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Ana María Shua

 

 

La guerra

 

 

 

 

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Ana María Shua, La guerra

Primera edición digital: septiembre de 2019

 

ISBN epub: 978-84-8393-648-1

 

© Ana María Shua, 2019

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2019

 

 

Colección Voces / Literatura 283

 

 

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En la Gran Guerra se lee mucho. Incluso (o sobre todo) en el frente de batalla, donde los soldados pasan días, semanas, meses, encerrados en sus trincheras. Gracias a las donaciones de libros y a un eficiente sistema de correo, los mandos militares han logrado una impecable organización de bibliotecas móviles y servicios de lectura. Tanto Estados Unidos como Alemania han enviado a sus soldados seis millones de libros. El Imperio Británico duplica esa cifra. Los mismísimos zares movilizaron cuatro millones de libros para sus soldados. Se lee, sobre todo, ficción. Hay algunos casos puntuales muy interesantes, como ese libro titulado La guerra, del que circulan unas pocas copias ajadas, amarillentas. La autora es una ignota escritora sudamericana, pero el libro está impreso en inglés, en una (supuesta) traducción de Steven J. Stewart, un obvio seudónimo de quien es, con toda probabilidad, su verdadero autor.

El escritor (o la escritora) parece familiarizado con las fantasías de H.G. Wells en la popular novela La guerra de los mundos. Los textos son brevísimos, algunos tienen relación con guerras del pasado y otros con guerras del futuro, en que la humanidad lucha contra seres provenientes de otros planetas. La idea más descabellada es, sin duda, la de una supuesta «Segunda Guerra Mundial». Al postular esta «Segunda Guerra», la que estamos viviendo hoy cambia necesariamente de nombre y se transforma, en la pluma de nuestro autor, en la «Primera Guerra Mundial». Como si la Gran Guerra no fuera suficiente para persuadirnos de que nunca más las naciones del mundo se enfrentarán en una carnicería semejante.

El arte de la guerra

El engaño

 

Dice Sun Tzu que todo el arte de la guerra se basa en el engaño. Y el escalón supremo es someter al enemigo sin luchar. El engaño conduce a la sorpresa y la sorpresa conduce a la victoria. Quien no sea capaz de engañar y por lo tanto sorprender, nunca logrará sobresalir en el arte de la guerra, de la escritura.

La Cruzada de los Niños

 

En 1212, motivados por los inspirados sermones de un niño alemán y un niño francés, treinta mil niños europeos se lanzaron a luchar contra los infieles por la restitución de Tierra Santa. Muchos días y noches de oración a las orillas del Mediterráneo no lograron que se abrieran sus aguas. Casi la mitad de los niños desertó, casi la mitad murió de hambre, enfermedades y penurias. Los dos mil restantes lograron embarcarse hacia Medio Oriente y fueron vendidos como esclavos a los turcos por los patrones de los barcos. A los analfabetos se los empleó en tareas agrícolas, en las canteras y las minas. Los que sabían leer y escribir trabajaron como traductores. A uno de ellos se atribuye la invención de este relato, que la mayor parte de los historiadores consideran falso, erróneo o legendario.

 

En la guerra y en el amor

 

En la guerra y en el amor, todo vale. Vale embaucar y mentir: el arte de la guerra es el arte del engaño, dice Sun Tzu. Vale atacar y destruir, porque quien no nos ama como amamos se transforma en enemigo. Todo vale menos arrastrarse, menos rogar, menos pedir perdón, menos entregarse, rendirse, acobardarse, todo vale, nada vale, en la guerra y en el amor, salvo matar. Porque la finalidad de la guerra no es la muerte, sino la derrota del enemigo y la finalidad del amor no es matar, sino apoderarse de su territorio. Y sin embargo…

 

Plaza Cataluña

 

En 1987 vuelve a España por primera vez. En el metro de Barcelona, una voz grabada anuncia la próxima estación: Plaza Cataluña. La mujer se echa a llorar sin consuelo, sin consuelo. En Plaza Cataluña, dice llorando, en la guerra, vi correr a un hombre sin cabeza. No se baja en Plaza Cataluña, no vuelve a España nunca más.

 

La guerra más antigua

 

En la segunda década del siglo xxi, un equipo científico descubrió en Nataruk, al norte de Kenia y a treinta kilómetros del lago Turkana, pruebas de una batalla entre dos grupos de cazadores-recolectores que vivieron hace unos diez mil años: la primera guerra documentada de la prehistoria. En la fosa común había veintisiete cadáveres de hombres, mujeres y niños muertos con violencia o con las manos atadas. Los esqueletos tienen incrustadas puntas de flechas, contusiones con garrotes en el cráneo, costillas fracturadas, manos, pies y rodillas severamente golpeados, huellas de cuchillos de piedra en el cuello. Uno de los esqueletos perteneció a una mujer joven a punto de dar a luz en el momento de su muerte. Otros cinco corresponden a niños menores de seis años. Al parecer, las guerras entre diferentes grupos de homo sapiens eran raras en aquella época, pero a partir de entonces, poco a poco, aprendieron a disfrutarlas. Siempre, desde el comienzo, con esa idea tan humana de que se no se trata de matar sino de vencer al enemigo, pero entretanto, qué placer.

