Portada: El palazzo inacabado. Judith Mackrell
Portadilla: El palazzo inacabado. Judith Mackrell

 

Edición en formato digital: noviembre de 2019

 

Título original: The Unfinished Palazzo

Life, Love and Art in Venice

En cubierta: fotografía de Frank Scherschel /

The LIFE Picture Collection / Getty Images

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Judith Mackrell, 2017

© De la traducción, Lorenzo Luengo

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17996-42-0

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Introducción

LUISA CASATI
Una obra de arte viviente

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

 

DORIS CASTLEROSSE
La salonnière

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

 

PEGGY GUGGENHEIM
La coleccionista

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

 

Epílogo

Notas

Bibliografía

Agradecimientos

Nota de la autora

Origen de las ilustraciones

 

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Luisa Casati pintada por Augustus John (1919).

Introducción

 

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El Palazzo Venier dei Leoni a finales del siglo XX, sede de la colección de Peggy Guggenheim.

 

Una calurosa tarde de septiembre de 1913 se formó un atasco en el Gran Canal de Venecia, cuando las góndolas que trasladaban a los invitados a una fiesta, todos ellos prolijamente disfrazados, convergieron en la extensión oriental del agua, allí donde esta empezaba a abrirse hacia la laguna. Edificios de gran distinción flanqueaban esa parte del canal. Sus fachadas resplandecían con la luz de unas enormes lucernas de cristal suspendidas en las plantas superiores, que recibían desde las aguas inferiores el reflejo de su propia magnificencia. Sin embargo, en mitad de esa clásica escena veneciana un edificio destacaba sobre el resto como un diente quebrado. Con tan solo una planta, el Palazzo Venier dei Leoni parecía encontrarse en un estado poco menos que de abandono: sus muros de piedra blanca estaban cubiertos de hiedra, y su tejado, tachonado de agujeros.

Era a aquel edificio, no obstante, adonde se dirigían las góndolas. Un halo de luces doradas tremolaba sobre su tejado, podía escucharse una música procedente de sus jardines, y sobre la amplia terraza a orillas del lago tenía lugar una espectacular escena de bienvenida. Dos negros de metro ochenta, disfrazados como esclavos nubios, se hallaban a ambos lados de las escalinatas que daban al vestíbulo; uno de ellos tocaba un gong ceremonial para anunciar la llegada de los barcos, el otro arrojaba limaduras de metal a un brasero, provocando con ello una llamarada de luz blanca que se alzaba hacia el cielo nocturno. Un poco por detrás se dejaba ver la anfitriona de la fiesta, una mujer alta y esbelta, envuelta como una princesa persa en un disfraz de gasas en blanco y oro. Ocupaba el centro de un enorme platel rebosante de nardos; y, mientras recibía a sus invitados, no murmuraba una sola palabra de bienvenida, ni esbozaba una sonrisa de reconocimiento; simplemente se inclinaba para entregar a cada cual una solitaria flor.

Durante los tres años en los que la marquesa Luisa Casati había residido en el Palazzo Venier, tanto ella como sus fiestas se habían convertido en pábulo de las leyendas locales. Aunque era por naturaleza profunda y excéntricamente tímida, se sentía dotada de un alma de artista, y estaba convencida de que su especialidad como tal consistía en transformar cuanto la rodeaba, así como a ella misma, en una obra de arte. Ni siquiera en una ciudad famosa por sus carnavales y mascaradas había nada que pudiera compararse a la puesta en escena de sus espectáculos, en los cuales los invitados solo tenían que representar un papel. Aquella noche de septiembre los hombres y mujeres que desembarcaban de las góndolas, y a los que la marquesa aguardaba en silencio, adusta, entre los nardos, eran destacadas figuras de la alta sociedad vestidas con pantalones bombachos, pintores de mediana edad tocados con turbantes y barbas postizas —una colorida y afectada mezcolanza de esclavas, bajás y embotinados corsarios—.

Las fiestas orientales estuvieron muy en boga aquel último verano antes de la Gran Guerra, pero pocas tuvieron un escenario tan apropiado como aquel. En cuanto los invitados de la marquesa trasponían el desmoronado pórtico del palazzo, se topaban con una escena de inverosímil fantasía. En lugar de la lúgubre extensión de mármol típica de cualquier vestíbulo, lo que había era un salón pintado en oro, resplandeciente de espejos y tomado por la ruidosa cháchara de monos y cotorras. Al otro lado del salón se extendía un descuidado jardín en el que pavos reales de color blanco, galgos de pura raza y un guepardo a medio domesticar se paseaban entre estatuas bañadas en oro. Mientras los camareros, vestidos con brocados teñidos de vivos colores, servían copas de champán, y una banda negra de jazz tocaba tangos y ragtime, el mundo que aquella noche Luisa había creado en su palazzo se antojaba un punto de encuentro entre Oriente y Occidente tan rebuscado y exuberante como la propia historia de Venecia.

