EL TRONO VACANTE

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Den blä digters kone

Diseño de la cubierta: Stoltzedesign

Diseño de la colección: Pepe Far

Primera edición: marzo de 2019

Primera edición en e-book: julio de 2019

© Lone Theils, 2015

First published by Lindhardt & Ringhoff, Denmark

Published by arrangement with Nordin Agengy AB, Sweden

© de la traducción: Rodrigo Crespo, 2019

© de la presente edición: Edhasa, 2019

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4734-0

Producido en España

Capítulo 34

Kirsten le abrió la puerta. Señaló hacia el fondo del jardín. –Está sentado junto a su árbol. Ya sabe que ibas a venir. Con pasos pesados, caminó hacia la hundida silueta que se dibujaba en aquel crepúsculo rosado.

Él casi se encogió cuando la vio. Parecía haberse vuelto más pequeño. Como si todo en él se hubiera derrumbado.

–Nora –dijo únicamente.

Ella lo abrazó. Donde antes había habido un cuerpo nervudo dispuesto a luchar, ahora solo había piel y huesos que no sabían muy bien cómo conectar entre sí.

–Lo hice todo por ella. Para que tuviera una vida segura. Fue todo por ella –dijo.

No había nada que Nora pudiera decir. Se sentó en el árbol frente a Manash. Estuvieron en silencio durante mucho tiempo.

–Murió con una sonrisa. Al final no tenía miedo –dijo Nora.

Manash sollozó y miró hacia los campos.

–Habría dado mi vida por ella. Habría dado mi vida por apretar su mano. Solo por última vez.

–Manash, sé que no es asunto mío, pero ¿qué le dijiste?

Él sonrió tristemente, sin apartar la vista del horizonte.

–Recité el primer poema de amor que le escribí. Ella tenía diecisiete años cuando la conocí: era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Sigue siéndolo.

Nora se metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsita que le había dado la enfermera de Amina. Contenía un pendiente con piedras azules. Se lo entregó a Manash, que lo recibió sin decir una palabra. Se limitó a apretarlo con fuerza.

Finalmente, se volvió hacia Nora:

–Enciende la grabadora. Tendrás tu entrevista.

LA MUJER DEL POETA AZUL

Capitulos 1

Era un trabajo arduo, pero merecía la pena. Nora estaba inclinada sobre una cesta de rebozuelos y buscaba con cuidado los pequeños, los más sabrosos, los que tenían una forma perfecta de trompetilla.

Satisfecha al fin con su cosecha, se acercó al tendero con una bolsita de papel marrón. Tras haber colocado la bolsa en la báscula, se preparó para pagar una suma considerable a cambio.

Sonrió a Andreas, que estaba dando los últimos bocados a uno de los legendarios sándwiches de chorizo de Borough Market. Todos se parecía bastante a una perfecta mañana de sábado. Un mes después, seguía pareciéndole increíble que con tan solo estirar el brazo pudiese tocar a un hombre que le había estado tan prohibido. Prohibido porque antes él estaba con otra. Porque ella no se había atrevido. Porque hubo malentendidos entre ellos. Porque quizá los hubo durante años..., hasta que un día los diques saltaron por los aires.

Estaba a punto de acercarse cuando el teléfono de Andreas sonó. Él le dirigió una sonrisa de disculpa, le guiñó el ojo y sacó el móvil del bolsillo de su americana. Mientras Nora pagaba, pudo ver que la cara de Andreas cambiaba: se puso serio y se alejó de la frutería. Caminó hacia la plaza dándole la espalda. Notó que sus hombros se hundían, como si hubiese recibido un golpe. Apenas tuvo tiempo de prepararse para las malas noticias cuando su propio móvil le vibró en el fondo del bolso.

Era el número del Cangrejo. Se planteó no contestar. Cuando su jefe llamaba en fin de semana, podías dar por seguro que te liaría antes de que pudieses decir: «El caso es que tenía planes para...». Así era colaborar con el Globalt como corresponsal en Londres. Le gustaba trabajar para aquella revista internacional, que, en su opinión, era el mejor semanario de actualidad de toda Dinamarca. Pero no siempre le gustaba el Cangrejo y su incapacidad para distinguir el tiempo de trabajo del tiempo libre. En ese sentido, Nora solo conocía a otra persona peor: ella misma.

Como solía, fue directo al grano.

–Sand, ¿qué sabes del poeta iraní Manash Ishmail? –preguntó, sin ni siquiera un saludo de cortesía.

Nora pensó que era una pregunta retórica, pero cuando el Cangrejo, por una vez, no se respondió a sí mismo con una disertación, rebuscó la información en su mente.

–Es uno de los poetas más destacados de Irán. Y crítico con el sistema. Llegó a Dinamarca hace un mes. El Gobierno iraní ha exigido su extradición por actividades terroristas. Amenaza con no vender más petróleo, ni a Dinamarca ni al resto de la Unión Europa, si Dinamarca no lo entrega para que lo juzguen en su país. Las exportaciones de feta penden de un hilo. Por su parte, él ha pedido asilo en Dinamarca. Dice que es un refugiado político. Asegura que corre el riesgo de que lo sentencien a muerte si lo entregan a Irán. Con su primera colección de poesía, Alma azul, su nombre ya sonó para el Nobel –dijo Nora, recordando los titulares de las últimas semanas–. Por cierto, no he leído ninguno de sus poemas.

–¿Alguna vez lo has visto o entrevistado?

–No –dijo Nora, sorprendida–. No es mi campo, por así decirlo.

–Sin embargo, ha preguntado por ti.

–¿Quién?

–Ishmail. Ha preguntado por ti.

–¿Cómo?

–Viola Ponte ha intentado entrevistarlo prácticamente desde que puso un pie en Dinamarca. Pero él se ha negado de forma sistemática. No concede entrevistas a nadie –dijo el Cangrejo.

Viola Ponte era la redactora de la sección de cultura de Globalt.

–Vale. Bien –respondió Nora, mientras intentaba averiguar hacia dónde les llevaría aquella conversación.

–Hasta ayer por la tarde –continuó el Cangrejo–. De repente, aceptó. Eso sí, con una condición: que seas tú quien lo entreviste.

