Si supiera que estás ahí

Amelia de Dios Romero

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SI SUPIERA QUE ESTÁS AHÍ

© Amelia de Dios Romero, 2019

© De esta edición: Ediciones Casiopea

 

ISBN: 978-84-120504-3-1

 

Foto de cubierta: Sergey Pesterev

Diseño de cubierta: Anuska Romero y Karen Behr

 

Maquetación: Carlos Venegas

Impreso en España

Reservados todos los derechos

 

Índice

A mi padre, ya no estás, pero sé que sigues ahí.

A mi madre, quédate muchos años más.

 

Algún lugar cerca de la frontera entre Kenia y Somalia. 2011

 

Las alarmas interiores de Vera se pusieron en estado de alerta en el preciso instante en el que el jeep en el que viajaba aminoró su marcha. Miró a Lisbet y a Jensen, los dos enfermeros noruegos que hasta hacía un rato habían estado bromeando con Abdi sobre la brusquedad de su conducción, y lo que vio en sus expresiones no le gustó. Siguiendo sus miradas se fijó en la columna de humo negro que se alzaba amenazadora a lo lejos.

Vera ignoró la sensación que se le estaba formando en la boca del estómago. Cuando tomaba una decisión, no permitía que nada ni nadie se interpusiesen en su camino, y eso incluía aprensiones y miedos injustificados. Por eso, a pesar del cansancio y las advertencias del personal de la ong, no había dudado ni un segundo en imponer su presencia y la de Max, el fotógrafo que la acompañaba, en el jeep que se preparaba para llevar aprovisionamiento al equipo médico que, desde hacía dos días, estaba atendiendo heridos en un poblado a unos cien kilómetros del campo de refugiados.

—No es una buena idea. En aquella zona, no podemos garantizar vuestra seguridad y ni siquiera sabemos lo que os vais a encontrar —le había advertido Samuel Mathews, el jefe de operaciones de la organización.

—Te recuerdo que si hemos venido desde Nueva York es para comprobar personalmente los avances del proyecto que estamos financiando. —Vera había sido tajante en su respuesta, dejando claro que no estaba dispuesta a discutir. Después añadió con un tono algo más conciliador—: Poder fotografiar a los equipos médicos en plena acción es una oportunidad inesperada. Mi cliente necesita darse cuenta de que aquí no estamos hablando de ayudas burocráticas, sino de salvar vidas. Si tus equipos pueden asumir el riesgo de hacer su trabajo, nosotros también —concluyó, omitiendo el hecho de que se moría de ganas de volver a ver a Sandro, el médico que dirigía el equipo al que había que reabastecer. Vera había llegado con dos días de adelanto y quería darle la sorpresa cuanto antes.

Durante la primera parte del trayecto, la conversación fue fluida y Vera pudo hacerse una idea bastante precisa del funcionamiento cotidiano de la organización. Mientras tanto, Max se dedicaba a fotografiar lo que para ella no era más que un monótono paisaje de tierra amarilla. Sobre la ruta polvorienta iban quedando atrás familias enteras que se dirigían extenuadas hasta el campo de refugiados. Aquel lugar se convertiría en su hogar provisional durante un periodo de tiempo indeterminado: hombres llevando a cuestas sus escasas pertenencias, niños escuálidos arrastrando sus pies descalzos, mujeres vistiendo túnicas largas y velos variopintos, bebés atados a sus vientres o a sus espaldas…

A medida que el jeep se aproximaba a la frontera con Somalia, la tensión fue en aumento y pesados periodos de silencio se fueron intercalando en la conversación. Abdi, el conductor, les explicó que aunque el poblado al que se dirigían estaba en territorio keniano, aquella zona sufría a menudo incursiones de rebeldes somalíes, por lo que debían estar atentos a cualquier señal de peligro.

Con la mirada fija en aquella columna de humo negro, alrededor de la cual se podía distinguir la aldea a la que se dirigían, Vera empezó a arrepentirse de su decisión. Quizás hubiese sido más prudente esperar tranquilamente a que Sandro regresara al campo de refugiados para darle la sorpresa.

El olor a caucho quemado fue haciéndose más fuerte conforme iban superando la distancia que los separaba de su destino. Vera trató de convencerse a sí misma de que aquel humo no era una señal demasiado alarmante. Estaban en la frontera con un país en guerra y quemar neumáticos no tenía nada de extraordinario. Pero su optimismo forzado se esfumó tan pronto como descubrieron el camión de la ong, volcado y sin ruedas a la entrada del poblado.

Como siempre, en situaciones de crisis, el autocontrol que constituía uno de los rasgos más característicos de la personalidad de Vera, y que muchos tachaban de frialdad, entró en juego permitiéndole disimular su nerviosismo, analizar las cosas con calma y tratar de anticiparse a los hechos. Para ella, prepararse para lo peor era mucho más natural que alimentar falsas esperanzas y, en esos momentos, prepararse para lo peor quería decir contemplar la posibilidad de que a Sandro le hubiese ocurrido algo malo.

Detuvieron el jeep y, al apagar su motor, un silencio sepulcral lo invadió todo. Los cinco se bajaron del vehículo y empezaron a recorrer lentamente aquel poblado fantasma formado por unas cuantas casuchas destartaladas. El estado de desorden generalizado dejaba constancia del saqueo que había tenido lugar no mucho tiempo antes de su llegada.

Una mancha rojiza y viscosa sobre la tierra reseca llamó la atención de Vera. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que había otras manchas similares esparcidas por todas partes.

«Sangre —pensó—, tanta sangre y sin embargo, ningún cuerpo…».

Hasta ese momento, Vera había tratado inconscientemente de ignorar el olor nauseabundo que, mezclado con el de goma quemada, lo impregnaba todo. Continuar negando lo evidente para no sacar conclusiones se hacía cada vez más difícil: el silencio, los signos de una matanza, la ausencia de cadáveres… Aunque no lo había experimentado antes, supo que aquel hedor insoportable era carne quemada.

