Luis Vélez de Guevara

El Diablo Cojuelo

Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664182807

Índice


PRÓLOGO
DEDICATORIA DE VÉLEZ DE GUEVARA
PRÓLOGO A LOS MOSQUETEROS DE LA COMEDIA DE MADRID.
CARTA DE RECOMENDACIÓN AL CÁNDIDO O MORENO LECTOR.
SONATO DE DON JUAN VÉLEZ DE GUEVARA A SU PADRE.
TRANCO PRIMERO
TRANCO II
TRANCO III
TRANCO IV
TRANCO V
TRANCO VI
TRANCO VII
TRANCO VIII
TRANCO IX
TRANCO X
Nota

PRÓLOGO

Índice

Luis Vélez de Guevara—como dije en otra ocasión[1]—fué tan pobre, que bien puede dudarse si en algún tiempo de su vida llegó a tener dos trajes en mediano uso; pero, en cambio, a los doscientos y mas años de su muerte tiene dos biografías diversas: la que le inventaron algunos escritores, que es la mas conocida[2], y la que despacio y a retazuelos, como de limosna, pero sólidamente, le vamos escribiendo algunos investigadores de nuestra historia literaria[3].

Según la primera de entrambas biografías, Vélez nació en Ecija por enero de 1570, estudió Leyes en la Universidad de Sevilla y vino a ejercer su profesión a la Corte, en donde muy luego ganó estimación y fama por su sagacidad, gracejo y elocuencia. Defendiendo a cierto criminal captó a los jueces con su donaire; pero como el fiscal apelase de la benigna sentencia dictada, el reo fué condenado a muerte, y Luis Vélez a pagar una multa. Tuvo noticia de ello el Rey, y cuando conversó con el festivo abogado prendóse tanto de él, que no sólo le perdonó la multa, y la vida al delincuente, sino que, además, ya no pudo pasar sin el trato de Vélez de Guevara, a quien protegió sobremanera.

Esto fué lo que suele llamarse hablar de memoria, porque en todo el relato no hay otra cosa verdadera que lo de ser Ecija la patria del escritor. Y lo realmente sucedido y cierto es, en este caso como en otros muchos, menos bello y agradable que la mentira. Véamoslo.

Luis Vélez de Guevara nació en Ecija, a fines de julio de 1579, de padres hidalgos, pero pobres[4]: sabido es que la hidalguía y la pobreza casi siempre anduvieron juntas[5]. Estudió la Gramática en su ciudad natal, y por julio de 1596 se graduó de bachiller en Artes en la Universidad de Osuna, eximiéndose por pobre de pagar los derechos académicos[6]. Seguidamente entró a servir como paje a don Rodrigo de Castro, cardenal arzobispo de Sevilla, a quien acompañó en el viaje que hizo a Madrid y a Valencia para asistir en las bodas de Felipe III y doña Margarita de Austria, de las cuales y de sus esplendorosas fiestas trató el poeta adolescente en un poemita que hizo imprimir en Sevilla, a su regreso[7].

Murió el Cardenal en septiembre de 1600; pero a esta sazón no perduraba Vélez en su palacio, pues, ya harto talludo para paje, dos meses antes había dejado su empleo, a fin de abrazar la profesión de las armas. Él, en un memorial dirigido al Rey, dijo haber permanecido seis años en la milicia[8]; pero que exageró en cuanto a la duración de su vida soldadesca demuéstrase con otras palabras suyas, porque él mismo, muchos años antes, había declarado que en el estío de 1603 estaba en Valladolid, y en tal declaración, prestada en Sevilla a 26 de mayo de 1604 e inédita hasta ahora, llamábase nuestro poeta, sin mencionar para cosa alguna la cualidad de soldado, «vecino al presente en esta ciudad, en la collación de Santa Marina»[9].

Ya apellidándose Vélez de Guevara, en lugar de Vélez de Santander, como se había llamado hasta poco antes[10], escribió y publicó en 1608 un nuevo opúsculo poético intitulado Elogio del Ivramento del sereníssimo Príncipe don Felipe Domingo, Quarto deste nombre, y en la portada de esta obrita se decía criado del Conde de Saldaña. Había entrado, en efecto, a su servicio como gentilhombre antes o poco después de enviudar de su primer matrimonio: del primero de los cuatro con que probó su grande afición a este santo sacramento[11].

Para sus nuevas nupcias con doña Úrsula Ramisi Bravo de Laguna[12], el mencionado Conde le hizo donación de cuatrocientos ducados, amén de señalarle una pensión anual vitalicia de otros doscientos; pero estas larguezas de los grandes de antaño eran comúnmente más nominales que efectivas, porque a la hora de cobrar—tan endeudados andaban de ordinario—solían desvanecerse como el humo. Y en 1618, fallecida su segunda mujer, que le dejó, amén de algún otro hijo, a Juan, sucesor de su padre en la profesión y en el ingenio[13], nuestro escritor contrajo nuevo matrimonio, que la muerte había de romper antes que pasaran dos años, con doña Ana María del Valle[14]; y dejando la casa del conde de Saldaña, pasó a la del marqués de Peñafiel, manirroto primogénito del gran duque de Osuna, a cuyo servicio estuvo, asimismo como gentilhombre, cerca de un bienio[15].

