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Alexis Ravelo (1971) es un escritor calvo que nació y aún sobrevive a régimen de cervezas y bocadillos de chopped en Las Palmas de Gran Canaria. Contra todo pronóstico, ocupa un lugar relevante en la narrativa española actual. Además de novelas, ha escrito libros infantiles, volúmenes de relatos para adultos, guiones, obras teatrales y hasta el libreto de una ópera. Su primera novela fue Tres funerales para Eladio Monroy, que abre una serie de novelas protagonizadas por el mismo personaje: Solo los muertos, Los tipos duros no leen poesía y Morir despacio. También publicó el díptico «La iniquidad», formado por La noche de piedra y Los días de mercurio. La estrategia del pequinés supuso su descubrimiento por parte de la crítica y los medios nacionales. Constantemente reeditada y a punto de ser adaptada al cine, obtuvo el Premio Dashiell Hammett 2014, así como otros galardones entre los que figuran el Premio Tormo 2014 o el Premio Novelpol 2014 (ex aequo con Donde lenguas, escrito por Rosa Ribas y Sabine Hofmann). Tras esta novela, vinieron otras, también de semen y sangre: La última tumba (XVII Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe), Las flores no sangran (PremioValencia Negra 2014 y también traducida al francés) o El viento y la sangre, escrita con seudónimo como M. A. West. Ahora, tras explorar otros caminos literarios con sus novelas más recientes (La otra vida de Ned Blackbird y Los milagros prohibidos), Ravelo retoma su saga más golfa, irreverente y crítica. Y, como siempre, sospecha que Dios está de vacaciones.

Héctor Fuentes tomó un vuelo hacia Gran Canaria. Después se lo tragó la tierra. Para localizarlo, nadie mejor que Eladio Monroy, conocedor excepcional de las calles de Las Palmas de Gran Canaria. El exmarinero violento, sarcástico y sentimental vuelve a verse involucrado en un asunto que le viene grande. No es la primera vez. Pero tendrá que emplearse a fondo para que no sea la última.

La serie Eladio Monroy:

Eladio Monroy no es policía ni detective. Ni siquiera periodista. Pensionista de la marina, complementa su mísero sueldo con encargos bajo cuerda. Tan sarcástico como sentimental, tan culto como maleducado, se enfrenta a cada problema con astucia, perplejidad y grandes dosis de mala baba. No es que le apetezca andar por ahí investigando a la gente y haciendo justicia. Lo único que quiere es ir echando días para atrás en la ciudad que lo vio nacer. Pero, irremediablemente, siempre acaba viéndose obligado a hacer cosas que nadie hará si no las hace él.

Las novelas de la serie Eladio Monroy se inscriben en el hard boiled más clásico y, al mismo tiempo, resultan absolutamente singulares. Ambientadas en Las Palmas de Gran Canaria, bucean en las contradicciones de la sociedad española y las ponen de relieve en argumentos autoconclusivos plagados de giros, humor y violencia.

SOLO LOS MUERTOS

 

 

 

 

 

 

 

 

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SOLO LOS MUERTOS

la segunda de Eladio Monroy

ALEXIS RAVELO

Incluye el relato
«Los dos días del Sapo»

 

 

 

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Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
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NOTA DE AGRADECIMIENTO

Las personas que figuraban en la página de agradecimientos de la primera edición de esta novela en el 2008 eran Toñi Ramos, Gregorio González, Isabel González, Ivana Di Carlo, Eugenio Fuentes, Antonio Lozano, Zoraida Rodríguez, Jéssica Suárez Cerpa, Carmen Sánchez María, Jorge Liria, Fernando ‘Montecruz’, Antonio Becerra y Carlos de la Fe. Todas ellas contribuyeron de algún modo a su escritura y justo es que continúe estándoles agradecido. A esos nombres quiero añadir los de Sergio Vera Valencia y su familia, por cuidar del manuscrito, y el de Thalía Rodríguez, por todo eso que ella sabe.

 

 

Para los alumnos del IES Teror
y Toñi Ramos, su activista literaria

Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre. La fe los obliga a la acción, a la injusticia, al mal; es bueno escucharlos asintiendo, medir en silencio cauteloso y cortés la intensidad de sus lepras y darles siempre la razón. Y la fe puede ser puesta y atizada en lo más desdeñable y subjetivo. En la turnante mujer amada, en un perro, en un equipo de fútbol, en un número de ruleta, en la vocación de toda una vida.

