© de la obra: Iria G. Parente y Selene M. Pascual, 2019

© de las ilustraciones: Alejandra Hg, 2019

© de los diseños de Viria y Gineyka: Me Gusta la Idea; Elena Díaz, 2019

© de las guardas, las portadillas y las capitulares:

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© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna Ediciones: Junio de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-28-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Capítulo 1

20 de Alter de 1852 d. S.

Arxia, Viria

Era el mejor de los lugares; era el peor de los lugares.

Nadie en su sano juicio habría considerado jamás los bajos fondos de Arxia un posible paraíso, a excepción de Vianney Lavalle. Lo que otros creían una bajada a los infiernos, en su caso se percibía como un peligroso pero agradable paseo por el Purgatorio. A Via, que consideraba que no dejaba de transitar de un lado a otro, perteneciendo a todo y a la vez a nada, los lugares a medio camino siempre le habían resultado atrayentes.

Por eso adoraba las tardes como aquella, en las que sólo tenía que enfundarse en ropas más pobres de lo que le correspondían y perderse en aquellos callejones en los que jamás debería haberse metido.

Aunque, si aquel día no lo hubiera hecho, quizás alguien se hubiera consumido de verdad para siempre en el Infierno.

Por supuesto, Via no pensaba en salvar a nadie aquel 20 de Alter de 1852. A sus dieciséis años ya había comprendido que lo más importante en Viria era salvarse a uno mismo. Tal vez el mes de Alter fuera el dedicado al altruismo y en teoría todos los habitantes del imperio debieran honrar al Santo haciendo alarde de esa virtud, pero Via era muy consciente de que los preceptos religiosos nunca habían sido más que teoría puesta sobre hermosas escrituras y obras de arte. No: Lavalle no descendía a los bajos fondos para ayudar. A veces de sus manos caía limosna para quien mendigaba, en otras ocasiones llevaba restos de una comida que sabía que ya nadie más aprovecharía en casa. Pero nunca acudía a aquel lugar por piedad ni por sentimiento de responsabilidad ni por asomo de deber.

Lo único que quería de los bajos fondos eran piezas mecánicas. Las más raras, pequeñas, extravagantes, antiguas, en desuso o aparentemente inútiles que hubiera. Las que no se podían encontrar en otro lado. Las que sólo existían porque alguien se había deshecho antes de ellas. A Via le gustaba redescubrir aquello en lo que nadie más creía: a sus ojos, nada estaba perdido, sólo a la espera de la posibilidad de convertirse en algo mejor.

En esa ocasión, necesitaba las piezas para arreglar un reloj. Un reloj antiguo, regalado mucho tiempo atrás, y quizá por eso uno de los relojes más importantes del mundo. Al menos, de su mundo.

Una vez que las hubo conseguido, comenzó a llover.

Ya se marchaba cuando oyó los gritos.

Podía haberlos ignorado. Lo había hecho en anteriores ocasiones: en los bajos fondos se oían muchas cosas, la mayoría de ellas no demasiado agradables. Hasta entonces, ignorar los insultos que sonaban de unas calles a otras, las carreras por los robos o los gemidos de placer en los rincones había resultado, por lo habitual, sencillo. Incluso cuando había habido alaridos de dolor, estos siempre habían sonado demasiado lejanos, lo suficiente para fingir que no eran de su incumbencia.

Pero esa vez sonaron demasiado cerca. Y también las risas.

—¡Así aprenderás la lección, sucio thyraio!

Las carcajadas volvieron a sonar, más fuertes que la tibia llovizna que susurraba contra los adoquines. Una vez más, demasiado cerca. Tanto que Via pudo ver a las personas a las que pertenecían las risas saliendo de uno de los callejones. Eran dos, mal vestidos, altos, de expresiones partidas por cicatrices y golpes. Se marchaban celebrando, como si en aquel pequeño espacio entre edificios retorcidos hubieran llevado a cabo una gran proeza.

Eso fue lo que evitó que Vianney Lavalle pasara de largo aquella tarde. Ignorar lo que se oía podía ser fácil; lo que se veía, quizá no tanto. Supo, mientras observaba marchar a aquellos dos tipos, que si se desentendía de lo que había ocurrido en aquella calleja, volvería de su paseo por el Purgatorio con un fantasma persiguiéndole. Y ni siquiera podía tener la convicción de que fuera en un sentido metafórico.

Así que guardó las piezas en el fondo de su abrigo, respiró hondo, apretó la mano en torno a la pistola que siempre le robaba a su hermano para sus escapadas y se asomó al callejón.

Al principio no vio nada. En aquel pasillo angosto y sin salida sólo se arremolinaban la oscuridad y la lluvia que había comenzado a caer con más fuerza. Pero, cuando se fijó, un bulto se movió en el suelo. Podría haberse tratado de una culebra, de no ser por su tamaño. Se arrastraba de la misma manera, con el cuerpo replegado sobre sí mismo. Incluso bajo el creciente aguacero, que golpeaba el suelo y las paredes, oyó su gemido.

Tal vez Vianney Lavalle no fuera la mejor persona del mundo. Pensaba demasiado en sus propias circunstancias, en todo lo que podía ganar y en todo lo que podía perder.

Pero al menos no era alguien sin corazón.

Por eso se movió rápido. Cuando se arrodilló, descubrió a un muchacho que rondaría su edad. Su cara molida a golpes estaba empapada de sangre y sus párpados habían caído. Si había tenido posesiones hasta el momento, sus atacantes debían de habérselas llevado todas, porque ni siquiera llevaba calzado. Su cuerpo, demasiado delgado, hablaba de desnutrición y supervivencia, aunque eso no era una sorpresa en el lugar en el que se encontraban.

El color de su piel —un marrón claro que bastaba para que no se le considerase como un hijo de Aión— le dio la pista de que, si no quería buscarse problemas, debía dejarlo allí. Olvidarlo o vivir con su fantasma en los talones, pero no ayudarlo. Dedicarle una sola palabra ya era suficiente para meterse en problemas.