Siguió avanzando como una autómata a través del caos, sin percatarse realmente de la presencia de los otros a su lado…

…hasta que detrás de una choza encontraron la hoguera…

Nadie dijo nada. Nadie dio la voz de alarma. Se quedaron petrificados observando aquel amasijo de formas oscuras apiladas entre los neumáticos quemados. Ya no quedaban llamas, solamente un humo abundante y oscuro.

Mientras Vera trataba de asimilar lo que veía, el tiempo se detuvo. Sin consentir que su rostro delatase el horror que sentía, se hizo a un lado para no estorbar. A su alrededor, el shock inicial dejó paso a una actividad frenética que observó impasible sin tratar de comprender: llamadas a la base, intervención de las autoridades, llegada de responsables de las Naciones Unidas y de la ong, levantamiento de los restos…

Varios objetos encontrados en la pira hacían pensar que los miembros de la organización yacían entre los cadáveres carbonizados e irreconocibles. El sollozo ahogado de Lisbet sacó a Vera de su ensimismamiento. Habían encontrado el crucifijo que Sandro llevaba siempre colgado al cuello…

—Puede ser que te cueste creerlo, pero estamos desnudos, haciendo el amor, veo tu crucecita y pienso en mi devota abuela. —La risa franca de Sandro le retumbó en los oídos.

Vera sacudió la cabeza para apartar aquel recuerdo tan fuera de lugar. Un sentimiento de soledad absoluta la envolvió. No era la primera vez que se sentía de aquella manera; ya le ocurrió al morir su madre. Estaba segura de que tampoco sería la última; no si seguía permitiendo que otras personas se acercasen a ella lo suficiente…

«La gente que me importa siempre me deja ¿por qué sería diferente esta vez?», pensó con amargura.

Desde el momento en el que dejó que Sandro Vitali entrara en su vida, temió que terminase por abandonarla. Y, con ese temor en mente, intentó prepararse para el vacío que dejaría cuando se fuera, cuando ambos aceptasen definitivamente que sus vidas eran incompatibles… Tuvo claro que llegaría el momento en que Sandro sopesaría sus sentimientos y se daría cuenta de que no merecía la pena luchar por ella…

Ninguno de los escenarios que había imaginado la preparaba para lo que estaba ocurriendo. Su relación terminaría por falta de amor y no porque Sandro fuese ejecutado por la guerrilla…

Se humedeció los labios y saboreó el gusto salado de las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

«No estoy llorando —se dijo—. Por supuesto que no. Es este maldito humo que me irrita los ojos. Es normal que tanta barbarie me esté afectando. No le desearía este final ni a mi peor enemigo y me estaba encariñando con Sandro. Nadie merece morir de esta manera, ni siquiera alguien cuyo altruismo terminaría por costarle la vida».

Durante todo el camino de vuelta a Dadaab, Vera siguió mintiéndose a sí misma sobre sus verdaderos sentimientos y tratando de convencerse de que no estaba destrozada.

 

Capítulo 1

Nueva York

 

Nueve meses antes de la matanza, Sandro Vitali fue a Nueva York para intentar sensibilizar a la opinión pública y a los benefactores potenciales sobre la situación desesperada que se estaba viviendo en el Cuerno de África, donde los conflictos armados y la persistente sequía estaban provocando un éxodo de refugiados sin precedentes. Aunque las Naciones Unidas y la treintena de agencias humanitarias desplazadas en la región hacían lo que podían, los medios de los que disponían no eran suficientes ni siquiera para responder al flujo constante de personas que llegaba cada día a unos campos de refugiados cuya capacidad máxima había sido sobrepasada mucho tiempo atrás.

Sue Chan, la responsable de comunicación de la ong para la que trabajaba Sandro, llevaba preparando este viaje desde hacía meses. Lograr que los medios se interesasen por los temas humanitarios era difícil y hasta el momento, lo único que había conseguido era que Sandro participase en un par de entrevistas de radio y coloquios sin mayor transcendencia, lo que lamentablemente había tenido muy poca influencia sobre la opinión pública. Sue tenía la esperanza de que la conferencia de prensa de hoy, seguida por el cóctel al que habían sido invitados un gran número de financiadores de la causa humanitaria, cambiaría la tendencia y los ayudaría a conseguir los apoyos que necesitaban.

—Sue, espero que tengas razón y que todo este tinglado, que por cierto nos debe de estar costando un huevo y yema y media del otro, nos sirva para algo —protestó Sandro, al tiempo que se peleaba con el nudo de la corbata—. Parece que se os olvida que soy médico y no bufón de palacio. Debería estar en África tratando de salvar vidas y no en Nueva York montando un circo para que una pandilla de periodistas comodones y magnates desalmados se dignen, tal vez, a hacer algo para evitar lo que se avecina.

—No te lo tomes así. Sé que es difícil de aceptar pero este circo, como tú lo llamas, forma parte de los gajes del oficio. Te pasas la vida quejándote de que os faltan recursos sobre el terreno y dándonos la tabarra con todo lo que se podría mejorar si contaseis con más material, fondos, personal… —Sue se acercó a su colega y amigo y, mientras que con cariño le enderezaba el nudo de la corbata, añadió—: Lo único que te pedimos es que hagas justamente eso, que te quejes y les expliques lo que representaría su apoyo.

Sue era consciente de que la paciencia de Sandro se estaba agotando, especialmente en lo que se refería a los medios de comunicación que, según él, eran en gran parte responsables de que los filántropos y el público en general no estuviesen al corriente de la magnitud de aquella tragedia. Sin embargo, Sue tenía que hacerle entender que atraer la atención y conquistar a esos medios que él tanto despreciaba era crucial y requería insistencia y grandes dosis de paciencia. De nada servía quejarse de la poca cobertura mediática de la situación en Somalia; para las personas encargadas de seleccionar las noticias ya se había hablado suficientemente de la región cuando piratas somalíes secuestraron el buque petrolero Sirius Star a finales de 2008 y el carguero Maersk Alabama en 2009. Dado que todo aquel caos se eternizaba desde hacía años, y que nada parecía indicar que se resolvería en breve, no era ilógico que muchos prefiriesen esperar a retomar el tema cuando Angelina Jolie o cualquier otro famoso viajase a la región.