 

El largo sitio

 

El sitio se hace muy largo. Es imposible aislar absolutamente una ciudad. A través de túneles, de puertas ocultas, de guardias sobornados, persiste un módico comercio que aporta los víveres necesarios para la subsistencia de sus habitantes. El sitio se eterniza. En el campamento del ejército enemigo se reemplazan algunas tiendas de campaña por viviendas de madera, todavía precarias. Los oficiales y algunos soldados toman mujeres de la región, se encariñan con sus hijos bastardos. Una generación más tarde las razones del sitio se han olvidado y un nuevo barrio, como un anillo concéntrico, rodea a la ciudad. Se destruye la muralla y se construye otra, que proteja a los nuevos pobladores. Otro ejército le pone sitio a la ciudad.

 

Más se perdió en la guerra

 

Más se perdió en la guerra, mucho más. Se perdió un perno y todos los bulones y la billetera y una mano, se perdió la vergüenza, el territorio, el pelo, la alegría, se perdió el control, los depósitos en acciones y en divisas, las ilusiones, se perdió la cabeza, la foto de casamiento de tía Nilda, el recuerdo del primer viaje a París, la receta del dulce de quinotos, las valijas, se perdió la dignidad, el muñeco de los ojos lindos, la dentadura y la cordura, se perdieron las elecciones y la elegancia y casi todos los cuadros de pintores ignotos y también los de pintores conocidos, se perdieron ciudades, se perdió el juicio, se perdió un puente y varios alfileres, se perdió lo mejor, se perdió el tiempo, las tijeras, el miedo, el cepillo de mango de nácar, la inteligencia, el tapón mucoso, y tanto se perdió, pero tanto, que juraron no hacer la guerra nunca más y juraron en falso y no cumplieron.

 

Dodos y tasmanos

 

Los aborígenes tasmanos vivían en la isla de Tasmania, al sur de Australia. No medían más de un metro sesenta de altura. Los dodos vivían en las Islas Mauricio, del océano Índico. Se calcula que pesaban entre nueve y diecisiete kilogramos, según distintas fuentes. Los dodos eran aves pero no volaban. Los tasmanos tampoco. Los dodos se cazaban como alimento, los tasmanos se cazaban para quitarles sus tierras o para convertirlos en esclavos. Los dodos no temían a los humanos y se dejaban atrapar sin huir ni resistirse. Los tasmanos luchaban contra las armas de fuego usando lanzas y garrotes de madera llamados wallies. El exterminio de los dodos no tiene nombre. Al genocidio tasmano se lo llama «la guerra negra». No fue solo la caza el agente de exterminio dodo: en las Islas Mauricio los hombres destruyeron los bosques que eran su hábitat natural, propagaron nuevas enfermedades y llevaron cerdos, monos, perros, gatos y ratas, que devoraban los huevos en sus nidos.También en Tasmania las enfermedades importadas cobraron su diezmo entre los habitantes originarios. El último dodo fue avistado oficialmente en 1662. La última mujer tasmana murió en 1876. El último varón murió aún antes, en 1860. Un miembro de la Royal Society of Tasmania mandó a confeccionar una maleta con su piel, pero fue una excepción. En términos generales, no se obtuvieron grandes provechos de los cadáveres tasmanos. Los dodos, al menos, servían para comer.

 

El llanto de Lisístrata

 

Lisístrata es una comedia musical de Aristófanes, estrenada en Atenas en el año 411 a. C. Su protagonista organiza una gran huelga sexual. Comandadas por Lisístrata, las mujeres de los dos bandos se niegan a tener sexo con sus hombres a menos que desistan de la guerra. Casi dos mil quinientos años después, las mujeres ya formamos parte del ejército. En defensa de nuestros derechos, nos negamos a ser relegadas a tareas de enfermería o de oficina y queremos combatir a la par de los varones. Lisístrata llora. Y quizás Aristófanes, su padre.

 

Ejemplos prestigiosos

 

Entre los egipcios, larga y dura es la guerra del buen Horus contra el malvado Set; en la India, los Pándavas luchan contra los Kauravas; en la Biblia las huestes de Satán luchan contra el arcángel Miguel, enviado del Señor; entre los griegos, los Titanes luchan contra los Olímpicos; entre los nórdicos, los Aesir luchan contra los Vanir; entre los mapuches Kai-kai-filu lucha contra Tren-tren-filu. Los humanos desprecian su propias elecciones, sus propias decisiones, sus humanas equivocaciones. Ilógicos, erróneos, confusos, sueñan con la perfección y el absoluto. Crean a sus dioses y a sus héroes y los hacen enfrentarse entre sí, porque necesitan ejemplos prestigiosos. Los dioses, en cambio, hacen luchar a los hombres por pura diversión, para entretenerse un rato.

 

Dualidad