Portada: La ceguera del cangrejo. Alexis Ravelo
Portadilla: La ceguera del cangrejo. Alexis Ravelo

 

Edición en formato digital: abril de 2019

 

En cubierta: fotografía de © Wjarek / Shutterstock.com

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Alexis Ravelo, 2019

Autor representado por
The Ella Sher Literary Agency, www.ellasher.com

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17860-35-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

En Lanzarote está mi verdad.

CÉSAR MANRIQUE

 

Por qué José Ángel Fuentes Medina compró una navaja de las pensadas para matar y por qué le dio el uso para el que había sido concebida es algo que la instrucción del sumario (con su inventario de nombres, fechas, lugares, circunstancias y grados de premeditación) pretende haber aclarado de forma meridiana. Pero el desvelamiento de sus motivos últimos (o primeros) está más allá del ámbito de su competencia. Así que no está tan claro ni es tan evidente por qué Ángel Fuentes hizo lo que hizo. Resultaría brutalmente sencillo decir, como han dicho tantos, que Fuentes era un perturbado o que, sin serlo, la locura hizo presa en él en algún momento, que el dolor lo llevó a obsesionarse y dar rienda suelta a unos celos enfermizos. Yo me niego a creer que todo sea tan fácil. Al margen de etiquetas patológicas, tiene que existir algún hecho, oculto entre los silencios del proceso, que dé una explicación o, al menos, otorgue un poco de lógica a sus acciones, más allá de la versión oficial.

Y acaso la mejor manera de comenzar a hacerse esas preguntas sea repetir y contestar aquellas que sí parecen tener respuesta. Para empezar, por qué Ángel Fuentes vino a Lanzarote.

 

Ángel Fuentes vino a Lanzarote porque en Lanzarote había muerto Olga Herrera. Y Olga había venido porque aquí había vivido César Manrique, porque estaba a punto de terminar su libro, porque no sabía que moriría sin hacerlo. Contra todo pronóstico, en uno de esos paisajes en los que jamás piensas que te alcanzará la muerte, Olga encontró la suya junto al mar que había amado. Irónicamente, ella siempre afirmaba que el mar era lo que le daba la vida. Solía decírselo en las raras ocasiones en que podían compartir un rato de playa o cuando surgía el asunto de un posible destino de Ángel en los Pirineos: «El mar me da la vida; yo no sé vivir tierra adentro».

Isleño como ella, Ángel solo veía en eso una más de las muchas peculiaridades de Olga, aquellas que había aprendido a aceptar y sin las cuales, muy probablemente, no habría sido la mujer que había borrado a todas las demás mujeres del mundo. Eso sí: nunca estuvo seguro de que a ella le ocurriera lo mismo, de que para ella él fuese el único hombre.

Mientras Olga acababa su libro yendo y viniendo entre Lanzarote y Gran Canaria como antes había hecho con Madrid o Nueva York (donde César Manrique también había vivido), pero con la ventaja de la cercanía, él había estado en el Líbano igual que antes en Afganistán y en Mali, centrado en hacer su trabajo y mantener intacto su propio pellejo hasta el final de la misión, con pocos permisos y casi ninguna posibilidad de seguir sosteniendo aquella relación que, no obstante, continuaba viva y creciendo día a día, pese a la distancia o acaso gracias a ella. Pero no podía evitar fogonazos en los que imaginaba a Olga perdiéndose entre los brazos de otro hombre, alguien sin nombre ni rostro que iba imponiendo entre ellos una distancia peor que la física. Ella, sin embargo, lograba borrar todas aquellas ensoñaciones de la infamia con una sola llamada telefónica, con un mensaje o un email, con la calidez que desplegaba en cada uno de los raros permisos de Ángel, con gestos generosos como el de aquella ocasión en que había regresado de Nueva York solo para pasar junto a él cuatro días de permiso que a ambos les supieron a poco. Pero después, cuando las circunstancias volvían a separarlos, regresaban los temores de Ángel, quizá porque nunca acabó de creerse del todo que alguien como Olga pudiera conformarse con un tipo como él. Lo aterraba pensar que algo que no fuera la geografía acabara alejándolos. Y ahora, pese a las fotos de Míster Sonrisas (que habían puesto cara a su fantasma particular), se llamaba imbécil por haber pensado así, por perder tanto tiempo del poco que había podido disfrutar de ella en aquellas inseguridades, aquellos celos, aquellos complejos de inferioridad, porque al fin quien se la había arrebatado no había sido otro hombre, sino la muerte, y Ángel había acabado sintiendo la rara tristeza que suele dejar aquello que uno mismo se ha negado por tozudez, ignorancia o miedo.

LA LLEGADA

 

El hotel era profuso en cartelitos que prohibían fumar y amenazaba con recargar la factura de los infractores con setenta y cinco euros en concepto de «limpieza profunda de la habitación». Ángel Fuentes se había alojado en establecimientos donde la limpieza profunda de la habitación era más cara, pero cuando estaba en su casa tampoco solía fumar en su dormitorio: era una de las pocas restricciones que Olga había impuesto en su cotidianeidad y él la había convertido en norma. Así que salió al balcón para fumar un cigarrillo y comprobar, de paso, que le habían dado justo lo que había reservado por internet: una habitación doble con vistas al mar. Y el mar era el gigantesco animal dormido que había allí, al otro lado de la carretera, tumbado sobre la costa entre el islote del Francés y la punta de La Lagarta, de un verde y un azul que, pronto lo comprobaría, nunca eran los mismos; una alfombra falsamente llana que, de haber podido atravesarla en línea recta desde donde se encontraba, lo habría llevado al Sáhara Occidental, acaso a algún punto desolado de la inmensidad que se extiende entre Akhfennir y Tarfaya. Pensó, sin poder evitarlo, en otros desiertos en los que había estado, en la inmensidad arenosa entre Irak y Arabia Saudí, en el desierto de Registán, en toda aquella belleza y todo aquel miedo, mientras miraba la estampa cercana: la chica que se bañaba con su perro lanudo en la caletilla que había entre el Puente de las Bolas y el Nuevo, los turistas que cruzaban ambos, el taxista de la parada cercana que se entretenía, como quien echa millo a las palomas, arrojando pan a las lisas que frecuentaban los bajíos.

