AESINATO EN MIAMI

 

 

 

MARÍA JOSÉ ELICES

 

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Diseño de la colección: Pepe Far

Primera edición: marzo de 2018

Primera edición en e-book: julio de 2019

© María José Elices, 2018

© de la presente edición: Edhasa, 2018

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4722-7

Producido en España

Capítulo 46

Aunque ellas no lo sabían, aquel domingo de agosto era un día de extraordinaria importancia para todas las mujeres del país. Especialmente para aquellas en el entorno de los cuarenta años, atractivas, profesionales, que viajan y que habían dejado de ser víctimas potenciales del «asesino del hotel».

La víspera había resultado una jornada agotadora, aunque, a buen seguro, apenas se percibía el cansancio en nuestros rostros. El aluvión de pruebas que habían ido llegando, sumado al inequívoco lenguaje corporal de David Monroe, nos había provocado un nivel de satisfacción que, como si de algún alucinógeno se tratara, aliviaba los síntomas de nuestra ingente carga de trabajo. ¡Era él! Aquel tipo anodino con pinta de cura. Ahora lo sabíamos, él mismo había asesinado a su cuñada. ¡Estaba tan cerca!

Una de las consecuencias de aquella detención fue que ese hombre apocado, marido de nuestra compañera, había adoptado un tono arrogante y chulesco que nos resultaba desconocido. Pensé que las sucesivas evidencias quebrarían su ánimo. No me acababa de hacer a la idea de que quien tenía delante no era la persona a la que yo creía conocer sino un peligrosísimo y frío asesino en serie que, además, violaba a sus víctimas después de muertas. En realidad, la persona que tenía sentada frente a mí era un absoluto desconocido, pero este sí era real, a diferencia del hombre soso, amante marido y padre cariñoso por el que lo habíamos tomado.

Le fuimos mostrando sucesivamente imágenes de los distintos coches que alquiló junto al escenario de los crímenes. También le informamos de que su teléfono móvil había sido detectado por una antena en el hotel donde mataron a Andrea Salazar a unas horas en las que, según su testimonio, estaba durmiendo junto a Rosana. Ninguna de estas pruebas pareció hacer mella en él. Indudablemente, nos encontrábamos ante un psicópata. En un momento determinado, exigió la presencia de su abogado, que, una vez se incorporó al interrogatorio, lo conminaba infructuosamente a tener cerrada la boca.

–David, escucha –intenté razonar con él–. También sabemos que mataste a Sussan. Ella te reconoció en el hotel de Filadelfia el día que estrangulaste a aquella chica.

–¡Falso! –espetó–. ¡Yo no he matado a nadie!

–Mira –añadí con objeto de tenderle una trampa–, tenemos una testigo que afirma que Sussan se lo contó todo.

–Vaya, Josep, te has superado –espetó con sorna David–. La verdad es que te mereces que te lo cuente todo, incluso con detalles, pero no me da la gana, tendrás que esperar, mi cuñada era una entrometida y eso le costó la vida, era una chica lista.

Su abogado lo hizo callar, y el interrogatorio no fue más allá.

Las dependencias del FBI de Miramar, por lo general apacibles y más en fin de semana, eran un auténtico caos aquel día.

De acuerdo con Alcamy, celebraríamos una rueda de prensa para explicar los detalles que pudieran darse a conocer sobre la detención. La víspera había llamado a varias personas que tenían especial interés en que acudieran; entre ellas, lógicamente, mi amigo Richard Parker. En la comparecencia debían estar, también, Diana Rusvel; su jefe, Rodolfo Llanes; Yareli Adams, de la policía de Miami-Beach, y, como no, mis dos grandes apoyos: Bernat Dieti, jefe de Homicidios de Los Ángeles, y Carson Davis, director del FBI de Nueva York. Estos últimos habían tomado un avión de urgencia para compartir el momento con nosotros.

Alcamy respiraba aliviado, pero no sólo por la resolución de aquel complicadísimo caso sino porque las presiones que recibía casi a diario de Washington D.C. se habían mutado en felicitaciones. Ya nadie sugería cambiar al responsable de la investigación por otro agente más capaz. Minutos antes de la rueda de prensa, llegó la confirmación del laboratorio, que había trabajado con una rapidez inusual: David Monroe era hijo de Alexander Lewis. Aunque eso no se lo podía decir a la prensa, no pude evitar un grito de júbilo cuando tuve aquel papel en la mano.

Más tarde tuvimos ocasión de hablar con los señores Monroe, los padres legales de David, que confesaron sin muchos esfuerzos que un sacerdote de Los Ángeles lo había organizado todo para falsificar aquella documentación del hospital y que pareciera que un niño adoptado de cerca de tres años era hijo biológico del matrimonio.

Nuestra alegría, no obstante, se veía ensombrecida por la situación de Rosana, nuestra querida compañera Rosana. Fue ella quien me pidió que me implicara en la investigación sobre la muerte de su hermana sin siquiera atisbar que la resolución de este crimen estaría vinculada a la de muchos otros. Ella acarreaba la peor parte, sin duda alguna.

Nuestra analista asomó por el pasillo, cariacontecida pero aparentemente entera. Avergonzaba simultanear nuestra poco disimulada alegría con su infinito dolor.

–Seguramente nos habéis salvado la vida. A mi hijo y a mí. Quiero estar en la rueda de prensa –musitó ante nuestra cara de sorpresa.

–¡Pero Rosana! No creo que sea una buena idea –replicó Alcamy Lee–. La prensa se te va a tirar al cuello, no te van a dar tregua.

–Alcamy –insistió Rosana convencida–, este hombre me mintió, asesinó a mi hermana, a esas otras pobres mujeres... Quiero estar presente y, así, mostrarle a todo el país que yo no tengo nada que ver con este malnacido. Quiero poderle explicar a mi hijo que su padre nos engañó a todos y que yo no lo he protegido ni un minuto tras saberlo.

La llegada de medios de comunicación, televisiones, radios, periódicos de todo el país, agencias de noticias, fue ingente. Nunca habíamos visto un despliegue de esas dimensiones. En las horas previas, los medios más osados habían empezado, como es costumbre, a especular con los detalles del caso.

