló herramientas útiles en los ilustres precedentes en este campo de estudios, como los libros mencionados de Rusche/Kirchheimer, Foucault y Melossi/Pavarini. Ese lector deberá estar atento, como con respecto a aquellos otros textos, a la necesidad de evitar la generalización y la homologación rápida y descuidada, y tendrá que confrontarse con las peculiaridades de los contextos periféricos y semiperiféricos, y con las dificultades para la descripción y la explicación que suponen, rescatando en gran medida el tipo de uso de la teoría que ha alentado el propio Garland a lo largo de su obra. En todo caso, el volumen que tiene en sus manos le abrirá múltiples posibilidades y desafíos, como se espera de un “clásico”.

A mi madre y mi padre

Prefacio a la presente edición

La investigación en la que se basa Castigar y asistir, así como la escritura del libro, tuvieron lugar en los últimos años de la década de 1970 y los primeros de la de 1980, en un momento histórico muy diferente del actual. Se trataba de los tramos finales de la era de posguerra, un período de treinta años en el que la democracia social, el capitalismo administrado y un Estado de bienestar en expansión produjeron crecimiento y disminución de la desigualdad. Muchos de los que ingresamos en la adultez en esta fase excepcional del desarrollo capitalista supusimos que esas tendencias consolidadas no podrían sino continuar, dado que las fuerzas expansivas, empoderantes e inclusivas de la democracia de masas presionaban hacia una mayor igualdad y justicia social. Sin embargo, ya en ese momento, el campo de juego comenzó a cambiar. La década de 1970 se había caracterizado por la crisis del petróleo, la inflación desenfrenada, el elevado nivel de desocupación, el fin del crecimiento y las reiteradas quejas respecto de que Gran Bretaña se estaba volviendo “ingobernable”. Empezaban a ventilarse serias dudas acerca de la viabilidad de los acuerdos corporativos y las fórmulas keynesianas; desde la derecha, los críticos señalaban que el Estado de bienestar, los sindicatos y la política socialista eran las causas del creciente malestar económico y la sensación de decadencia nacional. En mayo de 1979, Margaret Thatcher fue elegida como primera ministra, aunque tendrían que pasar varios años para que su gobierno desarrollara una ideología característica y se consagrara al fundamentalismo del libre mercado y el desmantelamiento del sector público que constituirían su herencia en el largo plazo.

Sabemos que ese momento histórico fue un punto de inflexión que condujo al mundo social y económico en que hoy vivimos: un mundo de capital floreciente, menor poder de la clase trabajadora, políticas de libre mercado y retroceso del Estado de bienestar. Pero a comienzos de la década de 1980, el poder de la democracia social y el de sus opositores parecían encontrarse en equilibrio. El thatcherismo, las privatizaciones, los ataques al sindicalismo, la cultura del control y las recetas de políticas neoliberales apenas empezaban a tomar forma. El futuro parecía mucho más propicio entonces que como lo vemos hoy en retrospectiva.

Es cierto que algunos observadores con visión de futuro, como Stuart Hall, ya entonces formulaban advertencias respecto del “giro hacia una sociedad de ley y orden” (conferencia en Cobden Trust, 1980) y de la posibilidad de que la crisis diera origen a una política más autoritaria; pero muchos seguían creyendo que las luchas contemporáneas podrían tener como resultado una democracia social renovada –incluso un socialismo democrático– que sería más abierta, más igualitaria y más eficaz, a la hora de domesticar el capitalismo, que lo que habían sido el Estado de bienestar y la economía mixta nacida con la reconstrucción de posguerra.

En el mismo momento, aunque por razones muy diferentes, las instituciones penales británicas (y sus equivalentes en los Estados Unidos y otros países) eran objeto de enérgicas críticas dirigidas a la filosofía que las apuntalaba, y generaban quejas recurrentes por su falta de efectividad y justicia. Al igual que el proyecto del Estado de bienestar del cual formaba parte, el sistema penal vio su avance abruptamente detenido; su futuro se volvió incierto.