El Puente de las Bolas se llamaba así por las dos esferas de piedra que coronaban las columnas de un puente levadizo que ya no volvería a elevarse, porque el Castillo de San Gabriel ya no servía para defenderse, sino como museo y zona de recreo. Ángel se acordó de la base Miguel de Cervantes, de donde había regresado hacía unas semanas, y la soñó convertida en un enorme parque público para la gente de Marjayún. Eso fue durante solo unos segundos, los que tardó en darse cuenta de que ya casi se había acabado el cigarrillo. En el balcón no había cenicero, así que, sin miramiento alguno, arrojó la colilla a la calle y entró para deshacer la maleta. Tenía ropa para una semana. Si se quedaba más tiempo, ya vería si compraba o lavaba.

Aunque estuviese algo anticuada, la habitación era amable y luminosa: la puerta se abría con una llave convencional y no con una de esas tarjetas magnéticas, el suelo estaba cubierto por una castigada moqueta gris y el ropero era un enorme armario empotrado. Junto a las puertas acristaladas del balcón, había un escritorio amplio, de los que se compran por lotes para oficinas. Sobre él había una bandeja con un calentador de agua, un par de tazas y sobrecitos de infusiones y de azúcar. Bajo la mesa descubrió una neverita. Pronosticó cervezas, un bote de nescafé, paquetes de papas o de frutos secos que le entretuvieran el hambre en los ratos muertos. Cerca de allí habría algún sitio donde comprarlos.

Dedicó un rato a organizarse un pequeño despacho en el hueco que dejaba la bandeja. Situó su portátil y, junto a él, puso un bloc escolar y un bolígrafo. Después comenzó a sacar del bolso de viaje las cosas de Olga, esparciéndolas en principio sobre la cama, para luego ir acomodándolas en la mesa: el móvil, la tarjeta de memoria de la cámara fotográfica, las subcarpetas amarillas (que contenían respectivamente, tal y como sus etiquetas anunciaban, recortes sobre César Manrique y recortes sobre Lanzarote), el disco duro externo y los tres cuadernos.

Por supuesto, cuando Alfonso le entregó todos aquellos objetos, él ya los había visto en múltiples ocasiones en las manos de ella, en sus bolsos, en sus maletas, en las mesas de noche o los escritorios de su casa o de los hoteles y apartamentos que habían compartido. Y, antes de venir, había estado leyendo los cuadernos y el borrador. No lo había hecho porque fuera a venir a Lanzarote; la cosa era al revés: había venido a Lanzarote porque los había estado leyendo.

Olga solía ser minuciosa y ordenada en su trabajo. Aquellos cuadernos Moleskine o Paperblanks se iban preñando con su caligrafía pulcra de escolar diligente distribuida en renglones rectos que formaban párrafos rigurosamente marginados. Esos primeros apuntes eran los borradores que iban creciendo y perfeccionándose cuando los pasaba al ordenador. Picar texto, lo llamaba ella. Ángel no había tenido necesidad de traerse el portátil pequeño y fiable que también viajaba siempre con ella, porque Olga almacenaba sus trabajos en el disco duro externo. Un lápiz de memoria no le habría bastado: su labor involucraba el tratamiento de innumerables series de imágenes que reproducían obras plásticas, pero también fotos de personas y entornos, catálogos expositivos, recortes de hemeroteca y hasta maquetas de instalaciones. Ángel dejó a un lado los cuadernos y las carpetas de documentación, inició su ordenador y le conectó el disco duro.

Volvió a abrir la carpeta de las fotos. Días atrás, cuando Alfonso le entregó el bolso de viaje con las pertenencias de ella, fue lo primero que hizo: conectar el disco, explorarlo y dar enseguida con las fotos, las interminables series de fotos que Olga había hecho en sus últimos tiempos: panorámicas del Mirador del Río, el interior de los Jameos, la Casa del Palmeral, vistas de Timanfaya, de la Casa del Taro de Tahíche o los malpaíses que la rodeaban; planos detalle de tuneras, euforbias, veroles o higueras que crecían en lugares inesperados; estudios de las obras de César Manrique, tanto de los cuadros que había en los diferentes museos como de las esculturas que salpicaban las carreteras de la isla. Aparecían pocas personas en aquellas fotos: Sonia, sola o con Julia; un perro o un niño que se le habían cruzado y Olga había querido incluir en la composición; un grupo de hombres viejos en la mesa de un café que habían accedido a ser arrastrados por ella mientras jugaban al envite; un tipo alto con barba gris que debía de ser algún experto en Manrique, porque posaba señalando uno de sus murales y, por último, despertando la curiosidad de Ángel y cierta incomodidad que fue creciéndole en la boca del estómago, el treintañero insultantemente atractivo a quien bautizó al instante como Míster Sonrisas.