Los continuos apuros, la perdurable indigencia y la negra fortuna de Luis Vélez de Guevara en los años de 1622 y siguientes están pintados de mano maestra por él mismo en cinco memoriales en verso que salieron a luz pocos años ha[16]. Ora pretende un humilde puesto en la servidumbre del cardenal e infante don Fernando; ora, ya frustrado este propósito, logra en 1623 la efímera portería de cámara del Príncipe de Gales, nuestro huésped; ya, en 1624, obtiene, después de grande esfuerzo, la también harto breve mayordomía del archiduque Carlos, muerto aún no transcurrido un mes desde su llegada a Madrid, y más adelante solicita infructuosamente del Rey, alegando sus méritos y servicios y la nobleza de su linaje, una plaza de ayuda de su guardarropa. Al cabo, este hombre celebrado y aplaudido de todos por sus excelentes comedias, a la par que por su deliciosa y amenísima conversación, aludiendo a la cual había escrito Cervantes:

«Topé a Luis Vélez, honra y alegría
y discreción del trato cortesano,
y abracéle en la calle a medio día»,

consiguió en 1625 entrar definitivamente en la servidumbre de Palacio, ocupando una plaza de ujier de cámara de Su Majestad. Pero esto, que parecía algo, era muy poco, salvo en lo honorífico, pues no tuvo señalada ración, y hasta el año de 1635, en que el infortunado poeta entró en gajes[17], siguió condenado a vivir de lo poco que entonces producían las obras dramáticas[18] y de lo que pedía a sus amigos; tanto fué así, que se hicieron proverbiales su extremada pobreza y sus donosas esquelas petitorias, casi siempre en verso.[19]

Como si compartiendo la escasez de recursos se cupiese a menos porción de ella, Vélez se casó aún por cuarta vez, en 1626, con una viuda llamada doña María López de Palacios,[20] bien que ésta aportó a su nuevo enlace algunos bienes; mas pronto fueron vendidos, y juntos y procreando y criando algunos hijos, vivieron entrambos cónyuges en cristiana estrecheza, hasta el día 9 de noviembre de 1644, en que falleció el donairoso autor de tantos primores literarios[21]. Su testamento, otorgado cuatro días antes, contiene una larga lista de pequeñas deudas. Al comienzo de este documento consignó: «Iten, declaro que por el presente estoy muy alcançado y necesitado de hacienda, para poder disponer y dejar las misas que yo quisiera por mi alma».[22]

Vélez de Guevara fué celebradísimo de sus contemporáneos, así por la amenidad de su trato, que le ganaba amigos en todas partes, como por su facundia poética y su florido e inagotable ingenio. Claramonte llamábale en 1613, en el Inquiridion que va al fin de su Letanía moral, «floridissimo ingenio de Ezija, de quien esperamos grandes escritos y trabajos, y a hecho hasta oy muchas famosas comedias». Cervantes no le elogió menos en estos dos tercetos del cap. II de su Viage del Parnaso (1614):

«Este que es escogido entre millares,
de Gueuara Luys Vélez es el brauo,
que se puede llamar quita pesares.
Es Poeta Gigante, en quien alauo
el verso numeroso, el peregrino
ingenio, si vn Gnaton nos pinta, o vn Dauo.»

Lope de Vega le ensalzó dos veces, en sendas epístolas de La Filomena, con otras diversas Rimas, Prosas y Versos (1621):

«Aquí de Valdivielso el santo empleo,
De Luis Vélez, florido y elocuente,
La lira que ya fué del dulce Orfeo.»
«...Y el famoso Luis Vélez, que tenía
En éxtasis las Musas, que a sus labios
Iban por dulce néctar y ambrosía.»

Y aun volvió a loarle en la silva II de su Laurel de Apolo, publicado en 1630:

«Ni en Écija dejara
el florido Luis Vélez de Guevara
de ser su nuevo Apolo,
que pudo darle solo,
y sólo en sus escritos,
con flores de conceptos infinitos,
lo que los tres que faltan:
así sus versos de oro
con blando estilo la materia esmaltan.»

¿Para qué seguir transcribiendo frases laudatorias? Baste recordar muy resumidamente que Tamayo de Vargas (1622) ponderó su donaire; y don Fernando de Vera y Mendoza (1627) le llamó «el Rey de Romanos»; y Pérez de Montalván (1632) encareció los «pensamientos sutiles, arrojamientos poéticos y versos excelentísimos y bizarros» de sus comedias; y Salas Barbadillo (1635) afirmó que «en el Parnaso no se conocen otras salinas sino las de su felicissimo ingenio»....

El insigne poeta ecijano, hoy más famoso por su novela intitulada El Diablo Cojuelo, aún muy leída, que por sus obras teatrales, desterradas, como todas las antiguas, de la escena actual, principalmente por falta de buenos cómicos y consiguiente carencia de buenas compañías, escribió más de cuatrocientas comedias, de las cuales ha llegado hasta nosotros un centenar escaso. Por éstas se le puede diputar, si no como autor de señaladísima personalidad literaria, a lo menos, como uno de los más aventajados discípulos de Lope de Vega, cuyas huellas siguió tan constante y acertadamente, que a las veces se hace harto difícil diferenciarlos. Tal sucede, verbigracia, con la comedia intitulada Los Novios de Hornachuelos, que pasa comúnmente por obra de Lope; pero hay alguna indicación antigua que la atribuye a Vélez de Guevara, y, leída y estudiada, quédase perplejo el entendimiento más avisado, sin resolverse a adjudicarla con cabal certeza a ninguno de entrambos ingenios. La misma grande semejanza con las de Lope se echa de ver en todas las comedias del poeta ecijano: las fuentes, unas; iguales los procedimientos; igualmente rica la dicción; análogo el nervio en lo dramático; parecidísimas las gracias en lo festivo, e idéntica en ambos la propensión a avalorar lo propio entreverándolo con todos los elementos del folklore nacional; aquí, con la conseja vulgar y la tradición legendaria; allá, con el refrán hábilmente desleído y glosado en cuatro o seis versos; acullá, con la vieja cancioncilla histórica, que siempre, por lo grata, parece nueva a los oídos españoles; y en otro lado, en fin, con el sabroso cuentecillo popular, picante sin demasía.

De El Diablo Cojuelo, única de las obras de Vélez que ha conservado para su nombre alguna parte de la amplia popularidad que disfrutó en vida, se han hecho en nuestros días, amén de tal cual edición corriente, dos eruditas y anotadas. Ambas se deben a la vasta cultura y harto probada laboriosidad de don Adolfo Bonilla y San Martín, ventajosamente conocido en el campo literario y en el filosófico. Enderezando un antiguo entuerto que se había hecho a Vélez de Guevara con interpretarle desaforadamente[23], publicó la primera de estas dos ediciones (Vigo, 1902); pero como mi antiguo camarada y docto amigo don Felipe Pérez y González, cuyo felicísimo ingenio estaba emparentado muy de cerca, a pesar de los siglos que se habían puesto en medio, con el del donairoso ecijano, juntase burla burlando, artículo por artículo, en La Ilustración Española y Americana, para formar un libro muy interesante y ameno, que sacó a luz en 1903 bajo el título de El Diablo Cojuelo: notas y comentarios, libro en el cual patentizó algunos errores de las notas del señor Bonilla, éste, en 1910, año en que tras cruelísima enfermedad pasó a mejor vida su festivo, pero amable corrector—que no sin fundamento había usado en su mocedad el seudónimo de Urbano Cortés—, dió a la estampa en Madrid una nueva edición de la obrita de Vélez, mejoradas las notas y reconocido con nobleza el valioso auxilio que para ello le había prestado el tan culto como donairoso escritor hispalense[24].

