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Dedicatoria

Prólogo a la segunda edición

Introducción

1. Una breve historia del trabajo de campo etnográfico

Los prolegómenos

La etnografía antropológica y sociológica en los Estados Unidos

El exotismo de la natividad

2. El trabajo de campo: un marco reflexivo para la interpretación de las técnicas

Positivismo y naturalismo

El descubrimiento etnometodológico de la reflexividad

Trabajo de campo y reflexividad

3. La observación participante

Los dos factores de la ecuación

Observar versus participar

Participar para observar

Observar para participar

Involucramiento versus separación

Una mirada reflexiva de la observación participante

Participación: los dos polos de la reflexividad

La participación nativa

4. La entrevista etnográfica, o el arte de la “no directividad”

Dos miradas sobre la entrevista

Límites y supuestos de la no directividad

La entrevista en la dinámica general de la investigación

Descubrir las preguntas

Focalizar y profundizar: segunda apertura

La entrevista en la dinámica particular del encuentro

El contexto de entrevista

Los ritmos del encuentro

5. El registro: medios técnicos e información sobre el proceso de campo

Formas de registro

¿Qué se registra?

Lo que observa, lo que oye

6. El investigador en el campo

Un incidente de campo

La persona del investigador

Las emociones

La investigadora, el género y la mujer

La naturalización de lo foráneo

7. El método etnográfico en el texto

La lógica interna de la etnografía

El trabajo de campo en el producto textual

Bibliografía sobre trabajo de campo

colección

mínima

Rosana Guber

LA ETNOGRAFÍA

Método, campo y reflexividad

Guber, Rosana

© 2011, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

A la memoria de Aníbal Ford,

que apostó a nuevos cruces y miradas.

A la memoria de Lali Archetti y Santiago Bilbao,
que no tuvieron miedo de embarrarse.

Y al horizonte de Sol,

para que sus enormes ojos azules vean mucho más que yo.

Prólogo a la segunda edición

Entre 2000, cuando escribí la primera versión de La etnografía a pedido del querido Aníbal Ford para incluirla en su colección Cultura y Comunicación del Grupo Editorial Norma, y 2010, cuando revisé aquel texto para su reedición, sucedieron novedades en el mundo, en América Latina, en mi país –la Argentina– y en mi vida profesional y personal. Estas diferentes escalas de análisis y experiencia son un desafío para los cientistas sociales, que muchas veces deben hacer malabares para comprenderlas y a la vez dar cuenta de sus posiciones de conocimiento y de su producción intelectual.

Si existe alguna justificación para esta reedición en tiempos de tanta proliferación editorial, particularmente en el género etnográfico, ella se encuentra en el trayecto mismo de este breve libro, desde su concepción inicial hasta la posibilidad de su nueva publicación.

Acaso La etnografía nació con una pesada herencia, una especie de madre omnipotente y sumamente reconocida entre los lectores argentinos y, cada vez más, latinoamericanos. El salvaje metropolitano fue un volumen extenso e intenso que escribí con bastante descaro para poner en escena, desde la Argentina, el trabajo de campo etnográfico. Aníbal fue quien me ayudó a que ese descaro tomara estado público y se transformara en un libro en lugar de engrosar la pila de los “inéditos”, de los que hay tantos, injustificada e ingratamente tantos, en el ámbito de la antropología argentina. La etnografía debía ser, en cambio, liviana y de cierto impacto, para circular en una colección que incluía temáticas tan diversas como los medios de comunicación, los estudios culturales y los debates sociológicos. Junto a otros autores de verdadero renombre, como Renato Ortiz, Martín Jesús Barbero, Rossana Reguillo o Eliseo Verón, me encontré en un contexto de obras pertenecientes a autores latinoamericanos y de lectores que no había imaginado: un habla hispana que no se limitaba a América Latina sino que trascendía a los latinos de otros países. Y fue ese contexto el que ayudó a volar a La etnografía, llevándola por rutas diferentes a las que recorría El salvaje metropolitano. ¿Tramas editoriales? ¿Políticas de precios? Seguramente, pero también la denuncia de un espacio vacante para pensar, proponer y encarar una forma de trabajo intelectual que no se regodea en artilugios retóricos ni en el último grito del autor francés de moda, sino que descansa en la propia experiencia y hace de las dificultades de conocimiento del prójimo el monumento mismo de la elaboración de la experiencia intelectual.

