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Ortuño

© Álvaro Moreno

Nació en Zapopan, Jalisco, en 1976. Es escritor, periodista y, ante todo, un lector insaciable desde niño. En 2010 la edición mexicana de la revista GQ lo eligió como escritor del año y también fue incluido en la prestigiosa lista de los mejores narradores jóvenes en lengua castellana por la revista británica Granta. Algunas de las novelas que ha publicado son Recursos humanos, finalista del Premio Herralde de Novela en 2007; La fila india (2013) y Méjico (2015), ambas seleccionadas como libros del año por diferentes medios mexicanos y latinoamericanos; El rastro (2016), novela publicada por el FCE y ganadora del Premio Fundación Cuatrogatos en 2017, y La vaga ambición (2017), obra ganadora del V Premio Ribera del Duero. Novelas y relatos suyos han sido traducidos al inglés, alemán, francés e italiano, entre otros idiomas.

El Ojo de Vidrio / Antonio Ortuño
El Ojo de Vidrio / Antonio Ortuño
Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018

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contraportada

ÍNDICE

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

Volvió el cazador de la montaña.
Volvió el marino del mar.

Robert Louis Stevenson

I

La aventura es ladina. Aparece, si quiere, en el lugar más inocente y estúpido. Sin buscarla.

Entré a la panadería por una puerta lateral y elegí los tres bolillos que me habían encargado según un código muy riguroso, que siempre seguía: para mi tía Elvira, el más insípido y poco horneado; para mí, el más salado y suculento; para el estúpido de Tacho, el gato, uno pachucho o pisado o con el extremo arrancado o a medio roer por algún chamaco impaciente.

Mi tía acostumbraba darle bolitas de migajón mojadas en leche a Tacho, quien ya contaba con diez años sobre el lomo y no había tenido el buen gusto de estirar la pata aún. A mí me irritaba muchísimo verlos mimarse todas las tardes. El bicho era de una ingratitud asombrosa: aunque le había salvado la vida en un par de ocasiones, seguía brincando a mi cama, en la oscuridad de la noche, y me abofeteaba con la garra para que le diera comida, con el consiguiente sustazo y la respectiva pérdida del sueño. Y, desde luego, también se camuflaba detrás de la puerta de la cocina. Me asaltaba en cuanto pasaba por allí, me metía un arañazo en el tobillo y se perdía luego, a toda velocidad, por el corredor. “Te está jugando”, decía la tía en su defensa.

A mí me habría gustado jugar también con él, claro. Al futbol, por ejemplo. Y que Tacho fuera el balón y yo el portero que debía despejarlo al otro lado de la cancha. Pero nunca me decidí a meterle el patadón en las tripas que se merecía. Después de todo, aunque los dos éramos unos recogidos, Tacho era el favorito de la tía y lo mejor era conservar la distancia diplomática y no tentar a la suerte.

La chica que cobraba el pan parecía estar bajo los efectos de un sedante. Sentada en un banquito, en el rincón, a tres metros de la caja, enlazaba los dedos y se miraba las puntas de los pies. A lo mejor la regañaron por algún faltante, me dije, y puse mi charola con los tres bolillos sobre el mostrador.

—Buenos días. Me cobras esto y me das un galón de leche de la de tapa roja.

La chica volteó al refrigerador, que estaba colocado a su izquierda, y al que los clientes no teníamos acceso. Pero no dijo nada. Se revolvió en el banquito y devolvió la mirada a sus pies. Este tipo de escenas, en las que yo decía algo y nadie parecía hacerme caso, eran muy frecuentes en mi vida, y durante mi adolescencia (aquella mañana tenía ya dieciocho años y en unas semanas cumpliría los diecinueve) me resultaban particularmente frustrantes. Me levanté dos centímetros sobre la punta de los tenis y puse mi mejor voz de trueno para repetir:

—Una leche de tapa roja y me cobras esto.

No hubo respuesta. Apenas entonces me di cuenta de que un sujeto estaba detrás del mostrador, medio oculto junto al congelador con los lácteos. Era gordo, de piel viscosa, con labios de pescado y los ojos revolcados de motitas verdes. Vestía una camisa blanca con escudos aparatosos, espadas y cruces de marino o soldado, y unos pantalones azules con la raya muy marcada (de esos que las madres abnegadas les planchan a sus hijos badulaques). En la cintura le relucía la funda de una pistola y en la cabeza una cachucha también azul, con otro escudote estampado. El gordo me miraba con expectación y sospecha, como si me hubiera presentado allí para pedir que se me sirviera un unicornio ahogado en salsa de tamarindo. La muchacha, entretanto, levantó la vista y lo enfrentó, retadora, con ese gesto específico que significa “a ver ahora qué haces”.