 

 

El mundo de Luisa no podía haber sido más distinto de la visión que había inspirado a la familia Venier a encargar el palazzo a mediados del siglo XVIII. Los Venier constituían una de las grandes dinastías venecianas, cuyo origen se remontaba a los emperadores Valeriano y Galieno, quienes habían gobernado Roma en el siglo III; afirmaban ser los primeros pobladores de Venecia, allá por el tiempo en que Venecia no era más que un islote, un precario puesto avanzado rescatado del fango, los pantanos y el mar.1*

 

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El palazzo tal y como fue proyectado por la familia Venier a mediados del siglo XVIII, un monumento al orgullo dinástico.

 

Mientras la ciudad se expandía hasta convertirse en una poderosa república, los Venier también crecían en importancia. Era una de esas cerradas castas familiares listadas en el Libro de Oro de la nobleza de la ciudad (donde se conservaba el registro de aquellas personas cualificadas para ocupar altos cargos): habían servido como magistrados, procuradores, arzobispos, almirantes y cónsules. Habían alcanzado la cima de su gloria en 1571, cuando su más distinguido patriarca, el almirante Sebastiano Venier, condujo a la flota veneciana a una histórica victoria contra los turcos. Por más que el almirante contara setenta y cinco años cuando combatió en la batalla de Lepanto — y por más que se viera obligado a calzar pantuflas, de tan terriblemente encallecidos como tenía los pies, y estuviera demasiado débil para cargar con su propia ballesta—, fue el fuego de Sebastiano el que se cobró las primeras víctimas entre los turcos, y su coraje el que impulsó la flota hasta su victoria. Más tarde, el almirante sería tratado con todos los honores por una ciudad agradecida. Tintoretto pintó su retrato —un sabio guerrero de cabellos de plata en su brillante armadura—, y fue elegido magistrado por unanimidad.

Los Venier tuvieron aún más éxito como mercaderes que como políticos, y sus riquezas se extendieron más allá de los confines de la propia ciudad. Si alguna vez se hablaba de sus negocios entre rumores de corruptelas, si se decía que los barcos de los Venier llevaban a cabo operaciones de piratería en los márgenes del Imperio veneciano, no les faltaba dinero para limpiar su reputación. Por toda Venecia, en un creciente número de monumentos, iglesias, calles y palacios empezaba a airearse el nombre de Venier, incluyendo el viejo palazzo torreado que se levantaba en la orilla del Dorsoduro del Gran Canal, principal residencia de la familia desde mediados del siglo XIV.

En 1749, el palazzo había sido parcelado para acomodar a varias ramas de la familia, y Nicolò Venier y su hermano se dispusieron a ocupar también el solar vacío que se extendía al lado. Contrataron al arquitecto Lorenzo Boschetti para que diseñase un nuevo y moderno edificio a la mayor gloria del orgullo de los Venier, un palazzo neoclásico de cinco plantas con piso inferior, entreplanta, dos piani nobili y un ático. No solo iba a ser una de las propiedades privadas más altas en aquel tramo del canal, sino también la más ancha.

La familia era consciente de que tendría que esperar dos o quizá tres décadas para ver materializada su idea. Había habido un breve retraso al comienzo del proyecto: por alguna razón, Boschetti lo puso en manos de un arquitecto más joven, Domenico Rizzi, y no fue hasta 1752 cuando comenzó la tarea de colocar los cimientos. Dado que se trataba de un terreno pantanoso, ya era un proyecto de por sí complicado: se hizo preciso talar un bosque de esbeltos pinos y asentarlos en las profundidades del lodo veneciano para poder sostener la delgada plataforma de madera y ladrillo sobre la que descansaría el edificio. Parte del personal que trabajaba en el lugar, asediado en verano por los mosquitos, en otoño por las altas mareas y en invierno por unas frías y húmedas nieblas, no estaba seguro de llegar a ver alguna vez el edificio terminado. Pero la familia Corner, que vivía en la orilla opuesta del canal, observaba sus avances con una atención empecinada, hostil. Su propio palacio, conocido en el lugar como Ca’ Grande, dominaba desde hacía mucho tiempo el vecindario, pero al ver que el palazzo Venier se alzaba lentamente por encima del nivel del suelo, los Corner comprendieron que iban a verse eclipsados por un edificio de proporciones aún más arrogantes.

