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El mestizo evanescente:

Configuración de la diferencia
en el Nuevo Reino de Granada

El mestizo evanescente: Configuración de la diferencia en el Nuevo Reino de Granada

Resumen

Una gran parte de la investigación académica sobre las diferencias en la América colonial hispánica se ha centrado en la categorización “racial” de la indigeneidad, la africanidad y el sistema de castas mexicano del siglo XVIII. Mediante un enfoque alternativo al tema de la diferencia, Joanne Rappaport examina lo que significaba ser mestizo durante el comienzo de la Colonia. Para ello se vale de vivas viñetas seleccionadas de los archivos de los siglos XVI y XVII del Nuevo Reino de Granada (la actual Colombia) para mostrar que los individuos clasificados como “mezclados” no eran miembros de grupos sociológicos coherentes. Más bien, se deslizaban adentro y afuera de la categoría mestizo. A veces se les identificaba como mestizos, a veces como indios o españoles. En otras ocasiones se identificaban a sí mismos mediante atributos como su estatus, su lenguaje o su lugar de residencia. El mestizo evanescente sugiere que los procesos de identificación durante la Colonia temprana en América eran fluidos y se anclaban en una epistemología completamente distinta a la de los discursos raciales modernos.

Palabras clave: Historia de Colombia, Colonia, 1550-1810; antropología física, razas humanas, antropología cultural.

The Disappearing Mestizo: Configuring Difference in the Colonial New Kingdom of Granada

Abstract

Much of the scholarship on difference in colonial Spanish America has been based on the “racial” categorizations of indigeneity, Africanness, and the eighteenth-century Mexican castas system. Adopting an alternative approach to the question of difference, Joanne Rappaport examines what it meant to be mestizo (of mixed parentage) in the early colonial era. She draws on lively vignettes culled from the sixteenth- and seventeenth-century archives of the New Kingdom of Granada (modern-day Colombia) to show that individuals classified as “mixed” were not members of coherent sociological groups. Rather, they slipped in and out of the mestizo category. Sometimes they were identified as mestizos, sometimes as Indians or Spaniards. In other instances, they identified themselves by attributes such as their status, the language that they spoke, or the place where they lived. The Disappearing Mestizo suggests that processes of identification in early colonial Spanish America were fluid and rooted in an epistemology entirely distinct from modern racial discourses.

Keywords: History of Colombia, Colony, 1550-1810; physical anthropology, human races, cultural anthropology.

Citación sugerida

Rappaport, Joanne. El mestizo evanescente: Configuración de la diferencia en el Nuevo Reino de Granada. Traducción de Santiago Paredes Cisneros. Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2018.

DOI: doi.org/10.12804/th9789587841305

El mestizo evanescente:

Configuración de la diferencia en
el Nuevo Reino de Granada

Joanne Rappaport

Traducción de

Santiago Paredes Cisneros

Rappaport, Joanne

El mestizo evanescente: Configuración de la diferencia en el Nuevo Reino de Granada / Joanne Rappaport, Santiago Paredes Cisneros; traductor. -- Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2018.

xx, 330 páginas.

Incluye referencias bibliográficas.

Colombia -- Historia -- Colonia, 1550-1810 / Antropología física / Razas humanas / Antropología cultural – historia / Carácter y características I. Universidad del Rosario / II. Título / III. Serie.

986.102  SCDD 20

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. CRAI

LAC  Julio 25 de 2018

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© Editorial Universidad del Rosario

© Universidad del Rosario

© Joanne Rappaport

© Santiago Paredes Cisneros, por la traducción

 

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 No. 12B-41, of. 501 • Tel.: 2970200 Ext. 3112

Bogotá, Colombia

editorial.urosario.edu.co

 

Primera edición: Bogotá, D. C., noviembre de 2018

 

ISBN: 978-958-784-129-9 (impreso)

ISBN: 978-958-784-130-5 (ePub)

ISBN: 978-958-784-131-2 (pdf)

DOI: doi.org/10.12804/th9789587841305

 

Edición en inglés: The Disappearing Mestizo: Configuring Difference in the Colonial New Kingdom of Granada. Duke University Press, 2014.

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Diagramación: Martha Echeverry

Diseño de cubierta: Precolombia EU-David Reyes

Desarrollo epub: Lápiz Blanco S.A.S.

 

Hecho en Colombia

Made in Colombia

 

Los conceptos y opiniones de esta obra son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no comprometen a la Universidad ni sus políticas institucionales.

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de la Editorial Universidad del Rosario.

Autora

JOANNE RAPPAPORT

Profesora de español y portugués en la Universidad de Georgetown. Es autora de Utopías Interculturales: Intelectuales públicos, experimentos con la cultura y pluralismo étnico en Colombia y coautora (con Tom Cummins) de Más allá de la ciudad letrada: letramientos indígenas en los Andes.

Para Mimi

Índice de figuras

Capítulo 1
Mapa 1. Región de Santafé y Tunja durante la Colonia temprana

Capítulo 3
Figura 3.1. Genealogía de Juan de Penagos

Capítulo 4
Figura 4.1. Valle del río Magdalena entre Sogamoso, Duitama y Tibasosa, 1653

Figura 4.2. Sucesión cacical de Tibasosa, según don Alonso de Silva

Figura 4.3. Sucesión cacical de Tibasosa, según don Laureano

Figura 4.4. Sucesión cacical de Turmequé, según don Diego de Torres

Figura 4.5. “El juego de cañas”, 1538. Jan Cornelisz Vermeyen

 

Capítulo 5
Figura 5.1. “El notario de cabildo recibe cohecho de un indio tributario”,  Felipe Guaman Poma de Ayala, Nueva corónica y buen gobierno, 1615

 

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Mapa 1. Región de Santafé y Tunja durante la Colonia temprana.