Sue conocía personalmente a un montón de periodistas y magnates de la comunicación que estaban interesados en colaborar con la causa, y lo harían si Sandro resultaba convincente en su presentación.

Del resto, de esos que tan solo buscan sensacionalismo y ven en las tragedias humanas una oportunidad para aumentar su parte de audiencia, prefería que Sandro no supiese nada. Desde luego, no tenía intención de repetirle lo que su antigua compañera de universidad, hoy presentadora de uno de los telediarios de más audiencia, le había explicado sin rubor:

—Querida, me encantaría ayudar, pero lamentablemente entre el terremoto de Haití y las inundaciones en el sudeste asiático ya hemos superado con creces el cupo que dedicamos en nuestra programación a las crisis humanitarias. Las dos tragedias han generado imágenes lo suficientemente impactantes como para ilustrar nuestros reportajes, conmover a nuestros telespectadores y animarlos a hacer donaciones. Debes comprender que no podemos avasallar al público con tanto drama o terminarían por volverse insensibles al dolor ajeno.

Incluso sabiendo que tanta estupidez no representaba, ni mucho menos, la opinión de la totalidad de la profesión, la indiferencia de su antigua compañera había conseguido ponerla de mal humor durante días. No quería ni imaginar cómo habría reaccionado Sandro si hubiese sido testigo de aquella conversación.

Entre los asistentes al evento, se encontraba Vera Durán, directora de una agencia especializada en comunicación de crisis y gestión de la reputación corporativa. Había aceptado la invitación de su amiga Sue porque llevaba tiempo buscando una causa a la que asociar a uno de sus principales clientes, un grupo farmacéutico cuya imagen de marca se había visto enturbiada por una serie de escándalos a los que había tenido que plantar cara en los últimos meses. Aunque el grupo había salido airoso de todos ellos, en parte gracias a las habilidades de Vera, les preocupaba que su reputación pudiese ser cuestionada en estos momentos en los que se preparaban para lanzar al mercado el medicamento en el que llevaban años trabajando y con el que pretendían batir todos los récords de beneficios.

Sue le había explicado a Vera con detalle lo que su organización estaba haciendo en materia de ayuda médica y nutricional en todo el continente africano, pero especialmente en el llamado Cuerno de África, una región formada por Etiopía, Eritrea, Yibuti y Somalia. Aunque había conseguido interesarle lo suficiente como para que aceptase estar hoy aquí, hasta que no vio a Sandro desenvolverse en el escenario, Vera no empezó a plantearse seriamente la participación de su cliente en aquella causa.

Sandro no era especialmente atractivo: era alto y un tanto desgarbado, tenía la nariz demasiado prominente, la mandíbula demasiado cuadrada y las cejas demasiado pobladas. Sin embargo, algo en su presencia desprendía un encanto especial. Quizá fuesen sus ojos claros de mirada penetrante y sincera o su marcado acento italiano que parecía poner música a un discurso claro y apasionado. Aunque al principio de su intervención se notaba que no estaba acostumbrado a estar frente a las cámaras, la espontaneidad con la que estaba respondiendo a las preguntas de los periodistas, alternando afirmaciones graves y concluyentes con sonrisas abiertas y comentarios distendidos, demostraba unas dotes de comunicación innatas. No era de extrañar que Sue le hubiese elegido como portavoz de su causa.

Vera intuyó que aquel médico podría dar credibilidad y contribuiría con su carisma a mejorar la imagen de su cliente si, como esperaba, llegaban a un acuerdo de colaboración.

Al terminar la conferencia de prensa, Vera se mantuvo al margen observando como Sue y Sandro se trabajaban a los asistentes al evento, repartiendo apretones de manos, intercambiando tarjetas de visita y repitiendo, una y otra vez, los mismos mensajes clave. Cuando los participantes comenzaron a despedirse, Vera aprovechó para acercarse a Sue y pedirle que le presentase al doctor Vitali.

—Sandro, te presento a mi amiga Vera Durán, directora general de una de las agencias de comunicación corporativa más importantes de la ciudad. Vera, te presento al doctor Sandro Vitali, responsable de los equipos médicos que nuestra organización tiene en Somalia y su región.

—Bueno, eso es lo que yo quisiera —precisó Sandro, al mismo tiempo que estrechaba la mano de Vera—. Uno de nuestros problemas es justamente que tenemos equipos en los países limítrofes pero no en Somalia, por lo que, en muchos casos, la ayuda que podemos proporcionar a las familias que han conseguido atravesar las fronteras llega demasiado tarde

—¿No está siendo usted un tanto catastrofista? —empezó a decir Vera—. Según tengo entendido, toda esa zona cuenta con un gran número de campos de refugiados a través de los cuales se proporcionan servicios de calidad…

La paciencia de Sandro se estaba agotando y el tono irónico y de sabelotodo que aquella mujer había utilizado terminó de sacarlo de sus casillas.

—El campo de Dadaab, donde paso la mayoría de mi tiempo, se concibió para acoger a noventa mil refugiados —la interrumpió—. A día de hoy, Dadaab alberga a más de trescientos cincuenta mil, así que dígame qué servicios de calidad podemos proporcionar. Y cada semana llegan miles de personas más, extenuadas, desnutridas, enfermas, y nosotros ni siquiera damos abasto para…

Sue intervino cortando en seco el impulsivo discurso de su colega:

—Vera, espero que disculpes al doctor Vitali cuyos modales no deben ensombrecer su competencia y dedicación absoluta a su trabajo —dijo, al tiempo que con cariño golpeaba la cabeza de su colega, consiguiendo aligerar la tensión que amenazaba con enturbiar el intercambio. Después añadió con tono de broma—: Sandro, cuántas veces te he dicho que moderes tus palabras y te atengas a los mensajes clave que con tanto esmero te he preparado. No queremos espantar a ningún benefactor potencial.