Tanto el orgullo de la familia Corner como las vistas de los Corner sobre Venecia se vieron amenazados, y los Corner elevaron una petición al Ayuntamiento para exigir que el proyecto de los Venier redujera sus dimensiones o que incluso fuera detenido. El trabajo continuó, sin embargo, hasta que la sección delantera del sótano y el piso inferior estuvieron casi terminados. Las tres columnas que un día constituirían el pórtico de triple arco ocupaban ya su lugar, y, descollando de la base del edificio había ocho cabezas de león, con sus ocho bocas talladas en idénticos gruñidos regios.

 

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Il palazzo non finito: el malogrado proyecto de edificación de los Venier, en un grabado de 1831.

 

Pero en aquel punto, la construcción del Palazzo Venier dei Leoni se vio de pronto interrumpida. Se han dado muchas explicaciones al respecto, pero, como suele suceder con el folclore veneciano, ninguna se presenta con una prueba firme. Es posible que las dimensiones del edificio pudieran haber despertado finalmente una preocupación oficial y se las considerara demasiado grandes, demasiado inestables para aquel lugar en particular;2 es igualmente posible que los Venier hubieran estirado demasiado sus finanzas y, a causa de algún mal negocio o de un pleito perdido, se hubieran visto incapacitados para continuar la construcción tal y como estaba planeada. Se dice también que las ambiciones dinásticas de la familia se habían venido abajo al no poder forjar una nueva generación de hijos y herederos. Fuera cual fuese la razón, cuando Nicolò Venier murió, en 1780, aquel enorme plan se vio malogrado y el edificio quedó sin terminar, muy lejos de las dimensiones originalmente proyectadas: solo una planta de alto y dos habitaciones de fondo. En lugar de ser un monumento al nombre de la familia, pronto sería conocido burlonamente como il palazzo non finito («el palacio inacabado»).

 

 

Los Venier no fueron la única familia de Venecia en sufrir un vuelco de la fortuna a finales del siglo XVIII. Durante cientos de años, la nobleza veneciana había prosperado gracias a las relaciones comerciales que la ciudad mantuvo con Oriente y a su superior sistema bancario. Con todo, en el siglo XVII, los turcos, ingleses y holandeses adoptaron rutas comerciales y arancelarias muy lejos de Venecia; y, a medida que la economía de la ciudad empezaba a decaer, esta se fue haciendo menos conocida por su agudeza financiera que por su juego, sus prostitutas y los excesos de la temporada de carnaval. En 1797, cuando las tropas de Napoleón invadieron Venecia y pusieron fin a mil años de historia como país independiente, hubo quienes vieron en ello un necesario castigo para una ciudad que se había ido haciendo cada vez más vana y decadente.

 

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La Venecia del siglo XVII durante la temporada de carnaval.

 

Durante la ocupación napoleónica, la nobleza veneciana perdió el poder político y muchas familias fueron despojadas de sus tesoros y casas. Si alguna vez los Venier confiaron en retomar la construcción de su palazzo, aquellos planes se vieron desbaratados por los franceses; y terminarían sentenciados del todo cuando Venecia fue entregada a Austria en 1815. Durante las cinco décadas de ocupación austriaca, la ciudad fue sumiéndose en un sombrío declive, con una economía saqueada y una otrora gran industria naviera despedazada. Si bien adquirió esa clase distinta de belleza, más melancólica, que atraía a los turistas con propensiones románticas del siglo XIX, la realidad de la vida veneciana era mucho más cruda, pues buena parte de sus vecindarios se hallaba sumida en la miseria, y su población, reducida a la pobreza, desempleada y crónicamente enferma.

El Palazzo Inacabado, mientras tanto, había sido heredado en 1780 por la prima de Nicolò, Maria, hija de Girolamo Venier, un orgulloso patricio y talentoso compositor aficionado. Maria había heredado las cualidades musicales de su padre; allá en 1758, cuando se unió por su matrimonio con la ilustre familia Contarini, su boda fue celebrada con la publicación de una preciosa colección de poesía y canciones. No es difícil imaginar el palazzo convertido durante la breve estancia de Maria en un lugar de música, conversación y luz, pero parece que su hijo Girolamo Contarini permitió que tras su muerte el edificio se sumiera en la ruina. Dado su estado inconcluso, no aguantó bien; y, aunque su sótano acabó convirtiéndose en una barata hospedería, una parte de la primera planta quedó inhabitable a causa de la hiedra, que se iba aferrando cada vez más profundamente a los desmenuzados muros, y partes del techo comenzaron a derrumbarse.