JUAN CARLOS ONETTI,
Dejemos hablar al viento

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—Héctor Fuentes tomó un avión en dirección a Gran Canaria y después se lo tragó la tierra —resumió Arana, volviendo a colocar en su sitio la botella de Macallan.

Anciano pero vigoroso, regresó al sofá calentando con las manos su copa de Armagnac tras entregar sus bebidas a Fárez y a Bolaño. Se había decidido que la reunión se celebrara allí, en su casa de la Sierra y en fin de semana, lejos de secretarias curiosas e improbables pero no imposibles vigilancias electrónicas. Así que Arana condescendía a ejercer de anfitrión solícito, sin que ninguno de los tres olvidara no obstante quién mandaba allí.

Bolaño estaba sentado en el sillón de orejas que había frente a él, con los codos apoyados en las rodillas abiertas, inhabitualmente enfundadas en unos jeans, descansando la interminable frente sobre la palma extendida mientras la diestra sujetaba su whisky de malta.

Fárez, alto y delgado, con cazadora de cuero, permanecía en pie, recostado contra la chimenea, consciente de su puesto de subordinado sin atribución para la toma de decisiones aunque experto en resolver ciertas complicaciones que solo él era capaz de afrontar. Ambos, Bolaño y Fárez, esperaban las palabras de Arana, que había interrumpido su argumentación para ofrecerles las bebidas.

—Lo de Esther fue lamentable, pero hay que reconocer que el accidente solucionó la complicación. Si lo miramos con frialdad, hasta nos benefició. —Su mirada y la de Fárez se cruzaron un instante, aprovechando que la de Bolaño navegaba en el fondo de su vaso—. Y, en lugar de aprovechar ese golpe de suerte, dejamos que volviera a darse el mismo problema. Eso sí que fue un error de los gordos.

—Quién iba a pensar que... —comenzó a decir Bolaño, pero se interrumpió cuando Arana dio una sonora palmada sobre la mesa.

—¡Pero, coño! ¿Cómo que quién? Yo no trabajo con ellos todos los días. Usted sí. Usted tenía que saber que este hombre y Esther eran íntimos, coño. Era precisamente usted quien tenía que pensarlo, joder.

Se hizo un silencio durante el cual Arana respiró hondo y recuperó su tono habitual. Un jefe no debe perder los estribos ante los subordinados. Se crujió los dedos mientras decía:

—Ahora ya da igual quién tenga o no la culpa. El caso es que ha volado y algo tendremos que hacer.

Bolaño se volvió un momento hacia Fárez.

—En esta jodida cadena de errores, no todo se ha perdido. Por lo menos, sabemos la dirección que tomó.

Casi pudo sentir el odio de Fárez clavándosele en el cogote, antes de oír la voz profunda de aquel:

—Eso da exactamente igual. Fue ayer. Desde allí, puede haber tomado un vuelo para cualquier otro sitio. O sea, que no todo está tan claro.

—Estos fallos no se pueden tener —sentenció Arana.

—No se nos ocurrió que él también estuviera en el ajo hasta anteayer —dijo Bolaño.

—Si me hubieran dejado solucionar el asunto a mi manera, ahora no tendríamos este problema. Pero usted aconsejó cautela. Mire cómo estamos ahora por sus remilgos.

Bolaño se levantó y se volvió nuevamente hacia él.

—¿Y si nos equivocamos, qué? ¿Y si en realidad...?

—Eso habría dado igual. Más valía asegurarse. En cambio, ahora...

—Nosotros no somos simples matones.

—Yo, lo que no soy, es un aficionado.

Sus tonos habían ido subiendo en volumen y en mal yogur a medida que ambos se acercaban hasta quedar encarados.

—¡Señores! —cortó Arana—. Ya está bien.

Fárez y Bolaño acataron la orden y volvieron a sus sitios.

—Me estoy cansando de tanta gilipollez —dijo Arana, algo más sosegado—. A partir de ahora, trabajaremos en equipo. Porque está claro que tenemos que solucionar este asunto. Nos jugamos mucho.

Bolaño asintió y su mirada se perdió en algún punto de la alfombra. Fárez, por su parte, escuchaba atentamente, los brazos cruzados y las piernas abiertas, con un rictus de seriedad en su pálido rostro de cera.

—Lo primero es localizarlo —propuso el viejo, crujiéndose los dedos.

—Si me da unos días... —comenzó a decir Fárez.

—No —le apostrofó el otro—. Prefiero que se quede aquí por el momento. Para eso hay colaboradores habituales en los que se puede confiar. ¿No es así, Bolaño?

Bolaño, en ese instante, sostenía entre los labios el cigarrillo que se disponía a encender.