Sandro sonrió antes de encogerse de hombros con aire arrepentido.

—Sue tiene toda la razón. Le ruego que me disculpe. Aunque no es excusa para mi comportamiento, tiene que saber que no estoy acostumbrado a estos circos… —se corrigió guiñándole con descaro un ojo a Sue—; quiero decir, a estos eventos tan brillantemente organizados. —Dirigiéndose de nuevo a Vera prosiguió—: Pero dígame, señora Durán, ¿qué interés puede tener una agencia de comunicación como la suya en una organización como la nuestra?

—Por favor, llámeme Vera. Uno de mis clientes desea aportar su granito de arena a una buena causa y lo que me ha contado Sue acerca del trabajo que ustedes llevan a cabo sobre el terreno me ha hecho pensar que, quizá, su organización sea lo que hemos estado buscando.

—¿Me permite que le sea sincero? —preguntó Sandro haciendo que Sue se atragantase.

—Por favor, no solo se lo permito sino que se lo agradezco —lo animó Vera, al mismo tiempo que trataba de tranquilizar a su apurada amiga—. Sue, me conoces lo suficiente como para saber que si hay algo que no soporto, especialmente en el terreno profesional, son los charlatanes. Si trabajásemos juntos, la sinceridad tendría que ser la base de nuestra relación.

—Pues ya tenemos algo en común —añadió Sandro, con un gesto que dejó ver su satisfacción—. Si lo que está buscando su cliente es una causa fácil y mediática con final feliz garantizado, no estoy seguro de que esta sea la adecuada. Si, por el contrario, lo que está buscando es una situación urgente y desesperada, la posibilidad de contribuir a evitar o, cuando menos, aliviar una catástrofe humanitaria sin precedentes, quizá podamos plantearnos una colaboración.

Sandro siguió exponiendo la emergencia de una situación que estaba empeorando a causa de la avalancha de personas que trataban sin éxito de huir de la sequía y la guerra. Si la comunidad internacional no actuaba de inmediato y con mucha más determinación de la que había mostrado hasta ahora, tendrían que hacer frente no solo a epidemias de enfermedades que, dados los elevados índices de desnutrición, se cobrarían la vida de miles de personas, sino también a la primera hambruna del siglo xxi.

—Si la situación es tan desesperada como dice, ¿por qué no se está haciendo más al respecto? ¿Por qué se ha permitido que las cosas degeneren de la manera en que, según usted, lo han hecho? —preguntó Vera en el momento en que se unía al grupo un señor de pelo cano y aire distinguido que Sue presentó como Mark Talbot, presidente del consejo de administración de la organización.

—Si me permite, señorita Durán, seré yo el que conteste a su pregunta —propuso Talbot—. Para explicar la situación en Somalia y su región habría que mencionar una serie de factores históricos, políticos y económicos de gran transcendencia. Tratar de encontrar una solución sencilla y eficaz a una crisis multidimensional y tan compleja no solo sería imposible, sino también ingenuo e irresponsable. Sin embargo, me atrevería a decir que uno de los principales problemas o, por lo menos, una de las razones que podría explicar la incapacidad de la comunidad internacional a producir resultados concretos, es el hecho de que desvinculamos la ayuda al desarrollo de la ayuda humanitaria, es decir, que los organismos encargados de llevar a cabo medidas estructurales a largo plazo y los que se ocupan de intervenir en una crisis, hablan poco entre sí y coordinan aún menos sus esfuerzos. A eso hay que añadir que, en materia de intervención humanitaria, somos reacios a prevenir antes que curar: se tiende a exigir pruebas concretas de que está sucediendo una tragedia antes de desbloquear los recursos que, a lo mejor, hubiesen permitido, si no impedirla, por lo menos atenuarla. Y la corrupción que abunda entre las autoridades a cargo de distribuir la ayuda no contribuye a disipar las dudas de mecenas y agencias internacionales.

Mark Talbot había hablado con mucha menos pasión que su colega, pero sus palabras corroboraban lo que se había expuesto hasta ahora. Sue, que hasta ese momento se había limitado a asentir con la cabeza, habló de manera tranquila pero sin ocultar su preocupación.

—Y todo eso sin mencionar el hecho de que en los últimos años han surgido una serie de grupos violentos que afianzan su poder haciendo imposible la distribución de ayuda humanitaria, prohibiendo la entrada de ciertas ong en su territorio, destruyendo las pocas infraestructuras existentes o atacando directamente a los trabajadores humanitarios.

Sandro volvió a tomar la palabra disimulando apenas su irritación:

—Hace tiempo que deberíamos haber concentrado nuestros esfuerzos en conseguir una solución a medio y largo plazo. Favorecer una solución política menos utópica a los conflictos armados, impulsar el desarrollo sostenible, fomentar y garantizar la inversión extranjera, iniciar un programa de erradicación de armas… Eso sin mencionar la responsabilidad que todos los países deberían asumir acogiendo cuotas de refugiados, o la posibilidad de favorecer la libre circulación de los habitantes de Dadaab —permitir que puedan buscar trabajo y salir del gueto permanente en el que se les ha metido—. Si hubiésemos dedicado a alcanzar esos objetivos, tan solo, una parte del dinero que nos gastamos anualmente para proteger nuestros navíos mercantes de los piratas somalíes, quizá no habríamos llegado a esta situación. —Sandro hizo una breve pausa y prosiguió con tono menos intenso—. No me malinterprete, todo eso debería seguir, o mejor dicho, empezar a ser parte del plan de acción internacional. Pero, hoy por hoy, debemos actuar con la urgencia y al nivel que exige una situación de semejante magnitud. Estimaciones sólidas hablan de diez millones de personas necesitadas de ayuda alimentaria, más de dos millones de niños desnutridos, miles de somalíes cruzando las fronteras diariamente. Y eso sin mencionar las ejecuciones sumarias, las amputaciones, torturas y demás violaciones de los derechos humanos que quedan impunes a diario…

Mientras que Sandro seguía hablando, Vera se fijó en cómo sus manos acompañaban su razonamiento, enfatizándolo y dando relevancia a sus palabras con cada gesto.