Pero, aun así, El Diablo Cojuelo ¿se había hecho del todo accesible a la inteligencia de los lectores medianamente ilustrados de nuestros días? Aun rectificadas en su segunda edición, ¿bastan las notas del señor Bonilla para ahorrar tropiezos, en muchos lugares de la novela, hasta a los lectores más avisados e instruidos? A estas preguntas, que algunos aficionados a las letras nos hacíamos, respondió, como si estuviera en nuestro pensamiento, don Enrique Nercasseau y Morán, en su discurso de recepción leído ante la Academia Chilena, correspondiente de la Española, el día 21 de noviembre de 1915[25]: «La novela toda de Vélez de Guevara—dijo—es una sátira cortés de la sociedad de su tiempo, felicísima en la mayor parte de sus cuadros, y no afeada por la licencia y crudeza tan comunes en las novelas de la época. El Diablo Cojuelo sería una narración clásica de primer orden, y aun leíble hoy día, si no la deslustrara el conceptismo, y si no se hallara sobreabundante en equívocos y frases convencionales de difícil o imposible comprensión en nuestra era. Aun después del trabajo llevado a cabo por don Adolfo Bonilla y San Martín en su edición de Madrid de 1910, la novela de Vélez de Guevara queda aguardando un comentario que la explique y la ponga al alcance general.» Ese comentario que el señor Nercasseau echaba de menos es el que, con temeridad que no puede buscar disculpa en la inexperiencia de los pocos años, he intentado en la presente edición. ¿Habré conseguido darle cima? Nuestro señor el público lo dirá: a su inapelable fallo me someto gustoso.

En las aprobaciones insertas en la edición príncipe de El Diablo Cojuelo elogiaron esta novela fray Diego Niseno, padre basilio, y fray Juan Ponce de León, de la orden de los Mínimos. En sentir del primero, la obrita contiene «muchas cosas de mucha moralidad y enseñança, escritas con la sazón y variedad que de tal ingenio se podían esperar. Merece—añadió—la licencia que pide, porque este linage de escritos es difícil de enquadernar con lo honesto y recatado de nuestras christianas leyes, y Luis Vélez ha sido en éste gloriosa excepción desta vniuersal dolencia.» Más extremado es el parecer del segundo, que encarece el sazonado gusto de Vélez, «por auer puesto la naturaleza en su ingenio la elegancia del estilo, la suabidad del dezir, la aduertencia en el colocar, la atenta circunspección en las palabras, y todo con tal modo, que dexa suspensa la razón sobre a qual de estas partes se deba con más justificación la primacia: en todo este discurso se corre la cortina a los conocidos engaños deste mundo, de modo que, para penetrarlos con sutileza, no necesita nuestra Nación de salir de sus estendidos límites, pues dentro de sí cría sugetos que, aun en sueños y burlas, la dexan superiormente ilustrada». Diametralmente opuesta a estas opiniones fué la de Francisco Santos, pues dijo en El Arca de Noé y Campana de Belilla[26]: «Tocó la Campana y desaparecieron todos los Autores de viejo, siguiéndolos vno que avia venido tarde, y también llevava vn libro en las manos, que preguntando a Noe quién era, me dixo: el libro se intitula el Diablo Cojuelo, Aventuras de Don Cleofas Leandro Perez Zambullo, digno de que le consumiera vn Polvorista: está sin enseñança buena, ni moralidad, y esto, sobre acabar como la nieve....» «Ni tanto, ni tan poco», podría haberse dicho a los tres censores, porque, en realidad de verdad, la novelita de Vélez de Guevara, que se muestra en ella como un buen discípulo de Quevedo, de cuyas obras cómicas y satíricas tiene reminiscencias muy frecuentes, sin ser una maravilla, es de agradable lectura, y más lo fuera sin la pesada y adulatoria enumeración de todo aquel inacabable señorío que el autor, en el tranco VIII, hace pasar por el espejo de Rufina María, dispuesto ad hoc por el redomado desenredomado.

En la visión, que pudiéramos llamar cinematográfica, de los diez trancos o capítulos en que está dividido El Diablo Cojuelo, cada uno sabe a cosa diferente de los demás: son cuadros distintos e independientes entre sí, que no tienen de común sino la intervención, o la presencia cuando menos, de los dos héroes de la novela. El tranco II, verbigracia, en que entrambos, desde el capitel de la torre de San Salvador, descubierta «la carne del pastelón de Madrid», otean después de la media noche cuanto sucede en la coronada villa, trae a la memoria, por la traza y manera, como indiqué en las notas de mi edición crítica del Quijote[27], aquella inspección que desde la torre de la Giralda de Sevilla, y acompañado asimismo de un cicerone, el maestro Desengaño, había hecho Rodrigo Fernández de Ribera, autor de Los Antoios de meior vista[28]. El desaforado poeta del tranco IV es pariente propincuo de otros dos muy conocidos en nuestra literatura: el del Coloquio de los Perros, de Cervantes, y el de la Vida del Buscón, de Quevedo. A hacer entretenida y agradable la lectura de El Diablo Cojuelo contribuyen con lo ingenioso de la invención la interesante variedad de las escenas, la soltura y viveza del diálogo, y, especialmente, el chispeante gracejo de Vélez de Guevara. En cambio, la elocución suele ser descuidadilla, entre otras cosas, por la excesiva abundancia de gerundios.