—Humm... Otras veces hemos contratado a una agencia —dijo al exhalar la primera bocanada de humo.

—¿Con buenos resultados?

—Estupendos.

—Pues ya sabe. Simplemente, se encargarán de ubicar al individuo. Les daremos casi todos los datos, suavizándolos un poco para no despertar sospechas. No sé. Invéntese algo.

—Muy bien. Podemos hablar de vulneración de secretos o de infidelidad laboral. Algo así —aventuró Bolaño—. Pero cuando lo tengamos ubicado, ¿qué hacemos?

Un denso silencio invadió el lujoso salón. Arana volvió a intentar sacarse las novias, pero sus falanges no emitieron ahora sonido alguno. Pasados unos segundos, dirigió una mirada de hielo a Fárez, quien se supo, como en otras ocasiones, último recurso para solucionar determinados problemas. Después apuntó con el dedo a Bolaño, como si el abogado no estuviera allí.

—Cuando lo tengamos ubicado, retiraremos a esa agencia del asunto. Pagaremos a nuestro amigo Fárez un billete de avión y le daremos, como pide, unos días libres. Y, cuando Fárez vuelva, usted, los de la agencia y yo mismo olvidaremos que ese hombre tuvo relación alguna con nosotros.

A Fárez se le escapó algo parecido a una sonrisa. Bolaño, en cambio, notó un escalofrío recorriéndole la espalda y una contracción irreprimible de su esfínter anal.

—Con el debido respeto, señor Arana, yo soy un hombre de leyes —se atrevió a decir.

—Mi querido amigo Bolaño, sabe que le aprecio. Pero le pago lo suficiente para que sea lo que a mí me convenga que sea. Y, sintiéndolo mucho, nos pondrá en contacto con la agencia y hará exactamente lo que le he ordenado. Nos jugamos mucho. Usted el primero. ¿No le parece, Fárez?

Fárez se relamió de gusto antes de decir:

—Con el debido respeto, en mi barrio hay un dicho que le viene perfecto a Bolaño.

Bolaño lo miró, inquiriendo con los ojos.

—¿Y cuál es, si puede saberse?

—O follamos todos, o tiramos a la puta al río.

Arana soltó una carcajada irreprimible. Fárez, por su parte, permaneció mirando a Bolaño con sus ojos de hielo, desafiante, seguro de sí. Bolaño sabía que quien se enfrentaba a esa mirada no solía salir indemne.

PRIMERA PARTE

ESTO NO ES UNA NOVELA POLICÍACA

1

Cuando Casimiro elevó la puerta metálica del bar Casablanca, los yonquis no estaban sentados ante ella. Se habían metido bajo el alero del edificio de enfrente para protegerse de la lluvia y el viento.

Estaba resultando un invierno duro. Al menos, para Las Palmas, donde, si llovía, la gente se asomaba a la ventana para ver el espectáculo y una temperatura de diecisiete grados era considerada suficiente motivo para sacar del ropero el pulóver, el abrigo, los guantes y el gorro de lana. Para colmo, no hacía demasiado tiempo que había pasado por el Archipiélago una tormenta tropical, amputando el Dedo de Dios, roca milenaria que, frente al puerto de Las Nieves, semejaba a un dedo señalando a las nubes, cosa que, por cierto, siempre le había dado que pensar a Eladio Monroy, pues, si, según tradición, Dios está en los cielos, cómo leches iba a brotar su puño del agua con el índice extendido hacia arriba. Aparte de aquella amputación, el temporal había provocado cortes de electricidad en Tenerife durante cinco o seis días, así que ahora, semana sí y semana no, Protección Civil y Delegación del Gobierno se curaban en salud declarando alertas por tormentas, lluvias y fuertes vientos que acababan en un nublado, cuatro gotas y dos rachas que no hubieran puesto en apuros ni a una cometa. Pero a los yonquis les daba igual. Ellos, cuando tenían frío, tenían frío.

Eladio Monroy llegó al Casablanca a eso de las once y media, con el periódico bajo el brazo y necesidad de cafeína. Se ubicó en una de las mesas y esperó a que Casimiro, Polifemo en miniatura, le llevase el café de costumbre en la taza cascada de siempre. Después, el tuerto volvió tras el mostrador y continuó zapeando compulsivamente.