Yo aproveché para elevar por tercera vez el ruego.

—¿Me cobran?

Otro sujeto, con las mismas ropas que el primero, asomó en aquel momento por el umbral oscuro que conducía hacia el horno y nacía al lado de la heladera. Tenía una bolsa de lona en la mano y se paró en seco al verme allí, a un par de metros, con mi bandeja de birotes y un billete en la mano.

—Quiere un galón de leche de tapa roja —le informó su compañero.

Cruzaron un par de miradas aterradas.

—Y que me cobres —añadí.

Escuché un batidero de pasos a mi espalda. Un tercer uniformado venía a ritmo de marcha desde la puerta principal. Llevaba al hombro un rifle con el cañón recortado. Era alto y flaquísimo. Una cicatriz le decoraba la parte baja del cachete derecho. Se aproximó al mostrador, sin hacerme caso, y estiró la mano para que su colega le alcanzara la bolsa de lona.

—Cóbrenle lo que sea y ya vénganse —les dijo con voz de mandamás, mientras ganaba la puerta. El clinc de la campanita avisó su salida.

El gordo salió entonces del marasmo mental y se apuró a extraer el galón de leche del refrigerador. Lo puso frente a mí. Pero era de tapa azul y tuve que corregirlo. Hizo un gesto mínimo de fastidio antes de entregarme, al fin, el envase correcto. Y se volteó a ver a la chica, de nuevo, para pedirle, con un susurro, que le indicara dónde estaban las bolsas. En cuanto encontró el rollo de plástico en el segundo cajón, arrancó una y le zambutió los birotes. Me la arrojó a las manos.

—¿Cuánto de esto? —preguntó al aire, mientras su compañero daba la vuelta al mostrador y se encaminaba, también, a la calle. Clinc.

La chica, con una vocecita mínima, supo responder.

—Cinco de la leche y tres del pan.

Esgrimí el billete de veinte pesos que me había entregado la tía Elvira y lo puse sobre el mostrador, a su alcance. El sujeto me fulminó con la mirada.

—¿No traes suelto?

Lo traía, sí, pero en monedas que me pertenecían, porque había pasado el primer mes de las vacaciones de verano trabajando como auxiliar en la biblioteca del parque. Pero me negaba a ponerle de mi dinero a los mandados de la tía Elvira, porque siempre se las arreglaba para no devolver un centavo, como si aquellos préstamos fueran, apenas, un pago mínimo de lo que había invertido en mí al sostenerme todos esos años, después de que mis padres murieran.

Ante mi negativa, el tipo desesperó. Se rebuscó en los bolsillos del pantalón hasta sacar un puñito de monedas, que dejó caer frente a mis narices antes de que pudiera tomarlas con la mano. Alguna, incluso, rodó al piso y fue a parar al mueble de las bandejas de pan. Sin decir más, el gordo se fue. La campanita de la puerta resonó una vez más. Clinc. El billete de mi tía aún estaba allí, abandonado en el mostrador.

—No se lo llevaron —atiné a decirle a la chica de la caja, que, encogida sobre sí, recargada en la pared y en precario equilibrio sobre el banco, tenía ahora los ojos llenos de lágrimas. Me alarmé un poco.

—¿Estás bien?

Como unos resucitados que salieran de la tumba, un par de panaderos aparecieron en aquel momento por el umbral del horno. Uno tenía el ojo negro y cerrado por un golpazo; otro, el labio roto. Sus ropas blancas estaban salpicadas por gotitas de su propia sangre. Detrás de ellos venía doña Tita, la dueña, rotunda de carnes y maquillada con esmero, como una cantante folclórica. Luchaba con la cinta plateada con la que le habían sellado la boca.

—¡Hijos de su tiznada y puerca madre! —vociferó apenas pudo quitarse la mordaza adhesiva—. ¡Pinches rateros!

La chica de la caja comenzó, entonces, a gimotear. Uno de los panaderos, el más jovencito, acudió a su lado y le puso la mano en el hombro con una mezcla de timidez y afecto que me revolvió las tripas. Tomé el billete de mi tía y, sin que nadie me lo impidiera ni reparara en mi escapatoria, salí de allí. Clinc.

Mis dotes adivinatorios eran nulos y mis capacidades detectivescas tampoco eran gran cosa. No entendí que estaba en mitad de un robo hasta que los ladrones vestidos como guardias de seguridad se largaron. “Se estarán llevando el dinero de la caja fuerte”, creo que pensé al ver los emblemas en la camisa del gordo, lo que era cierto, pero también impreciso, porque lo que supuse era que se lo llevaban al banco.