Aquel pensamiento no duró más de medio segundo en su cabeza. En realidad, Via nunca podría haber dejado allí a aquel chico. Quizá porque comprendió qué ocurría. Quizá porque le dio rabia la situación. Quizás, incluso, porque de repente Endai, Santa de la Piedad, había decidido iluminar sus acciones.

O quizá tan sólo consideró a aquel joven otra pieza rota, de la que nadie esperaba nada, y que lo único que necesitaba era una nueva oportunidad. Alguien que lo recogiese.

Por eso sus brazos tiraron de él hacia arriba. El movimiento puso en tensión al herido, que emitió una nueva queja y abrió los ojos. Apenas consiguió enfocarlo.

—Déjame.

Su voz era un hilo. Lavalle tuvo que resoplar.

—Trato de ayudarte.

—No he pedido tu ayuda —gruñó el otro.

Via tuvo ganas de soltarlo, pero se limitó a alzar una ceja.

—Bien, porque yo no he pedido tu permiso para ayudarte. Te vienes conmigo. Necesitas un médico.

Hubo otro quejido, pero fue más soñado que realizado. El muchacho casi no podía sostenerse a sí mismo y perdió por completo la consciencia cuando Via apenas había conseguido ponerlo en pie. En el fondo, se alegró. Así no lo tendría protestando todo el camino.

Como le había dicho, necesitaba un médico. Y sabía bien dónde encontrar uno.

SViria

Después de toda la vida conviviendo juntos, León Lavalle todavía se negaba a ponerse en lo peor cuando se trataba de Via. Quizá porque una parte de él aún se aferraba a la idea de que su familia sólo podía estar formada por personas responsables que podían cuidarse sin ayuda. Quizá porque tenía la esperanza de que, después de trabajar todo el día, su casa debía ser un puerto seguro, un refugio de silencio y calma.

Lo único que siempre había deseado era una vida tranquila.

Y sabía de sobra que eso sería lo último que tendría. Se lo repetía a sí mismo más veces de las que creía necesarias, y aquella noche tuvo que volver a hacerlo, después de consultar el reloj por décima vez y darse cuenta de lo tarde que se estaba haciendo. Se asomó de nuevo a la ventana y pensó en salir en su búsqueda, a sabiendas de lo inútil que sería peinar la ciudad él solo. Su preocupación no hizo más que incrementarse cuando las dos figuras se acercaron renqueantes por las calles mojadas, llenas de destellos ambarinos procedentes de los charcos y la luz de las farolas. Cuando reconoció la silueta que se había calado la gorra hasta las cejas, no sabía si en un intento de esconder su cara o de protegerse de la lluvia, logró volver a respirar con tranquilidad.

León corrió a abrirle la puerta, antes de que Via pudiese hacer sonar la campana y atraer la atención de algún vecino. Ni siquiera pudo enfadarse. Sólo necesitaba saber lo que había ocurrido.

—Dime que no te has metido en una pelea, Via.

Un resoplido. Un paso vacilante. León estiró los brazos y agarró al joven herido con cuidado, aunque antes miró de un lado al otro de la calle para asegurarse de que estaba desierta y nadie veía qué tipo de persona estaba a punto de entrar en su hogar. Se asombró de lo poco que pesaba el chico, pero su examen fue más allá. Tenía al menos un ojo morado y el labio partido. La nariz se le había hinchado, aunque no parecía rota. El pómulo lo tenía magullado.

—¿Dónde…?

—Le han dado una paliza. Estaba en el suelo, en un callejón, y…

Calló y apartó la mirada. León quiso decirle muchas cosas. Que no debió meterse. Que no debió llevarlo a casa. Que podían meterse en más de un problema. Que aquello, a ojos de muchos, estaba mal. Pero, cuando hundió los dedos en el torso del chico y sintió lo que había debajo, tuvo que morderse la lengua.

—Vete a cambiarte esa ropa mojada —murmuró—. Yo me encargo.

No dejó que protestara. Via sabía cuándo no quejarse, y cuando su hermano ponía esa cara, con los labios apretados y los ojos entornados, era mejor hacerle caso. León, por su parte, se llevó al herido con toda la delicadeza que fue capaz. Subirlo por las escaleras quedó descartado porque era mejor inmovilizarlo cuanto antes, de modo que le hizo sitio en la habitación de invitados que había en la planta baja, junto al pequeño taller donde Via solía trabajar en sus proyectos.

Lo tumbó en la cama con cuidado y le quitó la camisa, palpando su pecho huesudo para comprobar que, en efecto, tenía una costilla rota. Su paciente se quejó, pero no llegó a despertarse. León lo prefería inconsciente. Era más fácil así, para él y para el convaleciente. Y, de todas formas, no había mucho que pudiera hacer por él. Se aseguró de que no había sangre en ninguna otra parte del cuerpo y lo puso lo más cómodo que pudo, en una posición en la que la costilla partida no le impidiese respirar con normalidad. Le limpió la cara, le puso paños fríos y le hizo tragar, pese a estar dormido, una cucharada de paregórico. Lo vigiló hasta que su sueño se tornó más profundo.

Via entró en la habitación cuando ya había acabado y se estaba limpiando las manos. Llevaba ropa limpia y seca y parecía haber probado algo de cena, pues sabía que a su hermano no le gustaba que lo observaran trabajar.

—Una costilla rota y la cara magullada —anunció el doctor Lavalle sin ceremonias—. Pero se recuperará. Si guarda reposo y la costilla cura bien, no creo que haya problema.

—¿Cuánto tardará?

—Mes o mes y medio. —Empezó a recoger, como si estuviera en una de sus visitas profesionales en una casa de la zona alta—. A menos, claro, que vuelva a meterse en una pelea. ¿De qué lo conoces?

—No lo conozco. Vi a dos hombres salir de un callejón y supe que le habían dado una paliza. Sólo quería ayudar. No podía dejarlo allí.

León Lavalle suspiró. Estaba seguro de que, si él hubiera estado en esa situación, tampoco podría haber dejado al chico en el suelo.

—Si alguien te ha visto traerlo…

—Las calles están casi vacías a estas horas. Un carruaje nos dejó cerca del hospital de San Alter, pero luego lo traje hasta aquí caminando. —Apartó la vista—. Con mucho cuidado de no dejar que nos viesen.

