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Agradecimientos

Este libro no se hubiera, ni siquiera iniciado, sin el interés demostrado y el amable reto que mi editora Marta Prieto Asirón me puso sobre la mesa un día, a inicios del pasado año. Así pues ella es, en gran medida, la parte impulsora de este proyecto. Mi gratitud por su excelente trabajo como editora-consejera en todo lo relacionado con su publicación.

La paciente, profunda y valiosa revisión hecha a la primera versión de esta obra por un experto del calibre de Jesús Monroy me ha dado, no sólo ánimos para concluir esta obra, sino también comentarios imprescindibles que han mejorado el texto original. Por supuesto yo sigo siendo el responsable de todas sus posibles imperfecciones. Mi gratitud eterna por ello, Jesús.

A mi mujer, Isabel, por su apoyo constante, su cuidadosa revisión de los textos y las sugerencias de mejora que me proporcionó; y a mis hijos Miguel, Cristina, Marta y a Marta Corcuera, que me obsequiaron con la visión y las ideas de los más jóvenes en este tema del fracaso y el éxito, tan actual en nuestra Sociedad.

El testamento de Beethoven

Una historia sobre el fracaso y el éxito, en la vida y en la empresa

Miguel Fernández-Rañada de la Gándara

KOLIMA BOOKS

Primera edición: Abril 2015

©2015 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Miguel Fernández-Rañada de la Gándara

Diseño de cubierta: Patricia Fuentes

Collage de portada: Leticia Vila-Coro

Revisión del texto y producción: Marta Prieto Asirón

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

Conversión a libro electrónico: Patricia Fuentes

ISBN: 978-84-163641-4-5

Impreso en España

Este libro está dedicado a todos aquéllos que han vivido etapas difíciles y fracasos en su vida y han luchado con determinación para superarlos; ellos no han fracasado, han corrido su carrera y ganado su premio.

Son héroes anónimos.

Aquí dejo constancia de mi respeto y admiración por todos ellos.

A mis tres hijos Miguel, Cristina y Marta con el deseo de que se esfuercen en desarrollar su «grit»,

y a mi nieta Blanca, que inicia una nueva generación en nuestra familia.

Prólogo

Miguel Fernández-Rañada de la Gándara es un experto español del management que, de haber nacido en Estados Unidos, seguramente sería un «gurú» mundial, como Drucker o Goleman. Sus enseñanzas, basadas en una dilatada experiencia, son prácticas y ceñidas al comportamiento útil del liderazgo en las empresas.

Los líderes empresariales españoles tienen que adaptarse a un nuevo modelo de gestión, no tanto ya por la crisis sufrida, sino como consecuencia de un entorno económico más amplio y global y en permanente cambio. El modelo tradicional del «ordeno porque mando» ha dado paso ya a un modelo de liderazgo sin jerarquías donde se impone el criterio, no de «lidero un equipo», sino de «lidero con mi equipo» para obtener unos resultados muy concretos.

El libro con el que nos sorprende Miguel es una reflexión profunda de lo que funciona y no funciona para obtener el éxito empresarial y ser un líder feliz. Beethoven es el ejemplo que inspira sus reflexiones sobre cómo debemos superar las dificultades que la vida nos depara.

Un personaje que tuvo la peor enfermedad para un músico como es la sordera, una vida sentimental azarosa y, además, una situación de endeudamiento (a pesar de la magnífica obra compuesta que ya gozaba de reconocimiento, pero a la que no pudo sacar beneficios en vida como hubiera sido lo razonable). No obstante todas esas dificultades, el compositor llegó a ser grande porque fue grande en sus convicciones, no tuvo miedo al fracaso y, en la lucha interior que mantuvo contra las adversidades, logró el estado sublime de la genialidad.

El fracaso es el mejor acicate para cualquier persona y, por supuesto, para el hombre o la mujer de empresa. En nuestra Sociedad –con mayor fuerza en España–, el fracaso aún implica frustración. Miguel Fernández-Rañada provoca con este libro el sentimiento de que no se fracasa nunca si se tienen en cuenta los errores o las dificultades que nos han llevado a un resultado fatal.

El protagonista de esta historia llega al fallo por indolencia, por rechazar la crítica de los que tienen experiencia y por ningunear a sus colaboradores (y eso que partía de una situación favorable pues había heredado de su padre). La obcecación, la «sordera» respecto a su entorno es la causa de su caída al abismo. Es realmente una lección útil la que se nos ofrece con palabras sencillas.