Y, peor aún: nunca supe, tampoco, que Sofía estaba saliendo con el asquerosito aquél de la guitarrita eléctrica hasta que me los encontré en un concierto, besándose. Habían pasado seis meses y aún se me amargaba la boca al recordarlo. Sofía era una chica que hacía que se me erizara el cabello de la nuca. Éramos amigos, salíamos, habíamos incluso… Pero ya no. Había optado por dejar de hablarle.

Y por una y otra cosa, ahora me sentía, desde luego, un imbécil.

Al dar vuelta en la esquina, me crucé con dos patrullas que volaban, con las sirenas a todo pulmón, rumbo a la panadería recién asaltada.

”Ya para qué”, murmuré y seguí mi camino.

Era la frase que había gobernado mi vida durante los últimos meses. Todo un epitafio.

Ya para qué.

Mi tía quiso platicar sobre el robo por la noche, mientras esperábamos a que se calentaran los ingredientes para el café con leche de la cena. Ofreció toda clase de detalles inventados por algún vecino charlatán y que habían llegado a sus oídos en los corrillos de ratas de sacristía en los que perdía el tiempo al salir de misa: que los ladrones eran cinco, que estaban vestidos de policías, que se habían largado con el dinero de la caja y dos bandejas de cuernitos recién horneados. En fin. Yo, que sabía mejor que cualquiera de sus informantes lo que había sucedido, preferí callar para evitarle el soponcio y evitarme a mí las apresuradas recomendaciones que sobrevendrían si es que llegaba a enterarse de que había estado en peligro.

—Ya está hirviendo el café, Luisito. Tráete el pan.

Descubrí, con una punzada de rabia, que el birote cuidadosamente elegido para mí se lo había dado al tarado del gato. Y como ella era muy especial y quería su pan sin sal y clarito, tuve que resignarme al apachurrado. El pinche animal había ganado otra batalla. Mi vida era, sin duda, una ristra de derrotas acumuladas: la pérdida de Sofía, mi promedio mediocre en el primer año de la escuela de leyes, mi trabajo mal pagado en la biblioteca.

—Oye, llamó tu tío Memo. Que ya le regresaron el auto del taller, así que él pasa a buscarte al aeropuerto. Si le sale algo de trabajo, manda a tu primo. Pero van.

La noticia, a esas alturas, me era casi indiferente. El tío Memo era el hermano menor de mi difunta madre y se había establecido en Los Ángeles desde hacía tantos años que ya ni siquiera me acordaba de cuando vivía en Guadalajara. Había prosperado allá: tenía un restaurante, se había casado con una de las meseras y no había vuelto a pisar la ciudad más que para pasar las vacaciones, cada tantos años. Su hijo se llamaba Teo, en honor a un pícher mexicano de las Grandes Ligas, el gran Teodoro Higuera, al que yo nunca había visto jugar porque no me interesaba el beisbol ni le entendía mayor cosa. Apenas si lo recordaba, a Teo, como un chamaco más o menos de mi edad, callado y renegrido, que no era muy bueno para jugar al futbol porque en vez de patear la pelota conectaba los tobillos de los contrarios, así que sólo una vez (ésa) nos admitieron en el habitual partido de la cuadra. Pero habían pasado diez años desde entonces y el recuerdo de mi primo era, cuando menos, borroso.

El tío Memo me había invitado a pasar unos días en su casa de Los Ángeles, en las vacaciones, pero yo me había comprometido a trabajar durante cuatro semanas en la biblioteca: habría hecho cualquier cosa con tal de no pasar el verano metido en los dominios de mi tía, ayudándole a desempolvar los bibelots o escondiéndome de la saña del gato. “Nomás que acabes el jale y te vienes”, dijo mi tío y mandó unos boletos de avión y un giro de doscientos dólares que, en mi recién adquirida condición de mayor de edad, pude cambiar yo mismo en el banco. De cualquier modo, el dinero se fue de inmediato a la cartera de la tía Elvira, quien se autonombró su custodia. “Si no te lo guardo, te lo gastas en vez de comprar la maleta y la ropa que necesitas”, argumentó. Y lo probable era que, como casi siempre, tuviera razón.

Aquella noche, delante del café con leche y el birote con queso de la cena, la tía se mostraba apesadumbrada.

—Ya te me vas, Luisito. Una ni se da cuenta y de repente ya creciste.

Gruñí cualquier cosa sin sentido como respuesta. Me espantaba la posibilidad de que hubiera decidido echarme un sermón sobre los peligros que enfrentaba la juventud o que, peor todavía, quisiera hablarme de los secretos de la vida para evitar que me lanzara a embarazar muchachas, como un jabalí, apenas me soltaran en Los Ángeles.