Sus palabras destilaban amargura y por eso León no se atrevió a decirle que podría haber dejado a aquel desconocido en San Alter; que para eso estaban los hospitales. Al volver la vista al herido, además, se dio cuenta de que un muchacho como aquel jamás sería su prioridad. Y que Via, en cualquier caso, habría tenido que dar demasiadas explicaciones.

—Ten cuidado, Via —dijo al fin—. Las buenas personas son las que más acaban sufriendo por los demás.

Sus ojos azules lo observaron con una quietud que no casaba con los dieciséis años que tenían, pero León se negó a hundirse en ellos más de lo necesario. Sabía que, si lo hacía, amenazaría con ahogarse.

—Volveré a verlo en un par de horas. Puedes irte a la cama.

Con un suspiro de cansancio, se dio la vuelta y abandonó el cuarto. Sabía perfectamente que Via no lo haría.

SViria

Neith Sinagra despertó en una habitación en penumbra, iluminada sólo por una lámpara encima de la mesilla a su lado. La luz amarillenta de la llama había atraído a una polilla que danzaba a su alrededor y se asemejaba a un ave gigante cuando su sombra se dibujaba en la pared. Al lado de la luz alguien había dejado un vaso con agua y el muchacho alargó el brazo para cogerlo.

Se arrepintió tan pronto como estalló el latigazo de dolor por todo su torso. Su respiración se volvió más superficial y las lágrimas le anegaron los ojos. Estaba seguro de que jamás se había sentido tan mal. A la sed, el hambre y cualquier malestar los sustituyó ese dolor sordo que lo llenaba todo, que le palpitaba en el pecho y en la sien. Quería gritar. Quizás así se sentiría mejor, pensó una parte de él. Una parte muy equivocada, le recordó la lógica oculta tras los puntos de colores que se cruzaban ante sus ojos.

—¿Estás bien?

Neith parpadeó con fuerza e intentó enfocar. Sobre él se inclinaba un joven salido de la estampa de un Santo, con cortos rizos rubios y rostro anguloso. A lo mejor se había muerto. A lo mejor ese era el Purgatorio. O el Infierno. De ser así, la perspectiva de haber dejado Viria atrás no se antojaba tan desagradable.

—Agua…

No supo de dónde sacó las fuerzas para hablar, pero el chico lo entendió y le acercó el vaso a los labios. Aunque beber también era una agonía, apuró la mitad del líquido antes de apartar la cara. Con la cabeza un poco más despejada, miró alrededor, intentando controlar su respiración. El papel de pared era sobrio y los muebles, sencillos; aun así, esa habitación ya era mejor que ninguna que hubiera tenido nunca. La cama era enorme, como para albergar a tres como él. La ventana abierta dejaba entrar una brisa fresca que movía las cortinas y le acariciaba la cara. Podía ver las lámparas de gas encendidas en la calle, lo que le dio la pista de que no sólo estaba en un barrio de bien, sino que, por el brillo de la luz de las farolas en la piedra de los edificios, había estado lloviendo. Lamentablemente, sentía la nariz taponada y entumecida. Supuso que para entonces tendría el tamaño de una patata grande. Toda la cara, en realidad, le dolía como si le hubiesen dejado la carne al descubierto.

Si estaba en una casa de ricos, por lo menos esperaba que le dieran drogas para acallar el dolor.

—Me llamo Vianney.

El nombre del muchacho le importaba bien poco. Lo vio comenzar el asomo de una sonrisa, como si se estuviera dirigiendo a él como a un igual, y sintió ganas de vomitar. Así que sólo rescató un sonidito indefinido del fondo de su garganta, que parecía el único sitio de su cuerpo que seguía de una pieza.

—Vianney Lavalle —aclaró el ricachón.

Neith lo miró sin expresión. Si no hubiera estado tan dolorido, se habría levantado y se habría ido sin más.

—¿Qué quieres de mí?

La simple pregunta encendió otro fuego en sus pulmones, como si cada palabra estuviera cargada con un trozo de carbón en llamas.

—No quiero nada de ti. —El Santo que había visto en la suave cara del muchacho se convirtió en un niño incrédulo—. Fui yo quien te recogió en el callejón. ¿Recuerdas eso?

—No recuerdo haberte pedido ayuda.

—Lo hice porque creí que era lo que debía hacer.

—Tampoco quiero tu pena.

Vianney frunció el ceño, como si no pudiera creerse que alguien estuviera rechazando su bondad. A veces era así, con la gente como él. Se pensaban que uno no podía tener su orgullo. Que estaban en el mundo para ser obras de caridad. Para ser salvados.

Neith Sinagra tuvo claro que aquel chico no entendía absolutamente nada del mundo. No, al menos, de su mundo.

—Así que nuestro invitado ya ha despertado.

Un hombre mayor había entrado. Tendría como mínimo diez años más que él, pero era difícil decirlo con los ricos, porque parecía que en las zonas bajas todo el mundo envejeciera más deprisa.

A Neith no le gustó cómo pronunció la palabra «invitado», pero prefirió guardar silencio porque era mucho más fácil dejar que fueran otros los que actuaran primero. El recién llegado, de hecho, no dudó en acercarse a su cama. Le puso la mano en la frente, a pesar de que el chico intentó esquivarlo, y asintió conforme al ver que no tenía fiebre. Algo que claramente podría haberle preguntado sin necesidad de tocarlo. Le pasó el vaso de agua y dejó en su mano una pastilla. Aunque ya las había visto antes, nunca se había tomado ninguna. Parecía un caramelo, sólo que blanco y mucho más arenoso. Se la metió en la boca y masticó. El sabor era repugnante, así que intentó borrarlo con un trago.

Podría haberse resistido a tomarla, pero eran dos contra uno y, de todas formas, le dolía lo suficiente como para decidir que merecía la pena el riesgo.

—¿Cómo te llamas?

Dudó si responder, pero al final decidió que su nombre era lo que menos importaba de él:

—Neith.

—¿Qué más? Me gustaría avisar a tu familia.