Agradecimientos

La investigación de archivo en la que se basa este libro fue financiada por una Beca para la Cooperación Internacional (International Collaborative Grant) de la Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research (2005-2006), una beca de investigación de la Graduate School (Escuela de Posgrados) of Arts and Sciencies de Georgetown University (2005) y una beca Fulbright (Fulbright Fellowship) en Bogotá (2007). Agradezco a los directores y al personal del Archivo General de Indias (Sevilla, España) y del Archivo General de la Nación (Bogotá, Colombia), por su hospitalidad y colaboración durante el proyecto. En particular, estoy en deuda con el Jefe de la División de Atención al Público del Archivo General de la Nación, Mauricio Tovar, así como con su equipo, con quienes el trabajo investigativo es un placer constante.

Marta Zambrano de la Universidad Nacional de Colombia compartió conmigo la beca Wenner-Gren y sus ideas sobre la raza y el mestizaje. Además, contribuyó a que el mestizaje, en lugar de la raza, ocupara mi atención y se convirtiera en el eje de este libro. Quiero agradecer a Carolina Castañeda, María Fernanda Durán, Juan Felipe Hoyos, Laura Sánchez y Bernardo Leal, por el eficiente apoyo que me brindaron en los archivos de Bogotá. Carolina, María Fernanda, Juan Felipe y Laura transcribieron la voluminosa documentación relativa a don Diego de Torres y a don Alonso de Silva. Tengo una profunda gratitud con Bernardo por su paciente exploración de los registros notariales coloniales de Santafé y Tunja. También estoy muy agradecida por las horas de agradable conversación que pasé con este equipo de dedicados jóvenes investigadores, y por el espacio de reflexión y especulación que crearon con tanto entusiasmo.

Efectué en Bogotá la mayor parte del trabajo de archivo para este libro. Agradezco de manera especial al Departamento de Antropología y al Centro de Estudios Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, por proporcionarme un hogar cuando me encontraba lejos de casa, durante la etapa en la que estuve recabando información en los archivos, así como a la Comisión Fulbright, por atenuar los obstáculos burocráticos con los que uno puede toparse cuando está viviendo en otro país. Mis queridos amigos que viven en Bogotá, algunos de los cuales son colegas (si bien no todos son académicos), compartieron conmigo sus mesas, sus fincas y, lo más importante, su camaradería y sus ideas, como lo han hecho durante años: Mauricio Archila, Margarita Cháves, Martha Cecilia García, Emiro González, Myriam Jimeno, Ximena Pachón y Jaime Téllez. Los ya fallecidos Marc Chernick y Tulia Camacho-Chernick, a quienes tanto echamos de menos, me prestaron su hermoso apartamento de la dinámica y excéntrica calle 53 durante el semestre que pasé en Bogotá. En un viaje posterior, Francisco Ortega y Liliana Obregón me permitieron usar su apartamento ubicado en la carrera 7. También disfruté de la presencia constante de mis amigos y compadres caucanos de siempre: Mercedes Belalcázar, Cristóbal Gnecco, Felipe Morales, Ana Ruth Mosquera, Susana Piñacué, Abelardo Ramos, Cristina Simmonds, María Elena Tombe y Francisco Tróchez.

El personal administrativo y los colegas del Radcliffe Institute for Advanced Study, con el que estuve vinculada durante el año académico 2008-2009, además de facilitar mi proceso de escritura, me obligaron a reflexionar de maneras novedosas acerca del libro. Estoy en deuda con la decana Barbara Grosz y con la directora del programa de becas Judith Vichniac, por hacer de Radcliffe un lugar tan inspirador para trabajar. Varios de los demás investigadores que en ese momento estaban allí influyeron en gran medida en mi forma de escribir, entre ellos, Sarah Messer, Chiori Miyagawa, Koen Vermeir y Björn Weiler: Björn y Koen fueron lectores inquietos, que cuentan con un profundo conocimiento sobre historia medieval y moderna, y abordaron con entusiasmo la historia colonial latinoamericana desde una perspectiva europea; Chiori y Sara, en su condición de escritoras creativas, me obligaron a considerar formas de sustentar mis argumentos mediante la fuerza de la narrativa en lugar de recurrir a la sombría prosa académica, y me permitieron conocer una amplia gama de historias narrativas que la especialización asociada con la disciplina y con el campo específico de investigación habían mantenido ocultas. El Radcliffe Institute permite a sus investigadores establecer una relación de tutoría cercana con un estudiante de pregrado de Harvard. Matías Iván Vera, en ese entonces estudiante avanzado de la carrera de Filosofía, me ayudó de manera eficiente en la labor de reconstruir las genealogías de un conjunto de familias españolas de los siglos XVI y XVII que vivían en Santafé. Algunas de esas genealogías aparecen reproducidas en este libro. Llevé a cabo el proceso de escritura del libro durante el año 2011, con apoyo de una beca para profesores asociados o titulares (Senior Faculty Fellowship) de la Graduate School (Escuela de Posgrados) de Georgetown University y una beca del National Endowment for the Humanities, apoyos por los cuales tengo una profunda gratitud.

Cuando me embarqué en este proyecto estaba influenciada por Kathryn Burns, quien me había convencido de analizar la raza en la Santafé colonial. Las conversaciones esclarecedoras que sostuve con Rodney Collins, Tom Cummins, Emily Francomano, Marta Herrera Ángel, Richard Kagan y Jean-Paul Zúñiga, así como las lecturas de capítulos individuales efectuadas por Luis Miguel Glave, Cristina Grasseni, José Ramón Jouve-Martín, Ruth Hill, Mercedes López, Santiago Muñoz, Luis Fernando Restrepo y Maité Yie, me permitieron dilucidar las complejidades del material que estaba trabajando, y me obligaron a preguntarme de forma constante por el significado del mestizaje en el período colonial, así como a encuadrar mis narraciones microhistóricas en contextos políticos y económicos amplios. Tengo una deuda especial con los dos evaluadores de Duke University Press, Nancy van Deusen y otro lector anónimo. Sus lecturas cuidadosas y agudas han contribuido a que este libro resulte más persuasivo.