Llevé a Rosana a mi despacho para intentar, una vez más y desde el cariño más profundo, que reconsiderara su decisión.

–Josep, quiero estar. Me quedo en un segundo plano, al lado de Diana si te parece. Obviamente, no quiero hablar, pero quiero que me vean.

Era más que evidente que aquella decisión que se nos antojaba tan extraña era fruto de una sosegada reflexión. Había poco que hacer. Sólo se me ocurrió, en esa tesitura, preguntarle por el resto de la familia.

–¿Qué dicen tus padres? –pregunté.

–Mi madre llora. Mi padre calla, pero sé que la procesión va por dentro. De todas maneras, lo que más me inquieta es mi hijo. Pronto se enterará de que su padre es un cruel asesino y antes o después sabrá, asimismo, que su abuelo biológico también lo es. Mi padre quiere que lo mande a Europa, a un internado, quizá a Inglaterra. No sé si es buena idea dejar a un niño tan pequeño sin padre y, tanto tiempo, sin madre. Ahora mismo me cuesta pensar con claridad.

–Bueno, los problemas se resuelven uno a uno. No parece previsible que el chaval vaya a ver a su padre, en el mejor de los casos, en mucho tiempo. Ese es ahora mismo tu problema. Los que vayan surgiendo después ya se resolverán –respondí.

–Gracias, Josep. Supongo que tienes razón. Ahora, me gustaría pedirte un favor.

–Lo que necesites, Rosana –dije cogiéndole las manos entre las mías.

–Quiero que me entreviste tu amigo Richard Parker. ¿Es posible? No quiero hablar en la rueda de prensa pero sí dar la cara, explicar mi punto de vista, alejarme de toda esta mierda frente a la opinión pública... Para ello, necesito un periodista en quien confiar, y había pensado en él.

–¡Por supuesto! –accedí–. Richard es muy buen periodista, muy buen tipo y muy buen amigo. Además, ¿sabes una cosa? Me parece muy buena idea. Hablaré con él hoy mismo.

Alcamy Lee, como corresponde por escalafón y protocolo, fue quien abrió la rueda de prensa hablando de las cuestiones más generales. Se abstuvo de utilizar el nombre del «asesino del hotel», me cedió ese honor a mí. Por supuesto, todas nuestras intervenciones estuvieron salpicadas de la voz «presunto», que es lo que corresponde cuando el jurado aún no ha dictado su veredicto. El fiscal, también presente, daba fe de la corrección de nuestros parlamentos. Carson Davis y Bernat Dieti, por su parte, expusieron lo que habían sido las intervenciones del FBI neoyorkino y de la policía de Los Ángeles, respectivamente. Me agradó que accedieran a participar en esta explicación pública. Soy de la opinión de que, si cada uno se cuelga las medallas que le corresponden, ganamos todos.

Antes del turno de preguntas, Alcamy dio la palabra a Diana Rusvel, que habló del asesinato de Sussan Graham, y a Yareli Adams. En una sola rueda de prensa, hablábamos de muchos asesinatos, aparentemente desconectados pero que confluían en un solo criminal.

Algo que decidimos dejar fuera del conocimiento público fue el hecho de que David Monroe fuera hijo biológico del célebre condenado Alexander Lewis. En una reunión previa a la aparición ante los medios, acordamos que ese extremo, en última instancia decisivo, resultaba de una complejidad inabarcable para la prensa actual.

En la ronda de preguntas, me negué absolutamente a responder ninguna que estuviera relacionada con Rosana, allí presente. Se encontraba entre nosotros como analista del FBI y no en calidad de esposa de nadie. Ella aguantó el tipo con estoicismo y en silencio. Diana y Carson la flanqueaban y protegían.

Tras la larga y alborotada rueda de prensa, tomamos un breve refrigerio y decidí que era un buen momento para abordar de nuevo al, a la postre, verdadero protagonista de todo aquello. En pocas horas pasaría a una prisión federal y, aunque tendría más ocasiones de verlo, no podía dejar pasar ninguna oportunidad.

La mente humana, hasta para los mayores expertos, es un arcano inescrutable. Aunque existen decenas de estudios sobre asesinos en serie, ninguno es lo suficientemente concreto como para explicar determinados comportamientos. Posiblemente, este caso, el de David Monroe, hijo de Alexander Lewis, pasaría a ocupar en los próximos años un capítulo destacado en los manuales de ciencia criminal. Lo que sí sabemos es que, con frecuencia, estos asesinos encuentran la inspiración en episodios anteriores; parecen buscar un «mentor». En nuestro caso, más allá de las tortuosas explicaciones que pudiera ofrecer la epigenética, la inspiración era todo un misterio. Ni el propio Monroe era consciente de sus verdaderos orígenes. Aunque no estaba su abogado, David accedió a que yo entrara, aunque enseguida me quedó claro que no pensaba explicarme más de lo que ya había dicho.

–Vamos a ver, David –insistí en el tono familiar que me pareció oportuno adoptar en aquel momento–. Ya nos has dicho que fuiste tú. Sabemos que imitabas la manera de actuar de tu padre biológico. Por cierto, te diré que fue él mismo quien te delató. Lo que sí nos ayudaría es conocer el mecanismo que te llevó a actuar así. No me puedo creer que todo sea un tema de predisposición genética. Además, tienes un hijo y seguro que no deseas que siga tus pasos como seguiste tú los de Alexander Lewis. Estamos solos, no hay abogado ni grabadoras. Es tu oportunidad para hablar con tranquilidad.

–¡Que te jodan, agente Smith!, yo no conozco ni siquiera oí nunca hablar de estas personas, o sea que ya puedes dejar el morbo para otra ocasión, de mí no conseguirás nada. Ya sabes lo que hay.

–Como gustes –respondí resignado.

– Y, ahora, déjame solo.

Me fui de Miramar satisfecho de tener entre rejas al asesino; no podía permitirme otro pensamiento.