Por una vez, Nora se quedó muda. Se balanceó con las bolsas de pescado y cantarelas en una mano y el móvil en la otra. Con la mirada, buscó a Andreas entre la multitud. No lo vio por ninguna parte.

–¿Estás ahí? –preguntó el Cangrejo al otro lado de la línea telefónica.

–Sí. Aquí estoy. Pero no sé qué decir... No entiendo por qué tengo que ser yo –respondió ella, distraída mientras seguía buscando a Andreas.

Allí. Vio un destello de su cabeza rubia cerca del café de la esquina, pero no pudo ver su rostro. Luego se obligó a concentrarse en el teléfono móvil.

–Esperaba que me pudieses aclarar por qué insiste en que seas tú –dijo el Cangrejo, algo ofendido–. ¿Alguno de tus artículos recientes ha tratado algo sobre Irán? ¿Sobre poesía? ¿Acerca de cualquier otro tema que pueda ser relevante?

Nora negó con la cabeza. Aunque, claro, el Cangrejo no podía verla.

–No. De verdad que no sé por qué puede ser.

–Yo tampoco. Le he pedido a Emily que vuelva a comprobar los archivos. Si ella no encuentra nada, apaga y vámonos –dijo.

Emily era la archivera, bibliotecaria e indispensable superinvestigadora de Globalt. Toda una institución.

–En fin, Sand, creo que deberías venir y averiguar de qué va esto. Se lo debes a este hombre. Y a mí. Ponte estaba fu-rio-sa. Ya le había dado la historia a Victor para escribir un reportaje conmovedor. Y aparece Ishmail y se descuelga con que tienes que ser tú. Te aseguro que no fue la reunión más tranquila de la historia.

Nora suspiró.

–Vale, ¿el lunes?

El Cangrejo respondió con ambigüedad.

–Que así sea. No podemos perder la historia. Aunque, seguramente, no hablará con ningún otro si le garantizamos que tú te encargas –dijo, dispuesto a dar por finalizada la conversación–. Bueno, oye, que mi partido de golf no se juega solito. Que tengas un buen fin de semana.

Nora llamó inmediatamente a Anette a la redacción y le pidió que le reservase un billete para volar a casa. Ahora tenía que decirle a Andreas que sus planes de pasar el fin de semana abrazados cambiarían algo. Tenía que tomar un vuelo el domingo por la mañana. La entrevista sería el lunes por la mañana.

Miró hacia el café, donde Andreas había pedido uno de los famosos expresos Monmouth. Los ciudadanos londinenses amantes del café solían hacer cola por uno. Sin embargo, vio que Andreas estaba de pie, como en trance, con el vasito de papel ante él.

Estaba claro que no era la única que había recibido noticias desagradables. Se dirigió hacia él esperando que la viese. Sin embargo, él tenía la mirada perdida en la multitud que recorría el mercado. No la miró hasta que ella lo tomó suavemente del brazo.

–Andreas, ¿qué pasa? –le preguntó.

El hombre miró hacia el suelo, luego hacia un lado. Por fin fijó la mirada en un punto justo por encima de su hombro izquierdo.

–Está embarazada.

–¿Birgitte? ¿Birgitte está embarazada?

La voz de Nora subió en un falsete.

Andreas asintió.

–¿Qué? –dijo Nora, intentando entender qué ocurría.

¿Cómo podía ser? Hacía un momento vivía en una espumosa felicidad junto al mejor hombre que había conocido en su vida. Sin embargo, de repente, allí estaba, en mitad de Borough Market, con una maldita bolsa de pescado en el hombro, mientras su ex, que vivía en otro país, les destrozaba la vida con una simple llamada de teléfono.

–Está de trece semanas. Lo tendrá. Ha esperado a decírmelo hasta que fuese demasiado tarde para abortar. Y ha dejado bien claro que espera una participación total y completa por mi parte. Esas han sido sus palabras –dijo Andreas con voz plana.

–¿Y qué vas a hacer? –le preguntó.

Él se encogió de hombros.

–No lo sé. De verdad que no lo sé.

Como en un océano, el silencio se cernió entre ellos. Fueron como dos islitas de infelicidad. De repente, cada uno muy lejos del otro.

–Joder, Nora. No lo sé, pero no me queda más remedio que ir a casa. Averiguar qué coño pasa. En fin. No lo sé...

En la lejanía, Nora oyó la bolsa de pescado golpeando contra el suelo. Como si sucediera a una gran distancia, la bolsita marrón con las chantarelas siguió el mismo camino y se rompió, esparciendo por el suelo aquellas doradas trompetillas, que acabaron aplastadas por los transeúntes: unos formales zapatos de caballero, unas botas de montaña, unas sandalias de mujer.

Por fin encontró fuerzas para volverse.

–Entonces será mejor que lo averigües –balbució, antes de alejarse de Borough Market y de Andreas.

No miró hacia atrás. Sabía que él se quedaría allí. Con los brazos caídos y una mirada triste. Con el labio inferior ligeramente hacia abajo. Con la mueca que solía poner cuando dudaba.

* * *

No sabía cuánto tiempo llevaba caminando al lado del río. Quizás una hora. Por fin entró en el metro y tomó la Northern Line hacia Hampstead. Ascendió con esfuerzo la colina y llamó a la puerta de Pete.

–¿Me he liado? ¿No era yo el que iba a ir a cenar a tu casa? –preguntó antes de ver la expresión de su rostro–. Querida –dijo sin más, y la abrazó.

Solo entonces ella dejó escapar un leve llanto.

–No deberías ser tú quien me consolase. –Nora gimió.

Desde que Pete volvió de un reportaje fotográfico en Camboya con una escala en su tierra, Melbourne, había estado reservado y deprimido. El amor de su vida, Caroline, se había ido con un cirujano y ahora esperaba un hijo. Pete lo sabía antes de decidirse a visitarla, pero verla con una barriga de seis meses fue como una bofetada de la realidad. Nora había tenido que sacarle la historia. Lenta y dolorosamente, palabra a palabra, como se extraen de un dedo las espinas, con unas pinzas.

Había reunido fuerzas para llamar a Caroline, que había accedido a reunirse con él en un café del malecón de Santa Kilda. Se habían sentado en su antiguo local a contemplar el agua, mientras, fuera, los turistas patinaban torpemente o con estilo.