La cabezota rasurada de Monroy se inclinó sobre el diario y él empezó a comprobar que el año se presentaba movidito, con radicales islámicos proyectando atentados, radicales cristianos proyectando aplastar a los radicales islámicos, la sempiterna tensión nuclear con Irán (como no se anduvieran con ojo iban a ser los siguientes) y tramas de comisiones ilegales en las Islas. Como habría dicho Unamuno, chocolate por la noticia.

Miró hacia la calle León y Castillo y comprobó que a transeúntes y conductores todo eso les resbalaba, preocupados por llegar a lo más alto de aquella cuesta de enero que, vaya usted a saber por qué, llevaba ya cuatro o cinco años prolongándose hasta primeros de marzo.

Se preguntó qué haría hoy. Se respondió que casi nada. No tenía ningún trabajo pendiente, aparte de lo de Paco Nieves. Por un lado, su pensión de la marina había llevado la paga extra en diciembre. Y Monroy, poco amigo de fiestas navideñas, la conservaba casi intacta, salvo el monto de un reloj y un libro de arte que había regalado a Gloria en Reyes, cosas de darle un gustito, porque a ella le hacía ilusión y porque qué carajo, la mujer se lo merecía. Por otro, cierta operación con unos reproductores de emepetrés le había salido bastante redonda, precisamente gracias al consumismo navideño. Y, en general, el año no había estado mal del todo. Hoy podía dedicarse a pasear o a leer alguno de los libros que había comprado de saldo la semana anterior y que se apilaban peligrosamente como una torre de Babel sobre su mesilla de noche. Pero era viernes. También cabía la posibilidad de invitar a Gloria al cine y a cenar. Era lo propio.

Sin decidirse por ninguna de las opciones, dejó a Casimiro una moneda de un euro sobre la barra de chapa galvanizada y salió del Casablanca. En la calle se cruzó con el Chapi, grasiento y despeinado, que se dirigía a tomar el cortado de media mañana seguido por el pequinés callejero que había adoptado hacía un par de semanas.

—¡Hombre, señor Monroy! —dijo, ofreciéndole la mano tras limpiaensuciársela en el mono azul negruzco.

Monroy miró la mano con repugnancia y la estrechó ligeramente.

—¿Adónde vas con el perro?

—A echar el cortadito.

—Casimiro te va a dar una patada en el culo.

—Que se joda. Mecánico también es un cliente —repuso el Chapi, dirigiéndose al pequinés y palmeándole el lomo mugriento—. ¿Verdad que sí, coleguita?

El perro lo miró con los dos boliches negros de sus ojos y mostró una lengüilla jadeante.

—Vaya nombre le pusiste al pobre chucho.

—Es que duerme debajo de los coches y está todo el día lleno de grasa. Es un currante de los míos —dijo el Chapi bien alto y claro, para que Mecánico se diera cuenta de que se hablaba de él. El saco de pulgas continuó jadeando—. ¿Ves cómo se fija? Animalito... Si es que parece que te entiende y todo. Con mi mujer me pasa igual.

Después de decir esto, entró en el bar Casablanca. Mecánico lo siguió hacia el interior. Esperando para cruzar la calle, Monroy escuchó a su espalda los gritos de Casimiro.

—¿Otra vez con el perro de los huevos? ¿Por qué no lo dejas en el taller con Dudú? ¡Ya te dije que no quiero perros aquí, coño!

—¿Con Dudú? Estás loco. Esa gente, a los perros, se los come, que lo vi yo en un documental.

—Pues me suda la polla, pero sácalo de aquí de una puta vez.

—Tú, lo que pasa, es que no tienes corazón.

—¡No, lo que pasa es que no me sale de los huevos estar limpiando meados, joder!

—¡Vámonos, Mecánico, que aquí no nos quieren!

—¡Sí, anda, salpica de aquí y métete el puto perro por el culo, cojones!

Monroy ya había cruzado la acera cuando se volvió a ver cómo salía el Chapi seguido por el saco de pulgas.

—Vámonos, mi niño. Vamos al bar de Pepe, ¡que aquí dan garrafón!

Los yonquis de la esquina casi se murieron de risa cuando Casimiro se asomó a la puerta del bar para hacerle un corte de mangas mientras el otro caminaba calle abajo con paso resuelto. Mecánico, tras él, jadeaba.