* * *

Aquel domingo es decididamente especial. Por la mañana, bueno, todo el follón del caso. A primera hora de la tarde voy a casa de Eve, a recoger a mi adorable hija Olivia, que, por fin, ha regresado de la casa de sus abuelos en Santa Bárbara. Afortunadamente, mi relación con Eve es cordial y gozo de mucha flexibilidad para poder estar con la niña todo el tiempo que, para mi desgracia, no es mucho. Aunque yo me muero de ganas de estar lo máximo posible con mi hija, las dinámicas de los niños no son como las de los mayores. Esa misma noche, la niña ha quedado en ir a dormir a casa de otra amiguita de Miami a la que también hace tiempo que no ve. Me queda la noche libre.

Invito a cenar a Rom, Yareli, Diana, Carson, Bernat, Aida Assag..., el club del «asesino del hotel». Richard, cómo no, se incorpora a los postres. No soy buen cocinero y me da pudor pedir que me traigan la cena a casa. Preparo uno de los pocos platos que me salen.

–¿A que nadie sabe por qué los spaguetti carbonara llevan beicon? –pregunto misterioso para darle un mayor empaque a aquel plato tan simplón.

–¡Sorpréndenos, agente especial Smith! –vocifera Diana divertida.

–Pues –susurro– resulta que el beicon lo llevaban en el petate los soldados de nuestro país que invadieron Italia, desde Sicilia, durante la Segunda Guerra Mundial, y a alguien le pareció buena idea incorporarlo a la cocina local.

–¿No tienes nada más interesante que contar? –suelta Carson burlón.

ASESINATO EN MIAMI

Capítulo 1

Miro y no veo más que caras de dolor. Hace cuatro días encontraron a Sussan asesinada con un tiro en la sien que algún torpe pretendió disfrazar de suicidio. Me he colocado estratégicamente en un lugar algo elevado del camposanto, al final, con la esperanza de encontrar al asesino. Jamás dejo un caso sin resolver, más si se trata de la hermana de Rosana, colega del FBI.

Nuestra Señora de la Merced es un inmenso cementerio católico de la archidiócesis de Miami, en el condado Miami-Dade. El brillo de los mármoles compite con la espesura de los árboles.

Busco. Mi instinto policial se pone en marcha y lo primero que veo no me gusta: los padres de Sussan. Aparentan estar conmocionados, pero ni siquiera en un día como hoy han calmado sus indisimulados odios. Recuerdo la última vez que Rosana me habló de ellos: «Se detestan tanto que han olvidado que, además de divorciados, son nuestros padres». ¿Tendrán algo que esconder?, me pregunto mientras mi mirada trata de radiografiar a los que de verdad sienten dolor. Mi amiga, por ejemplo.

Rosana se ha situado entre su madre y su hermana Anna, la pequeña, a la que no echo más de veinticinco o veintiséis años. Me fijo en su marido, David, un personaje inexpresivo, casi hierático, cuyo semblante me recuerda poderosamente al de un cura católico.

El padre es un empresario de prestigio con negocios en varios estados. Un compañero del FBI me contó que su nombre es Roman. Heredó una pequeña empresa de procesado de carnes y, lejos de vivir de las rentas, puso mucho empeño en convertirla en una industria de notable éxito. El índice por metro cuadrado de millonarios con historias parecidas que eligen esta zona de Miami para vivir es elevadísimo; Roman Graham es uno más. Está casado en terceras nupcias con una chica más joven que cualquiera de sus tres hijas, una guapa australiana que conoció en uno de sus viajes.

Graham parece conmocionado, pero poco afectado. Por su cara no ha resbalado ni una lágrima desde que entramos en el cementerio. Es cierto que ha tenido cuatro días para llorar, y además no me parece un tipo de los que exhiben su dolor; sin embargo, mi sensación es que está disgustado, contrariado, pero no apesadumbrado ni derrotado.

Me cuesta más deducir algo sobre su flamante esposa. No ha dejado de llorar ni un momento. Parece tener esa rara «habilidad» de las personas que lloran con frecuencia: hacerlo ininterrumpidamente, durante largo rato, sin emitir el más leve sonido. Su marido no le dirige la mirada ni una vez; ni siquiera en el único momento en que ella le acarició levemente el hombro. De no conocerlos, parecería que la familia directa de Sussan era ella y no Roman. Yo no alcanzaba a identificar si las lágrimas eran de pena, de remordimiento, de angustia o de miedo. Quizá sólo es una de esas personas a quienes la pérdida de un ser cercano provoca una fuerte emoción... Una llorona, vamos; aunque la cosa resultaba especialmente llamativa porque Roman y su esposa se habían casado hacía unos seis meses, y no era materialmente posible que la joven australiana hubiera tenido una relación intensa con la difunta.

Dos días atrás había tenido ocasión de conocer a la madre de Sussan: una mujer refinada que supo llevar con dignidad el dramático abandono del que fuera su marido, con dos de sus tres hijas a su cargo. Roman la dejó para casarse con otra a la que había dejado embarazada, aunque ese embarazo no llegó a término. Además, los carísimos abogados de Roman consiguieron que su exmujer y sus hijas tuvieran que vivir con lo justo tras una vida de lujos. Así, ella se vio obligada a abandonar la suntuosa mansión familiar que no se podía permitir. Poco después, eso sí, Roman adquirió una casa más modesta para ellas y, como era su deseo, se quedó con la casa grande sin verse obligado a mayores pleitos. A cambio, accedió a subir la pensión pactada inicialmente.

Digna, en ese momento la madre parecía haber agotado todas las lágrimas.

Los entierros de gente famosa que ha sido asesinada son un lugar propicio para que un agente especial como yo, del área de homicidios del FBI, dedique el tiempo que dura la ceremonia a escudriñar a los asistentes.

Sólo el responso monocorde del oficiante, un presbítero amigo de la familia, rompe el silencio del camposanto lleno de gente. No hay llantos ni hipos ni contrapunto alguno a las aburridas salmodias del sacerdote que terminan con el manido «cenizas a las cenizas, polvo al polvo». Los entierros católicos ni siquiera brindan esa suerte de homilía que estamos habituados a escuchar en despedidas de otros credos. Ese silencio facilita mi tarea.

Pocas veces asisto a oficios católicos, la fe en que me educaron, pero siempre me ocurre igual: de pronto reparo en que no sé si estamos en el kyrie, el gloria o el ofertorio. Pierdo literalmente el oremus estudiando miradas y gestos. Lo de hoy no es una excepción: observo la dirección de las miradas, movimientos de manos, tan delatores del estado de ánimo, posiciones de hombros, ojeras, posturas, actitudes. Observo. Es mi oficio, y no puedo evitarlo.