Ella le habló claro. Pidió un pastel Mississippi Mudslide: últimamente, siempre estaba hambrienta. El volumen de su barriga era tan grande que Pete se sintió obligado a preguntarle cuánto le quedaba. Tres meses, había respondido ella amablemente.

Le preguntó si era feliz con Ryan. Feliz con el hombre que había conocido en su trabajo menos de tres meses después de haber dejado a Pete y volver a Australia desde Londres. Feliz con el hombre que, según le explicó, «bajo ninguna circunstancia» debía saber que estaba bebiendo café junto a la playa con su ex mientras él asistía a una conferencia médica en Perth.

Sí. Caroline no solo era feliz. Era sumamente feliz.

Pero no había mirado a Pete mientras respondía. Observaba el mar y el sol que se ocultaba.

–Pero –dijo Nora cuando él le contó la historia en un Starbucks, cada uno con su café latte–, ¿le dijiste que todavía la querías?

Pete negó con la cabeza con vehemencia.

–Sinceramente. No tenía sentido decirle nada –contestó vaciando su taza.

Nora había pensado emparejarlo con alguna de sus colegas solteras, pero Pete todavía estaba de duelo; cualquier mujer que intentase comprometerse con aquel encantador fotógrafo de cabello oscuro ensortijado y ojos verdes sería un mero parche. Pete no estaba preparado para iniciar una relación. Había vuelto a la música de su juventud y se había embarcado en un Cure-trip que aún no había dado resultados. Cuando iba a cualquier reportaje fotográfico, Nora esperaba encontrárselo vestido de negro, con sombra de ojos y el pelo alborotado, en consonancia con el dolor que se veía en su rostro.

Sin embargo, resulta que ahora era él quien cuidaba de Nora. Fue a por comida tailandesa y sacó cervezas frías del frigorífico. La dejó que se tumbase en el sofá a dormir con el Inspector Barnaby y media porción de Pad Thai sin tocar.

Ella se sentía incapaz de hablarle de lo que sucedía. Ni ella misma lo entendía. Por su parte, Pete procedía de una larga tradición austral de solo hacer preguntas cuando se les pide.

Hasta la mañana siguiente no pudo reunir fuerzas para regresar a su apartamento de Belsize Park e intentar resolver ese lío con Andreas.

* * *

En cuanto entró por la puerta, vio que sus cosas no estaban. No es que tuviese muchas: un cepillo de dientes, un par de camisetas por si se quedaba a pasar la noche con ella y no volvía a su pequeño apartamento en Battersea (últimamente, había pasado con frecuencia); el último CD de Coldplay; una maquinilla Gillette; un libro enorme sobre el ascenso de Al Qaeda. Todo había desaparecido.

En la mesa de la cocina, vio una nota:

Tengo que averiguar qué pasa. Vuelvo a casa a hablar con ella. Me habría gustado que hubieses estado aquí. Nos vemos.

Comprobó su móvil. No había llamado ni había dejado mensaje alguno. Tiró las llaves en la bandeja de la cocina y sacó su propia maleta. Tenía que darse prisa.

Capitulos 2

El domingo por la tarde recogió un coche de alquiler en el aparcamiento de Kastrup y se dirigió a la parcela que su hermano David tenía en Amager. No se sentía con fuerzas para ir a casa de su padre en Bagsværd. Aunque era un poco despistado, aquel viejo profesor de historia no tardaría en darse cuenta de que algo iba mal. Y no estaba lista para una charla así con su padre. Apenas le había hablado de Andreas.

Contempló la ciudad a través del parabrisas. Allí, en Frederiksberg, vivía Birgitte «la Policía»*. Aquella mujer había vivido con Andreas durante casi dos años, antes de que él viajara a Londres para cursar un curso antiterrorista de nueve meses y aprovechase la ocasión para visitar a una antigua compañera de instituto: Nora.

Quizá Birgitte se había dado cuenta de que ocurría algo..., tal vez de que Andreas siempre había estado enamorado de Nora. En cualquier caso, reaccionó pidiéndole que volviese un fin de semana y le planteó un ultimátum: quería casarse.

Nora solo conocía pequeños retazos de la historia. Cada vez que Andreas había querido hablarle al respecto, había tenido que reprimir sus impulsos de taparse los oídos y cantar «habla chucho que no te escucho». No quería saber nada de su vida juntos: cómo se habían enamorado; por qué no funcionó.

Lo único que le importaba es que ahora él estaba a su lado, aunque lo suyo fuera tan frágil y reciente como los pequeños brotes de Crocus que asoman temerosos en las praderas cuando llega marzo.

Pero ¿realmente estaba con ella?

Aparcó junto al grupo de parcelas y buscó a Andreas en la lista de contactos. Observó una foto que le había tomado en la terraza de un café en la que se habían sentado un día de sol, a tomar un café con hielo y a hablar de la importancia de los haikus, del Tour de Francia y de la buena mozzarella. Era una de esas conversaciones típicas entre ellos dos, que saltaban de un tema a otro.

Luego lo llamó.

Él no contestó y Nora no le dejó ningún mensaje.

Al poco, estaba metiendo la maleta en la parcela. Cogió la llave de la casita del lugar donde solía estar: bajo el caballete del tejadillo, detrás del cuarto poste por la izquierda. Eso quería decir que David estaba en su apartamento. Se sintió aliviada y un poco culpable porque solo tenía ganas de estar sola. De nada más.

Nora sacó una botella de tinto del armario, la descorchó y se lo sirvió en un viejo vaso que tenía dibujado un Tintín sobre un camello. Recordaba haberlo comprado en un supermercado belga. Luego se quitó las sandalias y salió al jardín con los pies desnudos. Sintió el rocío de la hierba bajo los dedos. Se sentó bajo el ciruelo y pensó en aquella tarde, muchos años atrás, cuando había estado con Andreas en otro jardín. Después de muchos años de amistad en el instituto, él le había declarado su amor. Ella le respondió marchándose de interraíl durante un mes y no volviendo a hablar de ello.

Sacó la botella de la cocina, su Mac de la bolsa y lo abrió. Al cabo de veinte segundos, reconoció la red wifi de la parcela y la clave de David: «PaeOn» seguida del número Pi con cinco decimales.

