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EL ESPEJISMO DEMOCRÁTICO

De la euforia del cambio a la continuidad

© 2007, Lorenzo Meyer

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Primera edición en libro electrónico: septiembre, 2012

eISBN: 978-607-400-685-8

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INTRODUCCIÓN

Los caminos torcidos de la consolidación democrática mexicana

Increíble. Para aquellos que nacimos a partir de la década de los cuarenta, la Revolución mexicana ya era historia y en materia política el gran partido oficial, el PNR-PRM-PRI, aparecía como una realidad tan cotidiana, normal y apabullante como permanente e indestructible. Por eso, lo ocurrido en las urnas el 2 de julio de 2000, aunque esperado y enteramente explicable en términos analíticos, no dejó de tener algo de insólito e increíble.

Ese 2 de julio, tras monopolizar el Poder Ejecutivo por 71 años consecutivos, la institución que perdió el control sobre la supuestamente poderosa Presidencia mexicana, no fue realmente un partido político sino una organización que desde su origen pretendió que se le viera como el único representante legítimo no de una parte del espectro político mexicano sino del todo, del conjunto nacional. Y tan espectacular como su derrota fue la forma: por la vía pacífica, ¡la electoral! Eso nunca antes había sucedido en México. Años atrás, no lejos de su muerte, uno de los dirigentes más importantes y representativos del PRI —el líder sindical Fidel Velázquez— aseguró que si su partido había ganado el poder por la fuerza (la Revolución mexicana) sólo por la fuerza lo abandonaría. Sin embargo, tras las elecciones del verano de 2000, el jefe nato de ese partido de Estado —el presidente de la República— ya no tuvo otra salida que aceptar incondicionalmente su derrota y rendir la plaza sin resistencia. Todo pareció indicar entonces que finalmente la sociedad mexicana, apoyada por un entorno internacional favorable, se había impuesto a una clase política autoritaria y corrupta. Se suponía que se había acabado con toda una forma de vida colectiva, con toda una cultura política antidemocrática, humillante y corrupta, muy corrupta. El futuro político de México lucía francamente promisorio. Sin embargo, en diciembre de 2006, al concluir el primer gobierno del nuevo régimen, esa seguridad democrática se había debilitado y mucho. Se comprobaba lo afirmado por el clásico: el pasado nunca pasa, ni siquiera es pasado. Cada vez es más claro que la formidable y terrible herencia del PRI se mantiene viva.

De la euforia a la crispación y a la incertidumbre. En la actualidad, y políticamente hablando, México está tan dividido en dos campos irreconciliables —con el “en medio” de siempre— al punto que su atmósfera tiene semejanza con la que se respiraba a mediados del siglo XIX, cuando iba in crescendo la disputa por la nación entre liberales y conservadores. Para unos, la responsabilidad principal de esa pérdida del optimismo inicial recae sin duda en una izquierda populista y rijosa que no supo volver a perder con gracia —ya no reeditó 1988 y menos 1994 y 2000— y que en vez de contribuir a fortalecer el entramado institucional, lo ha debilitado.1 Para otros, por el contrario, la responsabilidad de lo ocurrido es de una derecha tramposa, que ha decidido atrincherarse en las estructuras del poder institucional para defender los privilegios que le otorga una estructura social donde una sola familia puede acumular una fortuna de 53,000 millones de dólares mientras que, por otro lado, 20% de las familias más pobres tiene que sobrevivir con apenas 3.1% del ingreso disponible.2

Independientemente de la orientación ideológica, hay casi un consenso en México sobre el mal papel que desempeñó el principal responsable político del primer gobierno del nuevo régimen —el presidente Vicente Fox—, pues simplemente no estuvo a la altura de su responsabilidad histórica y dañó el proceso de consolidación democrática en su etapa inicial. Nunca antes había tenido México una oportunidad tan estupenda para dar forma a un gran consenso democrático, pero la falta de visión y de grandeza tanto del jefe del Poder Ejecutivo como de su círculo de colaboradores —la mayoría formados en el mundo de la gran empresa privada— y de la clase política en general, la dejó pasar.