Sabemos que un elevadísimo porcentaje de criminales, de manera a veces poco disimulada, acuden a contemplar el desenlace de su macabra obra, quizá para comprobar que, efectivamente, su trabajo ha tenido éxito. No puedo evitar la sensación de que el asesino, a quien llevamos buscando desde hace ya cuatro días, se mimetiza en ese mismo instante con el abigarrado paisaje humano que rodea la fosa de la pobre Sussan.

Aparte de familiares, exnovios y amigos, como ocurre en estas ocasiones, tampoco falta en el cementerio un buen número de curiosos atraídos por el espectáculo de un crimen cuyos detalles, o más bien la falta de ellos, han copado las portadas de los diarios locales con especulaciones absurdas y rumores inventados. A día de hoy, las autoridades lo ignoran todo sobre el asesinato o sus posibles autores. Ni siquiera tenemos un posible móvil.

Sé que todos ocultan algo y mi estómago me dice que entre ellos hay alguien implicado, pero el dolor de mi amiga me hace olvidar por un momento que soy investigador del FBI.

Los entierros duran poco y el tiempo es escaso para averiguar la verdad. No obstante, lo que pude observar resultaría, con seguridad, más útil que las poco sutiles grabaciones que realizaba, a la vista de todo el mundo, el departamento de policía. Nadie se comporta igual cuando se sabe observado y, menos aún, grabado.

Confié en que ese mismo día me confirmaran la autorización para implicarme oficialmente en el caso.

Capítulo 2

Cuatro días atrás el teléfono me había sacado de mi letargo. Descansaba recién llegado de un largo viaje por tres ciudades en las que me había reunido con colegas. Buscábamos a un asesino que o tomaba muchos aviones o conducía un veloz coche por todo el país. Aunque ya no eran horas de seguir trabajando, no imaginaba que aquella llamada pudiera responder a cuestiones de otra índole. Lo dejé sonar.

Pasó un buen rato hasta que la sonora insistencia me hizo entender que podía tratarse de algo grave. Abandoné mi querido sillón y descolgué.

–Josep, dios mío, por fin.

–Rom, ¿qué pasa? ¿Estás bien?

Me alarmó su tono. Rom, compañero en el FBI, es un calmado, educado y, sagaz analista que no llamaría a nadie pasada la medianoche sin un buen motivo.

–Yo sí, yo sí. Pero ha pasado algo grave. Muy gordo, Josep.

–Cálmate, Rom, hombre. ¿Qué pasa?

–Han asesinado a Sussan.

–¿Sussan? ¿Y quién coño es Sussan?

–La hermana de Rosana.

–¿De Rosana?, ¿nuestra Rosana? Pero ¿qué ha pasado? ¿Cómo te has enterado?... ¿Estás en Miramar?

–Estoy en la calle, frente a la casa de Sussan; el asesinato se ha cometido dentro. La propia Rosana llamó hace un rato, muy nerviosa y, como tú no estabas, me pidió que me acercara a echar un vistazo, pero no puedo entrar. La policía lo tiene todo acordonado y ahora mismo estoy con el grupo de mirones, al otro lado de la valla de seguridad.

Los agentes del FBI no nos fiamos mucho de la pericia de la policía local. Es tan injusto como cierto. Sin embargo, sí confío en la impresión de Rom.

–Te tienen que dejar entrar, Rom, hombre. Eres un federal, identifícate y entra.

–No llevo la placa. Vine corriendo y no pensé en eso, joder, soy analista, nunca voy al escenario del crimen. No pensé que me impedirían entrar.

–¿Qué te contó Rosana?

–Poca cosa. No conoce los detalles aún, pero se sentirá más tranquila si los compañeros echamos una mano. Por eso ha pensado en ti, Josep, tú eres un agente de verdad, de los que investigan crímenes; a mí me ha pillado en pelotas, no podría ayudar aunque quisiera. Para empezar, ni siquiera puedo entrar porque no se me ha ocurrido que mi credencial valga para algo más que para entrar en el edificio ese tan horroroso de Miramar.

–Dame la dirección, llegaré lo antes posible. Y Rom...

–Dime.

–Cálmate.

Esa noche, que pasaría a llamarse entre nosotros «la noche del asesinato», me despido con pena del sillón y me doy una ducha rápida para sacudirme la pereza y alertar mis instintos. Antes de salir de casa, compruebo mecánicamente que lo imprescindible está en su sitio: teléfono, credenciales, las llaves de casa y las del viejo y fiel BMW, al que tengo casi tanto apego como a mi sillón.

Mientras aparco, observo Design District. Es uno de los barrios más exclusivos de la ciudad. Grandes construcciones con solera y años de elegancia acumulados resisten con gallardía el efecto de la crisis inmobiliaria, que sí exhiben en los últimos tiempos, sin pudor, los nuevos edificios de la zona.

La vivienda de Sussan es una bonita construcción, una casita individual estilo Bauhaus, con vistas espectaculares y una decoración exquisita en la que no puedo fijarme todo lo que me habría gustado de tener más tiempo.

En menos de media hora desde su llamada ya me he encontrado con Rom y, placa en mano, cruzamos sin dificultad la cinta amarilla. Miro el escenario que, como siempre en estos casos, es dantesco. El cuerpo, rodeado de agentes de la científica provistos de su siniestro instrumental y sus cámaras de fotos, yace en el salón. La sangre se extiende por buena parte de una mullida alfombra que, posiblemente, proviene de Marruecos. Hay manchas en una pared, justo detrás del sofá. Reconozco a Aly Brown, la jefa de la unidad forense, inclinada junto al cuerpo. Alguien ha decidido que aquel crimen es importante.

–Josep, ¿qué se te ha perdido aquí? –A mi espalda, me saluda una voz familiar.

Me vuelvo para reconocer a Diana Rusvel, jefa del departamento de Homicidios de la policía.

Un nutrido grupo de la unidad móvil de laboratorio acompaña a Diana. El jefe de la científica, Michael Zimmerman, es un judío muy cordial con gran tacto para tratar a su equipo. También suele ser amable con el resto de los observadores, que siempre le hacemos más preguntas de las que puede contestar. En la calle espera una ambulancia.