Comenzó en la Wikipedia. De forma breve y rápida la informó de que Manash Ishmail tenía treinta y ocho años; había nacido en Zanjan; era el más joven de los hijos de un profesor de inglés. Estaba casado con Amina desde hacía quince años. La pareja no tenía hijos. Se sorprendió al leer que era abogado de formación. Además, había trabajado como funcionario en el Ministerio de Recursos Hídricos de Irán, antes de dedicarse a la poesía.

La Wikipedia tenía un enlace a un artículo de The Daily Telegraph sobre la irrupción de Ishmail en el mundo de la literatura. El periodista describía cómo su orgulloso padre le había mostrado los poemas de su hijo a un compañero británico que volvía a Gran Bretaña después de un intercambio. Su colega se había mostrado tan entusiasmado que tradujo los poemas al inglés y los envió a un amigo editor. Llegaron a manos de la estrella de pop británica Malinka. Cuando este interpretó uno de los más sentidos poemas de amor de Manash Ishmail con su voz frágil y una guitarra acústica, el autor iraní se convirtió en una personalidad en cuestión de medio segundo.

Su colección de poemas azules estuvo en la lista de libros más vendidos del Sunday Times. Agentes de Estados Unidos, Francia e Italia hacían cola para obtener los derechos de edición de sus textos. Entonces llegó el reconocimiento definitivo: el premio Nobel. Quizá para otros escritores habría sido una suerte, pero para Ishmail fue el primer capítulo de su tragedia personal. De pronto, aquel funcionario anónimo llamó la atención de su Gobierno. Un celoso oficial de la inteligencia iraní, la VEVAK, leyó con detalle la colección de poemas y creyó que en la penúltima página podía haber un poema que tal vez fuera una crítica velada al régimen de los ayatolás.

Primero vino el despido. Sin más explicaciones. Tres días después, Manash Ishmail se encontraba en la tristemente célebre prisión de Evin, en Teherán.

El PEN Club se involucró en el caso. Después de tres semanas de una fuerte presión internacional, salió de prisión con una serie de lesiones. El régimen del que hasta entonces, en realidad, no había tenido ninguna opinión clara pasó a ser centro de su desprecio.

Nora siguió rebuscando en la Red. Sin embargo, lo que encontró no fueron más que versiones más o menos originales de lo que había escrito aquel diario británico. En vano trató de encontrar alguna entrevista con el autor: Manash Ishmail no concedía entrevistas. A través de su agente británico hacía saber, con suma amabilidad, que se sentía honrado por el interés, pero que creía que su poesía decía todo lo que tenía en el corazón.

Nora dio un profundo sorbo del vaso y se sirvió un poquitín más. El color rosado del atardecer veraniego se había extendido sobre el pequeño cuadrado de césped. Los pies comenzaron a enfriársele.

Descargó algunos fragmentos de la colección de poemas de Manash en su traducción inglesa. Enseguida la envolvió aquella nostalgia persa que flotaba en tonos azules y melancólicos.

Supuso que era por la hora, por la falta de sueño, por el frío o por cualquier otra cosa. En todo caso, fuera como fuera, las palabras parecieron serpentear por sus venas hasta llegarle a los ojos, vidriosos tras leer sobre la nostalgia y la soledad que se redimen cuando uno encuentra a su verdadera gemela y el amor vuela hacia la eternidad.

Se quedó sentada un rato mirando la oscuridad. Pensó en Andreas. ¿Dónde estaría? ¿Qué estaría haciendo?

Finalmente salió de la página, buscó en el ordenador el centro de acogida y se envió por e-mail la ruta hasta allí.

Luego sacó del armario una vieja manta, se acomodó en el estrecho sofá verde con uno de los números que tenía David de Ciencia Ilustrada. Esperaba que un artículo de fondo sobre los misterios de la Vía Láctea hiciera que le entrara sueño más rápidamente.

No fue así.

Capitulos 3

Aquel lunes por la mañana, el tráfico era fluido. Así pues, tras hora y media de viaje, llegó a Humlegården, en las afueras de Slagelse. En su día debió de haber sido una elegante hacienda. Hoy era un lugar donde reunir a un grupo de personas para que no molesten a la población en general con su presencia en las calles. Además, así se evitaban que más gente votara a la extrema derecha. Tras haber cubierto la guerra de los Balcanes, podía sentir cómo se le erizaba el pelo cada vez que oía la expresión «refugiados por conveniencia». Había visto a personas huir de la guerra en la más extrema necesidad; arrancar las raíces de su vida; dejar en manos de soldados con antorchas la casa en la que ha vivido su familia durante décadas; correr con los pies desnudos por las montañas para salvar su vida, a sus hijos, a sus ancianos padres... Y después de eso, llegaban a una frontera donde un funcionario ni siquiera les miraba a los ojos. Nora nunca había visto nada «conveniente» en ser refugiado.

Aparcó el coche en una plaza de grava ante un letrero que indicaba que allí había un centro de acogida de la Cruz Roja. Sacó el móvil y un papelito con el número que el Cangrejo le había dado. Respondieron después de dos tonos.

–Kirsten –respondió una voz tranquila.

–Soy Nora Sand. Vengo a visitar a Manash...

–Sí. Te estábamos esperando. Él te estaba esperando. Dame dos segundos. Enseguida salgo a buscarte.

Nora bajó del coche y se estiró. Había pasado una noche espantosa. Recogió el bolso y cerró el auto. No tenía ni idea de por qué aquel escritor tan famoso había de hablar precisamente con ella. Antes de poder seguir pensando en ello, apareció una mujer rubia que le tendió la mano.

–Kirsten Isager –dijo.

Nora se presentó.

La mujer sonrió.

–Estamos muy orgullosos de tener un poeta tan importante en el centro –dijo.

Caminaron por un sendero de baldosas que conducía hasta una alta valla metálica con una puerta. Kirsten sacó una llave y abrió.

–Máxima seguridad –señaló Nora.

–Sí –respondió Kirsten–. Y muchas veces no sé si es por los que están dentro o por los que están fuera –dijo, y con el pulgar hizo un gesto por encima del hombro.

Cruzaron el patio. Kirsten señaló el edificio principal: ruinoso y blanco. Nora pensó que no debía de haber visto una brocha desde el cambio de siglo.

–Allí está sobre todo la Administración. Y también tenemos habitaciones para mujeres con niños pequeños que requieren una atención especial.