Del Diablo Cojuelo, entremetido espíritu infernal que da nombre y ser a la novela, trató el señor Bonilla en una breve nota. Mucho más merecía el que «trujo al mundo la zarabanda, el déligo y la chacona», y yo he de volver hoy por su negra honrilla, recordando la mucha familiaridad que nosotros los españoles hemos tenido con él. Háyase de llamar Renfas, o Asmodeo, o de otro cualquier modo, es lo cierto que este travieso diablillo, con parecer de menor cuantía y ser cojo por añadidura, tomó entre nosotros tal importancia, que nada malo se pudo hacer sin él. «El Diablillo Cojo sabe más que el otro», enseñó el refrán, y cuando en el calor de la ira se dijo a alguno que le llevase el diablo, no faltó quien, rectificando festivamente, respondiera: «El Diablo Cojuelo, que es más ligero». En las fórmulas supersticiosas llevábanle y traíanle como un zarandillo nuestras hechiceras de los siglos XVI y XVII, para que les llevase y trajese sus galanes y paniaguados, y le daban prisa, y le adulaban celebrando su ligereza. Véanse algunos ejemplos. Doña Antonia Mexía declaró, entre otras cosas, en un proceso que se le siguió por los años de 1633[29]: «Que habrá seis años que la dicha Beatriz dixo a ésta que tomase un pedernal y le pusiese la mano encima y dixese:

Estos cinco dedos pongo en este muro;
cinco demonios conjuro:
a Barrabás, a Satanás,
a Lucifer, a Bercebú,
al Diablo Cojuelo,
que es buen mensajero,
que me traigan a fulano luego
a mi querer y a mi mandar.»

Y así, en 1668, Agueda Rodríguez, vecina de Madridejos, también procesada por hechicería[30]:

«...Diablo Cojuelo,
tráemele luego;
diablo del pozo,
tráemele, que no es casado; que es mozo;
diablo de la Quintería,
tráemele en la fería;
diablo de la plaza,
tráemele en danza....»

Teníase al Diablo Cojuelo, como dice el refrán, por el más listo de todos: Esperanza Bonfilla, procesada por la Inquisición de Valencia en 1600, hizo que cierta mujer, para atraer a un hombre, «hiciese vn conjuro en la forma siguiente: tomando vna escoba, la puso vna toca como muger, y encendida vna bela que no fuese bendita, se arrodilló delante de la escoba, y sin haçer cruz, juntas las manos, dixo:

Marta, Martica,
no la santa ni la digna,
ni la digna de rogar,
ni la que está en el altar,
sino la que de noche andas por las beredas
y los días por las encrebelladas,
yo te conjuro con Satanás y con Barrabás,
con Bercebú y todos los diablos,
y con el diablo coxo,
que corre mas que todos,
que todos vais a fulano
y le deis tiempo para vestirse
y le traigais por puntos ante mí y mis ojos,
sin hacerle mal»[31].

Corría más, y tenía más poder que sus iguales y superiores, o no supo lo que se pescaba Isabel del Pozo al hacer sus conjuros, ni María Castellanos cuando lo declaró ante la Inquisición de Toledo en 1631[32], pues decía: «... que tomó en las manos dicha Isabel del Poço un poco de sal de sardinas y çilantro, lo qual mezcló todo y lo echaba de una mano en otra diciendo:

Conjúrote, sal y çilantro,
con Barrabás,
con el Diablo cojuelo, que puede más.
No te conjuro por sal y çilantro,
sino por el corazón de fulano;

y echando la sal y çilantro en la lumbre, proseguía diciendo:

Así como te has de quemar,
se queme el corazón de fulano,
y aquí me le traygas,
y conjúrote por la reina Sardineta,
y con la tataranieta,
y con los navegantes que navegan por la mar.»

Pero la cualidad de diablo bullidor y zaragatero, aficionado a bailes y holgorios y a meter en danza a los mortales, haciéndoles ganar el infierno alegremente, de ningún texto inquisitorial resulta tan clara como de la manifestación de otra hechicera de Madridejos, llamada Mari Fernández, que, procesada en 1532, al ser interrogada, trajo a colación, como vamos a ver, un estragado fragmento de cierto curiosísimo romance, desconocido hoy[33]: «Preguntada sy ha dicho esta declarante a alguna persona como avia hecho çerco con ynvocacion de diablos, que eran berzebú y satanás y el diablo coxuelo, diziendo esta declarante que sin el diablo coxuelo no se podía hazer aquel çerco, y que en aquel çerco que hizo avia esta declarante visto lo quel diablo queria hazer contra çierta persona, que diga lo que çerca desto ha dicho e fecho, dixo que ella suele cantar vn Romance que dize:

A caça yba bienhecho
por Riberas de la mar,
no por mengua de vjno
ni menos mengua de pan;
por miedo del Rey Ramjro
que lo querja matar.
Ellos en aquesto estando
enbjaronle a llamar.
Vamonos, dixo, amigo,
vamonos, dixo, a çenar;
de que ovjeremos çenado
dios dixo lo que será;
desque ovjeron çenado
tomó libros en sus manos
y començó de Rezar;
a los pecados mayores
enpeçolos de llamar:
¿Qué es de ti, berzebu,
qué es de ti, barravas,
qué es de ti, diablo coxuelo,
que eras tú el juglar?...»

Tanto don Adolfo Bonilla como don Felipe Pérez indagaron con prolijidad cuándo hubo de escribir su obrita Vélez de Guevara, y si la escribió seguidamente, o a trozos y aun con largos intervalos entre unos y otros capítulos. Convienen ambos investigadores en esta última creencia, pero no en lo demás; porque si en opinión de Pérez y González la novela fué escrita después de febrero de 1636 y antes de mayo de 1639, a juicio de Bonilla, Vélez empezó a escribirla después de febrero de 1637 y la terminó hacia julio de 1640[34]. No creo que el poner en claro este punto, siendo corto, como lo es, dentro de la ordinaria duración de la vida humana, el tiempo comprendido entre unas fechas y otras, merezca el ímprobo trabajo que echaron sobre sí estos denodados eruditos[35].

Unas advertencias, para terminar.