Monroy siguió recorriendo León y Castillo hacia el sur. Algunos tímidos rayos de sol juguetearon durante un rato con los cristales y embellecedores de metal de los coches, pero luego volvieron a ocultarse tras las nubes. Pensó que aquel sol tenía menos fuerza que la promesa de un ministro. Luego tomó la calle Murga y entró en su portal preguntándose qué leches era lo que se le habría olvidado comprar hoy antes de subir, porque siempre se le olvidaba algo y no lo recordaba hasta que se ponía la ropa de andar por casa. Antes de entrar en casa, tocó en la puerta de enfrente para darle el periódico a Matías. El viejo, como era habitual, tardó un poco en abrir. Monroy lo imaginó oyendo el timbre, alcanzando el mando a distancia, pausando la reproducción del deuvedé, buscando las chancletas, levantándose con esfuerzo, mirando por la mirilla, abriendo finalmente tras dudar un último instante si ponerse o no ponerse la dentadura postiza, que no necesitaría hasta que su hija llegase con el almuerzo, (¿para qué, si era Eladio?) antes de asomar la cabeza y alargar la mano.

—¿Qué pasa, Matías? Estás viejo, jodido. Seguro que te quedaste dormido, ¿no? —dijo Monroy, dándole el periódico.

—Es verdad, mi niño —repuso Matías, meneando la cabeza con gesto de anciano venerable—. Me paso el día dando cabezadas. Ya ves, me podría quedar dormido hasta entre los cuernos de tu padre.

Monroy no pudo evitar reírse por lo bajo.

—¿Qué? ¿Qué trae el periódico hoy?

—No te lo digo para no destripártelo, pero me parece que te lo vas a pasar de cojones. ¿Qué estabas viendo?

—Ah... Los doce del patíbulo, que me la regaló Pachi el otro día...

—Para que luego digas que tu yerno es un cabrón...

—Hombre, es un cabrón, pero me regala películas.

—No tienes arreglo, viejo —dijo Monroy, volviéndose para abrir su puerta—. Oye, por cierto, dile que pasado mañana me tenga el dinero de la cámara digital.

—¿Te va a comprar una cámara de vídeo?

—De fotos.

—De segunda mano...

—Nuevita de paquete. Pero a ti no creo que te vaya a sacar ninguna foto. Seguro que la rompes, con esa cara de tortuga —le soltó, justo antes de cerrar rápidamente la puerta para no dar a Matías opción a réplica. Mientras saboreaba las mieles del triunfo aún pudo oír la voz del viejo refiriéndose a la supuesta afición de Monroy a la sodomía, la coprofagia y la felación activa.

Una vez en casa, después de ponerse cómodo y pinchar el Peer Gynt (en los últimos tiempos tenía cuerpo de clásico) sacó de la nevera el bol en el que había puesto a macerar el conejo. Parecía haber absorbido bien el adobo. Ahora habría que freírlo y volverlo a poner a fuego lento. Finalmente, haría una fritura de ajo, laurel y almendras y lo añadiría. Un par de papas sancochadas, y a volar. Pero era mucho conejo. ¿Solución para el problema? Gloria. O, mejor dicho, Gloria y el voraz apetito de Gloria. Por tanto, la telefoneó a la librería.

—Oye, ¿te apetece un conejo en salmorejo?

—¿Me estás invitando a almorzar?

—No. Pensaba cobrarte.

Al otro lado del hilo, Gloria se tomó unos segundos antes de ponerse coquetuela:

—Bueno, es una propuesta muy atractiva. Lo que pasa es que me acaban de invitar a comer. No sé si podré suspender ese compromiso.

Monroy se preguntó si jugaría o no y, finalmente, decidió entrar en el juego.

—¿Ah, sí? ¿Y quién te invitó?

—Ah, un chico. La verdad es que no sé qué hacer.

—Ah, pues tú verás, querida. Lo único es que me avises, así llamo yo a alguien.

—Que no, bobo, que voy. Pero, en serio, no veas qué gracia. Me han hecho proposiciones. —Por como lo decía, estaba claro que le había hecho muchísima ilusión—. Un tipo muy interesante. Ahora no puedo hablar. Luego te cuento.

Y colgó, hecha unas castañuelas en El Rocío.

¿Y por qué no? Todavía está apetecible, la Gloria, se dijo Monroy. Acababa de volverse hacia la cocina, cuando sonó el teléfono. En la pantalla líquida del aparato, se leía un número de móvil que a Monroy no le resultaba familiar. Descolgó y escuchó a un hombre de voz joven y acento peninsular, probablemente del Norte.

—Buenos días. Pregunto por Eladio Monroy.

—Sí, pero ¿quién es?

—Oh, mi nombre no creo que le suene, pero nos conocemos. Es usted, ¿verdad? Eladio Monroy, digo.

Monroy le concedió unos segundos de silencio para que comprendiese que así era y, de paso, mostrarle lo desagradable que le resultaba no saber el nombre de su interlocutor.