–¿Cuántas personas hay ahora?

–Bueno, tenemos una capacidad de hasta ochenta y cinco adultos y veinte niños. Pero, en realidad, somos noventa y dos adultos y veinticinco niños. Nuestros residentes llegan sobre todo de zonas de guerra; con frecuencia, con profundos traumas. Pero, ¡oye!, debemos ir con cuidado para que no estén demasiado bien. El Gobierno lo dice claramente. Si no, tal vez les apetecería quedarse aquí, a salvo –dijo Kirsten, que apenas disimuló la amargura en su voz. –Tras un momento, añadió–: Lo digo off the record. Es solo para que quede claro.

Nora asintió con amabilidad mientras Kirsten la conducía a través del edificio principal hasta lo que en su día debía de haber sido un patio trasero. Allí se habían levantado ocho feas cajas blancas que recordaban a las casetas de obras. Se había hecho tanto hincapié en la funcionalidad y en la provisionalidad que Nora no recordaba haber visto tal espanto estético desde que visitó una plataforma perforadora al este de Aberdeen.

–¿Cuánto tiempo lleva aquí Ishmail? –preguntó Nora.

–Dos semanas. Pero ha estado tan deprimido que hasta ahora no nos ha parecido que estuviera en condiciones de hablar con nadie. Ha preguntado por ti. ¿Tienes idea de por qué? –preguntó Kirsten antes de retomar su papel de guía.

–Las mujeres duermen en este lado –continuó Kirsten–. Los hombres, en el otro. Tenemos también algunas unidades familiares, pero siempre están ocupadas.

A medida que se acercaban, Nora pudo ver a un pequeño grupo de hombres sentados a las puertas de uno de los barracones blancos, hablando en tono apagado. Prácticamente, todos iban en chándal. Manash Ishmail no estaba entre ellos. El olor a cebolla frita se extendía desde una ventana. Nora sintió un ronroneo en el estómago. En un hueco entre dos barracones vio a unas mujeres desbrozando la tierra. Había jóvenes y no tan jóvenes. Su mente voló hasta un día de verano en los Balcanes, a la sonrisa de una abuela casi desdentada, con una falda de un intenso azul oscuro y un pañuelo en la cabeza.

–Son proyectos para cultivar la tierra. Les dan un suplemento para su dieta y las mantienen ocupadas con un trabajo útil mientras esperan la decisión. Lo más importante es que trabajar la tierra y ver brotar las plantas ayuda al alma –dijo Kirsten antes de detenerse ante el penúltimo barracón y llamar a la puerta.

Un hombre de unos sesenta años con una gran barba abrió la puerta y las miró con unos ojos marrones que parecían acabar de llorar.

–Hola, Sanjit. Venimos a ver a Manash –dijo Kirsten.

El hombre se apartó sin decir una palabra y las hizo entrar a una pequeña cocina donde estaba friendo cebolla. Sobre una mesa había un pimiento verde cortado en dados. Sentado ante una inestable mesita de camping vieron a un hombre picando tomates. Cuando levantó la vista, Nora lo reconoció al instante por las fotografías. Los ojos de un intenso azul oscuro bajo un flequillo revuelto, los labios curvados como si intentasen sacar algo parecido a una sonrisa que nunca llegaba a la mirada. La tristeza colgaba como una cortina que amortiguase la luz del exterior.

Sacó un pañuelo del bolsillo de unos desgastados pantalones que habían sido oscuros y que ahora parecían recién planchados, se secó las manos y le tendió una a Nora.

–¿Nora Sand?

–Sí –respondió Nora, que le estrechó la mano.

–La he estado esperando –dijo Manash Ishmail secamente, pero con cortesía, en un inglés que parecía aprendido en viejos libros polvorientos.

–Tenemos cosas importantes de las que hablar, pero comamos primero. Ha llegado justo a la hora del almuerzo. –Lo dijo en un tono que no invitaba a contradecirle. Le señaló con el brazo una silla de tijera en el otro extremo de la mesa–. Sanjit es vegetariano, así que habrá tortilla. ¿Le importa?

–Claro que no –replicó Nora, sonriente.

Desde la lejanía, su estómago cantó un aleluya ante la posibilidad de que le llevaran algo sólido.

El silencioso Sanjit echó los pimientos en la sartén y dejó que se reblandecieran y endulzaran en el aceite. Añadió los tomates, que se hicieron a fuego lento mientras batía un cartón de huevos en un bol y los mezclaba con un manojo de hojas de menta picadas y con feta desmenuzado. Olía de maravilla.

Cogieron tres platos y salieron a comer. Se sentaron en la escalera de metal que había ante la puerta. Un gato gris oscuro se restregó en la pierna de Nora. Nunca le habían hecho demasiada gracia los gatos. Quizá su indiferencia provocaba que aquellos animales siempre se le acercaran. De niños, David solía llamar a un gatito para acariciarlo, pero este prefería acercarse a Nora y dejarle la ropa perdidita de pelos.

Ausente, acarició al gato tras las orejas mientras observaba a Manash. Estaba más delgado que en la fotografía del Daily Telegraph. La camisa blanca le venía holgada. La prisión, las torturas... Pero había mucho más. Sus hombros estaban tensos, como si estuviera en constante estado de alerta. Era alguien que soportaba una gran pena. Que estaba atormentado. Esa era la palabra.

Era mejor no hablar enseguida del artículo, así que hablaron del jardín. De la época de la recolección y del tiempo. Sanjit seguía en silencio. Cuando los platos estuvieron vacíos, entró un par de minutos y regresó con unos vasitos curvos llenos con un dulce café de cardamomo. Nora sintió cómo la cafeína y el azúcar se esparcían por sus células de tal forma que dudó de que pudiera conciliar el sueño de nuevo.

Manash vacío su vaso y se volvió hacia ella:

–Ven, bajemos al jardín –dijo.

La condujo por delante de las mujeres que estaban trabajando y de unas matas de cardos hasta llegar a un viejo roble tumbado. Trepó a dos ramas como si estuviera acostumbrado y se acomodó en el tronco. Luego le dio la mano a Nora y la ayudó a subir para que se sentara por encima de él.

–Vengo aquí cada tarde –le explicó–. Veo cómo se pone el sol y pienso en Amina.