Eso aprendí en mis sucesivos trabajos de campo con inmigrantes judíos askenazíes en Buenos Aires, con residentes en villas miseria del sur del Conurbano bonaerense, con protagonistas directos de la trinchera argentina en el conflicto angloargentino por las Malvinas e Islas del Atlántico Sur en 1982, y con mis colegas antropólogos argentinos. Pero también eso fue lo que aprendí en los cursos de Esther Hermitte, que tomé entre 1978 y 1984 en el Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), en los de Katherine Verdery y Emily Martin en la Universidad Johns Hopkins en los Estados Unidos, y en los cursos que vengo dictando desde 1984 en unidades académicas muy distintas y distantes –Misiones, Buenos Aires, Córdoba, Arica y San Pedro de Atacama, México, Brasil–, de modo presencial pero ahora también virtual. Y no sólo en los cursos tomados o enseñados: también en los grupos de estudio como el Grupo-Taller de Trabajo de Campo Etnográfico del IDES –que funcionó plenamente entre 1993 y 2000–, en las Jornadas de Etnografía y Métodos Cualitativos que ese Grupo-Taller inventó en 1994 y que continúan, y en las investigaciones sobre el trabajo de campo de mis colegas en la Argentina de los años sesenta y setenta.

Las razones de esta reedición residen en la confirmación de una hipótesis: que el trabajo de campo etnográfico es una forma acaso arcaica pero siempre novedosa de producir conocimiento social. Las impresiones sucesivas de La etnografía se fueron agotando pero su demanda no, quizás porque hay algo de la etnografía que los cientistas sociales necesitan y no encuentran en los recursos supuestamente más “objetivos” y ecuánimes del catálogo de los métodos de investigación. Será porque acrecienta la medida humana de aquellos a quienes queremos conocer. Será porque acrecienta la medida humana de los investigadores. O, también, será porque nos permite poner de manifiesto la medida humana del proceso de conocimiento de nuestros objetos de estudio.

Introducción

¿Acaso vale la pena escribir un volumen sobre el trabajo de campo etnográfico en los albores del siglo XXI? ¿Por qué alentar una metodología artesanal en la era de la informática, las encuestas de opinión e Internet, sólo para conocer de primera mano cómo viven y piensan los distintos pueblos de la Tierra?

Las vueltas de la historia relativizan las perplejidades de este mundo globalizado, pues el contexto de surgimiento de la etnografía se asemeja mucho al actual. Si bien este enfoque fue tomando distintas acepciones según las tradiciones académicas, su sistematización fue parte del proceso de compresión témporo-espacial del período 1880-1910 (Harvey, 1989; Kern, 1983). La aparición del barco a vapor, el teléfono, las primeras máquinas voladoras y el telégrafo fue el escenario de la profesionalización del trabajo de campo etnográfico y la observación participante.[1]Académicos de Europa, los Estados Unidos de Norteamérica (en adelante, Estados Unidos) y América Latina retomaron algunas líneas metodológicas dispersas en las humanidades y las ciencias naturales, y se abocaron a re-descubrir, reportar y comprender mundos descriptos hasta entonces desde los hábitos del pensamiento europeo. Pero esta búsqueda implicaba serias incomodidades; gente proveniente, en general, de las clases medias-altas, elites profesionales y científicas, se lanzaban a lugares de difícil acceso o a vecindarios pobres, sorteando barreras lingüísticas, alimentarias y morales, en parte por el afán de aventura, en parte para “rescatar” modos de vida en vías de extinción ante el avance modernizador.[2]

Hoy, la perplejidad que suscita la extrema diversidad del género humano es la que mueve cada vez más a profesionales de las ciencias sociales hacia el trabajo de campo, no sólo para explicar el resurgimiento de los etnonacionalismos y los movimientos sociales, sino también para describir y explicar la globalización misma, y restituirles a los conjuntos humanos la agencia social que hoy parecería prescindible desde perspectivas macroestructurales.