Una vez transcurrida la mejor parte del siglo, cuando “penología progresista” y “reforma penal” se convirtieron en sinónimos de lo que Francis Allen denominó “el ideal de la rehabilitación”, empezaron a surgir serias dudas respecto de su valor, tanto en el campo académico como en el de la práctica. Y si bien algunos integrantes de la vieja guardia opusieron resistencia a los críticos insistiendo en que las instituciones penales rehabilitadoras eran signo de decencia moral y de una sociedad civilizada, la reacción más frecuente fue el repliegue hacia la duda y la ambivalencia. Las élites liberales y los especialistas en penología continuaron asignando valor a la justicia social, al bienestar de los presos y a la penología rehabilitadora, pero les resultó imposible negar los problemas prácticos que aquejaban al correccionalismo en su existencia concreta o pasar por alto las objeciones éticas que el sistema penal suscitaba en forma creciente. Prácticas que durante mucho tiempo habrían parecido positivas y progresistas –como las penas por tiempo indeterminado, la individualización del castigo, los tribunales de menores o el tratamiento correccional– ahora se presentaban como iliberales, paternalistas y propensas a la discriminación y la arbitrariedad. Y puesto que los efectos de reducción del delito que este enfoque prometía no se habían materializado, a sus adherentes les resultó difícil elaborar una defensa. Hacia principios de la década de 1980 habíamos ingresado en un momento de transición y, tanto en el ámbito académico como en la práctica, se procuraba elucidar un abordaje ético de la cuestión del castigo y las relaciones de poder que lo sustentan.

En Castigar y asistir me propuse formular un diagnóstico del origen de esa ambivalencia. Mi objetivo era desarrollar un análisis en profundidad de la justicia penal correccional y de la lógica, los valores y los supuestos contradictorios inscriptos en ella, tarea que, esperaba, me permitiría resolver parte de la confusión y los malentendidos que caracterizaban a los debates contemporáneos. Sin embargo, en lugar de emprender un análisis filosófico de las ideas penológicas, me aproximé al problema a través de una investigación histórica, preguntándome cómo se habían estructurado las leyes, prácticas e instituciones de castigo en su forma moderna, y examinando los procesos deliberativos, muchas veces conflictivos, de los cuales surgieron nuestros supuestos modernos respecto del delincuente, el delito y el Estado penal rehabilitador. Mi objetivo, en pocas palabras, fue seguir los pasos de Michel Foucault y escribir una historia del presente que dejara al descubierto las luchas políticas e ideológicas que se encuentran en la raíz de la práctica penal moderna.

El proyecto de escritura de este libro estuvo determinado, de manera bastante explícita, por la coyuntura política y penológica de su nacimiento. Su objetivo radicó en poner al descubierto las relaciones de poder y los marcos ideológicos inscriptos en la política penal moderna; mostrar que los discursos y prácticas de las instituciones penales británicas se forjaron en las luchas políticas, hoy olvidadas, que se libraron a comienzos del siglo XX; y mostrar que los acuerdos y contradicciones específicos generados por esas luchas –y no el supuesto desapego del Estado de bienestar con respecto a los principios liberales, o la imposibilidad de la reforma– habían minado el potencial reformador del tratamiento penal al tiempo que reforzaban sus controles individualizadores y su sesgo de clase.

La premisa del proyecto fue que el análisis del sistema penal moderno en el momento de su nacimiento permitiría ver con mayor claridad el modo en que luchas específicas habían conformado sus discursos y prácticas, como asimismo recuperar las relaciones políticas y de poder que el paso del tiempo y la operación de la ideología habían ocultado. Por tanto, este libro debe leerse como una genealogía crítica, una indagación histórica centrada no en la política penal, sino en la estrategia penal; una anatomía del control social y la disciplina de clase disfrazados de reforma penal. Su foco está situado en un tiempo histórico y un lugar –Gran Bretaña entre 1890 y 1914– donde el poder de castigar pasó a instituirse como un elemento del gobierno del Estado de bienestar.