«Vélez de Guevara, como Quevedo—notó el señor Bonilla—, es un escolástico del idioma. No hay que perder una sola de sus palabras, no hay que confiar en el valor directo de cualquiera de sus frases, porque lo mejor del cuento pasaría quizás inadvertido. Es preciso estar siempre ojo avizor para saborear como es debido aquellas atrevidas metáforas, aquellas extravagantes relaciones, aquellos estupendos equívocos, aquellas arbitrarias licencias en que se complace. Esta indispensable atención fatiga en ocasiones; pero hace sacar doble fruto de la lectura de un libro cuyo atractivo consiste, más bien que en el interés de los lances, en la ingeniosidad de los pensamientos. Sólo el muy familiarizado con los secretos del habla podrá darse cabal cuenta de las bellezas de una obra semejante.» Exactísimo todo ello, y porque lo es y a los más de los lectores falta esa extremada familiaridad a que se refiere el señor Bonilla, no podían buenamente pasar sin nota muchas de las frases que no la tienen en sus ediciones. Ciento treinta y cinco que están en este caso señalé de primera intención cuando, leído el sobredicho discurso del señor Nercasseau y Morán, me sentí deseoso de preparar, para la simpática colección de «Clásicos Castellanos», esta humilde edicioncita de El Diablo Cojuelo.

Como el señor Bonilla, «procuro pecar antes por carta de más que por carta de menos, por lo cual a veces he explicado palabras y giros que podrán parecer a los eruditos de muy llana inteligencia. Téngase en cuenta, sin embargo—añado con él—, que me dirijo a la generalidad y que mi propósito es facilitar la comprensión del libro de Vélez de Guevara a todo género de lectores.» Con mayor motivo había yo de hacer lo propio en una edición vulgarizadora, como es la presente. Pero aun así, he huído con mucho cuidado de escribir notas por las cuales se me pudiese encasillar junto a Lucas de Valdés y Toro, aquel empecatado cirujano cordobés que en 1630 dió a la estampa un opúsculo perogrullesco intitulado así: Tratado en que se prueba que la nieve es fría y húmeda[36].

No obstantes mi buena voluntad y la diligencia con que procuré evitarlo, se me han quedado por entender algunas frases del texto. Hay quien, puesto a anotar uno cualquiera, explica lo que buenamente se le alcanza, y en cuanto a lo que no, hace, como dicen, la vista gorda y pasa de largo sin decir palabra, dando a colegir con su silencio que aquello que no explicó no lo ha menester, por ser cosa llanísima. Jamás cometí esa reprobable fullería: antes por el contrario, en casos tales confieso paladinamente que aquel lugar merece y pide explicación, y que, por malos de mis pecados, yo no acerté a dársela[37].

Por último, aunque en esta edición sigo el texto de la original de Vélez de Guevara (Madrid, Imprenta del Reyno, 1641), no la he copiado tan fielmente, tan servilmente, que reproduzca su endiablada ortografía, digo, la de los bárbaros cajistas que compusieron los moldes. «Para regalar a los lectores—escribí trece años ha[38]—con bocados como abaricia, hajo, coetes, hizquierda, voca, vobos, obtica, valbucientes, abitos, hancas y hacechar, como lo hizo el señor Bonilla reproduciendo la edición príncipe de El Diablo Cojuelo, siempre hay tiempo, o, dicho mejor, no debe haberlo nunca. Ya no es poco hacer morder el ajo a uno; pero hacerle morder el hajo es crueldad doblada, porque pica aún más la hache que el ajo mismo.»

Y con esto, lector amable, quédate a Dios, y perdóname si te causé enfado o tedio con la lectura de mi prólogo.

FRANCISCO RODRÍGUEZ MARÍN.

Madrid, 2 de junio de 1918.

EL DIABLO COJUELO

Índice

DEDICATORIA DE VÉLEZ DE GUEVARA

Índice
[AL EXCMO. SR. D. RODRIGO DE SANDOVAL,
DE SILVA, DE MENDOZA Y DE LA CERDA,
PRÍNCIPE DE MÉLITO, DUQUE DE PASTRANA,
DE ESTREMERA Y FRANCAVILA, ETC.]

Excelentísimo señor:

La generosa condición de V.E., patria general de los ingenios, donde todos hallan seguro asilo, ha solicitado mi desconfianza para rescatar del olvido de una naveta[39], en que estaba entre otros borradores míos, este volumen que llamo El Diablo Cojuelo, escrito con particular capricho, porque al amparo de tan gran Mecenas salga menos cobarde a dar noticia de las ignorancias del dueño. A cuya sombra excelentísima la invidia me mirará ociosa, la emulación muda, y desairada la competencia; que con estas seguridades no naufragará esta novela y podrá andar con su cara descubierta por el mundo. Guarde Dios a V.E., como sus criados deseamos y hemos menester.

Criado de V.E., que sus pies besa,

LUIS VÉLEZ DE GUEVARA.


PRÓLOGO A LOS MOSQUETEROS[40] DE LA COMEDIA DE MADRID.

Índice

Gracias a Dios, mosqueteros míos, o vuestros, jueces de los aplausos cómicos por la costumbre y mal abuso, que una vez tomaré la pluma sin el miedo de vuestros silbos, pues este discurso del Diablo Cojuelo nace a luz concebido sin teatro original fuera de vuestra juridición; que aun del riesgo de la censura del leello está privilegiado por vuestra naturaleza, pues casi ninguno de vosotros sabe deletrear; que nacistes para número de los demás, y para pescados de los estanques[41][42], de los corrales[43], esperando, las bocas abiertas[44], el golpe del concepto por el oído y por la manotada del cómico, y no por el ingenio. Allá os lo habed con vosotros mismos, que sois corchetes[45] de la Fortuna, dando las más veces premio a lo que aun no merece oídos, y abatís lo que merece estar sobre las estrellas; pero no se me da de vosotros dos caracoles: hágame Dios bien con mi prosa[46], entretanto que otros fluctúan por las maretas[47] de vuestros aplausos, de quien nos libre Dios por su infinita misericordia, Amén, Jesús.

CARTA DE RECOMENDACIÓN AL CÁNDIDO[48] O MORENO LECTOR.