Hay muchos ejemplos recientes en España de «sordera» empresarial ante la realidad, empezando por empresarios que han acabado en la cárcel. Este fenómeno es curioso porque, gran parte de aquéllos a los que he conocido o de a quienes he seguido en su trayectoria, responden a esa ecuación que les lleva a ese final terrible que es el endiosamiento y la pérdida del sentido de la realidad; una enajenación mental no pasajera se apodera de ellos y creen que son víctimas acosadas y no culpables de transgredir las normas básicas legales o de la convivencia económico-empresarial. Realizan todo tipo de desmanes mientras consideran que la Sociedad les agrede y que la razón les asiste en sus actuaciones. Ninguno pide perdón ni se arrepiente. Algunos incluso salen después de algunos pocos años de la cárcel y respiran como diciendo: «Aquí estoy yo» y continúan pontificando, defendiendo el orden social y jurídico que han vulnerado. Fernández-Rañada señala –de manera muy discreta a mi modo de ver–, que «hay que controlar las emociones» ante el fracaso. Yo entiendo que el líder debería consultar al psiquiatra con la misma frecuencia con la que se deja caer por la clínica del dentista. Saber si nuestra salud mental es buena se me antoja imprescindible para evitar entrar en una burbuja que no nos deja ver la realidad.

El éxito es siempre relativo, como la felicidad. Nadie es feliz de por vida, ni podemos hablar del hombre de éxito pleno. Es como aspirar a realizar una obra perfecta. Flaubert corrigió durante seis años su Madame Bovary y faltó tiempo para que estudiosos del autor sacaran errores sintácticos a la obra.

Efectivamente, el éxito se cultiva; no es cuestión de suerte sino de empeño en llevar a cabo unos objetivos con un cierto talento y arte. Esto tan básico ni se enseña en los colegios ni se deja mamar en casa.

Es más, en los colegios como el de mi hija Carlota de 10 años, el objetivo es que el alumno aprenda de memoria unas cuantas reglas de Matemáticas y Lengua y nociones diversas de Sociología e Historia del Medio Ambiente. Nadie en el aula habla de creatividad, de aprender a ser consciente de los problemas del entorno, de los valores de la constancia, del afán de superación, de la calidad en el trabajo… Su profesor me diría que todo eso se sobreentiende y que la amenaza del castigo o la mala nota dan ya a entender, por contraste, esos valores al alumno. Ése es el error. No hay nada explícito de lo que es realmente valioso para desenvolverse en la vida. Por eso hay tantos jóvenes que viven en una nube; van aprobando cursos y hacen incluso una carrera pero nunca se han preguntado: «¿Para qué? ¿Valgo para esto? ¿Responde lo que hago a mi creatividad, a mis aptitudes?» Nadie les dice ni les pide que piensen bien lo que desean hacer. Algunos siguen la inercia de sus padres: se les orienta al oficio o a la profesión pero no se sabe muy bien si ése es su destino deseado. Yo, en mi carrera universitaria de Periodismo y Derecho, he visto a verdaderos oligofrénicos aprobar Derecho Procesal o Información Periodística Especializada. No es difícil hacer una carrera, lo importante es si esa carrera es la tuya. Ahí tenemos cifrado el gran problema de España –que no es sólo el desempleo y el abandono escolar–, sino también el subempleo. ¿Cuántos licenciados en Físicas o en Derecho están conduciendo hoy un taxi o trabajando en otros menesteres? El gran fracaso de nuestro sistema es la colosal pérdida de tiempo a la que se induce a la gente.

Yo creo que este libro no debería dirigirse sólo a los directivos y empresarios. Mi recomendación es trasladar a los colegios y a las universidades las enseñanzas de Miguel para que se superen estas grandes lagunas en la formación, en su raíz, y se consiga inculcar esos valores que Steve Jobs puso de relieve alguna vez en la universidad: estudiar lo que te gusta y a lo que veas utilidad, sin obsesionarte por acabar una carrera; creatividad o pensar en algo que cubra una necesidad en el mercado; perseverar, aun cuando fracases y te echen de la propia empresa que has fundado; estar seguro de ti mismo hasta para convivir con una enfermedad irreversible.

En fin, no digo más. Mi anhelo ahora en la vida es que mi hija sea creativa y llegue a ser cantante. Ya no hablo de mi carrera que está –por así decirlo– hecha. Mi gran empresa son mis hijos y ellos, como continuación mía, forman parte de mi proyecto. Ahora el foco no está en mi éxito sino en el éxito de los que están más cerca de mí.

Jesús Monroy

Experto en comunicación empresarial

Capítulo 1. Estoy tirando mi vida

Cuando soplan aires de cambio, unos construyen murallas y otros molinos de viento.