Si bien es cierto que este trabajo se vio configurado por la coyuntura política de la cual surgió, también recibió la influencia, y más directamente, de la bibliografía sociológica e histórica de la época. En comparación con la situación actual, en la que los estudios sobre “castigo y sociedad” constituyen un campo destacado que goza de popularidad, a principios de la década de 1980 la sociología del castigo apenas empezaba a surgir como una especialización académica distinta. Los estudios históricos contribuyeron en gran medida a configurar la agenda de investigación, con los trabajos de Rusche y Kirchheimer (1968), Hay (1975), Ignatieff (1978), Fine y otros (1979), Melossi y Pavarini (1981), que elaboraron un análisis neomarxista de la historia penal, y con Vigilar y castigar (1977), de Foucault, que ofreció una comprensión nueva y más minuciosa del poder de castigar. La mayoría de esos estudios ponía el énfasis en las luchas de clases que estructuraron la política penal, las funciones de control social del derecho penal y el rol de las instituciones penales en la reproducción de la hegemonía de la clase dirigente y las estructuras capitalistas. También se relativizó la importancia de las ideas y la cultura en cuanto fuentes de la práctica penal y, en cambio, los intereses materiales, las relaciones de poder y los procesos ideológicos adquirieron gran prominencia. Los relatos liberales acerca del progreso penal fueron desplazados por las anatomías del poder penal.

En la medida en que la nueva sociología del castigo se separó de la penología y la filosofía penal, pasó a ocuparse de dos cuestiones fundamentales –la relación entre castigo y estructura social y las causas del cambio penal–, principalmente mediante el análisis del nacimiento de la prisión moderna y su relación con las estructuras económicas y sociales de la sociedad moderna. Para ciertos escritores se trataba de una reiteración, en el ámbito penal, de las clásicas preguntas marxistas acerca de la relación entre la “base” y la “superestructura”, y de los procesos históricos que garantizaron la dominación del modo capitalista de producción. Y a partir de esta problemática marxista surgieron algunos análisis brillantes –en particular, los de Douglas Hay y E. P. Thompson– del rol del derecho penal, los rituales penales y las ideologías legales en la formación del Estado burgués y la reproducción de la dominación capitalista. En el contexto de esa cultura intelectual, la intervención de Foucault contribuyó a ampliar ciertos temas que ya estaban en discusión (por ejemplo, el supuesto que subyace en Vigilar y castigar respecto del vínculo entre el nacimiento de las disciplinas y técnicas orientadas a moralizar a los trabajadores y el surgimiento del capitalismo) e introdujo nuevas preguntas: sobre la relación entre conocimiento y poder, la importancia de las ciencias humanas en la configuración y la legitimación del castigo, y la relación entre tecnologías penales y modos más generales de ejercicio del poder y sometimiento de los individuos. Una innovación no menor residió en interrogarse respecto del vínculo entre la ciencia de la criminología y la prisión moderna y las formas asociadas de conocimiento-poder.

* * *

Si el foco de los trabajos anteriores había sido el surgimiento de la prisión y el derecho penal moderno a comienzos del siglo XIX, el de Castigar y asistir fue, en cambio, las transformaciones penales y sociales que ocurrieron un siglo más tarde, cuando se fundaron las bases institucionales del Estado de bienestar moderno. La pregunta que originó la indagación fue de carácter marxista: ¿de qué modo influyeron la coyuntura económica y las luchas de clases que dieron lugar al Estado de bienestar en el derecho y el castigo penales? ¿De qué manera el pasaje del capitalismo liberal del siglo XIX al capitalismo monopólico del siglo XX reestructuró los principios y las prácticas del castigo penal, si no directamente, mediante el surgimiento de nuevas relaciones de clase, nuevas responsabilidades del Estado y nuevas ideologías de inclusión corporativa y ciudadanía? La premisa básica del estudio –respaldada por una correlación temporal observada entre patrones de reforma del derecho penal y reforma social durante la primera década del siglo XX– fue que las nuevas instituciones del gobierno de ese Estado de bienestar (seguro social, trabajo social, control social auspiciado por el Estado, etc.) habían reconfigurado el funcionamiento, las ideas y las prácticas del sistema penal. La pregunta era: ¿de qué manera, exactamente, se había logrado ese cambio estructural?