Llevaba muchos años casado con ella. Nora se fijó en cómo se le movía el labio inferior al decir su nombre.

–¿No está contigo? –preguntó Nora, sorprendida. Había supuesto que estarían juntos en todo. Apenas había leído unos de sus poemas de amor de Manash, pero le bastaba para imaginarse cómo debía de añorarla.

Él negó con la cabeza y luchó por dominarse y controlar su voz. Nora buscó el iPhone en su bolso para conectar la grabadora y comenzar la entrevista. Sin embargo, en ese mismo momento, él se le acercó y le cogió con violencia ambas manos. Era un gesto muy natural en Oriente Medio, donde todo, desde el calor a la sequía y la sed, es intenso. La miró a los ojos.

–Nora Sand, te he llamado porque tienes que ayudarme.

–Sí, bueno. Desde luego, te ayudaré contando tu historia. Solo déjame que...

–Olvídate de mi historia. Mi historia es irrelevante, pero la tendrás, si eso puede ayudar. Te he llamado porque puedes ayudarme a encontrar a mi esposa. Mi querida Amina.

Nora se agachó y lo miró. Estaba muy serio:

–¿Y por qué yo? ¿Cómo crees que puedo ayudarte? –le preguntó, vacilante.

Y entonces le contó la historia. Cómo habían huido de Irán. Cómo los traficantes de personas en Estambul, a pesar de sus protestas vehementes, habían insistido en llevar a cada uno en camiones diferentes para evitar que los encontrasen. La idea era llegar juntos hasta Londres, donde su editor británico había prometido ayudarlos a encontrar un alojamiento.

En Holanda, detuvieron el camión donde Manash viajaba escondido. Él consiguió escapar a la carrera y se escondió en un bosque junto con otros tres hombres que iban en el mismo vehículo. Se separaron. Fue una suerte que la policía solo dispusiera de un único perro. En un área de servicio, se coló en el primer camión en el que pudo. Durante dos días, sobrevivió a base de manzanas congeladas. Finalmente, llegó, desorientado y exhausto, a un aparcamiento del supermercado Netto de Padborg. Allí lo detuvo la policía de fronteras. Lo enviaron al centro de acogida de Slagelse.

–Cuando pude volver a cargar el móvil, tenía en el contestador un mensaje suyo diciéndome que había llegado bien. Estaba en Leicester e iba a salir hacia Londres. De eso habían pasado tres días. Desde entonces, parece que la tierra se la hubiese tragado. La he llamado cientos de veces, pero el teléfono está... muerto.

Nora frunció el ceño.

–¿Con quién has contactado?

–He intentado hablar con mi editor en Londres, porque habíamos acordado que ayudaría a Amina, pero no me contesta. Kirsten ha contactado con las autoridades de inmigración a través de la Cruz Roja. No tienen registrada a Amina Ishmail en ningún centro de acogida. No existe, dicen. –Su voz estuvo a punto de quebrarse.

–¿Quién es tu editor? ¿Quieres que hable con él? –propuso Nora.

–Tom Craven. De Brown & Barley.

–¿Y estás seguro de que ella llegó?

–Sí. No me mentiría. Nunca –dijo Manash con vehemencia.

–Pero ¿pueden haberla obligado?

–¿Por qué?

Nora se encogió de hombros.

–Es una posibilidad. Solo digo eso.

Manash habló en voz un poco más queda, como si tan solo mencionar a las autoridades fuera peligroso.

–He intentado dar con su hermano, su único pariente vivo. Además, he utilizado todos mis contactos en mi país. Nadie la ha visto en Teherán. Si el Gobierno la tuviese, la habrían utilizado contra mí, para presionarme. Me habrían obligado a regresar a casa para buscarla. No, no tiene ningún sentido. No he sabido nada más –dijo con pena.

–Pero ¿qué se supone que puedo hacer yo?

–Te encontré cuando vuestra redactora cultural se puso en contacto conmigo para entrevistarme. Ojeé la revista y vi que teníais una corresponsal en Londres: tú. –Suspiró–. Ojalá pudiera ir contigo a Londres y encontrarla. Tiene que estar en algún lugar. Pero me han quitado el pasaporte. No me dejan ir a Londres a buscar a mi propia mujer. Lo llaman «medidas motivacionales» –dijo con tristeza.

Miró hacia los campos y luego volvió a fijar su mirada en Nora.

–Tendrás de mí lo que quieres. Podrás entrevistarme durante horas, te contaré lo que quieras saber. Será la única entrevista que conceda en toda mi vida. Puedes traer un fotógrafo y tomar todas las fotos que quieras. Solo tienes que encontrarme a Amina –insistió.

Sacó del bolsillo una billetera y le entregó una foto descolorida de tonos anaranjados.

–Nuestra foto de boda. Una de las pocas cosas que pude llevarme. –Señaló la cara de Amina–. ¿Ves sus pendientes? –Nora entrecerró los ojos: parecían caros y con hermosas piedras azules–. Fueron mi regalo de boda. Me costaron el sueldo de dos semanas, pero ella los merecía. Desde el día de nuestra boda, siempre los ha llevado. –Estaba a punto de derramar una lágrima–. Nora Sand, tienes que encontrarla. No puedo vivir sin ella.

Capitulos 4

Nora acababa de entrar en el coche cuando en su bolso sonó el repiqueteo del Big Ben. –¿Cómo ha ido? ¿Tenemos ya la entrevista? ¿Podemos contar con ella para la próxima semana? –preguntó el Cangrejo en cuanto se colocó el móvil en la oreja.

–Es un poquitín complicado. Está tarde paso por allí –le prometió Nora.

–Bueno –dijo el Cangrejo con su tono más decepcionado–. ¿Llegarás a la reunión de la redacción de las tres? Así podrías explicarle a Viola cómo están las cosas. Sé que está muy interesada en saber cómo van..., teniendo en cuenta que no puede enviar a Victor.

Nora suspiró.

–Sí. Creo que me dará tiempo.

Lanzó el teléfono en el asiento delantero, puso rumbo hacia Copenhague y sintonizó una emisora en la que un presentador y una presentadora competían por ver quién sonaba más eufórico entre diversas y alegres canciones pop. Entró en la autopista con piloto automático. Las voces flotaron de fondo mientras se preguntaba cómo podía abordar el caso. ¿Cómo encontrar a una persona que no está?