El chico no respondió. Se quedó tumbado, muy quieto, con la expresión entre incrédula y divertida. Los de la clase alta siempre le habían parecido especialmente graciosos, pero estos dos eran de una nueva especie. Se presentaban, se creían que podían conversar, se preocupaban por su familia.

—Tengo hambre —dijo por toda respuesta. Ya que estaba allí, al menos aprovecharía su suerte. Y parecía que estaba en racha, porque sus anfitriones se miraron como si estuviesen decidiendo quién iría a por el plato más sabroso. Y si bien Neith no iba a ponerse puntilloso, esperaba que le dieran algo más que sobras.

—Voy a ver qué podemos ofrecerte.

Fue el mayor quien habló. Pareció lanzarle una mirada de advertencia a su compañero, pero se marchó sin más ceremonias. Dejando la puerta abierta, eso sí, como si temiera que Neith estuviera en plenas facultades para lanzarse sobre el angelito rubio. Este dio un paso hacia la cama antes de dejarse caer sentado en una silla.

—¿Sabes quiénes fueron los que te hicieron esto?

Encogerse de hombros no era una opción, por el dolor en su torso, de modo que se conformó con quedarse mirando al rubio con expresión vacía.

—Si me lo dices, podríamos ayudarte.

—¿Es tu problema? Porque pensé que era el mío.

—Te ha ocurrido a ti, pero puede que mañana le ocurra a…

—A ti no te ocurrirá. Puedes estar tranquilo.

Vianney frunció el ceño.

—Eso no lo sabes.

—Oh, lo sé; desde luego, no te pegarán por lo mismo que a mí. —Neith Sinagra hizo un ademán a aquella otra piel que le parecía insultantemente blanca—. Y no te cruzarás con gente así en tu bonita parte de la ciudad, donde deberías quedarte en vez de deambular por los rincones más oscuros de Arxia. ¿O es que no sabes lo que les hacemos allí a los chicos guapos como tú?

Neith sonrió al darse cuenta de que su acompañante no sólo se había tensado, sino que se había ruborizado. Pensó que con eso sería suficiente. Que se marcharía, asqueado, o le daría una charla sobre Santa Pyria y cómo esta se había mostrado impasible ante los avances de quienes intentaban seducirla.

Si lo hubiera hecho, seguro que habría acabado por matarlo de verdad, pero de hastío.

Aunque Vianney no se marchó, permaneció callado, observándolo. Neith quiso pensar que se había dado cuenta de lo poco receptivo que estaba a dejarse ayudar.

Fue en aquel momento cuando decidió que, aunque tuviera que salir arrastrándose de dolor por la ventana, se iría de allí antes de la noche siguiente.

Capítulo 2

7 de bost de 3704 d. G.

Kiteria, Gineyka

Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, sin nada que aportar a su familia, necesita una adoptante. Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones, excepto cuando se vive en su misma familia.

Irati Burgoa ya había visto a uno de sus hermanos ser adoptado tres años atrás. Itzal tuvo la suerte de embarazar a la primera mujer que se interesó por él, sin dificultades, con sólo acostarse una vez con ella. Su adopción por parte de Arrate Erdi había sido casi inmediata una vez que se supo que estaba en estado. Ahora ya era padre de dos niñas preciosas y sólo tenía que preocuparse de cuidarlas y educarlas adecuadamente mientras Arrate dirigía su fábrica. Para él, todo había salido bien. Es más, mejor que bien. Con diecinueve años, Itzal tenía su futuro resuelto e Irati no podía negar que la rapidez con la que todo había ocurrido había sido un alivio al resultar en una boca menos que alimentar en casa. La madre de Irati había estado exultante: era fácil recordar cómo había presumido de la celeridad con la que el embarazo se había dado y cómo se regodeó también cuando primero nació una niña y, después, la otra. Maialen Burgoa era una abuela orgullosa de las nietas que, estaba segura, en un futuro serían brillantes mujeres dignas de la sociedad gineykana.

Ahora que Saroi cumplía los dieciséis años, Irati se preguntaba si todo saldría igual de bien para él. Se preguntaba, por otro lado, qué pensaba de lo que le esperaba. Itzal siempre había sido un muchacho consciente de su lugar, deseoso de cumplir con su deber, siempre soñando con la familia que debía ayudar a traer al mundo. Sin embargo, Saroi no era como él: su cabeza a menudo estaba en las nubes, en poemas que escribía cada tarde bajo el árbol familiar o en los bocetos que dibujaba en los márgenes de su ejemplar de La Gaiea, cuando el resto de la gente creía que se dedicaba a estudiar el culto a la diosa y a la naturaleza. A menudo Saroi parecía vivir al margen del mundo o, al menos, querer hacerlo. Irati ni siquiera tenía claro que estuviera al tanto de que, con la mayoría de edad, su tiempo dedicado sólo a los versos y a la contemplación había acabado.

Quizá por eso cuando llegó de trabajar esa tarde y lo vio bajo el árbol, como si nada hubiese cambiado y el mundo no pudiera tocarlo de verdad, se sentó a su lado.

—Irati. Estás manchada, como siempre.

La muchacha carraspeó. Se pasó una mano por la mejilla, como su hermano le indicaba, y se limpió el rastro de grasa. Se concentraba tanto en su trabajo que a menudo llegaba a casa con el rostro sucio. Tampoco es que pudiera permitirse no esforzarse al máximo: pasara lo que pasara, no debía perder el puesto que le acababan de dar. Al fin y al cabo, sólo estaban ella y su madre para sacar adelante a aquella familia. Irati era la única hija que había tenido Maialen Burgoa, algo por lo que la mujer nunca se había lamentado lo suficiente. Si Saroi era adoptado pronto, las facturas apretarían un poco menos, pero aun así todavía quedarían los gemelos en casa, y Danel y Gure tenían sólo once años.

Y si no todo salía tan rápido con Saroi o, peor todavía, si Saroi no conseguía embarazar a nadie…

Irati prefirió no pensarlo.

—Feliz cumpleaños, enano.