Varias versiones de los capítulos —algunas de ellas aún en etapas muy preliminares— recibieron comentarios y críticas perspicaces durante presentaciones que me invitaron a impartir en el congreso anual de la American Historical Association, así como en las siguientes instituciones: City University of New York (Graduate Center), Dickinson College, Harvard University, Michigan State University, Museo Nacional de Colombia, New York University, Princeton University, Queen’s University, Radcliffe Institute, Emory University (TePaske Seminar), Universidad Autónoma de Yucatán, Universidad de los Andes, Universidad Javeriana y Universidad Nacional de Colombia.

Como siempre, la ya fallecida Valerie Millholand, de Duke University Press, desempeñó un rol fundamental en la transformación de mi manuscrito en libro, así como en proporcionarme su amistad durante años. Fue siempre un placer y un honor trabajar con ella. Recibí con beneplácito que Gisela Fosado pudiera colaborarme por segunda vez. Deseo que continúe en Duke y que yo pueda contar con su amistad en el futuro. Agradezco también a Bill Nelson, por elaborar el mapa de la región de Santafé y Tunja, y a Mark Mastromarino, por escribir el índice de la versión original en inglés.

También quiero expresar mi más profundo agradecimiento a Juan Felipe Córdoba Restrepo, de la Editorial Universidad del Rosario, con quien ya he trabajado antes y espero seguir trabajando en el futuro. Santiago Paredes Cisneros ha hecho una elocuente traducción del texto original en inglés, y estoy muy agradecida con él por haber compartido conmigo sus talentos lingüísticos y su conocimiento histórico.

Versiones anteriores de algunos capítulos ya han sido publicadas. Saqué bastante provecho (aunque no los recibí de buen agrado al calor del momento) de los comentarios emitidos por evaluadores anónimos de las revistas en los que esas versiones fueron publicadas. El capítulo 1 fue publicado en 2009 bajo el título “Mischievous Lovers, Hidden Moors, and Cross-Dressers: Passing in Colonial Bogotá”, Journal of Spanish Cultural Studies 10.1: 7-25. Agradezco a Ruth Hill por cuidar de este artículo hasta su publicación. El capítulo 4 apareció en 2012 como “Buena sangre y hábitos españoles: Repensando a Alonso de Silva y Diego de Torres”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 39.1: 19-48. Estoy en deuda con el editor del Anuario, Mauricio Archila, por la atención que puso en el manuscrito. El capítulo 5 fue publicado en 2011 como “‘Asi lo paresce por su aspeto’: Physiognomy and the Construction of Difference in Colonial Bogotá”, Hispanic American Historical Review 91.4: 601-31, y en español, en 2012, como “‘Asi lo paresçe por su aspeto’: Fisiognomía y construcción de la diferencia en la Bogotá colonial”, Tabula Rasa 17: 13-42.

David Gow no solamente toleró mis continuos viajes a Colombia y a España, así como un año de desplazamientos entre Cambridge y Washington, sino que se apartó de sus propios intereses sobre etnografía contemporánea para leer mis historias coloniales. Debido a que no se encuentra instalado en el período colonial, me proporcionó una lectura crítica externa y sugirió incluir un elenco de personajes, con el fin de ayudar a los lectores a recorrer el laberinto de individuos que habitan las páginas de este libro. Miriam Rappaport-Gow, mi hija, viajó conmigo a Bogotá y a Sevilla, y también me visitó en Cambridge. En cada uno de esos lugares procuró sacarme del archivo, para mirar delfines en Gibraltar, ballenas en Boston y montar a caballo en La Calera, cerca de Bogotá. Ahora que se ha embarcado en una carrera profesional y ha optado por convertirse en maestra, espero que en algún momento pueda sumergirse en las páginas de este libro.

Nota sobre transcripciones, archivos
y prácticas nominativas

Mis transcripciones tienen como objetivo preservar la ortografía y la puntuación de los documentos originales, al tiempo que intento hacer que ese material sea comprensible para los lectores del siglo XXI. Por lo tanto, extiendo la mayor parte de las abreviaturas y, por lo general, convierto la letra “f” en “s” y, a veces, la inicial “rr” en “r”, pero no siempre transformo la “y” en “i”, “u” en “v” o agrego la letra “h” en donde parece faltar. Tampoco incluyo tildes en mis transcripciones, debido a que no eran usadas en el período colonial. Por esta razón, nombres como “Bogotá” aparecerán con tilde en el texto, pero sin ese acento en las referencias a los documentos de archivo ni en las citas textuales. Procuro no conciliar las diferentes formas de escribir una palabra o un nombre propio, que pueden figurar de distintas maneras en un mismo documento. Esto ocurre sobre todo con los topónimos y los antropónimos indígenas, que los escribanos españoles intentaban registrar usando convenciones fonológicas castellanas, aunque no supieran expresarse de manera fluida en la lengua en cuestión. También conservo el género de ciertos sustantivos, tales como “la color”, en su uso de la modernidad temprana. La escritura colonial que aparece en los documentos contiene oraciones que parecerían no tener sentido en la actualidad. Con el fin de que las citas textuales sean más legibles, he optado por organizar algunas de esas oraciones en frases más coherentes. Asimismo, he eliminado fórmulas como “dicho/a”, que significa “mencionado antes”, de algunas transcripciones, con la idea de hacer más fácil la lectura, aunque las conservo cuando resultan fundamentales para el sentido de la oración.

