Título original: A List of Cages

Publicado en 2017 por Hyperion, un sello de Disney Book Group

© de la obra: Robin Roe, 2017

© de la traducción: Pilar Ramírez Tello, 2018

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna: febrero de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-16-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

lily

UNO

JULIAN

En este instituto hay una habitación que nadie más que yo conoce. Si pudiera teletransportarme, estaría allí ahora mismo. Quizá si me concentro lo suficiente…

—Julian. —El señor Pierce es tan cortante al pronunciar mi nombre que pego un respingo—. No llevas aquí ni un mes y ya has faltado seis veces a clase de Lengua, nada menos.

Seguro que he faltado a más, pero supongo que nadie se daría cuenta de que no estaba.

El director se inclina hacia delante con ambos puños alrededor de su bastón, alto y retorcido. Tiene una pequeña criatura tallada en la parte superior. He oído a los otros chicos hablar sobre ella y discutir sobre si se trataba de un gnomo, un trol o una réplica en miniatura del señor Pearce. A tan poca distancia, reconozco que se parecen.

—¡Mírame! —me grita.

No sé por qué la gente se empeña en que la mires cuando está enfadada contigo, justo cuando menos te apetece hacerlo. Sin embargo, hago lo que me ordena, y el despacho sin ventanas parece encogerse y yo con él. Un chico microscópico bajo el escrutinio del señor Pearce.

—Te resultaría mucho más sencillo mirar a alguien a los ojos si te cortaras el pelo.

Me lanza una mirada aún más furiosa cuando empiezo a apartarme el cabello de la cara.

—¿Por qué no has estado yendo a clase?

—No… —Me aclaro la garganta—. No me gusta.

—¿Cómo dices?

La gente siempre me está pidiendo que le repita las cosas o que hable más alto. La razón principal por la que no me gusta Lengua es que la señorita Cross nos obliga a leer en voz alta y, cuando me toca, me trabo con las palabras y me dice que hablo demasiado bajo.

Como lo sé, alzo un poco la voz:

—No me gusta.

El señor Pierce arquea sus dos cejas grises como si estuviera completamente perplejo.

—¿De verdad crees que eso es motivo suficiente para no ir?

—Pues…

Para todo el mundo, hablar es algo natural. Cuando alguien dice algo, saben al instante lo que responder. No obstante, para mí es como si el camino entre el cerebro y la boca estuviera estropeado, como una extraña forma de parálisis. No puedo hablar, así que me dedico a juguetear con la punta de plástico de los cordones de los zapatos.

—¡Responde a mi pregunta! ¿Crees que no gustarte una clase es motivo suficiente para no ir?

Sé lo que creo, pero la gente no quiere que digas lo que piensas, sino que digas lo que ellos piensan. Y no es nada fácil averiguarlo.

El director entorna los ojos, desesperado.

—Mírame, joven.

Miro su rostro enrojecido. Hace una mueca, y dudo si será porque le duele la rodilla o la espalda, que es lo que siempre parece.

—Lo siento —respondo, y se le ablanda la expresión.

De repente, sus pobladas cejas se vuelven a juntar y coloca sobre la mesa una carpeta abierta con mi nombre.

—Debería llamar a tus padres.

Se me escapan los cordones de los dedos helados.

El hombre esboza una sonrisa.

—¿Sabes lo que me sienta muy bien?

Consigo negar con la cabeza.

—Ver esa cara de miedo en los estudiantes cuando les digo que voy a llamar a su casa. —Se lleva el auricular a la oreja. Él y su monstruito de madera me observan mientras transcurren los segundos. Entonces, despacio, retira el teléfono—. Supongo que no tengo que llamar, siempre que me prometas que no volveré a verte por aquí.

—Lo prometo.

—Pues vete a clase.

En el pasillo intento respirar, pero sigo temblando, como cuando ha estado a punto de atropellarte un coche que iba a toda velocidad y has logrado apartarte de un salto en el último segundo.

Cuando entro en la clase de Desarrollo Infantil, todas las chicas levantan la cabeza a la vez, como si fueran una manada de ciervos que presienten el peligro. Hasta que me ven y entonces apartan la vista como si yo ni siquiera estuviera ahí.

Puesto que llego tarde, tengo que quedarme frente a la clase mientras la señorita Carlisle lee con rabia la nota del director. Aunque nadie me mira, no puedo evitar pensar que llevo el pelo demasiado largo, que los vaqueros me quedan cortos y la camiseta, pequeña, y que todo lo que llevo puesto es feo y está hecho polvo.

—Ya he anotado que estabas ausente —suspira la profesora. Es probable que sea incluso mayor que el señor Pearce; quizás en algún momento su cabello fuera rubio y sus ojos de un luminoso color azul, antes de desteñirse como una fotografía—. No sé qué tengo que hacer ahora.

Soy consciente de que el sistema de control de asistencia le estresa, porque ella misma nos lo cuenta casi todos los días.

—Lo siento.

—No pasa nada —responde, dejando caer los brazos con gesto de cansancio—. Ya lo arreglaré.

Mientras me dirijo a mi asiento del fondo, el otro chico de la clase, Jared, agita una mano para llamar mi atención.

—Te veo después en el autobús, ¿verdad? —me pregunta.