Eran las tres menos diez cuando giró ante las oficinas de Globalt. Como de costumbre, las tres únicas plazas de aparcamiento estaban ocupadas. Maldijo, torció en la esquina y echó dinero en el parquímetro, esperando que, por una vez, la reunión fuese breve.

Subió las escaleras a la carrera. El sudor le corría entre los omóplatos tras tanto tiempo pegada al asiento del coche.

En la recepción, Anette la recibió con una gran sonrisa. Nora a veces pensaba que tenía reservado ese gesto para los corresponsales de la casa, que, a diferencia del resto de la oficina, casi nunca abusaban de su tiempo y su infinita paciencia. Simplemente porque rara vez aparecían por allí.

–Ya están entrando –cuchicheó teatralmente Anette en voz alta, señalando hacia atrás con el pulgar a la estrecha sala de juntas–. Pero mírate antes en el espejo –añadió.

Nora entró en el pequeño cuarto de baño de la redacción. La larga trenza de cabello negro se había deshecho en varios puntos; el rímel parecía un carboncillo borroneado en un boceto desechado. Lo arregló como pudo con una servilleta y se recogió el pelo en un moño. Alisó la camisa blanca y se echó un poco de agua fría por la cara.

Cuando salió, Anette le hizo un breve gesto de aprobación.

–Ahora ya casi pareces una periodista.

Viola Ponte estaba sentada a la ovalada mesa Piet Hein que había comprado un antiguo redactor jefe, en los años dorados de la industria de los medios de comunicación, cuando los ingresos de publicidad parecían no tener fin y nadie imaginaba que la venta de revistas no siguiese creciendo.

Se decía que en cierta ocasión, durante una reunión, cuando varios periodistas propusieron que Globalt tuviese su propia página web, el mismo jefe, sin ningún recato, había llamado a Internet «una mierda pinchada en un palo». Luego predijo que esa sandez pasaría de moda en un par de años. Hacía tiempo, ese jefe se había ido a trabajar en otros sectores más visionarios y con más dinero. La última vez que Nora supo algo de él estaba en la junta directiva de un importante banco.

Nora pudo coger la última botella de la mesa. Se sentó en una silla entre un archivador gris claro y un diván verde oscuro. El agua no estaba fría. El diván lo había traído a la redacción un director de fotografía: tras un divorcio especialmente desagradable (según confesó), solo había conseguido salvar este mueble de las manos de su perversa mujer. Ahora se les contaba a los becarios que sobre este diván Henrik Cavling había escrito los mejores de sus artículos. La mayoría de ellos se tragaban la historia sin más, pero Nora había visto un modelo exactamente igual en la casa de veraneo de su tía Ellen, con cojines de color verde claro y una pegatina en la parte inferior que informaba de que el mueble había sido entregado por Muebles IDE en el año 1983, justo cincuenta años después de que el conocido periodista y escritor exhalase su último suspiro.

El redactor de Economía, Henry Tausen, estaba sentado junto a Viola Ponte. Con el calor se había relajado en sus formas, normalmente muy estrictas: había dejado la americana oscura en la oficina. Incluso parecía estar a pocos segundos de aflojarse la corbata.

La sala se llenó rápidamente con editores y periodistas interesados en asistir a la reunión, bien porque se iba a hablar de alguno de sus artículos, bien porque querían demostrar que les gustaría ascender en la revista.

Al lado de la redactora de Cultura, Nora divisó a Victor. Intentó saludarlo con una sonrisa, pero él hizo como que no la veía. Idiota.

El último en tomar sitio en la mesa fue el Cangrejo, que saludó a Nora con la cabeza antes de arrojar una pila de notas frente a él y buscar con la mirada una taza. al ser el último, tuvo que coger la jarra del Brøndby; para colmo de males, la cafetera estaba casi vacía.

Viola Ponte hizo denodados esfuerzos para ocultar una sonrisa triunfal, mientras bebía con delicadeza un té de menta en la taza Wedgwood que mantenía a salvo y bajo llave en el cajón superior de su escritorio. El Cangrejo carraspeó y comenzó la reunión.

–Bien, ¿qué tenemos? Henry, ¿quieres empezar tú?

–Brian y nuestra nueva becaria, Alexandra, han investigado a tres empresas de inversión danesas con dinero en Estados Unidos. Parece que hay un alto riesgo de perder dinero porque han apostado solo por la economía norteamericana.

Nora sonrió para sí al ver que Viola Ponte tenía la mirada perdida en el techo. La redactora de Cultura no era, desde luego, un tiburón financiero.

–¿Cómo lo llevamos?

–Faltan un par de citas y una fuente que justo ahora está en Detroit, pero creo que podría ser una portada para la próxima semana.

–Muy bien. ¿Algo más?

–Mikkel y Anton han estado con dos de los más jóvenes millonarios de Moscú. Ha salido un reportaje... muy interesante –dijo Henry Tausen con una media sonrisa.

–¿Con buenas fotos? –preguntó el Cangrejo.

–Te lo aseguro –dijo una voz queda desde la silla más cercana a la puerta, donde había acampado el curtido jefe del Departamento Gráfico, William Bruun.

–Pero ¿no hemos tenido ya antes la historia rusa? –preguntó Viola Ponte de mal humor.

William Bruun la miró con tranquilidad.

–No con estas fotos. Esto no lo hemos tenido.

Vaaaale –dijo el Cangrejo calmando los ánimos–. Viola, eso nos lleva hasta ti.

–Oluf Messerlin ha estado en Bayreuth viendo Tannhäuser. La crónica es una obra de arte en sí misma. Me sorprendería bastante si no sacude los cimientos incluso del Real –dijo con una sonrisa taimada.

Ahora le tocaba a Henry Tausen pensar en otras cosas. El Cangrejo asintió y sonrió para animarla.

–Y –dijo Viola Ponte mirando a Nora– también tenemos un tema pendiente con Manash Ishmail. No sé muy bien cómo ha quedado todo, Nora. Ya has ido a hablar con él. ¿Tenemos entrevista? –dijo con un tono que recordaba a unas galletitas de limón: demasiado dulces, demasiado sintéticas..., y con un generoso chorrito de ácido en el interior.