—Igual no me recuerda. Nos conocimos por un asunto hace un tiempo. En julio del 2004. Necesito hablar con usted.

Las imágenes se agolparon en la mente de Monroy como en un calidoscopio rabioso: el cadáver de un sexagenario con la cabeza en medio de un charco de sangre. García Medina en albornoz a medianoche ante su piscina, tomando de su mano un sobre abierto. La luz mortecina de un prostíbulo. Y Loreto. De nuevo Loreto en medio de un sufrimiento indecible, su rostro mezclándose con el de Paula y con la imagen de un ramo de flores golpeado contra las peñas por la marea. Todo esto se combinó y superpuso cientos, miles de veces en la mente de Monroy en los segundos que tardó en volver a hablar.

—Bueno, vamos a empezar por el principio, porque me estoy empezando a calentar. Hacemos como que no hemos dicho nada todavía y yo acabo de descolgar el teléfono, ¿de acuerdo? Buenos días, ¿con quién cojones estoy hablando?

El otro captó el mensaje y Monroy casi pudo oler la sonrisa que mostraba antes de responder:

—Buenos días. Me llamo Carlos Molina. Pregunto por Eladio Monroy por un asunto de trabajo.

—¿Nos conocemos?

—Sí. Estuve aquí con un compañero haciendo un seguimiento. —El tal Molina paró de hablar unos segundos, como si dudase si seguir haciéndolo. Finalmente, prosiguió—: Trabajo para una agencia de investigación. Resultó que usted prestaba, digamos, servicios de custodia para la persona a la que investigábamos.

Monroy se sintió bastante aliviado al recordar lo de Ortiz. Un asunto leve. Sucio pero leve. Un delincuente de cuello blanco para quien él había hecho de niñera veinticuatro horas. También recordó a los dos tipos que lo seguían y a quienes él dio esquinazo. Molina debía de ser el más tratable, el más bajito de los dos, porque, aunque no recordaba exactamente su nombre, sabía que el otro no se llamaba Carlos.

—Ortiz.

—Sí, Ortiz. Fue usted bastante hábil. Sobre todo teniendo en cuenta que no es del oficio. Conozco a un montón de profesionales que no lo hubiesen hecho la mitad de bien.

—Vale, pero ¿cómo dio conmigo?

—Ah, Ortiz me pasó su teléfono.

Aquello sí que era nuevo. Monroy comenzó a sentir una curiosidad realmente irresistible y Molina pareció adivinarlo.

—No se extrañe tanto, Eladio. En los últimos tiempos he tenido bastante contacto con él. De hecho, esa vez, fue la propia empresa de Ortiz la que nos contrató. Desde entonces, en alguna ocasión, nos ha llamado para algunos asuntos. Por cierto, le envía un abrazo. Verá, me gustaría hablar con usted en persona, a poder ser ahora mismo.

—Me pilla cocinando.

—Hombre, serán solo diez minutos. El tiempo justo de un café y de comentarle el asunto, que yo creo que le va a interesar. Hay un buen dinero y no es nada complicado.

—¿Ni peligroso?

Molina dejó oír una franca carcajada.

—Pero bueno, Eladio... Esto no es una novela policiaca, hombre —respondió con suficiencia—. Es una cosa hasta aburrida. Un tema de rutina. Pero pagamos bien.

Monroy consultó el reloj.

—¿Conoce el parque San Telmo?

—Sí. Me estoy alojando cerca.

—Allí hay un quiosco con terraza. Nos vemos allá en un cuarto de hora.

—Quince minutos. De acuerdo. Le prometo que no le voy a robar mucho rato, de verdad.

2

Monroy no tardó en reconocer a Molina en el tipo sentado ante una caña, en una mesa cercana a la de las dos holandesas, aunque ya no llevase su atuendo de falso turista y sí un gabán de cuero que debía de haberle costado un riñón. Continuaba pareciéndose a Danny DeVito, un poco más alto, un tanto más joven, pero siempre igualmente rechoncho y calvo, por muchos abrigos caros que pudiera costearse con su dinero ganado vaya usted a saber cómo. Molina, en cambio, se demoró un poco más en constatar su presencia, pues parecía hallarse inmerso en una escasamente disimulada inspección de los muslos desnudos de una de las dos chicas. Pero cuando sus ojos se encontraron, mostró una sonrisa cordial y lo invitó a sentarse a su lado.

—Gracias por venir, Eladio —dijo cuando el camarero colombiano trajo a Monroy el botellín que pidió.