De uno de los grandes bolsillos de su pantalón sacó un paquete. Saroi abrió mucho los ojos, con su característica inocencia, e Irati sintió un poco de amargura al pensar en que aquella candidez estaba a punto de desaparecer.

—¡Irati! ¡No tenías que comprarme nada!

Pero eso no evitó que se echara sobre el paquete con ansias. Sus ojos brillaban cuando se deshizo del torpe envoltorio que Irati había realizado y descubrió el último poemario de Udane Koplari. Hubo una exclamación de alegría y, antes de que Irati pudiera preverlo, Saroi ya la estaba abrazando con fuerza. La muchacha no pudo evitar sonreír, contagiada de la alegría. Sus labios le tocaron con ternura la frente.

—¿Te gusta?

—¿Bromeas? Es maravilloso. Pero no era necesario. Sé que no nos sobra el dinero.

—Uno no se hace mayor de edad todos los días, ¿verdad? ¿Estás emocionado?

Fue una manera sutil de interrogarlo, pero la pregunta estaba cargada de intención. Irati se fijó bien en cómo las palabras caían sobre su hermano y transformaban su expresión. La sonrisa, amplia, se deshizo un poco en las comisuras. La mirada perdió un toque de su brillo.

—Claro. Es magnífico.

Irati se habría creído antes que la diosa Gaia estaba a punto de aparecer venida de la nada, abriendo una brecha en la realidad como había hecho cuando había creado aquel mundo en el que vivían. Saroi debió de ver en la expresión de su hermana que sus palabras no habían sonado lo bastante confiadas, porque se obligó a apartar la vista al suelo.

—¿Tienes miedo?

Él se encogió de hombros.

—No quiero ser padre todavía. No creo estar preparado. Y ni siquiera sé cómo haré para… —Tragó saliva, pero la vergüenza le pudo y calló—. No importa. Sé cuál es mi deber.

Irati habría querido decirle que no. Que podía ser todo lo que él quisiera, no sólo el padre de unos niños. Pero no era una mentirosa, de manera que sólo le acarició los cabellos. Le pasó el brazo por los hombros y lo hizo apoyarse contra su pecho.

—¿Crees que alguna mujer se interesará por mí ya esta noche? A madre le encantaría eso.

De nuevo, la muchacha quiso decirle que no. Que todavía tenía tiempo para no preocuparse por esas cosas. Que su fiesta de cumpleaños era un acontecimiento social, desde luego, pero que era improbable que una mujer se fijara en él aquella misma noche.

Claro que eso había sido justo lo que había pasado con Itzal.

Por eso calló. Dejó otro beso en su cabeza y le tendió el libro que le había regalado.

—Léeme un rato. Veamos qué tiene que decir la señora Koplari.

Saroi se fijó un segundo de más en su hermana, pero al final sonrió, asintió y comenzó a leer con voz clara.

Irati le permitiría seguir siendo un niño unas cuantas horas más.

SGineyka

Saroi Burgoa hubiera preferido quedarse bajo el árbol, leyendo a su hermana con voz pausada. Hubiera preferido ascender a su habitación en el ático y sentarse en el suelo para escribir en su cuaderno o leer poesía o incluso para acostarse temprano, pese a que era un día especial. Saroi Burgoa hubiera querido estar en cualquier otra parte, pero no había ningún lugar para él más allá de su fiesta de cumpleaños.

La certeza de que todo el mundo estaba allí por él lo abrumaba. Nunca le había gustado la atención. Ni siquiera estaba seguro de que le gustara demasiado la gente, a excepción de los miembros de su familia. Desde luego, adoraba a Irati. Quería con locura a los gemelos, incluso, aunque a veces se encontrase ranas en su cama o le llenasen los bolsillos de polvo de gea para que las manos se le quedasen verdes durante el resto del día. Respetaba a su madre, que hablaba mucho y siempre soñaba con el mejor futuro para sus hijos. Y, por supuesto, admiraba a su padre por todo lo que hacía en la casa y por la paciencia infinita que demostraba. Creía que era un hombre magnífico y se alegraba de pertenecer a la misma familia que él.

Pero no quería ser como él.

En cualquier otro mundo, si le hubieran dado la oportunidad, Saroi habría querido ser poeta. Pero sabía que los hombres, por lo general, no escribían y que, cuando lo hacían, era para hablar de «asuntos masculinos», como decía la crítica. Para narrar sus días en la casa, sus tareas, la carga de los niños. Pero él aspiraba un poco más allá. Él quería hablar de la naturaleza, de la experiencia misma de ser humano, de los miedos y las dudas y el amor y…

En lugar de eso, estaba allí de pie, en una esquina de la concurrida sala, recibiendo las felicitaciones de una familia tras otra. Por lo menos estaba seguro de que podría utilizar todo lo que veía para escribir algo después. Algo sobre los colores de la ropa, del aletear de faldas y vestidos y chaquetas engalanadas con botones dorados. De cómo la piel de todas parecía brillar bajo la luz titilante de las lámparas o de cómo las sombras en las paredes cuchicheaban y bailaban y se mezclaban.

—Ha venido la familia Logale. —El aliento de su madre olía a sidra caliente y especiada, y su mano en el hombro lo hacía sentirse más pequeño que valiente—. Su hija mayor, Ohiana, está a punto de cumplir los veintidós. Deberías hacer lo imposible por bailar con ella; dicen que está buscando a alguien a quien adoptar.

Saroi sintió que, a su otro lado, Irati se tensaba. Después de la pequeña charla en el jardín, su hermana parecía preocupada y él lamentaba haberla dejado inquieta. Tenía que haberse callado. Tenía que haber parecido más confiado. Como Itzal, cuando había cumplido los dieciséis. Aquella noche Saroi había visto a su hermano mayor desde el rellano del piso superior, riendo y bailando y siendo encantador. En comparación, él se veía torpe y poco preparado. Ni siquiera estaba seguro de que quisiera ser adoptado, pero eso no podía decirlo en voz alta. Como tampoco el hecho de que la idea de llegar a ciertos niveles de intimidad le parecía… desagradable.

—Tampoco es necesario que conquiste a nadie esta noche, madre —murmuró Irati.