El año 2000 no desembocó en un nuevo marco legal sino en la permanencia de casi todo lo anterior, desde las personas hasta las instituciones y, sobre todo, los patrones culturales. Aunque en el México actual el término “cambio” se ha usado ad nauseam, el cambio ha resultado mucho menor de lo esperado: la vida económica sigue sin vitalidad, la estructura social está tan desequilibrada o más que antes, la estructura institucional mantiene su ineficacia, la distancia económica y mental que separa a la clase política del grueso de la sociedad sigue siendo enorme, lo mismo que la corrupción de políticos y administradores. El cambio no llegó, al menos no en la forma que se prometió y que despertó la imaginación de los muchos.

Lo alcanzado. De todas maneras, e independientemente de sus resultados, la hazaña democrática del verano mexicano del año 2000 no fue poca cosa. Una mayoría ciudadana pudo entonces confrontar y derrotar casi sin violencia al sistema autoritario más exitoso del siglo XX. Desde luego que entre 1988 —el inicio de lo que se llamó la insurrección electoral— y el 2000, el PRD y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se vieron obligados a pagar un tributo de sangre para el desarrollo político mexicano, pero dada la historia política mexicana, la situación hubiera podido ser mucho peor. En estricto sentido el régimen mexicano que dejó de existir al cambiar el siglo, había nacido antes que el PRI, en 1916, cuando Venustiano Carranza logró imponerse por la fuerza sobre sus adversarios externos e internos. Desde entonces y hasta el año 2000, el poder y los mecanismos de transmisión de éste siempre se mantuvieron dentro del mismo círculo y todas las elecciones, salvo las últimas, fueron mera forma sin contenido, pues no existió posibilidad real de alternancia de partidos. Esto significó que el sistema autoritario que gobernó a México de forma ininterrumpida a lo largo de casi todo el siglo XX, nació poco antes de que Lenin y los bolcheviques tomaran el poder en Rusia y pudo mantener su monopolio por casi un decenio después de la desaparición de la URSS. Para el año 2000, otros sistemas autoritarios similares al mexicano, como el de Ataturk en Turquía, el de Franco en España o el de Salazar en Portugal, ya habían sido archivados por la historia y los que siguen vigentes aún tienen que sobrevivir dos o tres decenios más antes de poder superar el record establecido por los líderes victoriosos de la Revolución mexicana y sus herederos directos, los priístas.

Hoy. A siete años de la histórica jornada electoral y democrática de 2000, México no se encuentra en el sitio donde se supondría que ya debería estar: en una etapa avanzada de la consolidación democrática. En 2007 el Poder Ejecutivo lo ejerce el representante de un partido de derecha —el PAN— que oficialmente en las elecciones superó a su rival de izquierda —al de la coalición encabezada por el PRD— por menos de 1% del voto total. Sin embargo, lo realmente difícil no es que la Presidencia mexicana esté en manos de quien obtuvo apenas una mayoría relativa de 35.89% de los votos válidos emitidos, sino que quien quedara en segundo lugar por apenas un medio por ciento de diferencia —el candidato del PRD— no comparte su proyecto y se niega a reconocerle legitimidad al nuevo gobierno porque, sostiene, el proceso mismo de la elección no fue legítimo. El derrotado aduce que hubo inequidad en la contienda y un final fraudulento. Y aunque esta última acusación no ha sido efectivamente probada, su formulación cae en un terreno históricamente propicio, muy propicio, para el crecimiento de la sospecha.

La acusación de fraude aún tiene que ser probada pero la de inequidad no. Está en primer lugar, y es al final de la dura jornada de 2006, cuando el máximo órgano electoral —el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación— declaró ganador al panista, pero en el proceso se vio obligado a reconocer explícitamente que durante la campaña electoral el presidente saliente —Vicente Fox— y una poderosa organización empresarial —el Consejo Coordinador Empresarial— actuaron de manera parcial, ilegal e ilegítima, aunque no fue posible determinar hasta qué grado influyeron en el resultado final.3

En su momento, el candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, exigió que ante una diferencia tan reducida —0.56%— era necesario proceder a un recuento de “voto por voto y casilla por casilla” pues de lo contrario las sospechas y dudas de los supuestamente derrotados en relación con el conteo inicial se transformaría en certeza y en un rechazo hacia el nuevo gobierno, al que tratarían como ilegítimo. Sin embargo, el ganador oficial de la elección presidencial —Felipe Calderón—, su partido, el PAN, y el tercero en discordia, el PRI —históricamente condicionado a ser un aliado condicional de quien quiera que tenga el poder— y los “poderes fácticos” —grandes empresarios, la mayoría de los medios de información, las iglesias— se opusieron al recuento y, para sorpresa de pocos, la estructura legal los respaldó. La reacción de la izquierda fue el rechazo a la validez del resultado de la elección, la promesa de movilizaciones en contra y la consolidación de una gran fractura política.