En este volumen quisiéramos mostrar que la etnografía –en su triple acepción de enfoque, método y texto– es un medio para lograrlo. En tanto enfoque, constituye una concepción y práctica de conocimiento que busca comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus miembros (entendidos como “actores”, “agentes” o “sujetos sociales”). La especificidad de este enfoque corresponde, según Walter Runciman (1983), al elemento distintivo de las ciencias sociales: la descripción. Estas ciencias observan tres niveles de comprensión: el nivel primario o “reporte” es lo que se informa que ha ocurrido (el “qué”); la “explicación” o comprensión secundaria alude a sus causas (el “porqué”); y la “descripción” o comprensión terciaria se ocupa de lo que ocurrió desde la perspectiva de sus agentes (el “cómo es” para ellos). Un investigador social difícilmente pueda comprender una acción si no entiende los términos en que la caracterizan sus protagonistas. En este sentido, los agentes son informantes privilegiados pues sólo ellos pueden dar cuenta de lo que piensan, sienten, dicen y hacen con respecto a los eventos que los involucran. Mientras que la explicación y el reporte dependen de su ajuste a los hechos, la descripción depende de su ajuste a la perspectiva nativa de los miembros de un grupo social. Una buena descripción es aquella que no los malinterpreta, es decir, que no incurre en interpretaciones etnocéntricas, sustituyendo su punto de vista, valores y razones, por el punto de vista, valores y razones del investigador. Veamos un ejemplo.

La ocupación de tierras es un fenómeno extendido en América Latina. Por lo general se trata de áreas del medio urbano caracterizadas por su hacinamiento, falta de servicios públicos, inundabilidad y exposición a derrumbes. En 1985, una pésima combinación de viento y lluvia anegó extensas zonas de la ciudad de Buenos Aires y su entorno, el Gran Buenos Aires, sede de nutridas “villas miseria” (también llamadas favelas, poblaciones, barrios o callampas). Los noticieros de televisión iniciaron una encendida prédica contra el inexplicable empecinamiento de los “villeros” por permanecer en sus precarias viviendas, apostándose sobre los techos con todo cuanto hubieran podido salvar de las aguas. Pese a la intervención de los poderes públicos, ellos seguían ahí, exponiéndose a morir ahogados o electrocutados. Escribí entonces un artículo para un diario, en el que explicaba que esa actitud podía deberse a que los “tercos villeros” estaban defendiendo su derecho a un predio que sólo les pertenecía de hecho, por ocupación. Por el carácter ilegal de las villas, sus residentes no cuentan con escrituras que acrediten su propiedad del terreno. Irse, aun a causa de una catástrofe natural, podía significar la pérdida de la posesión ante la llegada de otro ocupante (Guber, 1985). Que la nota periodística fuera premiada por la Confederación de Villas de Emergencia de Buenos Aires parecía indicar que yo había entendido o, mejor dicho, descripto adecuadamente (en sus propios términos), la reacción de estos pobladores.

Este sentido de “descripción” corresponde a lo que suele llamarse “interpretación”. Para Clifford Geertz, por ejemplo, la “descripción” (equivalente al “reporte” de Runciman) presenta los comportamientos como acciones físicas sin otorgarles un sentido, como cuando se consigna el gesto de “cerrar un ojo manteniendo el otro abierto”. La “interpretación” o “descripción densa” reconoce los “marcos de interpretación” dentro de los cuales los actores clasifican el comportamiento y le atribuyen sentido, como cuando a aquel movimiento ocular se lo llama “guiño” y se lo interpreta como gesto de complicidad, aproximación sexual, seña en un juego de naipes, etc. (Geertz, 1973). El investigador debe, pues, aprehender las estructuras conceptuales con que la gente actúa y hace inteligible su conducta y la de los demás.

En este tipo de descripción-interpretación, adoptar un enfoque etnográfico consiste en elaborar una representación coherente de lo que piensan y dicen los nativos, de modo que esa “descripción” no es ni el mundo de los nativos, ni el modo en que ellos lo ven, sino una conclusión interpretativa que elabora el investigador (Jacobson, 1991: 4-7). Pero, a diferencia de otros informes, esa conclusión proviene de la articulación entre la elaboración teórica del investigador y su contacto prolongado con los nativos.

En suma, las etnografías no sólo reportan el objeto empírico de investigación –un pueblo, una cultura, una sociedad–, sino que constituyen la interpretación-descripción sobre lo que el investigador vio y escuchó. Una etnografía presenta la interpretación problematizada del autor acerca de algún aspecto de la “realidad de la acción humana” (Jacobson, 1991: 3; la traducción es nuestra [t. n.]).