—Cuanto antes, mejor —fue la escueta respuesta.

A eso ni Irati ni Saroi podían replicar. Así que, pese a que no se sentía como él mismo, pese a que era lo último que tenía ganas de hacer, el muchacho se puso su mejor sonrisa. Se mostró encantador ante la familia Logale. Trató de pensar en lo contenta que había estado su madre cuando llegaron los papeles de adopción de Itzal. Cuando nacieron las niñas, sus sobrinas. Respiró hondo e ignoró el agujero en su estómago. Su adopción era lo que su familia necesitaba y no debía ser egoísta: lo que pasase después de que se fuera de casa era lo de menos, porque su primer deber era hacerle la vida más fácil a su madre y a su hermana.

El primer deber de un hombre era siempre para con las mujeres de su familia.

Por eso, cuando Ohiana le pidió el primer baile que tuviese libre, él aceptó. Le dijo que le había prometido el primero a su hermana, pero que el segundo sería suyo. Su madre todavía tenía la mano sobre su hombro y, cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, casi le clavó las uñas en la chaqueta. Sabía que, en cuanto le diesen la oportunidad, le contaría lo que había ocurrido al resto de la sala.

Tras recibir todas las felicitaciones posibles y algunos regalos bien elegidos, Saroi utilizó el baile con su hermana para mentalizarse de que pasaría el resto de la noche hablando con extrañas. Algunas chicas le habían pedido el honor de una pieza de su mano.

—Todo irá bien.

Irati lo miró con una pequeña sonrisa que quería ser reconfortante.

—¿Y si no le gusto a nadie? —La pregunta le salió suave y ronca de una garganta seca como un desierto—. ¿Y si no acabo siendo más que un estorbo en casa y…?

Su hermana lo acalló con un beso en la frente y un abrazo que lo sorprendió, porque normalmente eran él y los gemelos los que iban a pedir su atención y su cariño, nunca al revés. No era que Irati fuese fría, pero siempre estaba demasiado ocupada. Siempre tenía cosas más importantes en la cabeza.

—Estoy segura de que hay alguien ahí fuera para quien serás perfecto, Saroi. E incluso si no la encuentras a la primera ni a la segunda, tarde o temprano…

Su cabeza le advirtió que era una mentira. Que las cosas no funcionaban así. Que el mundo era cruel e injusto. Alguna gente lo había entendido. Sabía que el padre de Irati, por ejemplo, se había marchado. Una mañana, de pronto, Maialen Burgoa se dio cuenta de que ya no estaba. Aunque Saroi nunca preguntaba por ese suceso, porque sabía que no estaba bien, no podía evitar cuestionarse muchas veces qué llevaba a un hombre a escapar de su familia.

—Gracias.

Se soltaron las manos con la sonrisa de Saroi intentando ser sincera y él se apartó un poco. Su siguiente pareja ya lo estaba esperando para entonces, pero, en cuanto puso su mano sobre la suya, supo que no funcionaría. Ohiana Logale le apretó los dedos con demasiada fuerza, o tal vez fue la forma en que dio el primer paso, arrastrándolo en vez de bailar junto a él. Estaba claro quién dirigía, pero no encontró en ella nada que lo reconfortara o que lo hiciera sentir en el lugar adecuado. Ella le habló un poco de su trabajo como supervisora en la producción de zepelines y él intentó hacer las preguntas correctas. Cuando ella le dijo que había oído hablar a su madre sobre que escribía poesía, Saroi sintió que el calor inundaba su rostro.

baile

—No son gran cosa, por supuesto. Son versos sin importancia. Seguro que no tienen ningún interés.

Ella le sonrió y el gesto, de alguna manera, lo hizo sentirse un poco más valiente. A lo mejor no iba tan desencaminado en lo que a conquistarla se refería, aunque nadie le había dicho que pudiera hacerse por medio de la poesía.

—Estoy segura de que serán encantadores. Quizá podría recitarme algo la próxima vez que coincidamos.

Saroi se puso tan nervioso que casi tropezó con sus propios pies.

—Eso sería un auténtico placer. —Aunque no hubiera recitado nunca para nadie más que Irati—. Es decir, si es lo que desea.

Al escucharse tartamudear se dio cuenta de lo estúpido que sonaba, pero Ohiana no se apartó. Por el contrario, cogió su mano con un poco más de fuerza y plantó su mirada en un punto por encima del hombro de Saroi.

—Lo cierto es que estoy buscando a alguien a quien adoptar. Mi madre insiste en que quiere nietas pronto y yo tengo un trabajo con el que puedo permitírmelo. Por supuesto, nuestras madres ya han hablado y consideran que la unión sería satisfactoria para ambas partes.

El chico no esperaba que la conversación se volviera tan seria de pronto. Lo único que pudo hacer fue observarla, atónito, con los labios entreabiertos. No se le ocurría qué responder a eso. Sabía que a Itzal también le habían pedido algo así la noche en que cumplió los dieciséis, pero no esperaba que…

—Podríamos probar, si te parece bien.

Saroi sintió un ramalazo de pánico. Supo que lo era, por más que nunca hubiera tenido ninguno. Su estómago se contrajo y, pese a la presión de los dedos de su acompañante, apartó sus manos de las de ella todo lo rápido que pudo. La pieza de baile acabó unos segundos después y nadie pareció darse cuenta de la súbita separación, pero él dio un par de pasos atrás. Lejos de sentirse ofendida, Ohiana parecía simplemente incrédula. El chico no pudo culparla, ni siquiera cuando la vio girar sobre sus talones y alejarse de él sin decir una palabra.

Había dejado pasar su primera oportunidad de ser adoptado y, cuando aquello llegara a oídos de otras personas, quizá la última.

Capítulo 3

35 de Alter de 1852 d. S.

Arxia, Viria

Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. El motivo de los Solari llegó el 37 de un mes de Alter de 1852, un día caluroso en el que la única hija del presidente de la república de Viria acudió a la catedral de Aión para rezar.