En una de las fotos estaba sentado al otro lado de una mesa que, evidentemente, había compartido con Olga en un restaurante playero. Ahí se le veía bien de cintura para arriba: tenía ojos negros, cabellos castaños peinados con un flequillo, una camisa blanquísima de algodón que el tipo llevaba a la ibicenca, con las mangas y el cuello mao sin abotonar. Sonreía mostrando unos dientes aún más blancos que la camisa y, en conjunto, parecía sacado de un anuncio de colonia. En otra, vestido con un polo celeste y unos bermudas que tiraban al amarillo pastel, enseñaba nuevamente aquella sonrisa destellante apoyado en el vano de la puerta de un presumible museo y Ángel comprobó que debía de ser alto y con un cuerpo fibroso pero musculado por el ejercicio y la buena dieta. La última foto de Míster Sonrisas había sido robada por Olga: aparecía de perfil, sentado en una mesa de terraza sobre la que había una taza de café, leyendo un libro de bolsillo. Ella lo había sorprendido en esa actitud y había decidido que era una estampa interesante la del guapetón leyendo sin saber que estaba siendo observado. Aquí no había blancura de dientes, pero sí la evidencia de que a Olga le gustaba verlo, de que la atraía lo suficiente para hacerle fotos furtivas, de que para ella tenía algo de animal bello que valía la pena retratar. Por eso esta fue la foto que más le jodió.

Recordó cómo se le había helado la sangre la primera vez que la vio, hacía ahora un par de semanas, en la soledad de la casa de La Minilla. Quién carajo era aquel elemento y qué cojones hacía con Olga; eso fue lo primero que se propuso averiguar. Pero luego decidió no comportarse como el energúmeno que se sabía capaz de ser, no llamar inmediatamente a Sonia para preguntarle, no conectar el móvil de Olga para buscar mensajes comprometedores ni ponerse a rebuscar como un loco entre sus cosas hasta encontrar las pruebas de una traición que, de momento, solo estaba en su cabeza. Y en este instante, al sentir de nuevo aquellos celos, volvió a dominarse: si el tipo debía aparecer, lo haría; si no, se lo tomaría como una anécdota. No había venido para reclamar unos derechos de macho lastimadito que ya no tenían sentido. Había venido para otra cosa, aunque no supiera exactamente cuál. Por eso cerró la carpeta de fotos y comprobó, como si temiese que algo los hubiese hecho desaparecer, que los demás archivos estaban allí, que la última carpeta editada continuaba siendo la que se llamaba «CMVO» y correspondía al título provisional del libro de Olga: César Manrique: una vida, una obra. La carpeta también contenía archivos de imagen, pero sobre todo de texto. Uno de ellos, «Proyecto», detallaba los objetivos del libro, la obtención de la beca, el acuerdo alcanzado con la editorial y referencias a la extensión de los plazos de entrega. El segundo era una copia del contrato. El tercer documento se titulaba «Plan General». Consistía en un sumario de las diferentes partes que tendría el libro. Ángel había curioseado durante días en los archivos. De algunos de ellos no había entendido nada, sobre todo porque estaban en alemán o en francés. Parecían artículos de revistas de arte escaneados. Pero se había centrado, sobre todo, en un doc titulado «CMVO_provisional», porque ese era el texto del borrador del libro de Olga. Ese era el que había leído y releído, el que había hecho que le naciese la idea de venir a Lanzarote.

 

Envió un mensaje a Sonia para decirle que había llegado. Ella lo llamó cinco minutos después, y él, móvil en mano, volvió a salir al balcón para fumar mientras hablaban. Como si en realidad fuesen amigos, le preguntó si había tenido buen vuelo y volvió a disculparse por no haber podido ir al aeropuerto, a recordarle que había llegado en horas lectivas, a decirle que no tenía a nadie para sustituirla en clase.

—No te preocupes por eso, muchacha —dijo Ángel—. De todos modos, tenía reservado un coche de alquiler.

—Más tranquila me dejas. ¿Ya comiste?

—No, acabo de llegar al hotel.

—¿En cuál estás?

—En el Miramar.

—Vale. Si no tienes otro plan, podríamos comer juntos. ¿Te paso a buscar en media hora, más o menos?

—Perfecto.

Cuando cortaron la comunicación, Ángel dejó el teléfono sobre la mesita de plástico del balcón. Era blanca y debía de llevar mucho tiempo allí. Ningún mueble de exterior blanco parece blanco cuando lleva algún tiempo a la intemperie. Pensó en eso mirando las sillas a juego con la mesa, del mismo color y sometidas a un proceso similar. No se sentó. Continuó apoyado en la baranda, mirando a la nada, encandilado por la luz de mediodía. Pensó en darse una ducha, como hacía siempre que podía después de viajar, por corto que fuese el vuelo. De hecho, se había duchado esa misma mañana antes de salir para el aeropuerto, en el piso de La Minilla que había compartido intermitentemente con Olga durante cinco años, pero en el que habían hecho mucha menos vida en común de la que ambos habrían querido. El mismo piso que comenzaba a considerar poner en venta.