Uso los acrónimos AGI/S para referirme al Archivo General de Indias, Sevilla, y AGN/B para aludir al Archivo General de la Nación, Bogotá. Otros archivos y sus abreviaturas están enumerados al comienzo de la bibliografía. Asimismo, abrevio los nombres de las colecciones en las que la información de los archivos se encuentra clasificada, como CI, para Caciques e Indios en el AGN/B. Las convenciones sobre esas abreviaturas pueden ser encontradas también al comienzo de la bibliografía. Organicé los documentos del AGI/S en legajos (l.), números (n.) y ramos (r.). Empleo esas abreviaturas en las referencias a los documentos. Además, los documentos del AGN/B tienen a menudo un número de documento (doc.), que sirve para ubicar manuscritos que se encuentran digitalizados en la página web del archivo.

En las referencias bibliográficas, usaré el primer apellido de los autores después de haber presentado a cada uno con su nombre completo, tanto en el cuerpo del texto como en las notas al final del texto. Los apellidos completos aparecen registrados en la bibliografía, organizados de manera alfabética, de acuerdo con el primer apellido del autor. Sin embargo, en algunos casos, las personas no necesariamente son reconocidas por el primer apellido, lo cual era frecuente en el período colonial, cuando las prácticas nominativas eran menos estrictas de lo que son en la actualidad y algunos individuos no usaban los apellidos de sus padres —en los países latinoamericanos de habla hispana, como se sabe, los apellidos suelen combinar el apellido del padre y el apellido de la madre, en ese orden—, sino que empleaban los apellidos de sus madres (o, incluso, usaban otros apellidos). Por ejemplo, Andrés Díaz Venero de Leiva es referido de forma habitual en la documentación como “Venero de Leiva” y no como “Díaz”, quizás porque su segundo apellido era menos común que el primero. Por lo tanto, pido a los lectores que traten de adaptarse al uso colonial del español, en lugar de esperar que los nombres personales aparezcan referenciados de acuerdo con convenciones del siglo XXI.

Introducción

Juan Rodríguez Freile, autor de El carnero, una crítica satírica del siglo XVII sobre Santafé Fe y Tunja, provoca a sus lectores con el relato sobre el destino de Inés de Hinojosa, la bella y traicionera adúltera de Tunja que asesinó a dos esposos y fue finalmente ahorcada por sus delitos.1 Inés —a quien Rodríguez Freile identifica como “doña” (mujer noble) y “criolla” (mujer de ascendencia española nacida en América) de Carora, en lo que hoy es Venezuela— era hermosa y acaudalada, pero estaba atrapada en un desdichado matrimonio con el apostador y bebedor empedernido don Pedro de Ávila, un canalla que rápidamente derrochó la fortuna de su esposa mientras sostenía aventuras indiscretas con otras mujeres. En las historias de Rodríguez Freile, Inés conspira con su instructor de baile y amante, el español Jorge Voto, para matar a Ávila, y después de hacerlo, ambos se mudan a Tunja como pareja casada. Una vez más, Inés encontró el matrimonio demasiado restrictivo. Don Pedro Bravo de Rivera, un español de buena posición que vivía en una casa frente a la de Hinojosa, se enamoró de la venezolana. Ambos se embarcaron en una aventura y se reunían clandestinamente usando un túnel excavado entre sus casas. Hernán, el medio hermano mestizo de Bravo de Rivera (hijo del padre de Bravo con una india) ayudó a Inés a tramar y ejecutar la muerte de Voto con lo que ella pudo librarse una vez más de un esposo indeseable. En esa ocasión, sin embargo, la conspiración de Inés de Hinojosa fue descubierta, y los dos hermanos Bravo e Inés fueron capturados y condenados a muerte por Andrés Díaz Venero de Leiva, presidente de la Audiencia de Santafé (como eran llamados los representantes judiciales de la Corona española en la región que hoy es Colombia). Inés y Hernán fueron colgados en la horca. Como correspondía a su estatus social más alto, don Pedro Bravo de Rivera fue condenado al garrote y murió estrangulado.

Lo que podría considerarse como una región colonial estancada, el Nuevo Reino de Granada fue una Audiencia que no alcanzó autonomía como Virreinato hasta el siglo XVIII. Sus habitantes indígenas eran considerados “desorganizados” por los españoles, valoración expresada con el término “behetría”, que denota confusión y desorden, y que fue usado para clasificarlos en relación con los imperios precolombinos de México y Perú. El altiplano que se extiende entre Santafé y Tunja, que estaba habitado por una abundante y sedentaria población muisca, en cuyos territorios había minas de plata y esmeraldas, así como tierra fértil para la agricultura, fue vista por los españoles como una fuente básica de mano de obra.2 Sin embargo, en comparación con las ciudades de Lima y México, dominios que generaban enorme riqueza con sus minas de plata y su vibrante actividad comercial, Santafé fue un insignificante puesto fronterizo en el vasto imperio. Ahí es donde la historia de Inés de Hinojosa tiene lugar.

Susan Herman infiere de forma convincente que la interpretación de Rodríguez Freile sobre los tormentos de Inés corresponde a una sátira sobre la administración de Venero de Leiva.3 Como primer presidente de la Audiencia de Santafé, Venero presidió la política de expansión del control real sobre los encomenderos, conquistadores que habían recibido concesiones de tributarios indígenas a cambio de sus servicios al rey.4 Desde esa perspectiva, El carnero habría sido una crónica sobre la competencia entre la Corona española y las personas que ejercían el poder en el Nuevo Reino. Se trata de una narración ficticia cuya trama no corresponde a eventos históricos, pero registra muchas de las tensiones que caracterizaban la lucha alrededor del régimen colonial que enfrentaba a españoles y mestizos, a las dos ciudades principales del Nuevo Reino —Tunja y Santafé— y a los encomenderos locales contra la Corona. En la imaginación de Rodríguez Freile, también los hombres estaban enfrentados a las mujeres, y el autor retrata muchos de esos conflictos a través de protagonistas femeninos como Inés de Hinojosa. Aún es incierto que Inés existiera como un actor histórico, si bien en el registro documental existen breves referencias a su castigo.5