—Todo eso es muy interesante, pero demasiado abstracto. ¿Qué es lo que podrían hacer en concreto si tuviesen los medios suficientes? —preguntó Vera, para tener una idea más clara de las oportunidades de colaboración y el nivel de inversión que cada una de ellas supondría antes de hablar con su cliente.

Sandro miró a su presidente y a Sue pidiendo su aprobación para contestar a la pregunta.

—A corto plazo tenemos que llevar los servicios médicos a las víctimas sin esperar a que estas lleguen hasta nosotros, principalmente en la zona central y del sur de Somalia que es donde la situación es más desesperada. —Aunque fue Sandro el que respondió, Talbot y Sue aprobaron con la mirada—. Para eso necesitamos unidades móviles. A medio y largo plazo tendríamos que construir servicios médicos en la región, habilitar al personal local para atenderlos y asegurar vías de abastecimiento de medicinas y material sanitario. Para conseguirlo, tenemos que entrar en negociaciones serias con Al-Shabaab, el grupo islamista que, nos guste o no, controla toda esa región.

—¿Al-Shabaab?, ¿el grupo que el Gobierno americano ha incluido en la lista oficial de organizaciones terroristas? Ya sabe, la lista negra de la que hay que mantenerse apartado o atenerse a las represalias. —Vera soltó una risita espontánea antes de añadir con tono divertido—: Si me lo permite, doctor Vitali, ahora seré yo la que sea totalmente sincera: no sé si es usted un visionario o un idealista ingenuo e inconsciente. Lo que tengo claro es que el realismo pragmático no forma parte de sus puntos fuertes.

—¡Touché! —Sandro dejó escapar una carcajada—. Le permito la sinceridad, y hasta que se burle de mí, pero solo si deja de llamarme doctor Vitali —añadió con mirada cómplice a la que Vera respondió con una inclinación de cabeza.

—En fin, sé que tienen que atender al resto de los invitados, así que no creo que este sea ni el lugar ni el momento adecuado para seguir esta conversación. ¿Qué les parece si organizamos una reunión en mi oficina para hablar más en profundidad de sus proyectos y de las diferentes posibilidades de colaboración entre ustedes y mi cliente? —propuso Vera, consciente de las limitaciones que aquel escenario presentaba.

Antes de despedirse, Sue se comprometió a llamar a Vera al día siguiente para concretar los detalles de dicha reunión.

En el taxi de regreso a casa, Vera no dejó de pensar en Sandro, que para ella representaba todo un enigma: un hombre inteligente y carismático que podría triunfar en cualquier contexto profesional, pero que había elegido instalarse en un agujero remoto para luchar por una causa desesperada y sin solución aparente.

Sandro también estuvo pensando en Vera.

Hacía casi tres años que Raffaella había fallecido y, sin embargo, cada noche, antes de quedarse dormido, recordaba a la mujer con la que probablemente habría pasado el resto de su vida si el destino y el cáncer se lo hubiesen permitido. Esta noche era Vera la que ocupaba sus pensamientos.

Aunque Sandro no se fijaba demasiado en la apariencia, hubiese tenido que ser de piedra para no apreciar la belleza de aquella esbelta mujer de ojos verde intenso y melena dorada. Sin embargo, lo que más le había llamado la atención era su manera de razonar y de expresar sus opiniones de forma directa y clara.

Sandro siguió dando vueltas en la cama. No conseguía quitarse a Vera de la cabeza. No estaba acostumbrado a que ninguna mujer lo perturbase de aquella manera. Se dio cuenta de que esperaba con impaciencia la reunión prevista, no solo porque podía suponer más recursos para su organización sino porque además le daba la oportunidad de volver a ver a Vera.

Por primera vez en mucho tiempo, aquella noche no fueron los ojos de Raffaella la última imagen que retuvo su mente antes de quedarse dormido.

 

Capítulo 2

Campo de refugiados de Dadaab (Kenia)

 

Hacía algunas semanas que Alma Uriarte había vuelto a escribir en el diario que empezó cuando era niña y al que recurría cada vez que los acontecimientos la sobrepasaban. De pequeña, había alimentado la creencia irracional de que plasmando sus miedos sobre el papel los exorcizaba y de que dejando constancia escrita de sus deseos y esperanzas ayudaba a que se realizasen. Hoy lo hacía porque quería creer que mientras continuara escribiendo, Andrew, el hombre con el que había vivido hasta que desapareció en Somalia sin dejar rastro, seguiría con vida. En cierto modo, la escritura le permitía mantener un vínculo con él, compartir lo que pensaba y sentía y aferrarse a la esperanza de que volverían a reunirse.

Puesto que ir a Somalia era imposible a causa de la guerra, Alma vino a Kenia para estar lo más cerca posible del lugar donde su amado desapareció. Había llegado al campo de refugiados de Dadaab hacía algo más de dos meses, pero tenía la impresión de que había sido hacía una eternidad. Quizá se debiese a que la vida aquí era agotadora, física, mental y anímicamente. La mayoría de los días se sentía abrumada por el trabajo y volvía a su tienda sin fuerzas ni ganas de pensar y mucho menos de escribir. Sin embargo, jamás se acostaba sin haber escrito algo que le hubiese gustado compartir con Andrew.