No respondo.

La señorita Carlisle anuncia que hay que terminar la tarea en grupo, así que todos se ponen a gritar los nombres de la gente que quieren en el suyo y a colocar los escritorios en círculos.

Es probable que sea la única persona del instituto que odia que los profesores nos dejen elegir grupo. Agacho la cabeza y cierro los ojos. Antes pensaba que, si me concentraba lo suficiente, desaparecería. Ya no me lo creo del todo, aunque a veces lo sigo intentando.

—Julian —dice la señorita Carlisle—, hoy te la vas a ganar. Búscate un grupo. —Miro a mi alrededor, a los grupos que ya se han formado, y se me crea un nudo de ansiedad en el estómago—. Únete al que tengas más cerca y ya está.

En el que tengo más cerca está Kristin, una chica que se parece un poco a un pez de colores porque tiene el pelo naranja y los ojos saltones. Me lanza una mirada agresiva, y es como si me hubiese puesto una capa de invisibilidad defectuosa: funciona a la perfección hasta que cometo una estupidez.

Conocí a Kristin al principio de este curso. En la primera clase del día, me dio un toquecito en el hombro y me preguntó si estaba leyendo un libro de Elian Mariner. Asentí con cautela, ya que nadie inicia nunca una conversación conmigo. Aun así, cuando quiso saber de qué iba, las palabras brotaron sin más. Sí, era un libro de Elian Mariner, probablemente mi favorito de toda la serie. Kristin no dejaba de asentir con la cabeza e interrogarme, y entonces me dijo que a su hermana le encantaban aquellos libros, y añadió: «Porque tiene siete años».

Cuando todos los que nos rodeaban se echaron a reír, escondí el libro en la mochila. No me di cuenta hasta la siguiente clase de que no lo tenía. A sexta hora, al volver de afilar el lápiz, allí estaba, encima de mi silla.

Lo abrí y descubrí que habían profanado todas las ilustraciones con un rotulador negro. De los pantalones de Elian salían dibujos de penes, y había otros tantos volando y apuntándole a la boca. Con las lágrimas a punto de brotar, levanté la vista y me di cuenta de que la clase entera me miraba. Localicé los ojos de pez de Kristin entre la multitud, justo antes de que ella dejara caer la cabeza, muerta de risa, sobre su escritorio.

—¡Julian! —me grita la señorita Carlisle—. Muévete.

Arrastro a toda prisa mi mesa para unirme a las chicas.

—Bueno, Violet y Jen —dice Kristin—, ¿dividimos el trabajo?

Finjo no darme cuenta de que me excluye y abro el libro.

—Vale —contesta Violet—. Julian, ¿quieres…?

—Lo que yo quiero es sacar buena nota —la interrumpe Kristin—. Vamos a dividirlo entre nosotras.

Violet no responde, y yo finjo que no oigo nada.

Después del timbre que pone fin a las clases, es como si alguien le hubiera dado una patada a una colmena; los chicos se reúnen y vuelan en mil direcciones distintas. Se produce una repentina explosión de ruido: charlas y pitidos de los móviles. Yo permanezco paralizado en lo alto de las escaleras de la entrada del instituto.

Mi padre está apoyado en un árbol al otro lado de la calle.

Cuando era pequeño, mi madre era la que solía recogerme, aunque de vez en cuando mi padre salía temprano y me sorprendía. En lugar de unirse a la fila de coches, iba a por mí a pie. Siempre llevaba las manos manchadas de tinta, igual que un niño después de pintar con los dedos, y decía: «Hace muy buen día, sería una pena ir en coche». Lo decía aunque lloviera.

Pero, por supuesto, el hombre del otro lado de la calle no es en realidad mi padre, sino una ilusión de la luz solar que se filtra entre las ramas y se derrama sobre un corredor que se ha parado a recuperar el aliento.

Me quedo donde estoy, incapaz de moverme.

Tanto que los altos escalones se convierten en una montaña de la que debo descender. Tanto que tardo un rato en reunir la energía necesaria para iniciar el largo camino de regreso a casa.

A diez manzanas del instituto, empiezo a temblar. El otoño ya está aquí, pero parece demasiado pronto. Casi como si me hubiera saltado los tres últimos meses, porque se supone que hay ciertas cosas que tienen que pasar todos los veranos.

Se supone que tengo que ir a la playa con mis padres. Se supone que tenemos que ver los fuegos artificiales, comprar bengalas y buscar conchas. Se supone que tengo que quedarme despierto hasta tarde y sentarme en el porche delantero a comer polos mientras mi madre toca la guitarra y mi padre dibuja. Después, mientras él me acuesta, se supone que tiene que preguntarme: «¿Cuántas estrellas?».

Si el día ha sido estupendo, se supone que tengo que responder nueve o diez. Y si ha sido asombroso, el mejor día de mi vida, se supone que tengo que hacer trampa y decir algo así como: «Diez mil estrellas».

Sin embargo, no vimos los fuegos artificiales ni comimos polos ni hicimos cosas de verano, y noto dentro este dolor, como si me hubiera pasado las Navidades durmiendo.