Aurora era una muchacha muy joven todavía, pero a sus catorce años ya sabía que la imagen de su padre era demasiado importante y se esforzaba a diario por estar a la altura de su apellido. Algún día, cuando fuese mayor, se presentaría ante todos en su baile de debutante con el orgullo de saber que nadie podría tachar de incorrecta ninguna de sus acciones. Sabía cómo sería su vida y la aceptaba, porque la idea de tenerla planeada, de saber lo que se avecinaba, la reconfortaba un poco: conocería a un hombre que su padre aprobaría, se comprometería con él, se casaría y tendría a sus hijos. Viviría una existencia acomodada y pacífica, no muy diferente de la que llevaba ahora, honrando con ella a los Santos, acordándose de la gente con menos suerte, como hacía cada vez que traspasaba la puerta de la catedral y dejaba en las manos de los que allí se cobijaban monedas pequeñas y relucientes.

Una vez dentro de la fresca iglesia, siempre seguía la misma rutina: iba a presentarle sus respetos al sacerdote, dejaba limosna junto a los altares de los ocho Santos y se arrodillaba en una de las capillas privadas, a las puertas de la que dejaba a su doncella, pues no soportaba la idea de que otra persona pudiera interrumpir sus oraciones. Oraciones que nunca incluían peticiones para ella, sino para otros: rogaba que su padre tuviera suerte en su mandato, que el imperio de Viria floreciese, que aquellos que la rodeaban fueran felices. Recitaba de memoria tantos rezos como sabía y luego leía en murmullos un capítulo del Libro de Aión o alguna historia del Santoral.

Cuando consideraba que había sido suficiente, dejaba el libro en el banco forrado de terciopelo, se acercaba al portavelas y encendía todas una vez más, porque le parecía que el brillo del fuego les daba a los Santos un poder nuevo. De alguna forma, no sólo parecían más vivos, sino que sentía que la miraban con cierta aprobación.

Aquella tarde, cuando se levantó, miró su reloj de bolsillo. Quería estar en casa para recibir a su padre, que volvía ese día de viaje; y al comprobar que se le había hecho tarde, se apresuró a acabar con sus tareas. Cogió una de las cerillas de la caja junto al portavelas y la encendió, utilizándola para dar luz a varios de los cirios que se habían apagado. La catedral estaba llena de corrientes de aire provocadas por la antigüedad de su construcción. En invierno era un problema, sobre todo en las tardes en que buscaba algo de calor al resguardo de la lluvia y sólo encontraba frío que se colaba en sus huesos. En verano la temperatura se agradecía, aunque al atardecer empezaban a castañearle los dientes.

Había conseguido prender una mecha y usarla para encender otras dos velas cuando la puerta se abrió. El chasqueo de la cerradura la sorprendió y le hizo darse la vuelta, pero sólo era su sirvienta.

—Señorita Solari, deberíamos marcharnos. Se está haciendo de noche.

Aurora asintió justo antes de sentir la cera deslizándose hasta sus dedos. Se había quitado los guantes y el calor de las gotas derretidas sobre la piel hizo que soltase un quejido. Su mano se abrió a modo de acto reflejo y la vela cayó, todavía encendida, sobre la falda de su vestido.

Fue sólo un segundo. El segundo en el que tardó en entender lo que había pasado. El fuego únicamente necesitó de ese titubeo para prender sobre el algodón.

Sus gritos se hicieron eco por toda la catedral.

SViria

A Iulius Solari no le gustaba que lo interrumpiesen. Si un político como él había llegado a presidente de la república de Viria con sólo treinta y ocho años no había sido por haber trabajado poco ni haberse permitido distracciones de ningún tipo durante toda su carrera. Ahora que acababa de ser elegido como el futuro de la nación, no podía dejar que nadie pusiera en duda su lugar. Bajo su mandato, Viria debía avanzar y florecer, extender sus territorios más allá de las tierras conocidas, conseguir que la verdadera fe se extendiese por lugares todavía paganos, desarrollar la ciencia y traspasar los límites imaginables.

Iulius Solari era ambicioso. Quería que se lo recordara como el mejor presidente de todos los que había habido en la historia viriana. Sabía que desear ser Santo era osado y que iba contra los principios de humildad de San Milie, de modo que no aspiraba a tanto. Con que se lo considerase un hombre iluminado por Aión podía bastar.

Pero aquello no pasaría si era menos que brillante. Y no podía ser brillante si alguien decía cortar sus pensamientos con golpes en la puerta tan urgentes como los que sonaron entonces en su despacho.

Tenía ya preparado el ceño fruncido y una protesta en la punta de la lengua cuando el sirviente entró, apurado. Ni siquiera hizo ademán de apartar la pluma. No lo habría hecho, no habría dejado atrás ninguno de los documentos que tenía frente a sí, de no ser porque el criado habló más rápido:

—Señor presidente, disculpe la intromisión, pero se trata de su hija.

Aquello lo cambió todo. Iulius Solari podía tener ocho regiones bajo sus órdenes, la vida de millones de personas casi a sus pies, pero nada de ello valía nada si algo le pasaba a Aurora. Fue entonces cuando se puso en pie como el cuco de un reloj en hora punta y se permitió recordar por un instante que no sólo era presidente, sino también padre.

—¿Qué ha ocurrido?

El criado balbuceó. Iulius Solari le habría gritado por su incompetencia de no haber estado tan preocupado. Casi lo apartó de un empujón cuando salió de su despacho. Sus pasos sonaron a la carrera por toda la casa presidencial cuando se aventuró escaleras abajo.

En la entrada estaba el revuelo. Y allí, sobre una camilla que dos operarios cargaban con cuidado, su hija.

Lo primero que vio fue el vestido abrasado. Después, su rostro inconsciente, demasiado joven como para haber caído.

No preguntó cómo había ocurrido. No le interesaba. Ni siquiera pudo maldecir a los Santos por haberle castigado de esa manera después de toda una vida honrándolos.

Lo único que hizo fue exigir que los mejores médicos de Viria se presentasen de inmediato ante él, bajo pena de traición si alguno se atrevía a negarse.

El presidente estaba dispuesto a remover cielo y todas sus tierras, y las que no eran suyas también si era necesario, para salvar a su hija.