Aunque de manera general Alma era una persona optimista y valiente, en los últimos meses su estado de ánimo tenía tendencia a decaer. La miseria que la rodeaba en aquel lugar no contribuía a su positividad. La última vez que habló con su madre por teléfono, le confesó que a menudo se sentía apabullada e impotente:

—Mamá, me siento como una hormiga en medio del océano tratando de tapar con arena los agujeros de una barca que se hunde sin remedio.

—Hija, cada vez te entiendo menos. La muerte repentina de tu hermana nos afectó a todos… —La voz de su madre se quebró unos instantes antes de añadir—: …Comprendimos que quisieras dar un vuelco a tu vida y, por eso, aceptamos sin protestar que dejases tu trabajo, rompieses tu compromiso con Fernando y te volcases en la escultura… Lo de irte a vivir a Australia con un hombre al que apenas conocías nos pareció una locura pero entendimos que lo hacías por amor… Era difícil tenerte tan lejos pero al menos volvíamos a verte feliz… Tiene que ser horrible que la persona a la que tanto amas y por la que lo has dejado todo, desaparezca de repente… —Su madre estaba tratando de mostrarse comprensiva pero la preocupación que sentía terminó por poner en evidencia su frustración—. Pero dime, hija, ¿cómo quieres que entendamos que te hayas ido a África? ¿Qué consigues pasando apuros y poniéndote en peligro? ¿Qué pretendes lograr? Sabes que lo único que puedes hacer por Andrew es rezar. Por favor, Almita, vuelve a casa; déjanos acompañarte, rezar contigo… Ya he perdido a una hija, no quiero perder a la que me queda…

Cada vez que hablaban, la conversación se terminaba de la misma manera: su madre llorando y Alma sintiéndose culpable por ello. Comprendía el dolor y los miedos de su familia y le apenaba oír a su madre tan hundida. No obstante, no podía ofrecerle lo único que sabía que la aliviaría relativamente, su vuelta a México. Así que, como siempre, se despedía prometiéndose a sí misma no volver a llamarla hasta que pudiese darle alguna buena noticia.

Aunque jamás lo reconocería, muchas veces, en los momentos de mayor desesperación, se dejaba tentar por la posibilidad de abandonar Dadaab y volver a casa con su familia. No pintaba nada en aquel campo de refugiados; no había nada que ella pudiese hacer para encontrar a Andrew, así que igual daba que estuviese en Kenia, México o Australia.

Cada día tenía que convivir impotente con el sufrimiento humano, la enfermedad, el hambre, las consecuencias de una guerra interminable sobre los más vulnerables… No poder hacer más por esa pobre gente era muy difícil para ella pues añadía y amplificaba la frustración que sentía al no poder hacer nada por Andrew. Tan solo esperar, escribir en su diario y rogar al cielo que lo protegiese y se lo devolviese pronto.

A veces estaba a punto de tirar la toalla y volver a México. Pero entonces, algo ocurría que volvía a darle fuerzas y hacerle sentir que, hasta que Andrew volviese, su sitio estaba allí. Podía ser algo tan insignificante como ver las caritas maravilladas de los niños a los que les estaba dibujando un cuento —a falta de poder contárselo en una lengua extraña—, seguir cada lámina emocionados. El tiempo que duraba una historia de leones, guerreros y princesas, Alma sentía que estaba en su mano hacerles olvidar el lugar donde estaban y las circunstancias por las que habían llegado hasta él.

En esos momentos, volvía a alegrarse de estar en Dadaab, y reconocía que al menos allí estaba tan ocupada que algunos días pasaban sin que tuviese tiempo de atormentarse pensando en lo que podía estar sufriendo Andrew. En casa, estaría volviéndose loca.

Aquella noche, a pesar del cansancio, Alma no conseguía dormir; no dejaba de pensar en la muerte brutal de sus colegas. Salió de la tienda para no despertar a sus compañeras y, sintiendo la necesidad de escucharse a sí misma para asimilar lo ocurrido, se puso a escribir en su gastado diario:

Cuando decido escuchar a la optimista que hay en mí y empiezo a alimentar la esperanza de que las cosas van a mejorar y que pronto volveré a tener a Andy a mi lado, la realidad gruñe de nuevo y enseña feroz sus dientes haciéndome recordar dónde estoy y lo inútil que me siento.

Hace unos días llegó al campo de refugiados un joven malherido. Su aldea había sido atacada por un grupo de rebeldes armados que habían saqueado, violado y matado a muchos de sus habitantes en represalia al apoyo que supuestamente el poblado había prestado a los prófugos somalíes que diariamente atraviesan la frontera.

El doctor Vitali, dos de las enfermeras recién llegadas y un traductor, salieron inmediatamente hacia la aldea del muchacho para prestar ayuda a las víctimas del ataque. Cuando estaban llevando a cabo su misión, los rebeldes volvieron y les cortaron la cabeza, a ellos y al resto de los habitantes del poblado.

Después apilaron los cadáveres y los prendieron fuego…

Va a pasar algún tiempo antes de que podamos identificar oficialmente a los cuatro miembros de nuestra organización entre los restos calcinados e irreconocibles. Aunque a todos nos gustaría creer que nuestros compañeros han sido secuestrados y que siguen con vida, los objetos encontrados en el lugar de la masacre apuntan a lo peor: el crucifijo del doctor Vitali, los dientes de oro sobre los que Hassan siempre estaba bromeando, la tarjeta de identificación de Meena entre las cenizas…

La violencia siempre me horroriza, pero cuando además es tan gratuita y absurda me indigna y me desespera. No quedaban hombres en la aldea, solo mujeres, niños y personal sanitario ayudando… ¿Por qué exterminarlos?

Sandro era una de las personas más altruistas, apasionadas y tenaces que he conocido nunca. Toda una inspiración. Me pregunto cómo afectará su ausencia a la moral y a la motivación de todos los que trabajábamos con él…

Vera Durán, la mujer de la que él tanto me hablaba, acababa de llegar y formaba parte del grupo que encontró la siniestra hoguera.