El mismo abatimiento que sentí después de clase reaparece en cuanto entro en la casa vacía. Está oscura, reluciente y bien ordenada. Cada uno de los muebles tiene un valor estratégico. Cada color lo ha coordinado alguien entrenado para ese trabajo. Es justo la clase de casa que creía querer… hasta que la tuve.

Entro en mi dormitorio, que tiene suelos de madera pulida, paredes pintadas de color arena y muebles pesados. Me llama la atención lo único que está fuera de lugar: el gran baúl de acero a los pies de la cama. Mis padres me lo compraron para ir de campamento el verano que cumplí los nueve años. Me dijeron que era muy valiente por ir de viaje solo, pero los echaba tanto de menos que no aguanté allí ni la primera noche.

Dejo caer la mochila al suelo y levanto la pesada tapa del baúl. Se me encoge el corazón al mirar todas las cosas que amo: los álbumes de fotos, los libros de Elian Mariner y el cuaderno verde con espiral de mi madre. Hoy no lo toco y me dedico a buscar el mío. Paso unas cuantas hojas y sigo por donde lo había dejado.

Horas después, suelto el bolígrafo al oír que un coche entra en el garaje. Son las ocho, aunque a veces mi tío llega a casa aún más tarde. Y, en ocasiones, si tiene que reunirse con clientes de otras ciudades, no viene a dormir.

Me quedo mirando la puerta de mi dormitorio, la forma en que la luz del pasillo ilumina el perímetro como una entrada a otra dimensión. Me quedo pendiente del ruido que hace al subir las escaleras hasta su despacho, porque incluso cuando está en casa, suele trabajar.

En lugar de eso, veo una sombra proyectada bajo mi puerta.

Cierro los ojos, pero no puedo teletransportarme ni tampoco desaparecer.

Mi tío Russell me dijo una vez que antes era tan alto y delgado que, cuando su instituto representó Cuento de Navidad, le pidieron que fuera la Parca. He intentado imaginármelo, aunque cuesta creer que fuera tan frágil.

Russell no habla, sino que se limita a coger la caracola que tengo sobre la cómoda y se pone a darle lentas vueltas entre las manos. Tiene dedos largos y finos, como plastilina estirada.

—¿Estás haciendo los deberes? —me pregunta por fin.

—Sí —respondo, y de inmediato me siento culpable.

Es tarde y acaba de llegar a casa de trabajar, todavía va bien vestido: con corbata al cuello, mientras que yo ni siquiera he deshecho la mochila.

Devuelve la caracola a su sitio y me quita el cuaderno de las manos. Lo mira entornando los ojos, lo pone bocabajo, después de lado y de nuevo del derecho. Es algo que hace a veces, una especie de broma sobre mi horrible letra.

—¿Qué es esto? —inquiere.

—Un comentario de texto.

Me mira con atención, y temo que se dé cuenta de que miento. Me asomo a las profundas fallas que le surcan la frente y la parte de debajo de los ojos para intentar interpretarlo. Algunas noches, cuando vuelve a casa, sobre todo si se ha pasado fuera varios días, parece aletargado, relajado, como si acabara de darse un banquete.

Otras es como si hubiera algo moviéndosele justo por debajo de la piel, algo que se le arrastrara por allí y lo arañara para intentar salir. Esas noches lo mejor es oír que se cierra la puerta de su despacho. Aunque yo me sienta solo y encerrado, es mucho mejor.

Se le tuerce la comisura de los labios y es casi como si sonriera.

—Has escrito mal «siniestro». —Deja el cuaderno en el suelo—. Ven a la cocina.

Lo sigo al otro cuarto y él abre un cartón de comida para llevar. Se queda de pie junto a la encimera de granito, corta su bistec con un cuchillo afilado y se come los chorreantes trozos rojos. La casa está en silencio salvo por el lejano ruido metálico del calentador de agua, el mismo ruido que hace la secadora si dejas alguna moneda dentro de los bolsillos.

—Hoy me ha llamado tu director.

Su voz es profunda, tranquila y firme, pero sus palabras me aceleran el corazón. El señor Pearce me había dicho que no llamaría si prometía ir a clase, y se lo prometí.

Por un segundo, la imagen de mi madre de pie junto al instituto, esperándome, me parpadea detrás de los ojos.

—¿Me estás escuchando?

Asiento a toda prisa, avergonzado. No trabajo lo suficiente. No como Russell, que trabaja más que nadie que conozca. No le ha quedado más remedio desde que murió su padre cuando él tenía diecisiete años. De nuevo intento imaginármelo joven y frágil, pero soy incapaz.

Él corta el bistec y se come otro trozo rojo.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

Noto frío en el estómago. Me he tragado el invierno. Va a echarme. Me he portado mal demasiadas veces y está harto.

—Lo siento.

—Eso no es lo que te he preguntado.

—Cuatro años.

—En todo ese tiempo, ¿qué es lo único que te he pedido? ¿Cuál era nuestro único acuerdo?

—Que pudieras confiar en mí.

—¿Y? —insiste antes de comerse otro trozo.

—Que pudieras confiar en que hiciera lo correcto.

—¿Y?

—Que no tuvieras que comprobarlo.

—No es pedir demasiado, ¿verdad?

Todo el sentimiento que falta en su voz empieza a palpitarle en la vena del cuello.

—No.