–¿Hay algo que se me escape? –continuó Diana.

Nuestra relación es afectuosa. Me gusta trabajar con mujeres y el humor macabro de Diana siempre me hace reír a carcajadas. Sin embargo, en ese momento me está fulminando con la mirada. Aly Brown tampoco tiene cara de buenos amigos. La rivalidad entre cuerpos policiales suele provocar tensiones que solo se alivian con un cumplimiento estricto de las legislaciones estatal y federal: cada uno se centra en lo suyo y no mete la nariz en lo de los demás. Con los datos disponibles, el FBI no pintaba nada en la escena del crimen.

El clima mejoró algo cuando Rom y yo les explicamos que nuestro interés era personal y nuestra intención, apoyar a una compañera. Sólo entonces Rusvel y Brown acceden a contarnos lo que han averiguado hasta el momento.

Aly nos informa de que, cuando encontraron el cuerpo, el rigor mortis estaba en sus inicios; la temperatura del cuerpo confirmaba que la víctima llevaba muerta entre cuatro y seis horas. El cadáver de Sussan presentaba un disparo a quemarropa en el parietal izquierdo. Las marcas de pólvora eran perfectamente visibles. El arma homicida, un revólver, parecía haber caído de su mano, pero Sussan era diestra. La impresión inicial era que, tras matarla, habían querido simular un suicidio, con mucha torpeza. No sería la primera vez. En Quantico nos repetían con frecuencia que el asesino medio es bastante torpe. De todas maneras, la parafina confirmaría, o no, la presencia de pólvora en la supuesta mano homicida.

No hay señales de lucha ni puertas o ventanas forzadas. Aparentemente, la hermana pequeña de Sussan había entrado con su propia llave y se encontró el drama. El laboratorio confirmaría después que todas las huellas recogidas pertenecían a familiares y amigos. No había rastro de personas desconocidas.

* * *

A pesar de que era tarde, nos pareció buena idea acercarnos a casa de Rosana. Su domicilio se encuentra muy cerca, pero aun así fuimos en el coche; en Miami no se va a pie a parte alguna. Todas las luces de la casa estaban encendidas y la puerta entreabierta. Golpeé discretamente el marco y accedimos al vestíbulo.

Seguimos las voces que nos llevaron a una cocina repleta de extraños artefactos, quizá electrodomésticos, de nombre y utilidad desconocidos para mí.

La última vez que había visitado la casa de Rosana fue a los pocos días de su boda. El cambio me parecía sorprendente. Y no porque la comparación de aquella moderna vivienda con su piso de soltera fuera extrema, sino porque Rosana es una mujer con muchísimas virtudes entre las que no se encuentra tener los conocimientos o el interés por hacer uso de una cocina como aquella. En otras palabras, no sabía freír un huevo, aunque, claro, quizá el «amo» de la cocina era David.

Un ventanal enorme y apaisado dejaba entrar las luces de la noche, y el efecto, entre toda aquella gente, me recordó al de la iluminación amateur de una tragedia griega que representamos en la universidad hace siglos, en otra vida.

–Buenas noches, Rom. –Rosana nos besó a ambos en la mejilla y sentí, por alguna razón, un punto de nostalgia–. Gracias por venir. Servíos lo que os plazca. Hoy no soy buena anfitriona.

Rosana es una mujer de facciones duras. Le pega ser policía. Una pelirroja de metro ochenta, cuerpo trabajado en el gimnasio y paso firme y seguro que impone respeto entre los compañeros y enorgullece a las compañeras. Sin embargo, en aquella cocina, medio tirada sobre una pintoresca y –seguro– carísima mesa de mármol rosa, es la viva imagen de la desolación y la derrota.

–Buenas noches, agentes. Muchas gracias por venir.

Esta vez, el saludo, más formal, procede de David, el marido de Rosana. Nos habíamos visto en contadas ocasiones, cuando la acompañaba en actos oficiales y compromisos de esos en los que aparentas que todos los compañeros de trabajo son también amigos tuyos.

–Hola, David. Sentimos mucho lo ocurrido –respondo.

–Sentaos. Esto es un verdadero desastre. Hay cosas que no deberían pasar nunca.

Asiento con la cabeza mientras Rom murmura otro tópico.

Rosana mostraba tristeza en el rostro. Perder una hermana tan joven es algo con lo que no se cuenta en la vida; hacerlo a manos de un asesino resulta, directamente, inconcebible. Si además eres una policía acostumbrada a ver prácticamente de todo, la situación roza el completo absurdo.

Por mi parte, no me quito la sensación de estar dentro de una obra de teatro. Con demasiada frecuencia tengo que tratar con familiares de personas asesinadas, pero es algo a lo que no me acostumbro. Nunca sé qué decir o cómo reaccionar, y me siento profundamente torpe en mis intentos de consuelo. Me justifico pensando que depende de cada caso, de cada familiar y de cada persona, del momento, del entorno... No existe una fórmula, aunque algunas personas tienen un don para eso y me dan muchísima envidia. Por supuesto, esta vez tampoco supe qué coño decirle a mi amiga; así que pensé: «al carajo», y la abracé con todas mis fuerzas.

Había más gente en la casa. Anna, la pequeña de las tres hermanas, había sido citada para un interrogatorio al día siguiente. Diana Rusvel la había descartado como sospechosa de la autoría material: en el rango de tiempo en el que la forense situaba el crimen, Anna había viajado aquel día en avión junto con otras cien personas y parecía poder explicar sus movimientos de manera espontánea... La jefa de Homicidios consideró que podía dejarla marchar a consolarse por unas horas con sus seres queridos, con el aviso de que permaneciera atenta al móvil y no hiciera tonterías. Me sorprendió aquel gesto amable por parte de mi querida Diana.

Anna estaba especialmente unida a Sussan. Hablaban por teléfono casi a diario y siempre que regresaba a Florida, algo que hacía cada vez con más frecuencia, siempre se quedaba en su casa. De ahí que tuviera llaves y que hubiera sido ella quien se topó con aquella desgracia. Llamó al 911 tras comprobar que el cuerpo ensangrentado de su hermana carecía de pulso.