Describir de este modo somete los conceptos que elaboran otras disciplinas sociales a la diversidad de la experiencia humana, y desafía la pretendida universalidad de los grandes paradigmas sociológicos. Por eso los antropólogos suelen ser tildados de “parásitos” de las demás disciplinas: siempre consignan que hay algún pueblo donde el complejo de Edipo no se cumple tal como dijo Freud, o donde la maximización de ganancias no explica la conducta de la gente, según lo establecía la teoría clásica. Esta predilección por la particularidad responde a lo que en realidad es una puesta a prueba de las generalizaciones etnocéntricas de otras disciplinas, a la luz de casos investigados mediante el método etnográfico, y cuyo fin es garantizar una universalidad más genuina de los conceptos sociológicos. El etnógrafo supone, pues, que a partir del contraste de nuestros conceptos con los de los nativos es posible formular una idea de humanidad construida sobre la base de las diferencias (Peirano, 1995: 15).

Como un método abierto de investigación en un terreno donde caben las encuestas, las técnicas no directivas –fundamentalmente, la observación participante y las entrevistas no dirigidas– y la residencia prolongada con los sujetos de estudio, la etnografía es el conjunto de actividades que suele designarse como “trabajo de campo”, y cuyo resultado se emplea como evidencia para la descripción. Los fundamentos y características de esta flexibilidad o “apertura” radican, precisamente, en que son los actores y no el investigador los privilegiados a la hora de expresar en palabras y en prácticas el sentido de su vida, su cotidianidad, sus hechos extraordinarios y su devenir. Este estatus de privilegio replantea la centralidad del investigador como sujeto asertivo de un conocimiento preexistente y lo convierte, más bien, en un sujeto cognoscente que deberá recorrer el arduo camino del des-conocimiento al re-conocimiento.

Este proceso comprende dos aspectos. En primer lugar, el investigador parte de una ignorancia metodológica y se aproxima a la realidad que estudia para conocerla. Esto es: el investigador construye su conocimiento a partir de una supuesta y premeditada ignorancia. Cuanto más consciente sea de que no sabe (o cuanto más ponga en cuestión sus certezas), más dispuesto estará a aprehender la realidad en términos que no sean los propios. En segundo lugar, el investigador se propone interpretar-describir una cultura para hacerla inteligible ante quienes no pertenecen a ella. Este propósito suele equipararse al de la “traducción”, pero, como saben los traductores, los términos de una lengua no siempre corresponden a los de otra. Hay prácticas y nociones que no tienen correlato en el sistema cultural al que pertenece el investigador. Entonces, no sólo se trata de encontrar un vehículo no etnocéntrico de traducción que sirva para dar cuenta lo más genuinamente posible de una práctica o noción, sino además de ser capaz de detectar y reconocer esa práctica o noción inesperada para el sistema de clasificación del investigador. La flexibilidad del trabajo de campo etnográfico sirve, precisamente, para advertir lo imprevisible, aquello que, en principio, parece “no tener sentido”. La ambigüedad de sus propuestas metodológicas sirve para dar lugar al des-conocimiento preliminar del investigador acerca de cómo conocer a quienes, por principio (metodológico), no conoce. La historia de cómo llegó a plantearse esta “sabia ignorancia” será el objeto del primer capítulo.

Dado que no existen instrumentos prefigurados para la extraordinaria variabilidad de los sistemas socioculturales, ni siquiera bajo la aparente uniformidad de la globalización, el investigador social sólo puede conocer otros mundos a través de su propia exposición a ellos. Esta exposición tiene dos caras: los mecanismos o instrumentos que imagina, ensaya, crea y recrea para entrar en contacto con la población en cuestión y trabajar con ella, y los distintos sentidos socioculturales que exhibe en su persona. Tal es la distinción, más analítica que real, entre las “técnicas” (capítulos 3, 4 y 6) y el “instrumento” (capítulos 5 y 7). Las técnicas más distintivas son la entrevista no dirigida, la observación participante y los métodos de registro y almacenamiento de la información; el instrumento es el mismo investigador con sus atributos socioculturalmente considerados –género, nacionalidad, raza, etc.–, en una interacción social de campo, y posteriormente su relación con quienes devienen sus lectores.