—Entiendo tus… limitaciones. No espero que saques sobresalientes. Ni siquiera notables. Pero quedarse sentado en una clase no es tan difícil, ¿no?

—No.

—No me gusta que me llamen de tu instituto. Quiero ser capaz de confiar en ti.

—Lo siento.

Y lo digo en serio.

Deja el cuchillo cerca del hueso pelado.

—Ve a por eso.

lily

DOS

JULIAN

Va a suceder algo horrible.

Normalmente me despierto con esa sensación en el fondo del pecho. Como si estuviera ciego y justo al lado tuviese algo de lo que podría huir si tan sólo lo viera. Una idea vaga pero insistente que me persigue hasta la cuarta hora de clase y, cuanto más intento librarme de ella, más me consume.

Me doy cuenta de que he desconectado cuando advierto que mi profesora de Arte, la señorita Hooper, está a mi lado con un cuadrado de papel amarillo en el que pone: «Al despacho de la doctora Whitlock».

Suspiro.

La mejor parte de entrar por fin en el instituto era que se acababan las reuniones con la psicóloga de la escuela. Entonces descubrí que la señora de mi antiguo colegio ahora trabaja aquí.

—Coge tus cosas —me dice la señorita Hooper, así que agarro la mochila y salgo al pasillo.

—¿Julian?

Me giro.

Y el momento parece ralentizarse.

Es como si estuviera inmóvil mientras el mundo pasa por mi lado a toda velocidad, como un coche por una calle sombría. Y, por un segundo, los faros me iluminan. Eso es lo que siento, que estoy paralizado en la oscuridad y de repente lo veo: Adam Blake. Apoyado en la pared de ladrillo, con aspecto relajado mientras no deja de moverse.

Por un momento siento un estallido de pura felicidad. Siempre me he preguntado qué le diría si volviera a verlo. Entonces se me ocurre que no hay nada que decir, salvo quizá «lo siento», y mi felicidad se desvanece.

Él sonríe. Miro a mi alrededor para ver a quién le dirige el gesto, pero no hay nadie.

—Soy yo, Adam.

No sé por qué me dice su nombre. Aunque no lo supiera de antes, lo conocería. Llevo poco tiempo en este instituto, pero ya he oído su nombre unas cien veces, sobre todo en boca de las chicas que están enamoradas de él; su fascinación me desconcierta un poco. No va bien arreglado, como afirmaba mi madre que debía ir un chico mientras me cepillaba el pelo por las mañanas. Lo lleva descuidado, igual que si hubiera intentado peinárselo en una dirección, se hubiera aburrido y lo hubiera peinado en la otra, para después cambiar de idea otras cinco veces.

Es más alto que yo, aunque no tanto —ni mucho menos como el enorme rubio que siempre lo acompaña—; yo creía que a las chicas les gustaban los chicos que eran muy altos y fuertes. Ni siquiera se comporta como deben hacerlo los tíos populares. Los de mi curso andan de un modo concreto, casi dando pisotones cuando se enfadan, mientras que Adam va corriendo a todas partes como si llegara tarde. Lo he visto tropezar con sus propios pies más en más de una ocasión; se limita a sonreír y seguir andando.

Esa es otra: los chicos no sonríen mucho. No sé bien si es porque no son felices o sólo porque fingen no serlo, pero él siempre parece… amable. Y amable y torpe no son cosas que molen. Salvo en este instituto, al parecer.

Mientras Adam me espera, expectante, mi ansiedad aumenta. No saber qué decir es algo normal en mí, pero no saber qué decirle a él sienta un millón de veces peor.

—No puedo creerme que seas tú —confiesa.

De pronto, se adelanta y yo doy un salto hacia atrás. Se detiene con cara de desconcierto. Ahora sí que estoy muy avergonzado. Es Adam, y si se lanza sobre mí con los brazos abiertos es probable que sólo quiera abrazarme. A pesar de ello, la vergüenza y el dolor me sobrepasan.

Veo la sorpresa en su cara durante una fracción de segundo antes de terminar de darme media vuelta y salir corriendo por el pasillo en dirección contraria al despacho de la doctora Whitlock.

Cuando he desaparecido de su vista, freno para que no me detenga ningún profesor. Respiro hondo mientras le doy vueltas en la mano a la arrugada nota amarilla. La doctora no tardará en darse cuenta de que no voy. Si se lo cuenta al señor Pierce, volverá a llamar a Russell, y entonces él querrá saber qué he hecho para que me envíen a verla a ella.

Pero si voy a su despacho, la doctora me mirará a los ojos y me hará preguntas violentas que no puedo responder, y me dolerá el estómago. Después, quizá llame a Russell sólo para comentarle que estoy viéndola de nuevo.

Me detengo, muerto de indecisión.

No hay ninguna alternativa buena.

Y con cada segundo que pasa aumentan las probabilidades de que la doctora se lo cuente al director.

Debería volver inmediatamente, pero no consigo obligar a mis pies a moverse en esa dirección. Por ahora, la certeza de ver a la doctora Whitlock es peor que la posibilidad de enfrentarme a Russell, aunque sé que no pensaré lo mismo si al final ocurre. Me digo que soy un estúpido por arriesgarme. Pero supongo que lo soy, porque ya he tomado la decisión.