Arrojó también esta colilla, se olió los sobacos y fue a la maleta aún abierta sobre la cama. Sacar el neceser de aseo contribuiría a terminar de vaciarla. Ya solo quedarían los cargadores del ordenador y el móvil, el despertador, las dos novelas que se había traído para los ratos muertos. Con el neceser, se fue al baño y se desnudó. Se vio de refilón en el espejo, pero no se detuvo a mirarse. Como todos creemos conocer nuestro propio cuerpo, él creía saberse de memoria su torso velludo y musculado, aunque algo barrigón; el tatuaje que recorría sus pectorales recordando en inglés que el único día bueno fue ayer; la pequeña cicatriz bajo la clavícula derecha, cuyo origen le estorbaba a veces el sueño; la barba corta y cerrada que comenzaba a encanecer; los ojos de demonio azul profundo que fascinaban a Olga y habían llegado a aterrorizar a otras personas que no hablaban su idioma; la nariz algo torcida que había sido recta antes de que el puño de un legionario se estrellase contra ella en un bar de Puerto del Rosario tras unas maniobras de hacía una década; el cabello castaño y fuerte que habría sido rizado si él lo hubiese dejado crecer, pero que llevaba rigurosamente cortado al dos. No le interesaba mirarse a sí mismo. No le interesaba mirar aquel cuerpo del que en otro tiempo había estado orgulloso y que ahora casi lo avergonzaba.

Al meterse en la ducha, recordó la última visita que le había hecho a Alfonso, los largos silencios del viejo, sus miradas dirigidas al vacío, su hospitalidad hecha café en la casa en la que ya solo le quedaban recuerdos, lo que le dijo después de un rato, cuando ya estaba a punto de volver a recoger las tazas para llevarlas a la cocina: «Yo no sé si de verdad es bueno que vayas para allá, mi hijo. Yo no sé si te va a servir de algo».

 

Sonia se retrasó. Desde la terraza del hotel, la vio cruzar la avenida sin reconocerla hasta que la tuvo a unos metros. Fue a causa de su peinado, porque ahora llevaba el pelo cortado por los hombros y teñido de violeta; quizá también de los kilos que había ganado en los dos años que llevaban sin verse. Por lo demás, seguía siendo la profe de Lengua y Literatura que había parado de envejecer a los treinta y pocos, la mujer de rostro redondo y risueño y grandes ojos escrutadores ocultos tras unas gafas de montura de color naranja. La misma Sonia de siempre. La feminista. La roja. La que él siempre sospechó que no era demasiado feliz con la idea de que la pareja de su mejor amiga fuese un militar.

Le plantó en las mejillas dos besos sonoros y le dio un abrazo de abuela, antes de pararse a mirarlo como también una abuela lo habría hecho. Luego se disculpó por el retraso y le propuso comer en el Charco de San Ginés. El sol y el viento eran dueños del paseo, así que callejearon hasta allí buscando la sombra y el soco. Pero en el Charco no hubo manera de evitarlos, mientras rodeaban la lagunita donde las barcas dormitaban al solajero. De entre las terrazas que ofrecían su sombra y sus olores a buena fritura, escogieron la de una tasquita y comieron boquerones y atún teriyaki, charlando sobre el trabajo de ella (que a Ángel le interesaba bien poco) y los viajes de él (que a Sonia le interesaban aún menos). Después hubo un silencio en el que los ojos se les fueron a las palomas que merodeaban por esa orilla del Charco, a un viejo que paseaba con un perro todavía más viejo, a una chica que se cruzó con el perro y el viejo y se detuvo a darle un cariño al chucho. Entonces Sonia le preguntó a bocajarro cuál era su plan. Ángel no respondió enseguida. Se encogió de hombros, encendió un cigarrillo y, tras exhalar la primera bocanada de humo, dijo que en realidad no tenían ningún plan, que simplemente había estado leyendo el trabajo de Olga y le había dado por venir, por ver qué había estado haciendo, dónde había estado en los últimos tiempos, o, mejor dicho, en sus últimos tiempos.

Sonia se ajustó las gafas mirando al centro de la mesa y a él le pareció que ese gesto intentaba disimular su compasión. Se sintió pequeño, se sintió torpe, se sintió ignorante, como siempre que estaba con Olga y con ella o con alguno de los amigos que ellas frecuentaban. Eran gente inteligente, que había estudiado, que conocía rincones de la realidad a los que él se consideraba incapaz de llegar. Pese a su incomodidad, no solo notó a Sonia compasiva, sino también buena.

—Igual te hace bien. Igual es tu forma de cerrar el duelo.

Ángel asintió sin decir nada, barajando una forma apropiada de preguntar a Sonia por Míster Sonrisas, dejarlo caer al pasar, como si no tuviese importancia. Pero lo reservó para otro momento, porque ahora ella sonreía, recordando alguna anécdota íntima, algo a lo que él era ajeno. Ante su mirada de curiosidad, decidió iluminarlo:

—«Él no sabe todo lo que sabe». Eso es lo que decía Olga sobre ti. —Ángel frunció el ceño, sin comprender del todo. Sonia insistió—: Siempre decía eso: que tú no sabías todo lo que sabías. Que no eras consciente de lo inteligente que eres.

A Ángel aquella declaración le pareció una cifra más de la lástima. Ni siquiera se ruborizó. Se limitó a agradecerle el intento devolviéndole el cumplido en forma de recuerdo.

—A ti estaba todo el día nombrándote —dijo—. Aunque pasara meses sin hablar contigo, siempre estabas en todas las conversaciones.

Sonia se añurgó un poco al decir:

—Ella va a estar siempre en todas las nuestras, supongo. A lo mejor esa es una manera de sobrevivir, ¿no?

Ángel asintió, pensando en aquello que acababa de decir Sonia.

—Sobrevivir no es vivir —se le ocurrió comentar.

—¿Ves tú? El animal conoce —se jactó ella—. Tú eres más listo de lo que aparentas.