Índice

Lector amigo: yo he escrito este discurso, que no me he atrevido a llamarle libro, pasándome de la jineta de los consonantes[49] a la brida de la prosa, en las vacantes que me han dado las despensas[50] de mi familia y los autores de las comedias por su Majestad[51]; y como es El Diablo Cojuelo, no lo reparto en capítulos, sino en trancos[52]. Suplícote que los des en su leyenda[53], porque tendrás menos que censurarme, y yo que agradecerte[54]. Y, por no ser para más[55] ceso, y no de rogar a Dios que me conserve en tu gracia.

De Madrid, a los que fueren entonces del mes y del año, y tal y tal y tal[56].

EL AUTOR Y EL TEXTO.


SONATO DE DON JUAN VÉLEZ DE GUEVARA A SU PADRE. [57]

Índice

Luz en quien se encendió la vital mía,
De cuya llama soy originado,
Bien que la vida sólo te he imitado,
Que el alma fuera en mí vana porfía,
Si eres el sol de nuestra Pöesía,
Viva más que él tu aplauso eternizado,
Y pues un vivir solo es limitado,
No te estreches al término de un día.
Hoy junta en el deleite la enseñanza
Tu ingenio, a quien el tiempo no consuma,
Pues también viene a ser aplauso suyo.
Y sufra la modestia esta alabanza
A quien, por parecer más hijo tuyo
Quisiera ser un rasgo de tu pluma.


TRANCO PRIMERO

Índice

Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles[58], y, por faltar la luna, juridición y término redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la muerte. El Prado boqueaba coches[59] en la última jornada de su paseo, y en los baños de Manzanares los Adanes y las Evas de la Corte, fregados más de la arena que limpios del agua[60], decían el Ite, río[61] es[62], cuando don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, hidalgo a cuatro vientos[63], caballero huracán y encrucijada de apellidos[64], galán de noviciado y estudiante de profesión, con un broquel y una espada, aprendía a gato por el caballete de un tejado, huyendo de la justicia, que le venía a los alcances[65] por un estrupo[66] que no lo había comido ni bebido[67], que en el pleito de acreedores de una doncella al uso estaba graduado en el lugar veintidoseno[68], pretendiendo que el pobre licenciado escotase solo lo que tantos habían merendado[69]; y como solicitaba escaparse del «para en uno son[70]» (sentencia difinitiva del cura de la parroquia y auto que no lo revoca si no es el vicario Responso[71], juez de la otra vida), no dificultó arrojarse desde el ala del susodicho tejado, como si las tuviera, a la buarda[72] de otro que estaba confinante, nordesteado de una luz que por ella escasamente se brujuleaba, estrella de la tormenta que corría, en cuyo desván puso los pies y la boca[73] a un mismo tiempo, saludándolo como a puerto de tales naufragios, y dejando burlados los ministros del agarro[74] y los honrados pensamientos de mi señora doña Tomasa de Bitigudiño[75], doncella chanflona[76] que se pasaba de noche como cuarto falso, que, para que surtiese efecto su bellaquería, había cometido otro estelionato más con el capitán de los jinetes a gatas que corrían las costas[77] de aquellos tejados en su demanda, y volvían corridos de que se les hubiese escapado aquel bajel de capa y espada[78] que llevaba cautiva la honra de aquella señora mohatrera de doncellazgos[79], que juraba entre sí tomar satisfacción deste desaire en otro inocente, chapetón[80] de embustes doncelliles, fiada en una madre que ella llamaba tía, liga donde había caído tanto pájaro forastero.

A estas horas, el Estudiante, no creyendo su buen suceso[81] y deshollinando con el vestido y los ojos el zaquizamí, admiraba la región donde había arribado, por las estranjeras estravagancias de que estaba adornada la tal espelunca, cuyo avariento farol era un candil de garabato, que descubría sobre una mesa antigua de cadena[82] papeles infinitos, mal compuestos y ordenados, escritos de caracteres matemáticos, unas efemérides abiertas[83], dos esferas y algunos compases y cuadrantes, ciertas señales de que vivía en el cuarto de más abajo algún astrólogo, dueño de aquella confusa oficina y embustera ciencia; y llegándose don Cleofás curiosamente, como quien profesaba letras y era algo inclinado a aquella profesión, a revolver los trastos astrológicos, oyó un suspiro entre ellos mismos, que, pareciéndole imaginación o ilusión de la noche, pasó adelante con la atención papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de Copérnico; escuchando segunda vez repetir el suspiro, entonces, pareciéndole que no era engaño de la fantasía, sino verdad que se había venido a los oídos, dijo con desgarro y ademán de estudiante valiente:

—¿Quién diablos suspira aquí?, respondiéndole al mismo tiempo una voz entre humana y estranjera:

—Yo soy, señor Licenciado, que estoy en esta redoma, adonde me tiene preso ese astrólogo que vive ahí abajo, porque también tiene su punta de la mágica negra[84], y es mi alcaide dos años habrá.

—Luego ¿familiar eres?—dijo el Estudiante[85].

—Harto me holgara yo—respondieron[86] de la redoma—que entrara uno de la Santa Inquisición, para que, metiéndole a él en otra de cal y canto, me sacara a mí desta jaula de papagayos de piedra azufre. Pero tú has llegado a tiempo que me puedes rescatar, porque este a cuyos conjuros estoy asistiendo me tiene ocioso, sin emplearme en nada, siendo yo el espíritu más travieso del infierno.

Don Cleofás, espumando valor, prerrogativa de estudiante de Alcalá, le dijo:

—¿Eres demonio plebeyo, u de los de nombre?

—Y de gran nombre—le repitió el vidro endemoniado—, y el más celebrado en entrambos mundos.

—¿Eres Lucifer?—le repitió don Cleofás.

—Ése es demonio de dueñas y escuderos—le respondió la voz.

—¿Eres Satanás?—prosiguió el Estudiante.

—Ése es demonio de sastres y carniceros—volvió la voz a repetille.

—¿Eres Bercebú?—volvió a preguntalle don Cleofás.

Y la voz a respondelle:

—Ése es demonio de tahures, amancebados y carreteros.

—¿Eres Barrabás[87], Belial, Astarot?—finalmente le dijo el Estudiante.