Esquivo el ala de Lengua porque esos profesores siempre están en sus puertas, igual que una patrulla vecinal, y me dirijo al ala de Ciencias. El aire está impregnado de un enfermizo olor químico, el olor de la disección. Al final del pasillo doblo la esquina y me quedo paralizado: el señor Pearce está justo allí, inclinado sobre su bastón torcido. No sé si es porque está enfadado o sólo porque le duele algo.

Me agacho en el hueco en el que está la fuente y espero. Cuento hasta sesenta y me asomo: él levanta la vista y me mira con rabia.

Me escondo y oigo el taconeo de su bastón. Me aplasto contra la pared e intento no gemir en voz alta. El señor Pierce y su goblin se acercan. Clac. Clac. ¡Clac!

Entonces pasa cojeando junto a mí, como si no tuviera ninguna visión periférica.

Espero hasta que desaparece de mi vista antes de salir a toda prisa, dejar atrás el gimnasio y entrar en el vestíbulo abierto que hay frente al salón de actos. Me meto en el salón y dejo que la pesada puerta se cierre.

Está oscuro.

Esta es la parte que más miedo da de todo el viaje. Si me pillan, me meteré en un lío, porque no existe ninguna razón lógica que explique mi presencia aquí. Esa idea me impulsa a correr hasta que los dedos de mis pies dan con el escenario.

Subo las escaleras y me meto detrás del telón; hay incluso menos luz, y huele a polvo y cera de vela. Por un momento, el aire parece más denso, como si tuviera algo justo detrás de mí.

Contengo el aliento y extiendo los brazos del mismo modo que lo haría si estuviera ciego. No dejo de dar trompicones hasta que cierro las manos en torno a lo que buscaba: la escalera de hierro negro atornillada a la pared. La subo hasta que por fin veo una luz que entra por la ventana sucia del desván.

El desván es enorme, y hay innumerables baúles y cajas de cartón rebosantes de sombreros y espadas de plástico. En una esquina descansa un enorme dragón de papel maché con un reluciente ojo rojo.

La primera vez que subí aquí me daba tanto miedo que alguien me descubriera en cualquier momento que me pasé toda la hora dando vueltas de un lado para otro. Hasta que encontré el pasadizo.

Detrás del viejo armario localizo las dos tablas torcidas que cuelgan de sus clavos como si fueran postes y las empujo a un lado para ver la habitación que se esconde más allá de ella. En el espacio por el que hay que arrastrarse para llegar desde el desván hasta mi cuarto secreto, las planchas del suelo están cruzadas y queda un hueco de unos sesenta centímetros de negro vacío. Tengo que saltar.

Y estoy en mi cuarto. Las paredes y los suelos son mucho más oscuros y huelen más a viejo. No hay nada y es del tamaño justo para que pueda tumbarme en una dirección, aunque no en la otra. Tiene una ventana redonda, similar a uno de los ojos de buey del barco de Elian, desde la que diviso el patio al que nunca va nadie.

Aquí la sensación que me oprime el fondo del pecho casi desaparece. Puedo ver las cuatro esquinas y nadie más que yo sabe que este lugar existe.

Cuando suena el timbre de la hora de comer, me siento y saco de la mochila el sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, y un libro de Elian Mariner. Esta historia es una de mis favoritas. A veces, Elian se va de aventura sin más, mientras que otras salva a la gente. En esta, salva un planeta entero.

lily

TRES

ADAM

Cuando estaba en segundo, el director Pearce leyó no sé qué estudio sobre la correlación inversa entre la temperatura y el rendimiento académico, y ya no hubo vuelta atrás: subía tanto el aire acondicionado que, aunque fuera nos asáramos, dentro teníamos que vestirnos para el invierno siberiano. La cafetería es la única habitación del instituto que se libró de su política de educar a través de la congelación, así que, en cuanto entro, empiezo a quitarme ropa.

Al mismo tiempo, me retuerzo para sortear a toda la gente que abarrota este sitio. Mis amigos y yo tenemos que apretujarnos en una mesa en la que no deberían sentarse más de diez personas, lo que significa que encontrar una silla es igual que una partida de Twister. Si lo unes al repentino calor, la ropa que vuela y las extremidades que se entrecruzan, la hora de la comida es como la hora del porno blando.

Consigo meterme al lado de Emerald y nuestros muslos acaban pegados. Como es habitual en ella, lleva el pelo castaño claro rojizo recogido en un estilo muy complicado que la mayoría de las chicas reservarían para el baile de graduación. Me mira a los ojos… Los suyos son tan azules que habría jurado que llevaba lentillas de no conocerla desde que estábamos en primaria.

—Hola —saludo, casi hipnotizado por ella, como siempre.

Tiene toda la pinta de una estrella de los años cincuenta, con sus labios pintados a la perfección de rojo, su piel pálida y el lunar de la mejilla. En resumen: es demasiado glamurosa para estar aquí sentada comiendo patatas fritas grasientas de un contenedor de poliestireno. Ahora mismo me gustaría decirle un millón de cosas, pero algo me distrae.