—Me picaba la curiosidad.

Carlos Molina sonrió nuevamente, esta vez con diplomacia. Abrió el maletín que tenía en el suelo junto a sí y sacó de él una subcarpeta de cartulina azul que dejó sobre la mesa. Seguidamente, puso ante Monroy una tarjeta de visita que tenía ya preparada.

La tarjeta mostraba el logotipo de «Gracián y Puig Investigaciones» y, un poco más abajo, podía leerse el nombre de Carlos Molina Pérez, Licencia mil ciento y tantos, y su cargo, «División de empresas. Coordinador», sobre direcciones y teléfonos de Madrid y Barcelona y una dirección web: www.grapuin.org.

Monroy examinó cuidadosamente la tarjeta con la atenta mirada de Molina puesta sobre él.

—Trabajo para esta agencia. Ya ve que todo es legal. Tenemos sucursales por todo el país y llevamos todo tipo de asuntos: custodia, fidelidad laboral, contraespionaje industrial e informático, localizaciones, fraudes a aseguradoras —recitó Molina, con aire y velocidad de vendedor de seguros—. Rara vez trabajamos para particulares. Suelen contratarnos bufetes de abogados o gabinetes legales de empresas grandes. Muy grandes, Eladio. Empresas que pagan muy bien. Y por eso nosotros pagamos muy bien a los que colaboran con nosotros. Como verá, se trata de un negocio serio. Somos los segundos del país en volumen de trabajo y...

—Vale —atajó Monroy—, está bien. La agencia de ustedes es la rehostia. El puto Corte Inglés de las agencias de detectives. Y ahora, dígame de qué va el asunto, porque se me está yendo la mañana.

Molina lo miró de reojo:

—¿No podría intentar ser un poco menos borde, Monroy?

—Como dijo el escorpión, es mi naturaleza.

El detective suspiró, dándolo por imposible.

—Está bien. Intentaré resumírselo. Hay un trabajo que hacer aquí y necesitamos a alguien que domine el entorno.

—Pues, hace un par de años, parecían estar muy cómodos.

—Cuando se trata de un par de días, podemos mandar a quien sea adonde sea. Pero en asuntos como este, que llevan un poco más de tiempo, los costes se disparan: estancias, dietas... Ya se imaginará. Entonces nos sale más rentable, digamos, subcontratar a alguien que resida habitualmente en la zona. Por otro lado, ahora mismo andamos más bien cortos de personal.

—Asuntos como este... —repitió Monroy, indicando qué rumbo deseaba que tomase la conversación.

—Sí. Básicamente se trata de localizar a una persona.

Monroy frunció el ceño.

—No se asuste. No está difícil la cosa —le tranquilizó Molina—. Ya le doy luego los detalles. Tendrá que localizarle y acercarse de alguna manera a él. Hacerse, si puede, amiguete suyo.

—¿Para?

—Para enterarnos de cuáles son sus planes.

Monroy se pellizcó el mentón, apuró de un trago el botellín y preguntó:

—Bueno, ¿por qué no empezamos por el principio?

Para empezar por el principio, Molina deslizó la subcarpeta por la mesa hasta que quedó al alcance de Monroy.

—Todavía no sabemos si es un asunto de espionaje industrial o de infidelidad laboral. Perdone la jerga —añadió Molina al ver que Monroy enarcaba las cejas—. Héctor David Fuentes Hurtado. Héctor para los amigos, que son pocos. Madrileño. Divorciado. Sin hijos. Licenciado en Bioquímica por la Complutense. Un máster en Económicas. Vicios, los habituales: tabaco, alcohol, una rayita de vez en cuando. Nada fuera de lo normal. No juega. Economía saneada. Bueno, está todo ahí. Ya lo irá viendo.

Monroy abrió la carpeta y se encontró con la fotografía de un cuarentón de pelo castaño y lacio, peinado con raya a un lado y flequillo, con ojos oscuros hundidos tras unas gafas de monturas al aire, afeitado perfecto y la tez macilenta de quien se pasa la vida trabajando.

Molina puso el pie de foto.

—Un tipo gris. O eso parecía. Se ha pasado quince años trabajando para la delegación en Madrid de Feinberg and Feinberg, en el Centro de Investigación y Desarrollo de Proyectos. De hecho, debe de tener la cabeza bien amueblada, porque llegó a ser director del Departamento de Control de Calidad. Casi el segundo de a bordo. Uno de esos tipos imprescindibles en las empresas. Con grandes ideas. Serio. La ambición justa. El caso es que en diciembre del año pasado, empieza a tener un comportamiento poco habitual. Nada escandaloso, pero trabaja menos en equipo, evita reunirse con el jefe. En fin, es un tipo distinto. Y, el mes pasado, anunció que dejaba la empresa. Su jefe se mosquea, avisa a sus propios jefes y estos consultan al gabinete legal que, a su vez, como ha hecho otras veces, contrata a Gracián y Puig para seguirle y reunir pruebas.