Esta doble cara del trabajo de campo etnográfico nos advierte que las impresiones del campo no sólo son recibidas por el intelecto sino que impactan también en la persona del antropólogo. Esto explica, por un lado, la necesidad de los etnógrafos de basar su discurso –oral, escrito, teórico y empírico– en una instancia empírica específica repleta de rupturas y tropiezos, gaffes y contratiempos, lo que los antropólogos han bautizado como “incidentes reveladores”. Por otro lado, explica también que “en la investigación de campo se constate que la vida imita a la teoría, porque el investigador entrenado en los aspectos más extraños y los más corrientes de la conducta humana encuentra en su experiencia un ejemplo vivo de la literatura teórica a partir de la cual se formó” (Peirano, 1995: 22-3, t. n.).

Esta articulación vivencial entre teoría y referente empírico puede interpretarse como un obstáculo subjetivo al conocimiento o como su eminente facilitador. En las ciencias sociales, y con mayor fuerza en la antropología, no existe conocimiento que no esté mediado por la presencia del investigador. Pero que esta mediación sea efectiva, consciente y sistemáticamente recuperada en el proceso de conocimiento depende de la perspectiva epistemológica con que conciba sus prácticas; tal será el contenido del capítulo 2.

El producto de este recorrido, la tercera acepción del término “etnografía”, es la descripción textual del comportamiento en una cultura particular, resultante del trabajo de campo (Marcus y Cushman, 1982; Van Maanen, 1988). En esta presentación, generalmente monográfica y por escrito (y, más recientemente, también visual), el antropólogo intenta representar, interpretar o traducir una cultura o determinados aspectos de una cultura para lectores que no están familiarizados con ella (Van Maanen, 1995: 14). Lo que se juega en el texto es la relación entre teoría y campo, mediada por los datos etnográficos (Peirano, 1995: 48-49). Así, lo que da trascendencia a la obra etnográfica es

la presencia de la interlocución teórica que se inspira en los datos etnográficos. Sin el impacto existencial y psíquico de la investigación de campo, parece que el material etnográfico, aunque esté presente, se hubiera vuelto frío, distante y mudo. Los datos se transformaron, con el paso del tiempo, en meras ilustraciones, en algo muy alejado de la experiencia totalizadora que, aunque pueda ocurrir en otras circunstancias, simboliza la investigación de campo. En suma, los datos perdieron presencia teórica, y el diálogo entre la teoría del antropólogo y las teorías nativas, diálogo que se da en el antropólogo, desapareció. El investigador solo, sin interlocutores interiorizados, volvió a ser occidental (Peirano, 1995: 51-2, t. n.).

¿Qué buscamos entonces en la etnografía? Una dimensión particular del recorrido disciplinario, donde sea posible sustituir progresivamente determinados conceptos por otros más adecuados, abarcativos y universales (Peirano, 1995: 18). La etnografía como enfoque no pretende reproducirse según paradigmas establecidos, sino vincular teoría e investigación y favorecer así nuevos descubrimientos. Este libro muestra que esos descubrimientos se producen de manera novedosa y fundacional en el trabajo de campo y en el investigador.

Si acaso por un tiempo vale la pena meter los pies en el barro y dejar la comodidad de la oficina y las elucubraciones del ensayo, es porque tanto los pueblos sometidos a la globalización como sus apóstoles operan en marcos de significación etnocéntricos (Briones et al., 1996). Estos marcos no deben ser ignorados, aunque su omnipresencia, al menos en los campos académicos, suela invisibilizarlos. Para des-cubrirlos, la etnografía ofrece medios inmejorables, porque desde su estatura humana nos permite conocernos, aun bajo la prevaleciente pero engañosa imagen de que todos pertenecemos al mismo mundo de una misma manera.

[1] Mucho antes de que se sistematizara en los medios académicos de Occidente, el término “etnografía” fue acuñado por un asesor de la administración imperial rusa, August Schlozer, profesor de la Universidad de Gottinga, quien sugirió el neologismo en 1770 para designar a la “ciencia de los pueblos y las naciones”. El conocimiento que el Zar necesitaba para la expansión oriental del estado multinacional ruso requería una metodología distinta de la “estadística” o “Ciencia del Estado” (Vermeulen y Álvarez Roldán, 1995).

[2] Acerca de los riesgos del trabajo de campo, véase Howell, 1990.