Frente a mí, Camila acaba de quitarse la bufanda del cuello para dejar al descubierto una camiseta con tanto escote que, si estornuda, se le van a salir los pezones. Intento fingir que no la miro, sobre todo por hacerle un favor a su hermano gemelo, Matt, que está sentado a su lado. Los dos me observan un segundo de esa forma tan espeluznante que tienen los gemelos, lo que me recuerda lo mucho que se parecen: ambos son bajos, de piel y pelo oscuros. Cuando éramos pequeños, también se vestían igual, hasta que ella empezó a ponerse faldas estrechas y tacones de diez centímetros.

Aparto con esfuerzo la vista de Camila cuando Charlie deja caer su bandeja sobre la mesa con una cara aún más amenazante de lo habitual y entonces, con gran dificultad, se pliega para sentarse. Antes envidiaba su altura, hasta que alcanzó cotas ridículas. Cuando mides metro noventa y cinco, no cabes en ninguna parte. Siempre se está quejando de que le dan tirones en las piernas y de que le duelen las rodillas. La verdad es que siempre se está quejando, sin más.

Por ejemplo, ahora mismo:

—Putos novatos. ¿Sabéis cuánto se tarda en hacer esa cola?

El caso es que sí lo sé, puesto que nos lo ha estado repitiendo todos los días de lo que llevamos de curso. Allison (su novia intermitente desde segundo) se le sienta en el muslo, que es igual de largo que un puñetero banco, y le da unas palmaditas compasivas. Calmar a Charlie es una parte esencial de su trabajo. Los dos altos rubios se parecen lo suficiente como para ser otro par de gemelos… Aunque la vez que se me ocurrió comentarlo delante de Charlie la cosa no fue demasiado bien.

—Deberías traerte la comida —sugiero mientras le enseño mi tartera de cristal.

—¿Tofu? —pregunta Camila, suspicaz.

—No pienso volverme vegano o lo que sea que eres tú —añade Charlie.

—Es pollo con limón. Tomo carne de vez en cuando, siempre que no se haya criado en una fábrica. Venga, probadlo.

Emerald pincha un trocito con el tenedor y lo mastica con detenimiento, como si se tratara de una cena formal, y después se da unos toquecitos en su boca perfecta, como si la servilleta fuera de tela.

—Está buenísimo —dice—. ¿Por qué no cocinas para mí? —Le da otro elegante bocadito, y esta vez añade un—: Hummm…

Charlie nos mira con irritación a ambos, así que agito un trozo de pollo en su dirección.

—¿Seguro que no quieres probarlo? Esta comida es mucho mejor para ti. Te hace más fuerte, te da más energía…

—Justo lo que necesitas tú —me interrumpe—, más energía, di que sí.

Todos se ríen, lo que parece enorgullecerlo, porque no lo consigue muchas veces. Después le da a su pizza un enorme bocado adrede.

—No debería tener que traerme la comida. Es que ellos no deberían estar aquí.

—¡DÉJALO YA, TÍO!

Jesse habla demasiado alto, probablemente porque todavía lleva un auricular metido en la oreja. Se inclina hacia delante para dejar las baquetas en la mesa; el último estirón lo ha dejado que parece un espantapájaros. Lleva las baquetas a todas partes, y se lo permitimos puesto que la batería es el único instrumento que puedes tocar sin que se metan contigo por estar en la banda.

—Ya ha pasado más o menos un mes.

—Venga, Charlie —intervengo, sonriente—. ¿No te parecen monos, ni siquiera un poquitín?

Lo pregunto sabiendo que odia a los críos incluso más que la palabra «monos». Me da la impresión de que siente el impulso de pegarme, aunque la verdad es que siempre tiene aspecto de estar listo para cometer algún acto violento.

En mi opinión, se pilló un rebote irracional cuando se enteró de que íbamos a compartir la cafetería con los novatos. El año pasado, un grupo de padres preocupados se quejó de que sus niños no tenían tiempo para comer, así que este año, en lugar de cuatro turnos para comer —uno por curso—, tenemos dos. Más tiempo, sí, pero el sitio está el doble de lleno, así que la gente que de verdad se alimenta de la comida del instituto se pasa la mitad de la hora haciendo cola.

Nos dijeron que meter a los novatos y a los de último curso en el mismo turno no era más que una decisión numérica. La nuestra era la clase más pequeña; la de los novatos, la más grande. Cuando llevábamos unos cuantos días de semestre, empecé a sospechar un plan malévolo mucho más ingenioso.

La cafetería era el caos. Los de primero corrían de un lado a otro como si tuvieran cuatro años, o peor, porque al menos los niños saben que deben quedarse sentados en sus asientos y no escribir en las mesas con kétchup ni tirarles del pelo a los demás. El malestar no tardó en crecer entre los de último curso. Todos queríamos recuperar la paz de la cafetería, pero el profesorado no hacía más que contemplar el desastre, traumatizado.

Como cabía esperar, fue Charlie el que se enfrentó a ellos. Se acercó en plan Terminator a una mesa en la que estaba teniendo lugar una especie de competición de lanzamiento de judías verdes, y les ordenó que se sentaran y se callaran de una puta vez. Cuando lo miraron entre aterrados y asombrados, me recordaron a una jaula llena de asustados ratoncitos de grandes ojos, y sé muy bien de lo que hablo.