—¿Pruebas de qué?

—Ya le dije que no lo sabemos. Pero a los de Feinberg y Feinberg algo les huele a podrido. El amigo Fuentes sabe muchísimas cosas de la empresa: nuevos proyectos, desarrollo de estrategias comerciales para los próximos años... Cosas que le vendrían muy de puta madre a la competencia.

Monroy volvió a pellizcarse el mentón, pensando que, quizá, lo que le ocurría al tal Héctor es que se había cansado de pasarse quince años siendo el segundo de a bordo y le había hecho una pedorreta al jefe. Pero por lo visto en el asunto había dinero para él, así que decidió callárselo.

—La teoría de los de Feinberg y Feinberg es que alguien de la competencia ha estado coqueteando con él desde el año pasado, y que, por fin, el amigo Fuentes ha decidido dejar la empresa y vender sus secretillos. Lo cual, por cierto, es un delito bastante gordo, porque, al entrar en la empresa firmó un contrato de confidencialidad a prueba de bomba.

Monroy asintió de pasada, mostrando que ya lo había supuesto, y luego preguntó:

—¿A qué se dedican los Feinberg y Feinberg?

—A casi todo. Da igual: productos farmacéuticos, importaciones de Extremo Oriente, alimentación... Es una multinacional, Eladio. Ya sabe cómo va eso hoy en día: no hay una actividad principal; no hay cabeza visible; no hay sede corporativa central; el objeto del negocio es el propio negocio. Bah, para no enrollarnos más, el caso es que Fuentes puso en venta su piso a través de inmobiliaria, vendió sus acciones (que las tenía) de la empresa, pagó todas sus deudas, metió todo lo que le interesaba conservar en un par de maletas y tomó un avión hacia aquí. Y de aquí, al parecer, no se ha movido.

—¿Y después?

—Para que nos cuente eso es para lo que vamos a pagarle, porque desde que se metió en ese avión se lo ha tragado la tierra. Todo lo que sabemos sobre él está en ese dossier. Tómese un día para paladearlo y luego póngase a buscar.

Monroy frotó en el aire el pulgar y el índice.

—¿Y cómo se llama esto?

Molina tardó unos segundos en comprender a qué se refería.

—Ah, cien diarios. No creo que tenga muchos gastos, pero pida las facturas. Si todo sale bien, puede que haya también una gratificación. Eso sí, si en diez o quince días no tiene nada, nos replantearíamos si seguir buscándole o no. ¿Qué le parece?

Monroy volvió a pellizcarse el mentón.

—Entonces, la cosa es encontrarlo —concluyó en voz alta.

—La cosa es encontrarlo, acercarse a él y enterarse de qué es lo que pretende hacer. Aunque si esto es muy complicado, me avisa y ya nos encargamos nosotros. Nos saldría más barato que lo hiciera usted, pero, ya ubicado, podemos montar un dispositivo. El cliente está muy interesado en que Fuentes no sospeche que lo vigilan. Bueno, supongo que se apunta a hacer el trabajo.

Monroy, con una seña, pidió otro botellín al colombiano, que había pegado la hebra en inglés de garrafón con las dos holandesas.

—Me lo pienso mientras me echo la penúltima.

—Tenga en cuenta que, si todo sale bien, podríamos llamarlo para otros trabajos. Este es un buen negocio. Y la empresa es una de las mayores del país.

—¿Forma de pago?

—Por transferencia. Por cierto, su nombre no aparecerá en ninguna factura, ni nada por el estilo. Lo meteremos en la cuenta de gastos.

—¿Y eso?

—Usted va a hacer de detective, pero no es detective. No tiene licencia. Tampoco es técnico ni abogado ni nada por el estilo. Y el cliente paga por dejar el asunto en manos de profesionales. —Molina miró a su alrededor y bajó la voz acercándose un poco más a Monroy, en tono de confidencia mientras las holandesas se reían con escándalo y burocrática lascivia—. La idea de hacerle el encargo es mía, Monroy. Soy yo quien directamente ha decidido confiar en usted. Por otro lado, a usted no le interesa declarar este tipo de actividades. No sé si su pensión...