Sandro esperaba su visita con impaciencia y ella llegó dos días antes de lo previsto… si en vez de dos hubiesen sido cuatro, habría podido verla una vez más…

Me contó que solo llevaban saliendo juntos unos meses, pero era evidente que estaba loco por ella. El otro día, medio en broma, medio en serio, me dio a entender que tenía la intención de pedirle que se casase con él.

No es de extrañar que Sandro estuviese colado por Vera. Es una mujer muy hermosa, y parece tan inteligente y segura de sí misma…

Sin embargo, hay algo en ella que me desagrada profundamente; y es algo más que el hecho de que tenga a todos los hombres de la organización babeando a su paso. Aunque admito que eso es bastante exasperante.

Quizá lo que me disgusta sea la manera en que ha reaccionado ante la muerte del hombre con el que estaba saliendo —si Sandro iba a proponerle matrimonio, me niego a creer que su relación no era más que un coqueteo sin importancia—. Durante la ceremonia que se organizó en memoria de nuestros compañeros, Vera se mantuvo al margen, distante, afectada pero sin más… A juzgar por su actitud, casi se podría pensar que Sandro y ella apenas se conocían.

Ayer pasé una buena parte del día enseñándoles, a ella y a Max, el fotógrafo que la acompaña, los cinco campamentos que componen el conjunto de Dadaab. Hizo muchas preguntas sobre el funcionamiento interno de los campos y la manera en que son acogidos los recién llegados. También se entrevistó con varios responsables de algunas de las otras organizaciones que aquí intervienen.

Durante todo el tiempo que pasamos juntas, ni una sola vez me preguntó por Sandro o por lo que habían sido sus últimos días. Y eso que sabía perfectamente que yo trabajaba constantemente con él. Tan solo en una ocasión, cuando estaba hablando con Samuel, el jefe de operaciones de nuestra organización, preguntó sobre las consecuencias que el incidente tendría sobre el proyecto que está financiando su cliente. ¡El incidente!, así es como la muy bruja se refirió a los asesinatos de Sandro y su equipo.

No debería llamarla bruja… como mucho, mala persona. Porque hay que ser mala persona para poder hablar con tanto desenfado de algo así.

Samuel se esforzó para asegurarle que, por muy lamentable que hubiese sido la pérdida, la organización seguiría avanzando y cumpliendo su cometido. La explicación pareció satisfacer a Vera que, sin más, siguió haciendo preguntas sobre otros temas.

Sé que hago mal juzgándola tan duramente. Para empezar, ni siquiera estoy segura de que lo que Sandro sentía por ella fuese recíproco. ¿Y si fuese él quien se hubiese estado montando películas románticas en la cabeza? ¿Que tendría de extraño que, desde la distancia y la desgracia, hubiese exagerado y tratado de aferrarse a cualquier sentimiento que le permitiese seguir luchando? Aunque Sandro no me parecía el tipo de hombre soñador y fantasioso.

No me gusta la frialdad de Vera, pero ¿la juzgaría menos duramente si la viese llorando por las esquinas, compartiendo con todos su pérdida? ¿Sería justo? ¿No debería admirar su serenidad y autocontrol? Además, quizás una parte de lo que me parece frialdad excesiva sea debida al shock; ni siquiera consigo imaginar lo traumático que debió ser encontrar la hoguera…

Yo, más que nadie, debería aceptar que ante una situación extrema, cada persona reacciona y expresa sus sentimientos de manera diferente… ¿Acaso no fui capaz de sobreponerme a la muerte de Teresa rompiendo con todo lo que había sido mi vida hasta ese momento?

Ojalá pudiese volver a encontrar ese ímpetu hoy, cuando me siento tan acobardada e incapaz de hacer frente a la posibilidad de que Andrew no vuelva…

¿Y si, desde fuera, el hecho de que yo tampoco esté llorando mi pérdida pueda hacer pensar a la gente que no me importa? No lloro porque hacerlo significaría empezar a aceptar algo a lo que me niego…

Si soy sincera conmigo misma, tengo que reconocer que aunque apreciaba de veras a Sandro, su muerte no solo me está afectando porque ha sido salvaje e injusta, sino también porque me obliga a considerar, aunque no quiera, el hecho de que quizá no volveré a ver a Andy con vida.

¿Y si hubiese sufrido la misma suerte que Sandro?

¿Y si estuviese esperándolo en vano?

Andy es mi razón de vivir. A veces siento su ausencia como una presión en el pecho que no me deja respir…

Los ojos de Alma se llenaron de lágrimas y durante un momento, no pudo seguir escribiendo. Posó el cuaderno sobre su regazo y se quedó mirando una polilla que revoloteaba en torno a la lámpara portátil a su lado.

Llevaba todo el día tratando de olvidar que hoy hacía exactamente tres meses que había oído la voz Andrew por última vez:

—Hemos llegado bien y todo va como estaba previsto. Así que deja de preocuparte y piensa en cómo vamos a celebrar mi regreso. Aunque ya sabes que yo no necesito ideas. —La calidad de la comunicación era bastante mala y Alma sabía que Andrew no podía enrollarse demasiado—. Bueno, enana, te tengo que dejar. Te llamo en unos días. Te quiero.

Antes de colgar Alma oyó un estallido de risotadas y comentarios jocosos entre los que reconoció las voces de algunos de los compañeros de Andrew:

—Sí, Alma, te queremos. Piensa en cómo vamos a celebrar…

Y desde entonces no había vuelto a saber nada de él. Tres meses sin una noticia…

Aunque tres meses era un cuarto del tiempo que habían vivido juntos, tenía la sensación de que, por muy breve que pareciese, ese año había sido la parte más importante de su vida: como si el objetivo último de todo lo que había vivido hasta ese momento hubiera sido prepararla para encontrar a Andrew en su camino.

Alma había empezado a dar un giro radical a su vida antes de que el australiano entrase en ella, pero hasta que lo conoció y se enamoró locamente de él no vio su futuro con claridad.