Mi carrera de ayudante de tienda de mascotas duró menos de un día. Me levanté temprano, más que dispuesto a dedicarme a jugar con los perros —nunca he tenido uno, ya que mi madre es alérgica a todo tipo de pelo animal—, pero no tardé en descubrir que mi trabajo en realidad consistía en limpiar mierda. La mierda medio líquida de animales nerviosos. Cumplí con mi deber, y después saqué a dos de los cachorritos más tristes y me puse a rodar por el suelo con ellos para animarlos.

El jefe me gritó; era un viejo con aspecto de Santa Claus, salvo que su barba olía a pis de gato. Me ordenó que limpiara más mierda, ahora de una cacatúa ninfa cabreada que no dejó de arañarme y maldecirme.

En general, el día iba bien hasta que entró un tío y me pidió un ratón, uno gordito. Me pareció raro, hasta que añadió: «Es para mi boa constrictor». Sólo llevaba trabajando allí unas cinco horas, pero ya me sentía responsable de la colección de malolientes animales enjaulados que estaban a mi cargo, y aquellos eran los más pequeños de todos. Santa me dijo que estaban en la jaula de cristal del almacén y me envió con el horrible encargo de decidir cuál de ellos moriría.

Cuando abrí la tapa, cien ratones con enormes ojos redondos se me quedaron mirando. Metí la mano y agarré uno blanco pequeñito, una cosita preciosa y confiada de orejas diminutas. Lo sostuve en alto más o menos un minuto antes de volver a meterlo en la jaula; él se enterró entre los demás.

Lo que sucedió a continuación fue igual que un túnel del tiempo en el que jurarías que no lo has hecho… o, al menos, que no pensabas hacerlo. Sin embargo, supongo que algunas veces, sin pensar, te encuentras volcando jaulas de cristal llenas de ratones. Un dato interesante: los ratones asustados son muy pero que muy rápidos.

Cuando oí los chillidos, regresé corriendo a la tienda y vi que el hombre de la boa constrictor esquivaba una cacatúa ninfa que graznaba, que unas señoras histéricas se subían a los mostradores, que Santa intentaba tranquilizarlas, que unos niños perseguían a los ratones y que los ayudantes adolescentes de Santa perseguían a los niños. En algún lugar del caos, conseguí balbucear que era incapaz de entregarle a aquel hombre una criatura viva.

Más tarde, mientras el jefe me despedía, me apoyó una de sus arrugadas manos en el hombro y me soltó: «Hijo, no tienes el estómago necesario para trabajar en el negocio de las tiendas de mascotas». Tenía razón. No tenía el estómago necesario para ejecutar ratones.

Tampoco tenía el estómago necesario para intimidar a los novatos. Veía que era un mal necesario, pero se lo dejaba a Charlie; una sola frase amenazante suya aquel día, y los chicos se sentaron y se callaron de una puta vez.

sobre

Charlie todavía me está mirando, cabreado, más cabreado aún de lo normal, así que tengo que preguntarle:

—¿Estás bien?

—Mi madre va a tener otro bebé.

—¡¿OTRO?! —exclama Jesse.

Por algún motivo, la madre de Charlie esperó siete años después de que él naciera para tener al segundo hijo, pero después ha estado produciendo uno cada doce minutos. Recuerdo a nuestra maestra de primero diciéndole a la clase durante la asamblea que algo realmente «maravilloso» le había pasado a Charlie esa mañana: se había convertido en hermano mayor. Él respondió lanzándose al centro del círculo mientras gritaba: «¡Me han fastidiado la vida!».

—¿Cómo se va a llamar este? —inquiere Camila con una sonrisita.

—Shiv.

—¿Shiv? —intervengo—. ¿No es un dios hindú o algo así?

Menos mal que estoy demasiado lejos para que me pegue.

—Y —añade Charlie— he suspendido mi examen de Química. No sé por qué dejé que mi orientadora me convenciera para meterme en la clase avanzada. ¡Tiene que volver a pasarme a la normal! Adam…

—Hablaré con ella.

Si no acepto de inmediato, tendré que oírle decir que sus padres podrían dedicarle tiempo si no hubieran engendrado otro millón de hijos más… Es la amarga queja que lleva usando desde que nació el Hermano Número Uno. Sé que podría negarme y asegurarle que es perfectamente capaz de defenderse por sí mismo, pero, conociéndolo, acabaría cometiendo una locura y se ganaría otro castigo.

Llegados a este punto, Emerald se ha comido casi todo mi pollo. Me debato entre recuperar mi contenedor o seguir viéndola masticar.

—Entonces, ¿vais a venir o no? —pregunta Jesse, y me doy cuenta de que no tengo ni idea de lo que están hablando los demás.

—Puede —responde Matt—. Podría estar bien…

—No —lo interrumpe Camila, dando a entender que ese es el fin de la discusión para ambos. Lo más probable es que lo sea. Es dos minutos mayor y está acostumbrada a mandar sobre él desde que tengo uso de memoria.

—Está demasiado lejos —se queja Charlie—. A una hora, mínimo.

—Sí, está muy lejos —coincide Allison, claro—. Ni siquiera sabemos si son buenos.

—Son muy buenos —insiste Jesse.

Deben de estar hablando de alguna banda desconocida que quiere que vayamos a ver, porque tiene prejuicios contra cualquier grupo del que alguien más que él haya podido oír hablar.