Cada pocos años, algún vecino elevaba una petición para que se demoliera el edificio, pero al final este fue adquirido y salvado por una adinerada aristócrata francesa, la condesa Isabelle de la Baume-Pluvinel. Hacia finales del siglo XIX, la condesa había comprado el cercano Ca’ Dario, uno de los edificios más bellos de aquel tramo del canal, con sus delicadas columnas, sus celosías de piedra, sus arcos islámicos y sus relucientes incrustaciones de mármol. Cabe pensar que la condesa también habría podido tener planes para el palazzo Venier, pero en 1910 su salud empezó a debilitarse y buscó un inquilino que la librara de la propiedad. Puede que para ella fuera todo un enigma el motivo por el que la joven y extremadamente rica marquesa Casati se mostraba tan ansiosa por alquilar una propiedad tan decrépita. Sin embargo, por más que el resto del mundo viera el edificio como un ruinoso adefesio, para Luisa era un lugar lleno de posibilidades y de misterioso encanto.

 

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«Una ciudad suspendida en el mar»: Venecia fotografiada en 1913.

 

Como muchos antes y después que ella, era una fantasía lo que había arrastrado a Luisa hasta Venecia. Veía la ciudad como un lugar de una belleza de ensueño —una ciudad suspendida en el mar, donde la sólida piedra se disolvía en agua y luz—, pero también veía en ella un lugar de mágica alteridad. Durante siglos, Venecia había sido el destino predilecto de poetas y artistas, pues prometía una huida de la monotonía y las estrecheces de la vida ordinaria. Cuando Byron se instaló en la ciudad en 1816, la describió como «la isla más verde de mi imaginación»; cuando Proust llegó a ella, exclamó que su sueño se había hecho realidad en su dirección postal. Y cuando Luisa arribó en Venecia, ella también anheló encontrar su propia «heterotopía», un mundo paralelo donde pudiera escapar de su tediosa existencia entre la aristocracia milanesa y crear un nuevo y teatral personaje en el escenario del Palazzo Inacabado.

Luisa alquiló el palazzo durante catorce años, periodo en el cual ella y sus fiestas llegaron a ser consideradas parte de esas maravillas que de tarde en tarde sucedían en la ciudad. A su marcha, aquel encanto de la vida veneciana, con sus promesas de libertad y de nuevos comienzos, fue lo que llevó a otras dos mujeres a ocupar el palazzo. Para Doris (lady Castlerosse) Venecia representaba la oportunidad de relanzar su carrera social tras haber sido abandonada por su marido y haber visto su vida privada convertida en un asunto escandaloso. Doris había ascendido por el escalafón de la sociedad de Londres a golpe de juventud, ingenio y un extraordinario carisma sexual, pero, a mediados de la década de 1930, cuando su reputación comenzaba a empañarse y la madurez se le echaba encima, necesitaba dar un nuevo rumbo a su vida. Venecia era más indulgente que Londres; y, con la ayuda financiera de uno de sus ricos amantes, Doris convirtió el palazzo en un lujoso salón de verano en el que recibir a la flor y nata de la ciudad.

La Segunda Guerra Mundial, sin embargo, puso fin a las aspiraciones de Doris, y el edificio se hallaba una vez más vacío y desatendido cuando Peggy Guggenheim lo visitó a finales de 1948. Tras dos matrimonios fallidos y una sucesión de malhadados romances, Peggy se sentía sola, sin rumbo, pero también se encontraba en posesión de una extraordinaria colección de arte moderno a la que había consagrado la mayor parte de su herencia y su energía. Herida por su reciente experiencia en el competitivo mundo del arte moderno neoyorquino, Peggy buscaba un lugar, más cómodo y menos crítico, en el que asentarse. Tras adquirir el palazzo, se deshizo de cuanto quedaba de la ostentosa decoración de Doris y convirtió el edificio en un escaparate para el lucimiento de sus obras. Allí viviría hasta su muerte, unos treinta años más tarde, y hoy el palazzo es la sede de la colección Peggy Guggenheim.

Las vidas que Luisa Casati, Doris Castlerosse y Peggy Guggenheim llevaron en el Palazzo Venier fueron lo menos parecidas posibles a lo que Nicolò Venier hubiera podido imaginar cuando encargó el edificio. Hay una delicada ironía histórica en el hecho de que un enclave diseñado para glorificar una dinastía patriarcal, y al que habían dejado pudrirse cuando esa dinastía se vino abajo, fuera finalmente rescatado de la oscuridad por tres mujeres solteras e independientes. Luisa lo hizo famoso; Doris lo hizo elegante; y Peggy, por último, lo transformó no solo en uno de los principales museos del mundo, sino también en uno de los edificios más apreciados y visitados de toda Venecia.

 

 

 

 

 

 

1 * El nombre de la familia Venier aparecería por primera vez en documentos oficiales en el año 1009. Sus tierras y propiedades no solo cubrían una gran parte de Venecia, sino también de Dalmacia y Verona.

2 Esto podría apoyarse en el hecho de que la fachada del viejo palazzo de al lado se había agrietado durante la construcción, y que el edificio al completo tuvo que ser demolido tres décadas después.

LUISA CASATI

Una obra de arte viviente