—Esos son demonios de mayores ocupaciones—le respondió la voz—: demonio más por menudo soy, aunque me meto en todo: yo soy las pulgas del infierno, la chisme[88], el enredo, la usura, la mohatra; yo truje al mundo la zarabanda[89], el déligo[90], la chacona[91], el bullicuzcuz[92], las cosquillas de la capona[93], el guiriguirigay, el zambapalo, la mariona, el avilipinti, el pollo, la carretería, el hermano Bartolo, el carcañal, el guineo, el colorín colorado[94]; yo inventé las pandorgas[95]; las jácaras[96], las papalatas[97], los comos[98], las mortecinas[99], los títeres[100], los volatines[101], los saltambancos[102], los maesecorales[103], y, al fin, yo me llamo el Diablo Cojuelo.

—Con decir eso—dijo el Estudiante—hubiéramos ahorrado lo demás: vuesa merced me conozca por su servidor; que hay muchos días que le deseaba conocer. Pero, ¿no me dirá, señor Diablo Cojuelo, por qué le pusieron este nombre, a diferencia de los demás, habiendo todos caído desde tan alto, que pudieran quedar todos de la misma suerte y con el mismo apellido[104]?

—Yo, señor don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, que ya le sé el suyo, o los suyos—dijo el Cojuelo—, porque hemos sido vecinos por esa dama que galanteaba y por quien le ha corrido la justicia esta noche, y de quien después le contaré maravillas, me llamo desta manera porque fuí el primero de los que se levantaron en el rebelión[105] celestial, y de los que cayeron y todo[106]; y como los demás dieron sobre mí, me estropearon, y ansí, quedé más que todos señalado de la mano de Dios y de los pies de todos los diablos, y con este sobrenombre; mas no por eso menos ágil para todas las facciones que se ofrecen en los países bajos, en cuyas impresas nunca me he quedado atrás, antes me he adelantado a todos; que, camino del infierno, tanto anda el cojo como el viento[107]; aunque nunca he estado más sin reputación que ahora en poder deste vinagre, a quien por trato[108] me entregaron mis propios compañeros, porque los traía al retortero a todos[109], como dice el refrán de Castilla, y cada momento a los más agudos les daba gato por demonio. Sácame deste Argel de vidro; que yo te pagaré el rescate en muchos gustos, a fe de demonio, porque me precio de amigo de mi amigo, con mis tachas buenas y malas[110].

—¿Cómo quieres—dijo don Cleofás mudando la cortesía[111] con la familiaridad de la conversación—que yo haga lo que tú no puedes siendo demonio tan mañoso?

—A mí no me es concedido—dijo el Espíritu—, y a ti sí, por ser hombre con el privilegio del baptismo y libre del poder de los conjuros, con quien han hecho pacto los príncipes de la Guinea infernal[112]. Toma un cuadrante de esos y haz pedazos esta redoma; que luego en derramándome me verás visible y palpable.

No fué escrupuloso ni perezoso don Cleofás, y ejecutando lo que el Espíritu le dijo, hizo con el instrumento astronómico jigote[113] del vaso, inundando la mesa sobredicha de un licor turbio, escabeche en que se conservaba el tal Diablillo; y volviendo los ojos al suelo, vió en él un hombrecillo de pequeña estatura, afirmado en dos muletas[114], sembrado de chichones mayores de marca[115], calabacino de testa y badea de cogote, chato de narices, la boca formidable y apuntalada en dos colmillos solos, que no tenían más muela ni diente los desiertos de las encías, erizados los bigotes como si hubiera barbado en Hircania[116]; los pelos de su nacimiento, ralos, uno aquí y otro allí[117], a fuer de los espárragos, legumbre[118] tan enemiga de la compañía, que si no es para venderlos en manojos, no se juntan. Bien hayan los berros, que nacen unos entrepernados con otros, como vecindades de la Corte, perdone la malicia la comparación.

Asco le dió a don Cleofás la figura, aunque necesitaba de su favor para salir del desván, ratonera del Astrólogo en que había caído huyendo de los gatos que le siguieron (salvo el guante[119] a la metáfora), y asiéndole por la mano el Cojuelo y diciéndole: «Vamos, don Cleofás, que quiero comenzar a pagarte en algo lo que te debo», salieron los dos por la buarda como si los dispararan de un tiro[120] de artillería, no parando de volar hasta hacer pie en el capitel de la torre de San Salvador[121], mayor atalaya de Madrid, a tiempo que su reloj daba la una, hora que tocaba a recoger el mundo poco a poco al descanso del sueño; treguas que dan los cuidados a la vida, siendo común el silencio a las fieras y a los hombres; medida que a todos hace iguales; habiendo una priesa notable a quitarse zapatos y medias, calzones y jubones, basquiñas[122], verdugados[123], guardainfantes[124], polleras[125], enaguas y guardapiés, para acostarse hombres y mujeres, quedando las humanidades menos mesuradas, y volviéndose a los primeros originales, que comenzaron el mundo horros de todas estas baratijas; y engestándose[126] al camarada, el Cojuelo le dijo:

—Don Cleofás, desde esta picota[127] de las nubes, que es el lugar más eminente de Madrid, malaño[128] para Menipo en los diálogos de Luciano, te he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española, que en la confusión fué esotra con ella segunda deste nombre.

Y levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado[129], se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías, y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fué de capas y gorras.


TRANCO II

Índice

Quedó don Cleofás absorto en aquella pepitoria[130] humana de tanta diversidad de manos, pies y cabezas, y haciendo grandes admiraciones, dijo:

—¿Es posible que para tantos hombres, mujeres y niños hay[131] lienzo para colchones, sábanas y camisas? Déjame que me asombre que entre las grandezas de la Providencia divina no sea ésta la menor.

Entonces el Cojuelo, previniéndole, le dijo:

—Advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura. Mira allí primeramente cómo están sentados muchos caballeros y señores a una mesa opulentísima, acabando una media noche[132]; que eso les han quitado a los relojes no más.

Don Cleofás le dijo:

—Todas esas caras conozco; pero sus bolsas no, si no es para servillas[133].

—Hanse pasado a los estranjeros, porque las trataban muy mal estos príncipes cristianos—dijo el Cojuelo—, y se han quedado, con las caponas[134], sin ejercicio.