El relato sobre Inés de Hinojosa fue reinventado en la década de 1980 por el autor colombiano Próspero Morales Pradilla en Los pecados de Inés de Hinojosa, una ardiente novela histórica que más tarde alcanzó éxito estrepitoso como serie de televisión. Mientras Rodríguez Freile identifica a Inés como criolla, Morales la concibe como mestiza, una mujer de ascendencia mixta española e indígena, posiblemente sobre la base de su investigación en archivos venezolanos.6 Morales retrata a Inés como producto de la mezcla de dos tradiciones y dos formas de ser: “El color de la piel, la manera de mirar, la agilidad del cuerpo y el hecho de andar libremente como si careciera de ropa, garantizaban la raza de su madre, complementada con la decisión de ademanes, el movimiento rapaz y la belleza del conjunto, proveniente de sus antepasados andaluces”.7

La idealización que hace Morales Pradilla de la condición mestiza de su personaje ficticio y el retrato de Rodríguez Freile de Inés como una dama española deben ser situados en sus respectivos contextos históricos. Si es cierto que las investigaciones de archivo de Morales Pradilla constituyen prueba de que Inés de Hinojosa era mestiza, no podemos inferir de ello que la omisión de Rodríguez Freile sobre su ascendencia mixta sea un error o una omisión deliberada. El cronista colonial no supuso que la condición mestiza de Inés (si es que estaba al tanto de la misma) fuera relevante para su narración, por lo que al estar casada con un español prominente automáticamente adoptaba la identidad de su esposo, sin que su ascendencia fuera importante. De hecho, a pesar de su ascendencia mixta, Inés pudo haberse identificado siempre como española. Morales Pradilla, en contraste, percibió que sus lectores responderían positivamente a un personaje principal plasmado como mestizo, por la razón de que a finales del siglo XX Colombia estaba siendo concebida como una nación mestiza, si bien pocos colombianos se identifican individualmente como mestizos y las adscripciones raciales tienden a estar asociadas con regiones geográficas particulares.8 Aquí subyace una de las diferencias cruciales entre las cosmovisiones del siglo XVI y aquellas a los que estamos acostumbrados en los tiempos modernos. En la época de Rodríguez Freile, las cualidades que distinguían a una mestiza de élite bien casada de sus hermanas plebeyas estaban articuladas con su habilidad para suprimir de su persona la mancha del mestizaje. Su identidad estaba inserta en una serie de categorías sociales profundamente maleables, productoras de características que se adherían a los individuos pero no a los grupos.9 En la mentalidad de Morales Pradilla, escribir en un período en el que pocos colombianos usarían el término “mestizo” como marcador de identidad, “mestiza” se convertía en un símbolo extrasomático que trascendía por completo el ámbito individual. Si esperamos comprender lo que significaba el término “mestizo” en el siglo XVI, debemos disociarlo de los significados que se le han ido adhiriendo en el curso de los cuatro siglos siguientes. Esto es lo que espero lograr en este libro.

¿Cuándo se es mestizo?

He optado por poner en primer plano el mestizaje —en oposición a lo indígena o a lo africano, que de manera más frecuente son las preocupaciones de los estudiosos de la historia de la raza en Hispanoamérica— como el centro de mis exploraciones de archivo. La mestiza Inés de Hinojosa aparece en mi anécdota introductoria como alguien escurridizo, intangible, efímero, alguien que repetidamente se pierde de vista a pesar de que puede verse en todas partes. Este no es solamente un tropo literario. Fue una condición esencial de los mestizos en la Colonia temprana de los siglos XVI y XVII que abre una ventana inesperada sobre la manera en que las personas afrontaban la diferencia y la inequidad en esa época.

“Mestizo” era una etiqueta aplicada por los observadores coloniales a múltiples actores, aunque también era autoasignada. No podemos estar seguros de que un individuo llamado mestizo en una referencia documental particular portara esa etiqueta durante toda su vida, ni que “mestizo” significaba lo mismo para él y para las personas que lo rodeaban. En otras palabras, no podemos aseverar que “mestizo” representara una cualidad esencial y duradera en sí misma. A veces, ser artesano se anteponía a ser mestizo. En otras ocasiones, un individuo etiquetado como mestizo podía anteponer su genealogía noble española a su ascendencia mixta. O, de forma alternativa, podía demostrar solidaridad con sus vecinos al aceptar que lo clasificaran como indio.10 Entre los miembros de la élite, el género tuvo un papel significativo en el proceso de clasificación, pues empujó a los hombres de ascendencia mixta a ocupar la posición de mestizos y a las mujeres a asumir sin inconvenientes una identidad española. La pregunta central antes nosotros no es “¿quién es mestizo?” o “¿qué es mestizo?”, sino “¿cuándo y cómo alguien es mestizo?” Es decir, debemos mover nuestra mirada desde la condición individual hacia el contexto en el que se produce la clasificación.