La menor de las Graham, «la rebelde» de la familia, vive en Massachusetts desde que a los 18 años se escapó con su novio, Kadem Gordon. Considerando que de esto hacía años y que Anna seguía felizmente emparejada con Kadem, que tenía un trabajo estable y que telefoneaba regularmente a su madre, Anna constituye la prueba viviente de una de mis teorías sociológicas favoritas: las etiquetas que un buen día nos pone la familia no se borran ni con papel de lija.

–¿Y vuestros padres? –pregunto a las hermanas–. ¿Los habéis visto?

Al parecer, cada uno de ellos estaba en un punto distinto del país. Habían hablado con ellos y estaban de camino. El padre venía desde Nueva York acompañado de Scada, su nueva y joven esposa. La madre, en Los Ángeles, interrumpió un viaje de vacaciones regalo de sus tres hijas por su cumpleaños.

En un rincón de aquella cocina nos presentaron a un aparentemente inconsolable Jeffrey Thomson, el novio de Sussan. David lo avisó de que había «ocurrido algo» y le pidió que se acercara, pero no quiso darle los detalles por teléfono. Cuando Jeffrey llegó a la calle y vio la cantidad de coches de policía presintió que ese «algo» le iba a cambiar la vida.

Tendría unos treinta años. Aunque en ese momento de pesadumbre parecía un despojo humano, encogido y ojeroso, si uno se fijaba bien podía calcular las horas que pasaba en el gimnasio, pues era un hombre moreno, esbelto y atractivo, de cuerpo moldeado. Pensé que Sussan y él seguramente llamarían la atención, y los imaginé paseando de la mano por Ocean Drive, mirando escaparates... Cuando nos saludó tuve un déjà vu: ¿dónde había visto yo antes a este joven? En otro lugar, con otra ropa, pero ¿dónde?

A la media hora de estar allí entra en la cocina la propia Diana Rusvel. No me extrañó. Anna estaba destrozada y no en condiciones de afrontar meticulosos interrogatorios, pero tanta amabilidad no era propia de la agente Rusvel. Anna, al fin y al cabo, era lo más parecido a una testigo presencial, el único hilo del que tirar. De nuevo me precipito en mi valoración, cosa que no acostumbro a hacer. Supongo que las circunstancias propician que broten por todas partes diversas excepciones a lo habitual.

–Buenas noches –saluda Diana en voz ostensiblemente alta–. Sé qué es tarde, pero sospecho que esta noche ninguno vamos a dormir mucho. No deseo molestarlos. En realidad, pasaba por delante de la casa y he visto el vehículo del agente especial Smith. Venía a verlo a él.

Rosana baja la cabeza sin decir palabra.

–Josep, ¿podemos hablar en privado un momento?

Con un gesto de asentimiento, nos dirigimos a una habitación de servicio, contigua a la cocina, que Rosana parece usar de cuarto para todo.

–Josep...

El tono de Diana al pronunciar mi nombre no sonaba muy amable, a pesar de que se esforzó, como siempre, por pronunciarlo bien.

La mayoría de mis antepasados nacieron y se criaron en Miami. El único detalle exótico lo aporta mi abuelo materno, Josep. Al parecer, un hermano de mi abuela, persona revoltosa con claras veleidades comunistas, luchó en la legendaria Brigada Lincoln durante la guerra civil española del lado de la República. Allí hizo amistad con Josep, un español que ejercía de comisario político para un partido comunista, PSUC me dijeron que se llamaba. Como tantos otros, tras la victoria de Franco se vio obligado a huir del país y terminó cruzando el mundo en busca de la guapa norteamericana cuya foto le robó el corazón aquella vez que el hermano de la chica sacó la cartera para presumir de ella en la trinchera. Mi abuela.

Antes de casarse, la familia de mi abuela pidió a Josep que cambiara su nombre por el de Joseph. Aunque el macartismo no fue especialmente feroz en el sur de Estados Unidos, la represión contra comunistas, amigos de comunistas, familiares de comunistas o, simplemente, contra aquellos que sospecharan que su vecino era comunista y no lo denunciaran, fue brutal. Pero mi abuelo siempre se sintió Josep y parece que yo fui la primera oportunidad que se le presentó de sacar su nombre de pila de la clandestinidad. Durante toda mi infancia, pedir que me llamaran Yusép en un país en el que buena parte de los varones se llaman Yósef se convirtió en una especie de suplicio cotidiano. Pasada la difícil adolescencia, mi único problema con el nombre catalán es tener que deletrearlo siempre ante el funcionario de turno. Solo Diana y Richard pronuncian bien mi nombre.

Mi abuelo amaba sus raíces españolas. Cuando estábamos solos me hablaba de cosas de su tierra: comidas, bailes, ¡hasta vírgenes!, aunque él era ateo, como buen comunista. También me enseñaba palabras y frases hechas en la lengua de sus padres, el catalán, pero, sobre todo, me enseñó a hablar perfectamente español, cosa, por otra parte, útil y sencilla en Miami por la gran cantidad de gente que lo usa en su vida cotidiana.

–Sé que Rosana es tu compañera –dijo Diana. Yo, que había imaginado que iba a pedirme que no me inmiscuyera en la investigación, me di cuenta de que, de nuevo, había patinado–, y os ha pedido que metáis la nariz. No me gusta tener a los federales respirando en mi nuca, y menos aún enmendándome la plana, pero entiendo que las circunstancias son excepcionales.

Me doy cuenta de que Diana reproduce en voz alta, casi palabra por palabra, el pensamiento que yo mismo había tenido pocos minutos antes. Sentí una corriente de repentina simpatía entre ambos.

–Si la familia de una agente –continuó– lo solicita formalmente, creo que serías de cierta utilidad –hizo una pausa y me miró muy seria–. Además, quizá también aprendas algo de nuestros métodos. Puedo hablar con el jefe si lo deseas... Si no te incomoda estar a mis órdenes, claro.

Aquí, Diana, por fin, sonríe. Y yo, como de costumbre, casi pierdo los papeles.