Compartieron una sonrisa resabiada; luego el silencio, un par de miradas breves a lo lejos y una última y prolongada que buscaba un punto de fuga entre las migas del mantel.

—Se está quedando el día así como triste, ¿no? —dijo Sonia, por señalar lo evidente.

La sobremesa no se alargó mucho más. Ángel pidió la cuenta y se prepararon para levantar el campamento. No la dejó pagar. Sonia protestó y quedaron en que la próxima vez invitaría ella. La acompañó hasta el aparcamiento del islote del Francés, donde había dejado su polvoriento Ford Fiesta. El coche de alquiler de Ángel estaba estacionado un poco más allá. Él se lo hizo notar.

—Lo mejor que hiciste fue dejarlo aquí. Por ahí, en el casco, no hay sitio. Mucha calle peatonal. Un lío.

Ángel le dio la razón como si hablaran de algo importante. Ella se ofreció a acercarlo al hotel, pero él le dijo que estaba solo a doscientos metros, que pasearía. Se quedó allí, viéndola maniobrar hasta incorporarse al tráfico. Se saludaron con la mano y Ángel recorrió la avenida, asfixiado por el calor húmedo que el viento malcriado apenas disipaba.

 

La marea había subido hasta cubrir la barra de Juan Rejón y los peñascos que se extendían entre San Gabriel y el Francés. Un grupo de chiquillos se entretenía lanzándose al agua desde el puente. Se sentó en un banco y se entretuvo con el espectáculo, recordándose a sí mismo en el muelle de Agaete con esa edad o un poco menos.

La primera vez que pisó Lanzarote era un niño pequeño. Fue uno de los pocos veranos en los que su familia pudo permitirse unas vacaciones. De aquella ocasión recordaba los mareantes viajes en ferri, los juegos en la arena con su hermana, el timbre metálico de su bicicletita amarilla, el guineo de su hermano con la puta canción del Comando G, el aliento a cerveza de su padre, las sillas de playa baratas y los bocadillos de aquella tortilla de papas fría que sabía ser grasienta y reseca al mismo tiempo.

La segunda vez fue con Laura. Llevaban un par de años casados, estaban ya a punto de no estarlo y el viaje fue un último intento de reavivar una pasión que ambos se negaban a reconocer que jamás había existido. Ángel guardaba de aquella escapada una memoria triste, preñada de silencios disimulados por la lectura o la atención a los teléfonos móviles, por el visionado compartido de programas de televisión en un apartamento de Puerto del Carmen, por la música pachanguera en la radio de un coche alquilado para hacer tediosas excursiones a las playas más alejadas.

Así que la tercera oportunidad en que pisó la isla, aquella en la que acompañó a Olga en uno de sus primeros viajes (cuando aún no había obtenido la beca ni cerrado el acuerdo para el libro, pero ya coqueteaba con la idea de escribir sobre César Manrique), no era tan deseada como impuesta por las ganas de estar junto a ella. Y, precisamente por esto último, supuso una sorpresa redescubrir la isla en aquel ir y venir desde la casa de Sonia en Playa Honda, donde la profesora les había cedido un espacio que no le sobraba. Olga logró que los ojos se le llenaran de los sitios que había sufrido con Laura. Refractario a los tópicos del volcán y el viento, más atento a la boca de Olga que a lo que esta le contaba sobre la Casa del Taro o los Jameos, no asimiló casi ninguna de las muchas cosas que ella le explicó, pero en su memoria Lanzarote cambió para siempre. Ya no volvería a ser aquel recuerdo confuso de la infancia ni el lugar del hastío, sino una especie de sonrisa áspera y amable a un tiempo.

Hoy, no obstante, lamentaba no haber encontrado en sí mismo una pizca de sensibilidad para todo aquello que la apasionaba. Como cuando ella había escrito sobre Óscar Domínguez, Remedios Varo o Manolo Millares, la escuchaba sin prestar demasiada atención ni comprender del todo. No era que no le importase: era que carecía de conocimientos, de disposición, de habilidades para comprender aquellos conceptos que ella utilizaba. No era una cuestión de actitud, sino de aptitud. Le habría ocurrido igual si Olga hubiese sido economista o neurocirujana en lugar de historiadora del arte, porque el problema (había entendido él hacía tiempo) era su falta de conocimientos, su poca sensibilidad, su delgada capacidad intelectual. Dijera Olga lo que dijese, estuviese Sonia de acuerdo con ella o no, él se consideraba a sí mismo uno de esos tipos a los que apaleas y caen bellotas. Pero si quería que aquel viaje tuviese algún sentido, tendría que esforzarse por dejar de serlo, aunque ya no hiciera falta, aunque ya todo fuese inútil.

 

Volvió a la habitación con provisiones adquiridas en un supermercado cercano. Se entretuvo un poco en la puerta, porque no recordaba que había dado dos vueltas de llave al salir. Se propuso no volver a hacerlo: parecía un hotel tranquilo. Bastaba con una vuelta. O con ninguna.

Aunque la nevera no enfriaba demasiado, las cervezas se mantendrían a una temperatura presentable. Lo demás lo situó sobre la bandeja, para no robar espacio al ordenador y los papeles.

Sopesó la idea de telefonear a Mauri, pero sabía que, si lo hacía, esa tarde ya no haría otra cosa que beber con él. También desechó la tentación de hacer una siesta. Prefirió hacerse un nescafé, iniciar el ordenador y abrir el borrador para releerlo.