Nora se revolvió. La reunión de la redacción no era el mejor lugar para sacar los problemas y los sufrimientos personales de Manash Ishmail. Y desde luego no antes de saber si realmente podía ayudarlo.

El Cangrejo la miró expectante:

–Bueno, Sand. Has estado hoy con él, ¿cómo ha ido?

–Sí, bueno. Podemos conseguir la entrevista, pero...

–¿Cuándo? –interrumpió Viola Ponte.

–Bueno, no es tan simple –replicó Nora.

–¿Qué es lo que no es tan simple? O tienes la entrevista, o no la tienes. No entiendo dónde está la complicación –la interrumpió Victor.

Nora respiró profundo y decidió mirar directamente al Cangrejo, ignorando al dúo de adolescentes ofendidos del otro lado de la mesa.

–He mantenido una reunión con Manash. Está dispuesto a concedernos una entrevista, pero tiene..., cómo lo diría..., un problema que quiere que le ayude a resolver.

La voz de Viola Ponte cortó el aire:

–Pero ¿qué es esto? ¿Nos pone condiciones para que lo entrevistemos? Está en juego nuestra credibilidad. La pregunta es si Nora no ha comprometido ya su independencia.

El Cangrejo permaneció en silencio mirando, como el resto de los asistentes, a Nora para saber qué podía replicar.

–Hay algunas cosas que investigar, y por desgracia no puedo decir nada más. Salvo que probablemente será una buena historia –dijo Nora intentando captar la mirada del Cangrejo.

–Es in-to-le-ra-ble –replicó Viola Ponte–. Propongo volver a darle la tarea a Victor. Al menos conoce la materia. Además, porque nos arriesgamos a que cualquier revista pueda entrar en el centro y robarnos la historia ante nuestras propias narices. No es un riesgo que debamos correr –dijo buscando con la mirada la complicidad de la sala.

Nora cogió aire.

–Lo que puedo decir es que tengo la palabra de Manash Ishmail de que será una exclusiva mundial. Me lo ha prometido, y le creo.

–Pero ¿podrás decirnos cuáles son sus condiciones? –insistió Viola Ponte.

–Lo retomaremos después, Viola, cuando haya podido hablar con Sand –intervino el Cangrejo.

De mala gana, la mujer dejó que la palabra pasara al encargado del Departamento de Publicidad, que, radiante, informó de que las páginas catorce y quince habían sido reservadas para una campaña de los almacenes Magasin.

Nora hizo como si buscara algo en el bolso mientras sentía la mirada de Victor clavada en ella. Tras casi media hora de cháchara sobre elecciones en la redacción, planificación de los festivales otoñales, ventajas de cubrir las elecciones finlandesas e información general sobre las obras en el patio, la gente fue saliendo lentamente de la sala de juntas.

Al final, solo quedaban el Cangrejo y Nora, que se levantaron y fueron al despacho del primero. Él se dejó caer en la silla junto a su escritorio.

–Lleva así desde que, perversa e injustamente, le hemos quitado de las manos la entrevista más interesante de su carrera. Parece que pasará bastante tiempo antes de que se recupere. Mucho mucho tiempo. Así que dime que hay una buena razón.

Nora esbozó los pocos detalles de que disponía. Cuando terminó, él permaneció un tiempo en silencio.

–Ya veo que tenemos una historia, pero también que nos arriesgamos a que te enredes en una maraña infinita que puede llevar meses y no llevarnos a nada.

A regañadientes, Nora admitió que tenía razón.

–Bueno, lo que podemos hacer es lo siguiente: te doy dos semanas. Dos. Si en ese tiempo no tienes nada concreto, tendremos que replantearnos la situación. Entre tanto, como acordamos el mes pasado, pásale la historia sobre las finanzas de la Champions League a Tausen. ¿De acuerdo?

Nora estaba de acuerdo. Sabía que Tausen siempre estaba abierto a negociar. En el peor de los casos, podría aplazar la fecha límite sin implicar al Cangrejo. Se dispuso a recoger sus cosas, pero el Cangrejo tenía algo más en la cabeza.

–Esta entrevista es importante para la revista. La necesitamos y no se nos debe escapar, ¿de acuerdo? Sobre todo, después de este lío –dijo con seriedad.

Nora asintió.

–De acuerdo entonces. Venga, lárgate, que tienes mucho trabajo. Yo voy a calmar a nuestra querida redactora de Cultura.

Ella se levantó. Cuando ya casi había salido, el Cangrejo le gritó:

–¡Oye! Llama a Esther. Sigue teniendo buenos contactos en Irán. No pasa nada por oír lo que tenga que decirte.

–Gracias –dijo Nora mirando el reloj que colgaba en la recepción: el tiempo de aparcamiento había pasado hacía siete minutos.

Por supuesto, cuando llegó al coche, había un papelito en el limpiaparabrisas.

Capitulos 6

El martes por la mañana la lluvia cayó como una densa cortina que le hizo recordar la historieta de Tintín en la que una puerta secreta se oculta tras una catarata. Llamó al cristalero a las nueve, en cuanto abrió. La atendió una señora que le prometió que un empleado pasaría por allí en torno al mediodía, para colocar un vidrio nuevo.

Nora preparó un fuerte té ruso, cortó un par de rebanadas del pan negro que había dejado su padre y, mientras comía, se quedó junto a la mesita de la cocina mirando la lluvia. Tendría que haber contactado con Andreas, pero ni siquiera sabía cuál era el apellido de Birgitte. A pesar de que ella había hecho todo lo posible por esquivar el tema, rebuscó en su cabeza antiguas conversaciones donde hubiera salido el apellido de aquella mujer.

Había resultado difícil volver a encontrar a Andreas así. Resumir ocho años perdidos desde el instituto y hacerle hueco a un hombre en su vida, que, en todos los sentidos, se centraba en su trabajo como corresponsal. Lo último que necesitaba Nora era más desorden en su vida.

Se odió un poco a sí misma cuando entró en la página de Facebook de Andreas. Desde luego, nadie podría acusarle de compartir demasiada información. El último post era de tres meses atrás: un comentario mordaz hacia un compañero de trabajo hincha del Liverpool, después de que los Reds perdieran un partido. Debajo había un enlace a un artículo de En Forma sobre el mejor equipamiento ciclista para el triatlón. Entró en la lista de amigos y buscó a Birgitte.