Desde el comienzo, fue un estudio de la transformación estructural. Pero a medida que avanzaba la investigación, el foco se alejaba del modo de producción y las consecuencias penales de sus modificaciones para acercarse a un análisis más concreto de los cambios en el castigo y las racionalidades y las relaciones de conocimiento-poder que aquellos entrañaron. Ese desplazamiento del foco no reflejó un cambio de lealtades teóricas de mi parte: simplemente me adapté al material de archivo que estudiaba. Discursos criminológicos, legislación penal, informes de comisiones, descripciones oficiales de la práctica penal, reformas institucionales: ninguno mostraba una relación directa con las mutaciones operadas en el capitalismo, pero a menudo exhibían afinidades claras con conceptos como disciplina, normalización, conocimiento-poder y subjetivación. En la indagación empírica, los conceptos foucaultianos simplemente tomaron la delantera.

Desde el principio, además, el alcance del estudio superó el de la historia penal convencional. Al ocuparse del Estado, la ideología y el control de clase, se convirtió en un estudio de dos sistemas históricos de regulación –el victoriano y el moderno–, que incluían no sólo las instituciones penales, sino también las instituciones de la caridad, el bienestar y el empleo (vinculadas de manera laxa con las anteriores), que cumplían una función en la gestión cotidiana de los trabajadores y el disciplinamiento de los pobres.

Castigar y asistir parte de una descripción de la penalidad británica a mediados de la era victoriana, que rastrea los vínculos entre los detalles de la práctica penal y las estructuras más amplias de las relaciones sociales y económicas. Esa descripción muestra que el sistema penal consideraba al delincuente un sujeto legal libre, igual y responsable; el individualismo pertinaz del recurso de la cárcel al aislamiento en celdas; la ausencia de ayuda del Estado para los infractores; y la concepción operacional del castigo como una respuesta derivada del contrato social ante una persona que elige libremente violar la ley. Los paralelos entre estos principios penológicos y la ideología política del individualismo del laissez-faire, su afinidad con las concepciones concomitantes de Estado minimalista, las políticas disuasorias de la menor elegibilidad[1] que caracterizaron tanto la casa de trabajo como la prisión: todos ellos se presentan como pruebas de que las pautas institucionales de la sociedad liberal de mercado estructuraron la penalidad victoriana. Estos paralelos sugieren la existencia de una afinidad electiva –una coincidencia ideológica y estructural– que vincula íntimamente la penalidad con los circuitos de la ideología dominante y la estructura de relaciones de clase vigente. Las concepciones penológicas y los regímenes carcelarios de las décadas de 1870 y 1880 fueron, en efecto, parte de una red de vínculos estratégicos y homologías estructurales, en virtud de los cuales la penalidad victoriana resultó congruente con las relaciones de clase, las ideologías políticas y las políticas sociales de la época.

La transición de este modo victoriano de penalidad a la organización penal-welfarista moderna surgida a partir de 1895 se presenta como un proceso histórico complejo en el cual intervinieron movimientos de reforma e intereses de grupo rivales (y, a veces, convergentes). Impulsores de una nueva criminología científica, defensores de la eugenesia y el seguro social, miembros de organizaciones caritativas, funcionarios penitenciarios y reformistas políticos del nuevo liberalismo contribuyeron a los debates que tuvieron lugar en esos años. Buena parte de este libro se dedica a describir las interacciones entre los defensores de los programas de reforma y las políticas y las leyes vigentes, así como los diversos conflictos y alianzas que fueron producto de esas interacciones.

Sin embargo, esos desarrollos penales no ocurrieron en el vacío. La forma intelectual que adoptaron, como asimismo los intereses ideológicos y las ambiciones políticas subyacentes, eran parte de un movimiento más amplio de reestructuración que reorganizó las instituciones sociales, políticas y económicas británicas y construyó el Estado del seguro social que caracterizó al período eduardiano. Un Estado que, en el transcurso de los siguientes treinta años y con el impacto vigorizante de la Segunda Guerra Mundial, habría de transformarse en el Estado de bienestar de Beveridge-Attlee.