La introducción del libro comenzaba contando que a los treinta y ocho años César Manrique era ya un artista de éxito. Había esculturas y murales suyos por toda la geografía española y exponía en París, en La Habana, en Friburgo, en Río, en Oslo o en Buenos Aires. Durante años, su estudio de la calle Covarrubias había sido un lugar interesante para la vida artística madrileña, hasta que decidió no volver jamás a él después de que a Pepi Gómez, su pareja, la fulminara un cáncer. Entonces fue cuando se marchó a Nueva York, alquiló un estudio en la Segunda Avenida y salió del armario en todos los sentidos. Allí conoció a Warhol, Stamos y Rothko, y la Catherine Viviano Gallery comenzó a vender muy bien sus obras a coleccionistas de todo el continente americano. Lo normal habría sido que continuara viviendo en los Estados Unidos o se trasladara a París, a Berlín, a los sitios donde los artistas crecen, desarrollan relaciones, aumentan su prestigio. Sin embargo, Manrique decidió volver a Lanzarote. En realidad, nunca se había ido del todo: durante sus periodos madrileño y estadounidense había regresado periódicamente para vacaciones o para cumplir encargos y había continuado cultivando sus relaciones con familiares y amigos de toda la vida. Pero fue en ese momento, en esos años en los que su carrera había despegado, cuando César Manrique pareció entender que en Lanzarote era donde estaba su lugar creativo. Aquello no era un mero apego a la patria chica, comentaba Olga, que citaba al mismo artista al decir que él se sabía ciudadano del mundo, que no creyó nunca en un provincianismo paleto. No, era algo más profundo, más importante, algo que con toda probabilidad estaba más allá del propio entendimiento de César, algo a lo cual solo era capaz de llegar mediante una especie de intuición.

Así que César volvió a Lanzarote y comenzó con la que sería realmente su gran obra. Y esta no fue un cuadro, una escultura, un mural, una pieza concretos, sino la isla toda, una isla transformada por la mirada del artista que, en la novedad de su intervención, desvelaba la prístina verdad de su naturaleza.

Con estas palabras exactas concluía Olga su introducción, y Ángel, la primera vez, hubo de releer ese último pasaje y solo tras buscar el adjetivo «prístino» en un diccionario en línea comenzó a hacerse una vaga idea de lo que quería decir. Pero aún no lo tenía del todo claro.

 

A última hora de la tarde, dejó de leer para buscar en un programa de geolocalización los caminos que habría de tomar, consultar horarios y distancias. Le costó un buen rato, porque de pronto su ordenador se había puesto a funcionar a ritmo de tortuga. Supuso que la culpa la tendría la red del hotel.

Luego bajó a la calle y buscó un restaurante presentable donde cenar. Lo encontró en la avenida Fred Olsen, frente a la playa del Reducto: un italiano tranquilo donde se comió una pizza y se bebió media botella de vino, agradeciendo a medias la conversación que el camarero, tan italiano como el restaurante, se sintió en la obligación de darle.

Aprovechó la llegada de una familia a una de las mesas del interior del local atrajo la atención del camarero para acabarse su vino con tranquilidad, pensando sin estorbos, reflexionando sobre su necesidad de estar allí, en Lanzarote, de interesarse por un artista que jamás le había importado antes de Olga y que incluso estando con ella tampoco le había interesado demasiado.

Por supuesto, como cualquier otro canario de su edad, Ángel sabía quién era César Manrique. Más personaje que persona, era aquel tipo amanerado y enfático que aparecía en noticias o reportajes trabajando en un lienzo con un mono azul, paseando con camisa graciosera y vaqueros por un paisaje de lava volcánica o con bañadores diminutos en la caleta de Famara. En la época en que Ángel era pibe se decía que Manrique era un gran defensor del medio ambiente, que peleaba con uñas y dientes por el paisaje lanzaroteño. Y debía de ser verdad, porque cuando aparecía en televisión o en radio siempre se le oía soltar discursos imprevistos, impulsivos, sin lugar a réplica, realmente cabreado con políticos y empresarios que parecían llevarle la contraria. En una ocasión, encabezó un piquete que paralizó el trabajo de unas excavadores en no recordaba qué playa. A este hombre le quieren cerrar la boca, dijo su padre señalando a la tele, pero no van a poder: este es de los que tienen los huevos bien puestos y no se callan ni debajo del agua. Ángel, adolescente, no sabía con exactitud quiénes eran aquellos que querían cerrarle la boca al artista, aunque tampoco le interesaba demasiado.

También se decía que Manrique tenía prestigio internacional y amigos muy importantes, pero prefería tratar con campesinos, pescadores o albañiles. Quizá por eso todo el mundo hablaba de él mencionándolo por el nombre de pila, casi nunca por el apellido. Ángel era más bien refractario a toda aquella simpatía: como tantas otras personas que aparecían en las noticias, César Manrique solo formaba parte del mobiliario del mundo en el que le había tocado vivir.

En la época en que dejó el instituto y se puso a trabajar con su padre en el bar, Manrique ya era viejo, aunque no lo aparentara. Y todo el mundo pensaba que en cualquier momento le comenzarían los achaques, se haría mayor de verdad y la vejez lo iría quitando de en medio poco a poco, como hace con todos los viejos. Pero no: César Manrique no se dejó comer lentamente por ninguna enfermedad, no permitió que la decrepitud le fuera menguando las energías hasta la extinción. Murió en septiembre de 1992, en un accidente con un Jaguar que conducía él mismo.