La miro unos instantes antes de responder, intentando mantener las formas. En los últimos tiempos Diana y yo nos veíamos poco. Ni el asesinato, ni lo larguísima que había sido aquella jornada de trabajo, ni los murmullos salpicados de sollozos que se cuelan por debajo de la puerta consiguen mitigar el deseo que me provoca la sonrisa de esa rubia.

Nos complementábamos bien. Me gusta como persona y además me resulta físicamente muy atractiva.

La observo de hito en hito. Como de costumbre, se encuentra encaramada en unos altísimos, caros y ¿cómodos? tacones que la elevan sensiblemente sobre su 1,65 m de estatura. Reparo en ese momento en que hacía ya varias semanas que no me encontraba con aquella policía que tanto me gustaba, a la que hoy encuentro más amable de lo habitual, y vuelvo a preguntarme por qué nunca le había declarado mis intenciones, siquiera con indirectas. Me contesto que a veces soy un imbécil de campeonato.

–¡Josep! ¡Que te estoy hablando!

–¡Sí! ¡Perdón! –balbuceé–. Te lo agradezco. Es cierto que Rosana nos ha pedido que estemos encima del asunto en la medida de lo posible, pero esa medida ahora mismo no va mucho más allá de la cortesía. Tengo tres cadáveres en tres territorios distintos que responden a un idéntico patrón; parece un asesino en serie. Estoy coordinando la investigación y viajo mucho. Confío, además, en que el de Sussan sea un caso relativamente sencillo. Creo que todos sospechamos ya que se trata de alguien de su entorno. Ella conocía al agresor. Os arreglaréis sin mí.

–¡Vaya! ¡Qué sorpresa! –replica. Parece sinceramente contrariada–. Nunca pensé que rechazarías la invitación de una jefa de homicidios, por muy ocupado que estuvieras. Pero tranquilo, no pasa nada.

Tengo la sensación de que no es la jefa de Homicidios quien contesta sino Diana Rusvel, la rubia de los tacones, y que es la propia Diana quien se siente rechazada en una suerte de extraño juego de seducción y cortejo. Descarto ese pensamiento: «¡qué más quisieras tú!».

–Mil gracias, Diana. Lo consideraré. De verdad que agradezco tu gesto. De todas maneras, no parece necesario que un asesino sea la excusa para vernos, ¿no?

Ella ignora mi comentario.

–Si cambias de opinión, dímelo para que hable con el jefe. Es él quien decide.

–Lo pensaré. Me parece un ofrecimiento muy generoso.

–Otra cosa: mañana harán la autopsia en el Instituto Forense. Yo estaré allí desde las nueve. Si tus obligaciones te lo permiten, pásate. Me fío de tu instinto.

Miro el reloj. Las fuerzas del orden seguimos llevando reloj. Las tres de la mañana.

–¡Joder, Diana! Bueno, no importa. Allí estaré.

–Ah, una cosa más. Quería pedirte opinión sobre un asunto: el novio de la difunta es el nuevo ayudante del forense y nos ha pedido estar presente. Lo he hablado con Aly Brown, pero no hemos decidido nada aún.

–¡Claro! Dios, Diana, he estado un rato mirándolo y no sabía de qué me sonaba. Hemos coincidido pocas veces, pero ahora lo recuerdo perfectamente. ¿Mi opinión? Que no se acerque al cuerpo, pero vosotras decidís.

–Gracias, opino igual. Nos vemos en pocas horas, Josep.

A veces no entiendo a esta mujer. Sale de allí sin despedirse de la familia Graham y no me ofrece ni la mano con un gesto de «hasta luego». Sé de su alergia a mostrar efusiones en público, pero a veces exagera embutida en su disfraz de poli dura.

La cocina había recibido a más gente desconocida: dos amigas de Sussan acababan de hacer acto de presencia. Yo tenía que marcharme y descansar un poco, aunque solo fuera unas horas, y, más me valía, darme otra ducha.

Capítulo 3

Camino de casa hacía memoria sobre los miembros de la familia Graham a los que recordaba. Roman Graham había sabido extender el imperio heredado de su padre. Tenía mataderos de ganado repartidos por cinco estados, cámaras frigoríficas y también fábricas de embutidos en distintas partes del mundo. Como tantos otros, descubrió muy pronto lo rentable que era la mano de obra barata y abrió factorías en El Salvador, Bolivia y algún otro país que ahora no recuerdo.

Rosana suele ser objeto de las pullas de los compañeros, que le recordamos que no necesita trabajar por dinero. Ella no se lo toma a mal, pero, cuando se harta, contesta que su padre no se caracteriza por andar repartiendo caudales a manos llenas entre sus hijas. No obstante, Graham les había ayudado a las tres a adquirir unas viviendas inalcanzables con un sueldo de agente especial.

Horas después de la fatídica llamada de Rom, estaba de vuelta en mi casa. Apenas me crucé con nadie por el camino. Vivo en el centro de la ciudad, en Central Business District, que es precisamente donde tiene la sede la central del departamento de policía de Miami, así como los laboratorios y el instituto anatómico forense.

Mi apartamento, heredado de mi abuela, es versátil hasta para los cambios de ánimo, luces y sombras. Las ventanas de la fachada principal dan al conocido parque de Dorsey, cuya contemplación distrae y despeja la mente. En la parte opuesta, un edificio feo y enorme bloquea el paso del sol y obliga a usar luz artificial buena parte del día en esa parte de la casa.

Hace cosa de un año hice reformas y, en contra de todas las opiniones que no pedí pero tuve la paciencia de escuchar, incorporé la cocina a mi enorme salón.

Parece la casa de alguien con una economía razonablemente desahogada. Nada más lejos de la realidad: a mis cuarenta y cinco años, cargo a la espalda un divorcio que me dejó sin ánimos, sin vida social y, por supuesto, sin casa, que se quedó mi exmujer. El rescoldo positivo de aquel incendio pavoroso que fue mi divorcio es Olivia, mi preciosa hija de ocho años.

Los años previos disfruté de una cómoda, apacible y relajada vida de casado. El amor compartido –o eso creía yo– es lo que tiene, la ilusión, la compañía, el vivir menos pendiente de uno mismo y más de los demás... Eve, mi exesposa, es una mujer objetivamente guapa. Ambos conformábamos una pareja de esas que, estéticamente, llaman la atención. Olivia y mi esposa fueron mi vida durante diez años; eran la razón por la que volvía a Miami cuando podía quedarme en otra ciudad, eran la razón por la que paraba cuando un caso me volvía loco.