Proverbio chino

Como con frecuencia ocurre en Madrid, el sitio era ruidoso. El restaurante tenía forma de L alargada en su parte principal y corta en el otro extremo. Muchas mesas se encontraban ya ocupadas pese a la hora temprana para nuestros viejos hábitos horarios. Un público muy de negocios –gente bien trajeada– y tal vez algún turista llenaban el lugar.

Pregunté por la mesa, previamente reservada, y comprobé con agrado que era amplia y estaba en un rincón en la parte pequeña del restaurante relativamente tranquila.

Mi amigo estaba sentado y me esperaba con la mirada distraída oteando a la gente del restaurante. Cuando me acerqué le vi, sonriente y jovial, con una botella de vino tinto –un Matarromera, Pago de las Solanas, observé–, ya abierta en una esquina de la mesa.

Se levantó inmediatamente y nos abrazamos como sólo lo hacemos los españoles, con ese efusivo abrazo entre formal y de amigo que tanto nos gusta.

Enseguida comprobé –por el cuidadoso trato del maître–, que Tito Valdecilla debía acudir a ese local con frecuencia.

Después de pedir la comida, comenzó a contarme con detalle su último viaje: Nueva York con sus impresionantes rascacielos, su incesante caminar de gentes y su agitada vida de neón; San Francisco con su famosas colinas, su magnífico bosque de secuoyas gigantes, su majestuoso puente al Pacífico y su espaciosa bahía que nunca descansa. Después, casi sin interrupción, me habló de Miami, una ciudad multicolor y fácil para un español; los amigos que había visitado, las fiestas a las que había asistido, la amiga con la que había pasado unos días en Key Biscayne, ese maravilloso cayo de exuberante vegetación casi caribeña y acceso limitado por un puente de peaje que se abre al mar dibujando pequeñas playas de arena fina entre preciosas residencias.

Comió lentamente, probando algo de cada plato, sin interés aparente ni apetito, más ocupado, sin duda, en su propio relato que en la comida.

Al final del almuerzo, después de haber bebido una taza de café caliente y mientras degustábamos un estupendo London n.°3, como expulsando un pensamiento que le rondaba la cabeza hacía días, me dijo:

–Estoy tirando mi vida.

Esta franca confesión me dejó sin saber qué decir, ni qué pensar. Me había sobresaltado, sin duda, como colofón de una charla tan aparentemente alegre. Miré su cara directamente; su gesto no bromeaba, transmitía más bien una profunda preocupación.

La verdad, pocas cosas me podrían haber sorprendido más en una persona como él. Alguien de quien diríamos «lo tiene todo en la vida»: poco más de 30 años, éxito con las mujeres y una elevada posición económica que le permitía mantener un alto nivel de gastos. Lo que todos, probablemente, describiríamos como una «vida feliz».

¿Qué decir en una situación así? Simplemente le contesté, posiblemente con cara de extrañeza:

–¿Qué me dices?

Casi sin mirarme, él repitió con tono mecánico:

–Estoy tirando mi vida –y dio un largo sorbo a su gin-tonic.

Su semblante me pareció oscuro, reflejaba tensión; su mente se alejaba rápidamente de mí y del restaurante.

A veces –he observado– la mente escapa de la situación presente, como los pájaros suelen cambiar de modo instantáneo su rumbo con un simple y rápido aleteo. Ése era el «aleteo» que vi en los ojos de Tito.

Cuando volvió en sí, al cabo de unos largos segundos, me dijo, mirándome a los ojos directamente:

–¿Te ha hablado alguna vez Beethoven? –lo dijo como si fuera una explicación a algo natural.

–¿Beethoven? –contesté con tono inseguro–. ¿Qué Beethoven? –añadí sorprendido.

–El músico, por supuesto. ¿Lo conoces?

–Sí, claro, ¿quién no lo conoce? –añadí, cerrando su frase.

–Pero, ¿te ha hablado alguna vez? ¿Has hablado con él? –insistió Tito.

Comprendí que trataba de trasmitirme algo que estaba en su corazón desde hacía tiempo, algo que no acertaba a explicar.

A veces ocurren hechos en la vida que aparentemente no están relacionados entre sí y que para nosotros en principio no significan nada, insignificantes montículos de arena que pueden acabar transformándose en lujosos castillos sin que apenas nos apercibamos de ello.

Siempre he tenido la sensación de que Tito, en ese instante de reflexión en voz alta, aceptó una realidad interior en la que se debatía desde hacía algún tiempo. Creo que, a partir de aquello que me contó, fue cuando empezó a materializarse el cambio de su vida e inició una nueva senda que le acabaría llevando a una segunda «selva».

Un cambio que siempre me asombró y cuyas raíces tardé algún tiempo en entender (si alguna vez llegué a entenderlo completamente).