Tendemos a imaginar la clasificación socio-racial en Hispanoamérica colonial como si fuera el reflejo de una sucesión de pinturas de castas del siglo XVIII mexicano: una progresión ordenada que retrata diferentes grados de combinación racial, representados por imágenes de parejas con su progenie, cada categoría con su propia etiqueta y características pictóricas distribuidas sistemáticamente en una retícula basada en las clases primordiales de “indio”, “español” y “africano” o “negro.” Es cierto que los historiadores son conscientes de que esas pinturas no representan la realidad sino que, en cambio, proyectan una imagen idealizada destinada al consumo europeo del siglo XVIII.11 Sin embargo, a pesar de los correctivos ofrecidos por los historiadores del arte, así como del reconocimiento por parte de los historiadores de que esas categorías eran fluidas, existe aún una tendencia en la literatura histórica a aceptar tácitamente la transparencia de las clasificaciones de “castas” como una especie de, aunque fluido, marcador esencial de diferencia: en otras palabras, a pesar de que ni nosotros (ni los oficiales coloniales) podemos determinar a cuál casta “pertenecía realmente” un individuo, existe un sentimiento de que existe una respuesta, aunque esté más allá de nuestro alcance. Persiste también una propensión a concebir la casta como parte de un “sistema” coherente que subsistió a lo largo de todo el período colonial y abarca no solo el México central sino también los Andes.12

No obstante, y en contraste, las prácticas clasificatorias de los siglos XVI y XVII en el Nuevo Reino de Granada fueron ambiguas, de bordes irregulares, se traslapaban y a menudo carecían de un centro identificable. Mientras los oficiales estaban frecuentemente obligados a clasificar a las personas con el fin de determinar los impuestos que debían pagar, de los documentos no se colige que esas designaciones fueran marcadores estables de identidad ni que resultaran significativas para la mayoría de las personas, más allá de su despliegue en situaciones legales y administrativas específicas. Esas clasificaciones no eran llamadas “castas” y tampoco eran partes de un sistema. En cambio, constituían una serie de procedimientos discordantes y de naturaleza relacional, generados por la interacción de personas específicas a través de actos del habla (speech acts).13 Dependían en gran medida del contexto. Tomemos, por ejemplo, el caso de un artesano plebeyo que debe aceptar silenciosamente ser llamado mestizo por un oficial colonial en una disputa criminal, pero se resiste a que un vecino lo clasifique como indio. Esto último constituye un acto del habla que impacta directamente en sus relaciones cotidianas, lo cual convierte la clasificación en una etiqueta digna de ser confrontada.14 Lo que él era dependía de quién estaba etiquetándolo y con qué propósito. Con base en el análisis de los mestizos, que frecuentemente desafían la clasificación y cuya identificación a menudo está inspirada en los marcadores usados para diferenciar a los miembros de categorías de “españoles”, “indios” y “negros”, presumiblemente más estables, podemos comenzar a detectar los contornos de las prácticas coloniales empleadas para establecer diferencias y a formular nuevas preguntas sobre los documentos que encontramos en los archivos.

En un trabajo influyente titulado “Más allá de la ‘identidad’”, Rodgers Brubaker y Frederick Cooper argumentan que la maleabilidad de la identidad conduce a que sea difícil definirla. La “identidad” tiene muchas aplicaciones, abarca mucho espacio e involucra varias prácticas dispares. Al tiempo que es aplicable de manera infinita, sin embargo, el uso de la palabra “identidad” nos obliga a percibir solidez y estabilidad donde hay fluctuación: de modo convencional, un mestizo siempre es un mestizo excepto cuando se hace pasar por alguien más, a pesar del hecho de que en el período colonial pudo haber ocupado múltiples espacios sin llegar a poner de manifiesto contradicción alguna. Brubaker y Cooper instan a los investigadores a recurrir, en cambio, a términos más activos como “identificación”, que es situacional y relacional, y nos exige prestar especial atención al lugar de enunciación de aquellos que clasifican, así como a la relación entre la auto-comprensión y las categorías impuestas por otros. Los autores discuten que, en algunas situaciones, los procesos de identificación generan un “sentimiento de grupo”, un sentido de comunidad o conectividad que proyecta la apariencia de un grupo coherente, como ocurría con los “españoles” y los “indios”. Pero, en otros casos, los procesos de identificación son más libres y más situacionales, en la línea del funcionamiento del concepto “mestizo” durante la Colonia temprana.15 Brubaker y Cooper nos incitan a formular nuevas preguntas que no giren alrededor del resultado de la clasificación —la producción de las categorías aparentemente estables de “indio”, “negro”, “mestizo”, “mulato” y “español”—, sino, en cambio, a seguir líneas de indagación que conciernen a los procesos mismos de categorización: ¿bajo qué circunstancias los individuos eran clasificados y quiénes estaban a cargo de esa enunciación? ¿Cuáles son los diversos léxicos clasificatorios en los que se basaban los actores coloniales para identificarse a sí mismo y a otros, y cómo interactuaban esos distintos conjuntos de prácticas nominativas? ¿Qué tipos de conocimiento y qué valores estructuraban los procesos de clasificación?

Mi interés en los mestizos se basa en esas cuestiones. En este libro cuestiono la supuesta estabilidad de la clasificación socio-racial colonial e indago, en contraste, sobre los procesos de categorización. Cuando estudiamos las historias de las personas de ascendencia mixta cuyas vidas aparecen en el registro documental nos percatamos de que su testimonio fue presentado bajo circunstancias legales y personales particulares: se movían en medios sociales específicos y sus etiquetas socio-raciales se inscribían en géneros documentales claramente delimitados, los cuales condicionaron las formas en que fueron clasificados. Sus identidades fueron a menudo transitorias y frecuentemente tácitas (como en el caso de Inés de Hinojosa). Esas identificaciones bien pudieron haber girado alrededor de la ascendencia, pero estaban basadas también en la ocupación, el género y el lugar de residencia. E, incluso, cuando remitían a la ascendencia, pudieron haber estado inclinadas más hacia asuntos de religión o estatus noble, que era el significado de la raza en la época moderna temprana, a diferencia del sentido actual del término.