Ahora, la mesa entera (Charlie, Allison, Camila, Joe, Natalie, Kate, Bianca, Michael, Josh, Maddie, Sean…, básicamente todo el mundo) gruñe que no quiere ir. El concierto es al aire libre, a finales de octubre. Hará frío. Está demasiado lejos. Jesse y Matt parecen decepcionados, aunque da la impresión de que empiezan a resignarse.

—Yo voy —les digo, cada vez más emocionado, porque una mini excursión en coche sería divertida—. Sí, será genial. ¡Aventura! Y llevaremos mantas.

Jesse sonríe y me mete uno de sus auriculares con tanta fuerza que me hace daño.

—No te decepcionarán, tío. Escucha.

Los gritos y las guitarras estridentes suenan de la misma forma que las de las otras bandas que me ha metido por la oreja, pero sonrío y mastico mi último trozo de pollo. Sólo oigo a medias lo que comentan los demás, que ahora están decidiendo cuántos coches necesitamos para llevarnos a todos al concierto.

lily

CUATRO

JULIAN

Después del instituto, tuerzo a la derecha y me meto por el parque. En realidad no es gran cosa —no hay toboganes ni laberintos de tubos ni nada que atraiga a los padres y a sus hijos—, pero es frondoso, y tiene unos cuantos pequeños estanques y algunos desdibujados senderos. Me gusta esta ruta más que atravesar los barrios, no porque sea más rápida, sino porque es como si lo hiciera por placer, en vez de por evitar a Jared y el autobús cual cobarde.

En ocasiones, si lo intento con ganas, me imagino al Jared que conocí cuando estábamos en infantil. Recuerdo que mamá me recogió ese primer día; le conté que había un niño muy malo en mi clase. Jared pellizcaba a los demás cuando la maestra no miraba, garabateaba con cera negra en las acuarelas de los demás, les tiraba las torres cuando construían con bloques.

Mi madre me escuchó, asintiendo, y después dijo que no existían los niños malos, sino tan sólo los niños tristes.

«Pero tú no lo sabes —le insistí—. No lo has visto».

«No tengo que verlo, lo sé».

No me contó cómo lo sabía, pero me juró que Jared se merecía toda mi compasión.

Al día siguiente, cuando tiró mi torre de una patada, le puse una mano compasiva en el hombro.

«No pasa nada —le dije—. Sé que lo haces porque estás triste».

Y él me pegó un puñetazo en el ojo.

Después de clase, le conté a mi madre que se había equivocado, que Jared era malvado: a ver, me había pegado. Esperé a que se enfadara, a que me dijera que llamaría a su madre. En lugar de eso, me aseguró que no había gente malvada, sino triste, y que la tristeza se te pudre dentro como una llaga.

Después de aquello, cuando lo veía jugar en el patio, ya fuera solo o escondiéndose entre las vigas de madera del laberinto igual que un verdadero trol de guardería, me imaginaba sus llagas infectadas bajo la piel donde nadie más las veía y me preocupaba.

Porque yo sí las veía. Todavía las veo y siento toda la compasión que mi madre me dijo que debía sentir.

Aun así, eso no hace que le tenga menos miedo.

En cuanto llego a casa, abro mi baúl y saco el cuaderno verde. Lo encontré en nuestra antigua casa, en el escritorio de mi madre, y lo cogí antes de que catalogaran, guardaran en cajas y almacenaran todo lo que poseíamos. A veces me lo imagino: pinceles, cepillos de dientes, camisetas, colchas, libros e instrumentos musicales; todo en cajas, a oscuras.

Por lo que sé, en una de ellas hay cien cuadernos más iguales que este, pero el verde es el único que tengo, uno solo, con las hojas llenas de arriba abajo hasta que las palabras desaparecen justo a la mitad.

Paso las hojas al azar y aterrizo en una que me suena. La primera vez que la leí creía que era una lista de películas favoritas. No reconocía la mayoría, pero sabía que había un par que le gustaban mucho. No obstante, si eran sus favoritas, ¿dónde estaban las de Shirley Temple? A ella le encantaban. ¿Y por qué había películas bélicas en la lista? Las odiaba.

Así que, si no era una relación de favoritas ni tampoco una de las más odiadas, ¿qué era? Si las anotó, debían de ser importantes. Quizá pasara algo el día que vio cada una de ellas. O quizá… No lo sé, aunque tiene que significar algo.

Por enésima vez deseo que hubiera titulado sus listas, porque el cuaderno entero es así. Una lista de lugares. Una lista de colores. Una lista de canciones. Sin títulos. Sin contexto. Sin forma de entender lo que quieren decir.

lily

CINCO

ADAM

Abro la puerta principal de la casa de Charlie y es como entrar en una mala película del Oeste. Alguien ha colgado y destripado al gato Silvestre de tamaño natural que ganó en la feria de la primavera pasada. Las tripas de algodón blanco salen disparadas de su estómago mientras se columpia de la araña del techo con una cuerda de saltar a modo de horca.

Uno de los hermanos de Charlie corre como un rayo vestido con sólo una capa de Superman. Otros tres críos, con ropa que apenas les cabe, le pisan los talones. Uno lleva un tarro de mermelada y los demás agitan pistolas de fogueo. Me meto entre ellos.