Sería posible situar el origen de este movimiento penológico en los cambios económicos y políticos que los marxistas describen como la transición del capitalismo liberal al monopólico; en ciertos tramos, este libro apunta en esa dirección. No obstante, la cuestión importante no reside tanto en la prioridad causal como en la interconexión causal. Los cambios económicos tuvieron corolarios políticos e ideológicos, y viceversa; los desarrollos en el campo de la política social y penal estuvieron profundamente entrelazados con esas transformaciones. Cuestiones del derecho penal y la política penitenciaria –por ejemplo, la culpabilidad de los infractores, los límites de la responsabilidad criminal, las responsabilidades del Estado respecto de la rehabilitación de los delincuentes o la ayuda a los expresidiarios, y el diseño de los regímenes institucionales de corrección o control– estaban íntimamente vinculadas con otras de política social, como la gestión de los asilos para pobres o la organización de las instituciones de la Ley de Pobres. Y estas, a su vez, plantearon interrogantes más amplios acerca de la regulación del mercado laboral, el rol pertinente del Estado, y la estrategia a adoptar en materia de cuidado y control de los pobres.

La intersección de las cuestiones penales, sociales y económicas, así como el reconocimiento explícito por parte de los encargados de definir políticas de que se encontraban, en efecto, relacionadas queda de manifiesto en los informes y recomendaciones oficiales publicados entre 1895 y 1914, que aplican modos de pensar y actuar decididamente innovadores a toda una variedad de problemas penales y sociales antes divorciados. Y estas nuevas racionalidades sociales y penales entraron en funcionamiento cuando, con el correr del tiempo, se creó un conjunto de instituciones penal-welfaristas sobre la base de una serie de principios y compromisos ideológicos nuevos, que lo distinguió del liberalismo del siglo XIX y lo vinculó con el naciente modo de gobierno que se conocería como Estado de bienestar. El abordaje positivo de la rehabilitación de los delincuentes, la amplia utilización de agencias de intervención, el recurso al trabajo social y el conocimiento psiquiátrico, el interés por regular, administrar y normalizar antes que castigar como primera opción, y por supuesto las autorrepresentaciones welfaristas de la penalidad moderna se combinaron para vincular esta nueva penalidad con las estrategias generales de control, las formas ideológicas y las relaciones de clase que emergieron en aquel momento.

Así, Castigar y asistir describe la transformación estructural de patrones de control social y penal mediante la identificación de nuevas formas de conocimiento-poder y su vinculación con nuevas relaciones de clase y condiciones materiales. En ese aspecto, el libro es fiel a su proveniencia marxista y foucaultiana. Sin embargo, la tesis que desarrolla se aparta en aspectos relevantes de esos orígenes intelectuales, entre los cuales no es menor la negación de todo determinismo base-superestructura y la insistencia en que las transformaciones discursivas se producen en y a través de los actos de agentes cuyas motivaciones es posible inferir y cuyas luchas es posible documentar.

La proposición teórica de este libro no es que las estructuras económicas determinan los resultados penales, sino que los resultados penales se negocian de manera deliberada dentro de los límites que imponen las estructuras económicas, políticas y sociales. Y esas estructuras no operan de manera autónoma, controlando los resultados con una mano invisible o por medios automáticos. Se trata, en cambio, de agentes situados que resuelven problemas y toman decisiones –en este caso, impulsores de reformas, funcionarios administrativos, encargados de diseñar políticas y políticos– y que perciben de manera consciente los límites de la posibilidad política y ajustan sus acciones a estos, a veces luchando por cambiar las reglas del juego, pero más frecuentemente estableciendo acuerdos con las restricciones que enfrentan.