¿Cómo aceptar sin resistencia que la fatalidad le arrebatase una vez más y tan injustamente lo que más quería, aquello sin lo que no quería seguir viviendo?

La ausencia de Andrew era tan difícil de soportar que a veces se preguntaba si no sería menos doloroso rendirse y aceptar su muerte, resignarse y tratar de afrontar cada día hasta que el paso del tiempo fuese haciendo tolerable el sufrimiento. En esos momentos, si pudiera elegir, quizá volvería a su antigua vida, esa vida que compartía con su hermana y que hoy parecía tan lejana y ajena…

Alma y Teresa, su hermana gemela, eran las hijas menores de un magnate mejicano. Vinieron al mundo entre algodones, sin tener nunca que afrontar dificultad alguna, avanzando despreocupadas por el universo de bienestar que compartían con sus padres y sus dos hermanos mayores.

Aunque estaban muy unidas, y físicamente eran idénticas, sus personalidades no podían ser más diferentes. Alma era disciplinada, tranquila y obediente; Teresa era una rebelde sin causa, alegre y despreocupada. Las dos estudiaron en los mejores colegios, pero mientras que Alma era siempre la primera de su clase, a Teresa la expulsaban a menudo por cuestiones de conducta: incumplir las normas, oponerse a la autoridad, sublevar a los otros alumnos. Alma cursó estudios de negocios y se graduó con honores en la universidad de Stanford. Teresa prefirió quedarse en México y apuntarse a diferentes talleres de arte dramático y escritura teatral. Al terminar la carrera, Alma empezó a trabajar en una de las empresas familiares mientras que Teresa se unió a una compañía de teatro itinerante.

Alma adoraba a Teresa y admiraba su valentía. Teresa se sentía muy orgullosa de los logros de su «hermana pequeña», como solía llamarla a pesar de que Alma era menor que ella por solo unos minutos. Aunque no se veían tan a menudo como quisieran, se hablaban por teléfono varias veces por semana y trataban de juntarse cada vez que podían.

Hasta aquella fatídica noche en que, volviendo de una representación en Puebla, el autocar donde viajaba la compañía teatral se salió de la carretera y dio varias vueltas de campana antes de estrellarse en el fondo de un barranco.

En ese preciso instante, Alma se despertó súbitamente. Al abrir los ojos vio a su hermana sentada en el sofá frente a su cama. Teresa le dirigió su cálida sonrisa antes de desvanecerse en el aire. Alma pensó que había sido un sueño y no le dio importancia. Trató de volver a dormirse pero la extraña sensación de agobio que se había instalado en su estómago se lo impidió. Así que siguió dando vueltas en la cama hasta que su hermano mayor la llamó para anunciarle la terrible noticia.

La muerte de su hermana la sumergió en una melancolía que hasta entonces no había experimentado nunca, no solo por la pérdida en sí, sino porque esta la obligaba a contemplar lo frágil de la existencia.

Alma había vivido confiada el día a día, convencida de que tenía por delante todo el tiempo del mundo y de que podía replantearse sus decisiones y cambiar de dirección siempre que le apeteciese. Si alguna vez había sentido sed de aventura, la había satisfecho a través de Teresa. Su muerte repentina le hizo darse cuenta de que el tiempo podía agotarse sin previo aviso, sin permitirle corregir errores o recuperar las oportunidades perdidas.

Al hacer el balance de lo que había sido su vida, Alma tuvo la sensación de que a diferencia de su hermana, que había luchado por sus sueños, ella se había limitado a cumplir las expectativas que los demás habían puesto en ella, sin jamás plantearse si coincidían con sus propias aspiraciones.

Sus estudios, su carrera, su matrimonio inminente… las únicas decisiones transcendentales que había tomado en la vida, las había tomado a la ligera, quizá por comodidad para no contrariar a los demás. Hasta ahora no se había dado cuenta de que, tanto si habían sido propias como si no, todas y cada una de esas decisiones habían ido marcando su futuro y haciendo de ella la persona en la que se había convertido.

A estas alturas, no tenía ni la más remota idea de quién era en realidad. No sabía lo que esperaba de la vida o dónde pretendía llegar pues para eso habría tenido que interrogarse a sí misma.

Obligada por las circunstancias, Alma se preguntó si había sido verdaderamente feliz alguna vez. La felicidad tenía que ser algo más que avanzar despreocupada y sin problemas.

Durante algunas semanas llegó incluso a pensar que si no lo había sido hasta ahora, ya era demasiado tarde para ella pues la muerte de Teresa, la hermana gemela que había estado a su lado desde siempre, la amiga con la que había compartido cada secreto, desengaño o alegría, hacía la perspectiva de felicidad real inalcanzable.

Pero lo que en un primer momento había sido un dolor inmenso y paralizante, se fue transformando en ganas de vivir y de hacerlo más intensamente que nunca. Se lo debía a Teresa. Buscarse a sí misma, intentar descubrir sus anhelos y sus sueños, y luchar por alcanzarlos sería la mejor manera de rendir homenaje a su hermana y no permitir que su muerte hubiese sido en vano.

A partir de ese momento, cada paso que Alma dio lo hizo con Teresa en mente. Y fue así como decidió tomar las riendas de su vida y averiguar hacia dónde quería que la llevaran.

Lo primero que hizo fue romper su compromiso con Fernando Garmendia, ese buen amigo al que tanto apreciaba y con el que se iba a casar pero del que no estaba enamorada, a pesar de que, al menos desde fuera, pareciesen la pareja perfecta. Fernando trató de convencerla para que no tomara una decisión tan definitiva en aquellos momentos de luto, pero pronto comprendió que no la haría cambiar de opinión y la dejó marchar.

Después, Alma dimitió del puesto que ocupaba, desde su graduación, en el Departamento de Fusiones y Adquisiciones de la empresa familiar. Aquel trabajo nunca le interesó realmente, pero lo aceptó porque se daba por sentado que era el deber de toda buena Uriarte.