En esta empresa me he quedado un poco corta de palabras. No existe un glosario simple para el conjunto de las prácticas que estudio. Esas prácticas no giraban exclusivamente alrededor del fenotipo y del parentesco, sino que eran también generadas por otros numerosos indicadores culturales y sociales. Por lo tanto, he descartado algunos de los términos más comúnmente empleados para referir la práctica de catalogación de la diferencia en el período colonial. El léxico disponible tiende a fijar esas prácticas en un sistema estable y coherente que no refleja lo que veo en la documentación de Santafé y Tunja. “Casta”, la expresión usada en el México colonial y por los historiadores mexicanistas para describir un sistema de categorías socio-raciales, en las que están incluidas “indio”, “mestizo”, “mulato”, entre otras, no figura en el registro archivístico del Nuevo Reino hasta el siglo XVIII, cuando fue usada como un término general para reseñar a todos aquellos que no eran españoles, indios o esclavos negros. En los Andes del siglo XVI, “casta” remitía en un sentido general a linaje. “Raza” fue otro término de la modernidad temprana que concernía al linaje y distinguía a los individuos más por su estatus o su religión que por su color. La palabra de la modernidad temprana “calidad” puede ser más apropiada para el período, pues trasciende el fenotipo al remitir a cuestiones de estatus individual y a los comportamientos apropiados para diferentes rangos sociales, y porque establece diferencias entre las categorías de personas generadas por las mezclas. Haré uso de este término a lo largo del libro.16 Emplearé, sin embargo, la expresión “socio-racial” cuando intente resaltar formas de diferenciación que hoy serían llamadas “raza”.

Podríamos estar confinándonos a una camisa de fuerza conceptual cuando limitamos nuestra interpretación de términos como “indio” o “mulato” exclusivamente a sus dimensiones socio-raciales como parte de un sistema autocontenido de clasificación. Por el contrario, tales usos estaban incrustados en esquemas más amplios de percepción y categorización que precedían la invasión española a las Américas y continuaron siendo empleados en la Península Ibérica, y que asimilaron otros marcadores tales como edad, género, ocupación, estatus noble o plebeyo, lengua, religión y nacionalidad, entre otros. El aislamiento del Nuevo Reino del siglo XVI, en el cual la palabra “casta” no era usada de modo habitual, puede así suministrar un antídoto constructivo para algunas de nuestras suposiciones predominantes acerca del poder y la sistematicidad de la casta en la Hispanoamérica colonial. En ese sentido, insto a los historiadores a reexaminar el registro histórico, en donde espero que hagan hallazgos inesperados.

“Mestizo” como categoría

“Mestizo” es probablemente una de las más inescrutables categorías en el registro documental colonial hispanoamericano. Otras categorías, tales como “indio” y “español”, funcionaban en el período colonial como clasificaciones adscriptivas y términos amplios para grupos con derechos y obligaciones específicos. Ambas categorías funcionaban, junto con “negro”, como puntos centrales de referencia para dar sentido al abanico de clasificaciones que recaían sobre las personas de ascendencia mixta, y parecen haber tenido mayor coherencia que otras categorías, como “mestizo” o “mulato”.17 Los españoles, por ejemplo, tenían derecho a ciertos tipos de ciudadanía, tales como el estatus de “vecino”, una designación que les permitía ejercer cargos públicos.18 Se les permitía vestir determinados atuendos y joyería, como capas y perlas, prohibidos a los indios y a los miembros de algunas categorías mezcladas.19 De forma alternada, los españoles estaban obligados a participar en varios rituales públicos a lo largo del año, actuaciones ceremoniales que representaban y preservaban nociones cristianas de jerarquía.20 De modo similar, “indio” era una categoría adscriptiva que abarcaba grupos con límites identificables. Los indios estaban obligados a pagar tributo a la Corona, pero al mismo tiempo estaban exentos de la incidencia de otras instituciones coloniales invasivas, como la Inquisición. Además, eran tributarios asentados en comunidades nativas específicas. Aunque los indios huyeran de sus obligaciones tributarias y buscaran el anonimato en Santafé o Tunja, seguían estando marginalmente unidos a una colectividad, a ojos de las autoridades coloniales. También expresaban su “indianidad” en la esfera judicial, donde asumían la etiqueta de indios como vehículo para exigir los derechos asociados con la categoría legal.21 En ese sentido, los indios exhibían algún grado de agrupación (groupness), en la jerga de Brubaker y Cooper.

Pero sería exagerado inferir groupness (conciencia de pertenecer a una agrupación) entre quienes se adscribían a las categorías de “indio” y “español”. Su existencia como grupos radica más comúnmente en otros tipos de clasificación, no en esas categorías particulares. Es decir, si bien actuaban como indios en el tribunal, lo más probable es que se identificaran como miembros de pueblos específicos, diferenciados por localidad (los muzos, del territorio de Muzo, o los sogamosos, por ejemplo). Pertenecían a poblaciones (naciones) diferenciadas por lengua (los muiscas del altiplano que se extendía entre Santafé y Tunja, o los panches del suroccidente). Vivían bajo la autoridad de un señor hereditario (cacique). Jovita Baber sostiene que “indio” fue una categoría legal construida, a través de la cual la Corona se permitía reconocer “naciones” bajo su autoridad. Por lo tanto, argumenta que “indio” no fue una clasificación racial ni constituía una identidad colectiva: la identidad individual estaba dada por la pertenencia a una comunidad indígena dada y no era puntualmente la de un indio. Sin embargo, promover la naturaleza corporativa de la categoría “indio” fue un interés central de la Corona, que estaba significativamente preocupada por extraer tributo y mano de obra de la población nativa, que era constantemente catalogada en los padrones de población como “indios tributarios” y sus dependientes.22

Baber señala que la situación legal de los indígenas mexicanos fue similar a aquella de los españoles. Los españoles —por lo menos los hombres— eran miembros de grupos identificables. Tanto si habían nacidos en las Américas como en la Península Ibérica, fueron etiquetados como “vecinos”, “residentes” o, a veces, “estantes” (habitantes transitorios) de un lugar específico al cual estaban conectados por una serie de privilegios y deberes. Además de su filiación con el lugar en el que residían, los españoles nacidos en la Península se identificaban también con nacionalidades particulares, como vasco o catalán, lealtades que provocaban violentas rivalidades, aún en el ámbito americano.23 Por último, fueron diferenciados también por su lugar de nacimiento, como naturales de Sevilla, Toledo o Carmona.