Se parte del supuesto de que las estructuras se vuelven efectivas –y se reproducen o se modifican– por medio de la acción humana, con todas las luchas y resultados polémicos que la acción reformadora suele entrañar. En lugar de suponer que las formas penales resultan determinadas por un modo particular de producción o por un tipo particular de relaciones de clase, aquí sostenemos que las formas penales resultan de políticas coyunturales y de luchas específicas libradas en el ámbito de la propia penalidad. Las estructuras más amplias de la economía, el derecho y la ideología –así como la grilla institucional de políticas sociales– generan presiones que tienden hacia tipos específicos de prácticas penales y limitan la variedad de reformas posibles. Pero, en definitiva, son los actores y las agencias más involucrados los que construyen las prácticas penales y sociales, y por ese motivo, en este libro se asigna importancia primordial al análisis de los discursos programáticos y las acciones de reforma, sin negar el papel de las estructuras económicas y sociales.

El enfoque adoptado aquí es, por esa razón, decididamente concreto y empírico. El archivo en el que se basa el estudio está integrado por documentos, textos y discursos extraídos del mundo de las ciencias sociales, la reforma penal y la acción gubernamental, situados en el marco de una descripción del cambio social tomada de estudios anteriores. No se enfoca tanto en textos individuales como en los programas de reforma que, en conjunto, integraron (con todas sus variantes y desacuerdos internos) programas mayores que no pueden interpretarse como meras declaraciones científicas sino como actos retóricos complejos. Los partidarios de esos programas de reforma debatieron y adoptaron diferentes posturas, algunas más sólidas desde el punto de vista lógico o científico y otras más pragmáticamente realistas. No obstante, todos ellos intentaron promover sus ideas, persuadir a los encargados de formular políticas y lograr el apoyo de funcionarios y legisladores; buena parte de este libro aborda los procesos de transformación que esas iniciativas implicaron.

El resultado es un análisis minucioso de maniobras discursivas, figuras retóricas y soluciones de compromiso, tal como se construyeron en un proceso de reforma limitado por estructuras institucionales e ideológicas. En su mayoría, los detalles de esas disputas fueron olvidados hace tiempo, pero su importancia no es meramente histórica puesto que dieron origen a los discursos y las prácticas que sobrevivieron hasta hace muy poco. En qué medida los resultados de aquellas luchas constituyeron el a priori histórico –las condiciones de existencia no explicitadas– subyacente a las relaciones de poder y las estructuras de control del sistema penal-welfarista es precisamente lo que la indagación genealógica se propone revelar.

David Garland

Nueva York, febrero de 2017

[1] La menor elegibilidad hace referencia a una doctrina que establecía que el nivel de vida del recluso debía ser inferior al del trabajador menos favorecido de la sociedad libre. [N. de la T.]

Prólogo

Las actitudes contemporáneas respecto del “bienestar social” se encuentran marcadas por una profunda ambivalencia. La experiencia del Estado de bienestar en Gran Bretaña puso de manifiesto que una sociedad de esas características entraña graves problemas a la par que indudables promesas, al punto que, en la actualidad, es necesario matizar cualquier defensa de un modelo similar, pues los ideales que subyacen a él suelen ser objeto de desconfianza.

Tal ambivalencia alcanza un grado particular en los casos en que las ideologías y los objetivos del Estado de bienestar se han fusionado con un aparato de control, como ocurre en el sistema penal británico. Las actitudes respecto de esas instituciones del “welfarismo penal”, orientadas a “rehabilitar” a los infractores o a promover de algún modo su bienestar, han vacilado y cambiado a lo largo de las últimas décadas; pocos temas en la agenda actual de las políticas sociales evocan sentimientos tan opuestos e intereses tan contradictorios.

Esas posiciones no carecen de fundamentos, sino que reflejan la índole contradictoria del Estado de bienestar y las sanciones welfaristas que lo sustentan. Y a menos que optemos por un sistema de “retribución justa”, sin intervenciones welfaristas de ningún tipo, o bien por un sistema irrestricto de paternalismo estatal, será necesario aceptar esas contradicciones para entenderlas en toda su complejidad y poder evaluar cómo reformular sus elementos para modificar sus efectos.