Una explicación. ¿Por qué en 2000 el proceso electoral funcionó como se suponía y en condiciones aparentemente más favorables en 2006, no? En buena medida porque el margen entre el primer y el segundo lugar fue amplio: 6%. En segundo lugar porque el gobierno había tomado la decisión de no volver a imponerse a costa de la credibilidad, pues su déficit en este campo ya era enorme. La tercera razón, la más importante, está en la diferencia de los intereses en juego. En el 2000, la lucha fue entre Francisco Labastida, el priísta, y Vicente Fox, el neopanista. Todas las encuestas mostraron que esa vez el candidato de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas —candidato por tercera vez consecutiva— ya no tenía posibilidades reales de triunfo. En tales circunstancias, la contienda se convirtió en una lucha entre dos personajes contrastantes pero con proyectos de clase muy semejantes. En efecto, desde 1989 el PRI y el PAN habían empezado a negociar con éxito sus diferencias de principios y de programas de gobierno hasta casi eliminarlas. De esa manera, lo que estuvo en juego entre la derecha autoritaria priísta y la derecha supuestamente democrática del PAN, fue una diferencia de estilos e historia pero no de propósito. De antemano se sabía que ganara quien ganara entonces, el resultado no significaría diferencias sustantivas en las políticas económicas, sociales o externas. Por ello los poderes fácticos aceptaron sin grandes dificultades la victoria panista: no implicaba ningún cambio sustantivo y sí una evidente ganancia de legitimidad que pondría fin al déficit generado por el PRI en ese campo.

En contraste, en 2006 las posibilidades de triunfo del PRI en la disputa por la Presidencia eran nulas. Desde muy pronto la lucha se planteó no como una simple alternancia entre PAN y PRD en la Presidencia, sino como una competencia entre derecha e izquierda por el futuro inmediato del país. Como señalara Joseph Schumpeter en 1942, la esencia de una contienda democrática se da combinando no sólo elecciones libres y justas sino, además, plataformas que impliquen diferencias no sólo de candidatos sino de políticas. Desde esta perspectiva, la de 2006 fue lo más cercano que México ha estado nunca de una democracia política efectiva. Y ese fue justamente el gran problema.4 Precisamente porque desde muy pronto las encuestas indicaron que la izquierda con López Obrador a la cabeza tenía muchas posibilidades de ganar, Vicente Fox en unión abierta y explícita con el PRI, intentó en el 2004 anular esa candidatura mediante el desafuero del entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal. Cuando una gran movilización social hizo fracasar ese intento, entonces se uso todo el poder de la Presidencia para desacreditar al personaje. A su vez, el PAN y los poderes fácticos echaron toda la carne al asador —especialmente mediante una bien diseñada campaña de miedo— para evitar la victoria de López Obrador y asegurar la continuidad colocando a Calderón en la Presidencia. Finalmente, por esa misma razón se negó lo que en otras latitudes en circunstancias similares hubiera sido el sello de legitimidad incuestionable: ante lo cerrado de los resultados electorales, el recuento de los votos.

En suma. Lo que hoy tiene México es una oposición desafecta aunque no violenta. Esta actitud de la izquierda es producto de su experiencia en su dura lucha contra el sistema autoritario mexicano y que hoy se traslada a su enfrentamiento con la derecha en el poder. Esta derecha, por su parte, mantiene una actitud y lenguaje reminiscentes de una etapa supuestamente superada, la de la guerra fría. Y aquí viene bien a cuento la hipótesis de John Lewis Gaddis, profesor de Yale: una de las consecuencias de la guerra fría en Estados Unidos fue desarrollar una peligrosa doble moral: lo que no era éticamente aceptable como parte del juego político interno sí lo era fuera; en nombre de una defensa de los “valores occidentales” se permitió emplear con sus adversarios conductas que negaban esos valores.5 Algo muy parecido ha ocurrido en la lucha política mexicana actual: en defensa de la democracia la derecha sacrificó el principio de fair play en la contienda electoral, algo que no es precisamente la mejor vía para consolidar una democracia recién nacida y sin ningún precedente en la historia mexicana.

El Colegio de México, abril de 2007


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