SViria

La habitación de Aurora Solari estaba casi vacía cuando León Lavalle entró en ella. Se le había avisado, junto a varios doctores más, de que se le necesitaba en la mansión presidencial y no había perdido ni un momento. Pese a que estaba cenando, había abandonado la mesa disculpándose con Via y había corrido a por su maletín. El carruaje había volado sobre los adoquines.

Por supuesto, Medici había llegado antes que él. Vio al viejo doctor del presidente antes que a la muchacha: el médico dejaba una jeringa sobre las manos de un sirviente que parecía a punto de desmayarse. Al lado de Medici, León se sintió demasiado joven, demasiado inexperto. Aunque había visto bastante en los seis años desde que había conseguido su licencia e incluso antes de eso, como aprendiz de un doctor en su pueblo natal, lo cierto era que había cosas para las que no se sentía preparado, por mucho que supiera la teoría tan bien como cualquiera de los presentes.

No hubo tiempo para cortesías. El doctor Lavalle pidió un informe de lo sucedido y del estado de la muchacha, y los allí congregados unieron esfuerzos para ayudarla. Las quemaduras eran lo bastante graves y hondas como para que no sintiera dolor. Aun así, la sedaron. El procedimiento no era fácil y, de todas formas, no toda la superficie quemada presentaba el mismo aspecto. En algunas zonas, la ropa se había adherido a su piel. En otras, ya no quedaba mucho más que carne y hueso.

El presidente Solari había pedido que, pasara lo que pasase, salvaran a su hija. Les había dicho que estaba dispuesto a darles cualquier cosa si la mantenían con vida, pero mientras quitaban el tejido perdido de sus piernas, León no pudo evitar preguntarse qué precio estaba dispuesto a pagar y en qué medida quería recobrar a su hija.

Cuando acabaron, eran cinco médicos en el cuarto. El ambiente estaba cargado y Aurora yacía sobre el lecho pálida como la sábana que cubría la mitad inferior de su cuerpo. La habían vendado con telas húmedas y frías. La mano que descansaba por encima de la manta también estaba envuelta: León se estaba encargando de ella. Parecía que había intentado apagar el fuego de su falda de aquella manera al principio, en un ataque de pánico.

Con la mano de Aurora todavía entre las suyas, el doctor Lavalle dio un respingo cuando la puerta se cerró a sus espaldas. Su concentración había impedido que se diera cuenta de que el resto, a excepción de Medici y Iulius Solari, el mismísimo presidente, habían salido de la estancia. Con cuidado, el doctor Lavalle soltó los dedos vendados de la joven Aurora y se levantó, haciendo una reverencia. Su intención era marcharse, pero el presidente lo detuvo antes de que pudiera disculparse.

—¿Cómo está? —Solari no se dirigía a su médico personal, sino a él, y León sintió que quería hacerse invisible.

—Viva —dijo, con la voz más neutra posible—. Pero muy grave. El resto del cuerpo se curará, aunque queden cicatrices. Pero las piernas…

El silencio llenó la estancia. León no quiso acabar el diagnóstico. No creía que hiciese falta, en realidad, pero el hombre ante él estaba acostumbrado a recibir los golpes con entereza tras escuchar todo lo que alguien tuviera que decir. Así que, al ver que la quietud se extendía en una muda petición de que terminase de hablar, León Lavalle decidió que aquel padre merecía saber la verdad de sus propios labios:

—Lo lamento, señor presidente, pero es probable que la señorita Solari no pueda volver a caminar.

Capítulo 4

22 de bost de 3704 d. G.

Kiteria, Gineyka

Lo que se dice de las personas, sea esto verdadero o falso, al final ocupa tanto lugar en su destino como lo que hacen. Eider Haizea lo sabía muy bien, porque llevaba una vida entera escuchando lo que se decía de todo el mundo a su alrededor. Sus oídos eran, al fin y al cabo, uno de los mejores recursos que tenía. Hay quien podría haber dicho que Eider era una persona observadora, de no haber sido algo así irónico: lo único que no podía hacer Eider era, de hecho, observar.

Por eso siempre escuchaba.

A lo largo de sus casi quince años, Eider había decidido que ver estaba sobrevalorado: la realidad que lo rodeaba se construía en torno a palabras y a sensaciones, al roce de sus dedos sobre lo tangible y a las imágenes de su mente sobre lo intocable. Nunca había conocido las formas exactas del mundo ni sus colores, pero a cambio había aprendido a construir todo aquello de mil maneras que podían superar lo que sólo se podía percibir con los ojos. Quizá por eso su mente era inquieta y siempre estaba trabajando. Por ejemplo, esa tarde, mientras su hermana Gadea se reía en medio de una conversación con su madre, su cabeza reconstruía a su manera un baile que de ningún modo podría haber visto, como tampoco lo habían visto su madre o su hermana.

Una vez más, sólo se preservaba lo que se decía, lo que se contaba; las palabras, no la imagen.

—Ohiana no daba crédito. Dijo que el pobre muchacho parecía un corderito.

Eider no necesitaba ver para saber que a su madre la historia de un joven asustado evitando su deber con la sociedad no le hacía tanta gracia como a su hermana.

—¿No fue a esa familia porque el primer hijo había resultado ser un muchacho cumplidor y efectivo? Cabría esperar la misma educación para todos.

—Aparentemente no todo se hereda, madre. Este colapsó ante la simple mención de ser adoptado.

Cuando Eider oyó cómo su madre chasqueaba la lengua, pudo imaginar que sacudía su cabeza. En ocasiones, cuando era más joven, le gustaba enredar los dedos en las trenzas de aquella mujer, las pocas veces que ella se lo permitía. Se imaginó que esas mismas trenzas se movían al ritmo de la decepción.

—La madre estará enfadada. Un lazo con los Logale les habría venido bien. Son una familia bien posicionada. Ohiana es de tus mejores compañeras.

—Por lo menos les queda su hija. Dicen que esa muchacha es un portento, en realidad.

—Está en nuestro equipo de investigación y desarrollo, ¿no es cierto?

Eider oyó a su hermana coger una pasta y mordisquearla.