El propósito que guía este volumen consiste en clarificar algunas de estas cuestiones mediante un análisis detallado del significado y la importancia políticos de las estrategias welfaristas que operan tanto en el terreno penitenciario como en el ámbito social en general. No se trata de un texto político: no procura analizar cuestiones vinculadas a la formulación de políticas públicas, planteando nuevos objetivos o prescribiendo métodos para alcanzarlos. Por el contrario, se trata de un trabajo de análisis crítico que busca brindar un marco para comprender de manera cabal esas preguntas y, quizá, resolverlas más adecuadamente. Cabe esperar que de algún modo ayude a formular una política más progresista y viable en este terreno, si bien lo colosal de semejante tarea no está puesto en duda.

El análisis aborda dos preguntas principales, una de carácter histórico –¿en qué medida es posible el cambio penal y cómo se logra?–, la otra de carácter sociológico –¿cuál es la relación entre castigo y estructura social o, mejor, entre las formas de penalidad[2] y las de la organización social en las que operan?–.

Este trabajo procura entonces responder esos dos interrogantes –y otros subalternos, como la relación entre teoría y práctica, y entre conocimiento y poder– remitiéndose a un “suceso” histórico concreto: la transformación de la penalidad británica que tuvo lugar a comienzos del siglo XX.

La adopción de ese abordaje empírico no obedece a la falta de creencia en la abstracción teórica sino, antes bien, al respeto por los límites de tal teorización, así como a la convicción de que la labor teórica sólo puede avanzar pari passu con el desarrollo de un conocimiento concreto y detallado del campo de estudio. En consecuencia, si este emprendimiento lograra algún éxito, consistiría necesariamente en una contribución tanto en el plano teórico como empírico de comprensión y conocimiento.

Al decidir estudiar la transformación de la penalidad que ocurrió a principios de los años 1900, busqué alcanzar varios objetivos. En primer lugar, el hecho de enfocarme en ese momento histórico entrañaba la posibilidad de iluminar la formación y el desarrollo de las estrategias del welfarismo penal, una modalidad de sanción y representación que adquirió gran relevancia en la penalidad moderna y que hoy está cuestionada. Esperaba que el análisis de este período de formación pudiera arrojar luz sobre las condiciones políticas y los supuestos sobre los cuales esas estrategias descansan, y que posibilitara una comprensión más cabal de la crisis actual de la política penal británica.

En segundo lugar, con este foco pretendí investigar el modo en que un nuevo conocimiento –la “ciencia de la criminología”– había permeado el reino del discurso y las prácticas oficiales, e influido sobre él. Desde mi perspectiva, sólo un estudio concreto podía rastrear y reconstruir de manera fehaciente la sutileza y la complejidad de ese proceso. En rigor, pronto resultó evidente que la criminología no era el único nuevo discurso que fundamentaba los cambios penales y que, más aún, los procesos por los cuales las teorías se volvían pasibles de ser implementadas estaban imbuidos fuertemente de aspectos políticos e ideológicos.

Por último, consideré que un estudio de este tipo podría esclarecer la relación entre la penalidad y otras instituciones sociales, dado que tanto el castigo como otros aparatos (en particular, la Ley de Pobres) estuvieron sujetos a transformaciones en el mismo período. Así, el presente estudio mostró sin duda la necesidad de pensar la penalidad en su relación con las instituciones sociales “externas” que la rodean y le dan sustento. De hecho, se argumentará que las instituciones penales se encuentran funcional, histórica e ideológicamente condicionadas por muchas otras relaciones y agencias sociales que son, además, sustentadas y condicionadas por el funcionamiento de las instituciones penales. En otro trabajo, junto a Peter Young (Garland y Young, 1983) sostuvimos que “lo penal” y “lo social” no pueden concebirse como territorios separados y distintos, ya que los dos se interpenetran y dependen uno del otro. Esta postura teórica se corrobora una y otra vez en las páginas que siguen.