Hubo quien dijo que el accidente había resultado demasiado oportuno y conveniente para los enemigos de César, que eran muchos y poderosos y habían pasado los últimos años negándole el pan y la sal. En cualquier caso, tras su muerte vinieron los panegíricos, los homenajes, las conmemoraciones, ahogando el murmullo de las teorías de la conspiración. Pero Ángel siempre había sido más de los que leen las páginas deportivas que las culturales o las políticas y César Manrique se quedó ahí, en el fondo de su memoria, mientras la vida le iba pasando a él mismo por encima: sus propios padres fueron llegando a aquella vejez que el artista se negó, las cosas se pusieron feas y el bar de la familia hubo de ser liquidado para pagar las deudas, su hermano y sus hermanas fueron abandonando la casa y él mismo entendió que tendría que hacer algo con su vida y acabó presentando una solicitud para ingresar en el Ejército.

Los últimos veinticinco años los había pasado de uniforme, yendo y viniendo de un lado al otro del país o del mundo, divorciándose una vez, queriendo y dejando de querer muchas, rompiendo relaciones con sus hermanos a causa de un absurdo pleito por la menguada herencia de sus padres, permitiendo que la vida tironeara de él por la superficie del tiempo hasta que apareció Olga y todo cambió para siempre, pues con Olga llegó la sospecha de que la realidad era algo más amplio y más profundo de lo que él había creído conocer hasta ese momento.

A la mayor parte de las mujeres que habían pasado por su vida las había atraído en un principio gracias a su uniforme. Olga, por el contrario, lo había querido a pesar de él. De hecho, en los últimos años habían fantaseado juntos con la idea de que él se licenciase y se dedicara a otra cosa. Se recordaba a sí mismo en la cama con ella, poco antes de irse al Líbano, hablando de la posibilidad de montar una empresa de excursiones de montaña, un recinto de paint ball, cualquier cosa para la que se considerase apto y que le permitiera permanecer en la isla y trabajar en algo en lo que no le mandara nadie. Hasta habían hecho cálculos económicos y barajado fechas y posibilidades. Olga habría sido feliz. Y él también lo habría sido.

 

Regresó al hotel dando un lento paseo por La Marina. Al llegar a la habitación no volvió a encender el ordenador. Se lavó los dientes, fumó un último cigarrillo y se acostó. Tenía previsto levantarse a las siete de la mañana. Pero se despertó a las seis y cuarto, bañado en sudor, huyendo de una pesadilla de la cual su memoria solo pudo rescatar un olor a incendio.

Mientras esperaba a que comenzara la hora del desayuno en el bufé del hotel, salió a fumar y contempló un amanecer lleno de nubes, pensando en lo que haría esa mañana: la mañana del día en el que comenzaba realmente su viaje.

FORTALEZA DEL HAMBRE

 

El bufé estaba situado en la azotea y disponía de una amplia terraza donde se permitía fumar. Sin embargo, desayunó en el comedor, para que no le jodiera el viento. Coincidió con pocos huéspedes: un matrimonio de jubilados peninsulares, una familia joven con un niño menos ruidoso de lo que él había temido en principio y tres solitarios de mediana edad con pinta de representantes comerciales que atendían la provincia. Uno de ellos era una mujer que no apartaba la vista de su teléfono móvil. Los otros dos eran tipos grises que estaban pendientes de sus tablets, cada uno en un extremo del comedor. Seguramente adelantaban el trabajo de esa jornada. Él, por su parte, hizo algo similar con ayuda de un mapa de la isla y de uno de los cuadernos de Olga, mientras mojaba churros en el café. Cuando se los terminó, dobló el mapa y lo introdujo en el cuaderno. Siempre tendría tiempo, por el camino, de parar a repasarlos tomando algo.

Se sirvió otro café y salió a tomárselo a la terraza. El viento amainó un poco y le permitió disfrutar de un cigarrillo, en pie, junto a la barandilla.

Notó, en algún momento, la presencia de la mujer. También había salido a la terraza a fumar y acabarse el café con leche, sentada a una de las mesitas de mármol. Sintió que le echaba un vistazo de reojo, entre una y otra mirada al móvil. Aprovechó que ella volvía a su teléfono para mirarla también. Llevaba el cabello castaño claro recogido en un moño, un vestido fucsia de algodón, fresco pero bastante formal. Desde donde estaba podía ver uno de sus zarcillos de falsa amatista y parte de un rostro maquillado sin exceso. Comprendió que era más joven de lo que había pensado en los primeros instantes. Acaso tendría cuarenta y pocos. Cuando ya iba a dejar de mirarla, la mujer notó que lo estaba haciendo y alzó la vista hacia él para regalarle una sonrisa que le pareció agradable. Ángel correspondió, pero, en el mismo movimiento, aplastó el cigarrillo en el cenicero y cruzó ante ella para marcharse. A modo de saludo, intercambiaron también una inclinación de cabeza, todo muy formal y muy amable, aunque, mientras se dirigía a la salida, entendió que la mujer no le quitaba la vista de encima. Más que incómodo, se sintió halagado.

 

 

No sabía si la capital de Lanzarote tomaba su nombre de los arrecifes que salpicaban la costa oriental de la isla, pero sí que el Castillo de San José había sido una de las fortificaciones levantadas para defenderla. Según el libro de Olga, lo habían construido en el siglo XVIII y lo habían apodado la Fortaleza del Hambre porque había dado trabajo a mucha gente durante una de las periódicas hambrunas conejeras. La de esa época había sido causada por una sequía persistente y por las erupciones del Timanfaya, pero no había sido distinta ni menos devastadora que otras con motivos menos concretos. El castillo era un edificio austero sobre el borde de un acantilado, un rectángulo levantado con bloques de piedra volcánica que miraba al mar pero se defendía por el lado que daba al interior con dos torretas y un foso. César Manrique concibió la idea de convertirlo en un museo de arte contemporáneo, que se inauguró en 1976. Y cuarenta y un años más tarde, Olga murió intentando sacarle una foto.