—Dejémoslos cenar—dijo don Cleofás—, que yo aseguro que no se levanten de la mesa sin haber concertado un juego de cañas para cuando Dios fuere servido, y pasemos adelante; que a estos magnates los más de los días les beso yo las manos, y estas caravanas las ando yo las más de las noches, porque he sido dos meses culto vergonzante de la proa[135] de uno de ellos y estoy encurtido de excelencias y señorías, solamente buenas para veneradas.

—Mira allí—prosiguió el Cojuelo—cómo se está quejando de la orina un letrado, tan ancho de barba[136] y tan espeso, que parece que saca un delfín la cola por las almohadas. Allí está pariendo doña Fáfula[137], y don Toribio su indigno consorte, como si fuera suyo lo que paría, muy oficioso y lastimado; y está el dueño de la obra a pierna suelta en esotro barrio, roncando y descuidado del suceso. Mira aquel preciado de lindo, o aquel lindo de los más preciados, cómo duerme con bigotera[138] torcidas de papel en las guedejas y el copete[139], sebillo en las manos[140], y guantes descabezados[141], y tanta pasa[142] en el rostro, que pueden hacer colación[143] en él toda la cuaresma que viene. Allí, más adelante, está una vieja, grandísima hechicera, haciendo en un almirez una medicina de drogas restringentes para remendar una doncella sobre su palabra[144], que se ha de desposar mañana. Y allí, en aquel aposentillo estrecho, están dos enfermos en dos camas, y se han purgado juntos, y sobre quién ha hecho más cursos[145], como si se hubieran de graduar en la facultad, se han levantado a matar a almohadazos. Vuelve allí, y mira con atención cómo se está untando una hipócrita a lo moderno, para hallarse en una gran junta de brujas que hay entre San Sebastián y Fuenterrabía, y a fe que nos habíamos de ver en ella si no temiera el riesgo de ser conocido del demonio que hace[146] el cabrón, porque le di una bofetada a mano abierta en la antecámara de Lucifer, sobre unas palabras mayores que tuvimos; que también entre los diablos hay libro del duelo[147], porque el autor que le compuso es hijo de vecino del infierno. Pero mucho más nos podemos entretener por acá, y más si pones los ojos en aquellos dos ladrones que han entrado por un balcón en casa de aquel estranjero rico, con una llave maestra, porque las ganzúas son a lo antiguo, y han llegado donde está aquel talego de vara y media estofado de patacones[148] de a ocho, a la luz de una linterna que llevan, que, por ser tan grande y no poder arrancalle de una vez, por el riesgo del ruido, determinan abrille, y henchir las faltriqueras y los calzones, y volver otra noche por lo demás, y comenzando a desatalle, saca el tal estranjero (que estaba dentro dél guardando su dinero, por no fialle de nadie) la cabeza, diciendo: «Señores ladrones, acá estamos todos»[149], cayendo espantados uno a un lado y otro a otro, como resurreción de aldea[150], y se vuelven gateando a salir por donde entraron.

—Mejor fuera—dijo don Cleofás—que le hubieran llevado sin desatar en el capullo de su dinero, porque no le sucediera ese desaire, pues que cada estranjero es un talego bautizado[151]; que no sirven de otra cosa en nuestra república y en la suya, por nuestra mala maña.

Pero, ¿quién es aquella abada[152] con camisa de mujer, que no solamente la cama le viene estrecha, sino la casa y Madrid, que hace roncando más ruido que la Bermuda[153], y, al parecer, [bebe][154] cámaras de tinajas y come jigotes de bóvedas?

—Aquélla ha sido cuba de Sahagún[155], y no profesó—dijo el Cojuelo—si no es el mundo de agora, que está para dar un estallido, y todo junto puede ser siendo quien es: que es una bodegonera tan rica, que tiene, a dar[156] rocín por carnero y gato por conejo a los estómagos del vuelo[157], seis casas en Madrid, y en la puerta de Guadalajara[158] más de veinte mil ducados, y con una capilla que ha hecho para su entierro y dos capellanías que ha fundado, se piensa ir al cielo derecha; que aunque pongan una garrucha en la estrella de Venus y un alzaprima en las Siete Cabrillas, me parece que será imposible que suba allá aquel tonel; y como ha cobrado buena fama[159], se ha echado a dormir de aquella suerte.

—Aténgome—dijo don Cleofás—a aquel caballero tasajo que tiene el alma en cecina, que ha echado de ver que es caballero en un hábito[160] que le he visto en una ropilla[161] a la cabecera, y no es el mayor remiendo que tiene, y duerme enroscado como lamprea empanada, porque la cama es media sotanilla, que le llega a las rodillas no más.

—Aquél—dijo el Cojuelo—es pretendiente, y está demasiado de gordo y bien tratado para el oficio que ejercita. Bien haya aquel tabernero de Corte, que se quita de esos cuidados y es cura de su vino, que le está bautizando en los pellejos y las tinajas, y a estas horas está hecho diluvio[162] en pena, con su embudo en la mano, y antes de mil años[163] espero verle jugar cañas[164] por el nacimiento de algún príncipe.

—¿Qué mucho—dijo don Cleofás—si es tabernero y puede emborrachar a la Fortuna?

—No hayas miedo—dijo el Cojuelo—que se vea en eso aquel alquimista que está en aquel sótano con unos fuelles, inspirando una hornilla llena de lumbre, sobre la cual tiene un perol con mil variedades de ingredientes, muy presumido de acabar la piedra filosofal y hacer el oro; que ha diez años que anda en esta pretensión, por haber leído el arte de Reimundo Lulio y los autores químicos que hablan[165] en este mismo imposible.

—La verdad es—dijo don Cleofás—que nadie ha acertado a hacer el oro si no es Dios, y el sol, con comisión particular suya.

—Eso es cierto—dijo el Cojuelo—, pues nosotros no hemos salido con ello. Vuelve allí, y acompáñame a reír de aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos agora, y comen y cenan y duermen dentro dél, sin que hayan salido de su reclusión, ni aun para las necesidades corporales, en cuatro años que ha que le compraron[166]