En su desarrollo, el libro presenta variadas formas de argumentación y métodos de análisis. Los primeros apartados son históricos y comparativos, mientras que en los capítulos centrales se reconstruyen los diversos programas y discursos de reforma que intervinieron en este proceso histórico. La relación de esos discursos con desarrollos históricos e institucionales es el tema de los capítulos posteriores, que abordan, por tanto, la relación de la teoría con la práctica, y del conocimiento con el poder. A lo largo de esos capítulos, el examen se desplaza, a menudo, del análisis social abstracto de las instituciones y su funcionamiento a la investigación detallada, y a veces intensiva, de textos, discursos y conocimientos. Este movimiento entre niveles no es usual, pero su propósito se volverá evidente a medida que el libro avance y las proposiciones funcionales abstractas se vean sustanciadas por el análisis detallado de las prácticas y los discursos institucionales.

Los problemas relativos al vínculo entre discursos e instituciones, entre teoría y práctica y entre conocimiento y poder han sido planteados en el marco de la tradición marxista y del trabajo de Michel Foucault. También lo han sido las cuestiones del cálculo político, la relación de los actores individuales con los desarrollos políticos y el problema de “cómo” se conciben y entienden las estrategias. El presente estudio procura abordar estas cuestiones generales de manera muy concreta, describiendo cómo se pueden utilizar evidencias empíricas para profundizar nuestra comprensión de esos temas fundamentales.

En el capítulo 1, se establecen las cuestiones en juego identificando una diferencia radical entre las formas de sanción y representación penal que prevalecieron a fines del período victoriano y las que predominan desde los inicios del siglo XX. Tras establecer esa distinción, su significado político y el momento en que se produjo, en el capítulo 2, me ocupo de las condiciones que provocaron el cambio penal, así como las formas que adoptó. Esa investigación involucra el análisis de las condiciones sociales, políticas e ideológicas que dieron sustento a la penalidad victoriana, y del proceso de su transformación, que comenzó en la década de 1880. A continuación, investigo cómo se montaron las nuevas lógicas y pautas de la penalidad moderna. En los capítulos 3, 4 y 5, identifico diversos elementos que contribuyeron a este nuevo desarrollo: los programas de reforma propuestos por la criminología, la eugenesia, el trabajo social y la seguridad social, entre los más importantes.[3] Reconstruyo y analizo en detalle esos movimientos reformistas y los discursos que pusieron en juego antes de describir, en el capítulo 6, los diferentes destinos que tuvieron frente a la resistencia política e ideológica. Los dos últimos capítulos describen el resultado final de esas luchas político-discursivas y muestran que la voluntad de alcanzar y mantener el poder político interrumpió la lógica de la argumentación teórica para dar lugar a la penalidad (y buena parte de la criminología) que conocemos actualmente. El libro concluye con el análisis del funcionamiento real de las estrategias del welfarismo penal y evalúa hasta qué punto lograron sus objetivos penales y políticos.

[2] El término “penalidad” se emplea en este estudio para referirse al complejo penal en su totalidad, incluidas las sanciones, las instituciones, los discursos y las representaciones. Resulta útil en la medida que evita las connotaciones de “sistema penal” (que tiende a poner el acento en las prácticas institucionales, no en su representación, y a implicar una sistematicidad que es a menudo inexistente) y “castigo” (que soslaya la pregunta respecto de la naturaleza del fenómeno).

[3] El término “programa” no funciona aquí como una categoría concreta, sino como un dispositivo analítico y expositivo. Nos permite agrupar y analizar una gran cantidad de proyectos, planes de acción y propuestas que compartieron ciertos objetivos fundamentales, recursos discursivos y posturas políticas. Es necesario, por supuesto, cimentar esta noción de programa en las evidencias concretas que proporcionan los enunciados individuales de proyectos específicos (véanse los capítulos 3, 4 y 5), pero su abstracción permite analizar el significado general y el contexto de esas especificaciones. Por lo tanto, los programas analizados exhibirán grados diversos de completud, uniformidad y cohesión que irán del fuertemente unificado programa de la eugenesia a los mucho más variados programas del trabajo social y la seguridad social. Además, este término nos permite reconocer la motivación y la razón de ser que subyacen en discursos como el de la criminología y la eugenesia, así como en las instituciones que los respaldaron. Como se mostrará, no era en absoluto infrecuente que esos objetivos programáticos permearan la estructura conceptual del propio discurso.

Parte I

Modelos de castigo