Ángel estacionó en el aparcamiento del castillo, pero no entró. Caminó hacia la carretera y recorrió el paseo que iba hacia el noreste y la bordeaba hasta que esta giraba hacia la Vía Medular. A su derecha se extendía un litoral hecho de riscos que se alternaban con pequeñas calas, conformando una bahía encerrada entre la boca de Naos y el puerto de Los Mármoles. A su izquierda, al otro lado de la carretera poco transitada, un barrio de casas terreras y un pequeño polígono industrial con naves y almacenes. Se fijó en la zona de aparcamientos que había ante el polígono: allí era donde Olga había aparcado el Ford Fiesta de Sonia. Al menos, allí era donde había aparecido el coche, cerrado y sin signos de violencia. Calculó, por lo que le habían contado y por la posición del polígono, que el lugar era el que tenía ahora mismo ante sí, el saliente pelado entre un mirador y el acantilado sobre el cual se alzaba el castillo.

Salvó el murete de protección y avanzó hacia el promontorio por la explanada de tierra, piedra y picón. Cuanto más se acercaba al borde, más fuerte era el viento, que le daba cachetadas y le inflaba la ropa, dificultándole el avance. Al parecer, aquella tarde también soplaba el viento. Como casi siempre. De hecho, la explicación oficial era que el accidente había sido causado por una racha de viento, por un resbalón, o por la más que probable combinación de ambas circunstancias, unidas a la temeridad de Olga al acercarse tanto al precipicio. Sonia, en una de sus conversaciones telefónicas, le había contado que Olga pretendía sacar una foto del castillo desde una distancia de unos doscientos metros, recortándose al atardecer contra Naos. Desde el mirador cercano, el saliente debía de estorbarle la estampa. Por eso había hecho lo que en ese mismo instante estaba haciendo él: caminar, más allá del muro, los quince o veinte metros que lo separaban del borde sintiendo la ventolera en el rostro y la gravilla del picón bajo las suelas de los botines, encorvándose un poco para poder avanzar.

Al llegar hasta allí, Ángel se arrodilló y miró al precipicio. A esa hora, el mar no alcanzaba el pie del acantilado. Había una zona de lajas que solo las mareas más altas llegarían a cubrir. Pudo calcularlo con claridad porque la caída no era grande, acaso diez o doce metros desde el borde del precipicio hasta las lajas. Olga había debido de caer mal, sin tiempo de prepararse para el topetazo. O quizá, absurdamente, tuvo el tonto reflejo de proteger la cámara en lugar de la cabeza. No falleció en el acto. Debió de agonizar durante horas. Se había roto las piernas, tres costillas, un brazo y el cráneo. No obstante, habría podido salvarse. Ángel se había sometido al martirio minucioso de la consulta de los informes: el traumatismo craneoencefálico la había dejado sin conocimiento, pero finalmente falleció a causa de un neumotórax. Las costillas le perforaron el pulmón izquierdo y le entró aire en el espacio pleural. Si la hubieran encontrado a tiempo, habría habido varias maneras de salvarla. Pero no comenzaron a buscarla hasta la hora de la cena, cuando a Sonia le pareció extraño que no hubiese vuelto. Y no la encontraron hasta después de medianoche, tras dar con el Ford Fiesta aparcado frente a las naves y dedicarse a peinar la zona.

Entre tanta fatalidad, un único consuelo: la encontraron antes de que la marea se la llevase y Alfonso pudo darle el sepelio que consideró digno depositando sus restos allá donde reposaban los de su esposa, la madre de Olga, fallecida hacía tanto, uniendo en la muerte a las dos personas más importantes en su vida.

Él, Ángel, no había estado. No pudo despedirse de Olga porque se encontraba destinado en la Posición 4.28, vigilando la Blue Line entre Líbano e Israel. De haber estado casados, le habrían dado permiso para venir de inmediato y acaso habría llegado a tiempo. Pero no lo estaban. Y todo ejército, por moderno que sea, tiende al puritanismo. Así que no le dieron permiso y Ángel tuvo que comerse el dolor y la angustia en medio del frío invierno de Ghajar, porque «el primer deber es el cumplimiento de la misión». Siempre había estado de acuerdo con esa lógica del sacrificio, hasta esa mañana fría en la que su capitán y el páter le dijeron que lo comprendían, que los tenía allí para cualquier cosa que necesitara, que procurarían rebajarlo de servicio y hacerle la situación lo más soportable posible, pero que en ese momento era imposible concederle permiso para volver. Tardó tres semanas en poder regresar a España. Para ese entonces ya solo pudo encontrarse con Alfonso, visitar el cementerio de San Lázaro y ver la lápida que su oficioso suegro había elegido para el nicho.

 

Allí, sobre el saliente, mirando el acantilado por el que Olga había caído, recordó el día en que Alfonso lo hizo ir a su casa para darle las cosas de ella, todo aquello que el hombre se había llevado de Lanzarote cuando le tocó venir para hacerse cargo del cadáver de su única hija. Y se acordó de su entereza, del pragmatismo con el que fue enumerándole el contenido del bolso de viaje mientras lo iba extrayendo y distribuyendo sobre su mesa de comedor.