Los negros esclavos y los libertos eran a veces identificados por sus orígenes como “angolas”, “branes” u otras “naciones” africanas. Es decir, a veces constituían también grupos en la práctica, a pesar del hecho de que las colectividades a las que pertenecían habían sido desmembradas y reorganizadas bajo la esclavitud. Como los indios, que no pertenecían al “grupo” de indios sino a “naciones” o comunidades particulares, los africanos y sus descendientes no eran miembros del “grupo” de negros, pero podían ser asociados con colectividades específicas definidas por el lugar de origen.24 La clasificación según la “nación” dependía, sin embargo, de quién estaba haciendo la categorización y el propósito de la misma. Es más, esa información no siempre aparece en el registro histórico. Además, los derechos y obligaciones de los esclavos estaban definidos por la naturaleza de su cautiverio, por lo que los esclavos africanos eran frecuentemente identificados a través de la referencia a sus dueños. Los mulatos podían ser esclavos o personas libres, pero si eran esto último, estaban sujetos a un régimen especial de tributación y quedaban inscritos en un tipo de padrón que les otorgaba, al menos en el papel, una especie de sentido de grupo.25

Ninguna de esas categorías fue enteramente estable u homogénea, ni fueron sus límites fijos o claramente demarcados, si bien a veces parecían cobrar fuerza de verdad. Es por esto que resulta más útil pensarlas como portadoras de atributos que conducían a la agrupación que referirse a ellas como grupos en el sentido sociológico de la palabra. Es decir, esas categorías se basaban en una suerte de sentido de comunidad que llevaba a las personas a adoptar comportamientos similares, a asociarse, a compartir una definición común y explícita de quiénes eran y con quiénes no estaban vinculados. Pero aún así, la porosidad de sus límites hacía que estos conjuntos de individuos fueran altamente heterogéneos.

Por ejemplo, alojados confortablemente en la categoría “español” estaban muchos que no conectaban su ascendencia exclusivamente con la Península Ibérica, si bien eran considerados españoles. Esos individuos no portan la etiqueta “indio”, “mulato” o “mestizo” en la documentación, por lo que debemos concebirlos como desprovistos de etiqueta y, entonces, presumir que pertenecían a la categoría española dominante. La designación “español” dependía en gran medida del espacio de enunciación en el que se profería. En ciertos contextos legales, tales como los registros criminales, los españoles son llamados así, mientras que no lo son en testamentos y contratos. En muchas oportunidades, los individuos nacidos en España son llamados españoles, mientras que los americanos de ascendencia española (llamados ocasionalmente criollos en Santafé y Tunja en la Colonia temprana) no están marcados socio-racialmente. Las mujeres españolas del siglo XVI no eran identificadas de esa forma con la misma frecuencia con la que lo eran sus hermanos y esposos, lo cual me hace pensar que las categorías socio-raciales que figuran en la documentación deben ser analizadas como algo profundamente situacional: eran relevantes en contextos legales específicos en los que los hombres, más que las mujeres, participaban más a menudo.26

No obstante la suposición de que la clase de “españoles” se refería a los individuos de España, la categoría, incluso cuando la etiqueta “español” no se hacía explícita, abarcaba también a las personas nacidas de madres y padres que no eran de origen ibérico. Las personas de ascendencia mixta que se integraban exitosamente en los círculos sociales españoles eran considerados a menudo como españoles cuando participaban en ciertos ámbitos legales en los que la ascendencia no era un asunto central. Aparecen en la documentación sin el apodo de “español” pero tampoco son identificados como miembros de una clase diferente. De forma similar, encontramos mestizos y mulatos que vivían en comunidades nativas, que habían sido registrados en los padrones de indígenas tributarios, con lo que se volvían efectivamente “indios”. Entonces, al tiempo que la población indígena, los españoles y sus descendientes, los esclavos y los mulatos tenían atributos de grupo, las categorías a través de las cuales eran identificados en realidad eran heterogéneas.

Aún más que en el caso de los indios o los españoles, aquellos adscritos a la categoría “mestizo” caían dentro y fuera del registro documental, y a lo largo de sus vidas solamente eran identificados algunas veces a través de su ascendencia. En el período colonial, “mestizo” era lo que llamo una categoría evanescente. Con “evanescente”, me gustaría insinuar que bajo circunstancias particulares las personas clasificadas como mestizas salían de esa categoría y caían en otras, lo cual no implicaba que la población de ascendencia mixta desapareciera del mapa a través de un simple acto del habla. Por supuesto, según todos los indicios, la cantidad de aquellos clasificados como mestizos en los padrones aumentó exponencialmente a lo largo del período colonial, hasta el punto que se convirtieron en mayoría a finales del siglo XVIII. Para el período de mi interés, la población mestiza fue probablemente mínima en las áreas rurales y apenas evidente en núcleos poblados de ciudades y villas, si bien se mantuvo escasa, aún en Santafé y Tunja.27 Desde luego, escasamente podemos estimar la cantidad de pobladores mestizos, debido a que no fueron contabilizados hasta el siglo XVIII.28 En la Colonia temprana, los individuos podían ser llamados mestizos en un momento e indios o españoles en otro, a veces por un mismo testigo. Debido a que no existía un único grupo al que los mestizos pertenecieran, podían desaparecer del registro judicial y surgir de nuevo bajo una designación diferente.

La facilidad con la que los mestizos “desaparecían” se debe al hecho de que no había un grupo sociológico al cual pudieran adscribirse, solamente la categoría en la cual eran encuadrados.29 Los mestizos no tenían obligaciones con respecto a una “”“”“”“” era una situación rutinaria.30