Vivíamos en una bonita casa a orillas del mar en la zona de Bayfront Park, en este mismo distrito. Cuando fallecieron mis padres, invertí el dinero de la nada modesta herencia en el hogar de dos enamorados que, poco después, colmaron su felicidad con el nacimiento de una niña simplemente perfecta.

Hace dos años, mi exmujer, que trabaja de ejecutiva de cuentas en una fábrica de zapatos, tuvo la mala idea de enamorarse de uno de sus clientes. Durante seis meses no levanté cabeza. Mi diálogo interno era pésimo: cada noche al acostarme me decía que al día siguiente las cosas mejorarían. Cada mañana al despertar volvía a verlo todo negro. Me sentía miserable, y ese sentimiento me acompañaba a todas partes.

Eve, mi exmujer, me pidió que me marchara de casa y me vine a vivir aquí, a la casa de la abuela. Muchas veces habíamos valorado la posibilidad de venderla y guardar el dinero en algún plan de ahorro que nos permitiera, por ejemplo, mandar a Olivia a alguna buena universidad fuera del estado. Nunca llegamos a decidirnos. Hoy me alegro de esa indecisión por razones obvias; al menos, pude cubrir mis necesidades básicas una vez que me vi solo.

Mi ficha, pues, es simple: hombre blanco, cuarenta y cinco años, soltero y sin compromiso. En este tiempo he tenido algunas citas, pero ninguna ha pasado del segundo encuentro. Llevo una vida relativamente sencilla: resuelvo casos del FBI, hago pequeñas reparaciones en la casa de la abuela, ejerzo de padre a ratos y, cada vez de manera más espaciada, juego al golf.

Siempre fui tomado por buen estudiante. Bueno, esto no es del todo cierto: siempre parecí muy trabajador, perseverante y disciplinado, y aquello acarreaba buenas calificaciones escolares. Mi padre decidió que estudiara Leyes en la Universidad de Miami. No tuve inconveniente ni tengo claro si hubiese servido de algo tenerlo. Fui primero en mi promoción y después ingresé en el departamento de Policía del condado de Miami-Dade. En el departamento, alguien decidió que mi carácter metódico y un cierto instinto me hacían idóneo para la investigación de homicidios. En varias ocasiones me tocó colaborar con los federales, lo que me permitió conocer el FBI más a fondo de lo que sería habitual para un teniente detective de homicidios, cargo que desempeñé durante años hasta que llegó una oferta «que no pude rechazar» e ingresé en Quantico.

* * *

Tengo que pedirle a mi hija que me cambie el sonido del timbre del teléfono. El que tengo es muy desagradable; siempre que suena me cabreo, y más si son cerca de las cuatro de la mañana. Había tirado la chaqueta cerca de la moderna placa de inducción que instalé en mi flamante cocina cuando hice la reforma. Me acerqué a toda prisa para rescatar el teléfono del bolsillo. En la pantalla se leía: «Aida FBI».

Aida Assag agente especial del FBI, buena amiga y conocedora de mis costumbres. Otra persona no se habría atrevido a llamarme de madrugada. No obstante, ni siquiera ella lo habría hecho de no tener una poderosísima razón y sospechar que, por alguna circunstancia, estaría despierto.

–Josep, ¿estás ya en casa? ¿Te ha dado tiempo a aporrear el piano?

Me pareció curiosa su manera de preguntar si me disponía a acostarme o me estaba levantando. Además, ese «ya en casa» me indicaba que ella sabía que yo había andado por ahí.

–No, dime, aún no –respondí–. ¿Qué se te ofrece?

–Me he enterado de lo de la hermana de Rosana. Me han dicho que has estado allí, quería que me contaras y, bueno, decirte también algo que puede ser importante.

–Todavía no hay mucho que contar, Aida. La chica, Sussan, ha aparecido con un disparo en la cabeza. Intentaron simular un suicidio, pero lo hizo alguien muy torpe. No hay indicios de lucha ni de resistencia. Parece el típico caso en el que la víctima conocía al asesino. La casa estaba cerrada, no se había forzado la cerradura... En fin, ya sabes. No han aparecido pruebas y todo el mundo es sospechoso.

Al otro extremo del teléfono, una larga pausa valorativa me hizo pensar que la comunicación se había interrumpido.

–Aida, ¿sigues ahí?

–Yo conozco al novio.

–¿A Jeffrey? Sí, también yo. Además, trabaja en el departamento forense. Estuvimos juntos hace un rato en casa de Rosana. Cuando me lo presentaron tardé en caer en la cuenta de dónde lo había visto antes. Le he sugerido a Diana Rusvel que no lo dejen intervenir en el caso. Está demasiado implicado.

Aida quedó de nuevo en silencio largo rato. Empecé a sospechar que había algo extraño en aquella llamada.

–¿De qué conoces tú al novio de Sussan? –pregunté.

–No puede ser –replicó Aida, desconcertada.

–¿Qué es lo que no puede ser?

–El novio de Sussan –continuó ella– no se llama Jeffrey sino Edward, Edward Samson. Es mi sobrino, Eddy, el hijo de mi hermana. Estoy ahora mismo en su casa y él también está aquí. Hecho polvo, por cierto.

–Aida, a ver si lo entiendo, ¿tu sobrino es forense?

–No, Josep, no es forense; tiene su propio negocio aquí en Miami. Yo he comido con ellos en casa de mi hermana más de una vez. Sé quién es la persona de la que hablas y creía que era su ex. Dice Eddy que ella lo había dejado.

Las sombras de la sospecha de un crimen pasional empezaron a cernerse en mi imaginación. Obviamente, alguien mentía.

–Me gustaría hablar con Eddy. Diana también debería estar al tanto. No trabajo oficialmente en el caso, pero me gustaría hacerle unas preguntas. ¿Es posible?

–Puedes venir ahora mismo si quieres. Yo estoy con él.

–¡Por supuesto! –respondí.

–Anota la dirección: NE 5TH St. Te esperamos.