—Sé muy obediente con tu tío. Tienes que portarte muy bien.

—Sí, tía.

—Y cuídate mucho. No te quiero en líos allá. Seriecito.

Sopeó el último pedazo de birote y yo, al darme cuenta de que su admonición había terminado, sentí el mismo alivio que me embargaba cada vez que se terminaban las misas a las que ocasionalmente me arrastraba.

Pero no me zafé tan fácilmente de sus preocupaciones. Por la mañana, mientras intentaba recuperar el sueño que Tacho había espantado con un maullido como de alma llevada por el diablo para que le abriera la ventana que daba a la calle, tocaron a la puerta. Esperé que fuera una visita pasajera, como la de los repartidores del agua o la del cartero que le llevaba a mi tía su revista de tejido cada quince días. Pero no. Era la policía.

Un tipo alto, moreno, de bigotes a lo Gengis Khan, acompañaba a un superior chaparro, con panza de oso de goma. Gengis permanecía de pie, junto a la puerta, mientras el jefe esperaba, sentadito en el sofá principal, a que mi tía le trajera el café que acababa de aceptarle.

—Buenos días, Luisito.

El jefe Mario había comenzado como agente bancario, saltó a patrullero de zona y, desde hacía unos años, era el jefe de la caseta policial del fondo del parque, frente a la que pasaba de camino a la biblioteca. Nos conocíamos un poco. Era uno de los policías con los que habíamos tenido que vérnoslas Sofía y yo un tiempo atrás, cuando un tipo y su madre nos robaron los gatos. La cosa derivó en golpes, secuestro, pistolas y el descubrimiento de que el tipo y la madre eran unos prestamistas que alimentaban a los felinos con carne humana, así que la intervención policiaca fue inevitable. Aunque todo, hay que decir, también fue inútil. El pillo, al que Sofía y yo llamábamos el Ojo de Vidrio, se abrió paso entre el cerco de patrullas con su madre como falsa rehén y escapó. El jefe Mario, sin embargo, no dejaba de sonreír. Ni entonces ni ahora. Parecía contento. La felicidad que da la estupidez.

—Te veo más alto, Luisito. ¿Cómo has estado?

Como medía lo mismo que había medido desde la secundaria, no supe cómo interpretar el comentario. A lo mejor el policía se burlaba, porque nunca fui alto.

—Usted echó pancita —le dije por joder.

Lo conseguí. Gengis emitió una risita minúscula y el jefe Mario tuvo que toser para indicarle que se callara. En aquel momento entró mi tía con el café y el policía sonrió con toda hipocresía.

—No se hubiera molestado, señora. Muchas gracias.

—Se lo puse cargadito —lambisconeó la tía, que era experta en mostrarles buena cara a los diferentes adultos que, a lo largo de mi adolescencia, se empeñaban en ponerme el pie en el cuello: profesores, prefectos, directores, policías.

La buena cara no evitó que la tía me metiera un pellizco atroz en el brazo cuando se sentó a mi lado en el sofá. Le había jurado que no volvería a meterme en problemas luego del asunto de los gatos. Y menos mal que nunca le conté de mis malaventuras en Casas Chicas, el pueblo de Sofía y de su hermano Pablo, en donde había pasado unas vacaciones infernales tiempo después, durante las que estuve secuestrado y en medio de un escandalazo que acabó con la mitad de la familia de mis amigos en la cárcel. Elvira me hubiera matado del puro gusto de verme regresar con vida.

—Pues dígame, oficial, en qué le podemos servir —la voz de mi tía era engañosamente dulce y la cara de abuelita consentidora le salía muy bien. El jefe Mario se empinó el café.

—Mire, señora, una cosa muy sencilla. No les quito mucho tiempo. ¿Oyó del asalto a la panadería?

La tía se santiguó con mano serena.

—Sí, cómo no. Bendito sea Dios que no pasó nada.

—Pues resulta que Luisito, acá, estuvo allí y vio los hechos. Lo identificó la muchacha que cobra como testigo presencial. Ya tenemos ubicados a los rateros, pero quería hacerle una pregunta a su sobrino, si me permite.

Ella me miró con ojos apretados como rendijas. Parecía un cocodrilo a punto de echarse encima de un venado que hubiera bajado a beber de su estanque. Porque yo no le había dicho nada, desde luego.

—Sí, claro, Luisito me contó. Qué terrible cosa. Pregúntele lo que quiera.

Eso dijo, pero sus ojos claramente indicaban otra frase muy diferente: nomás que se vayan estos tarados y vas a ver.

El jefe Mario agradeció con una inclinación de cabeza y la papada se le saltó. Parecía un sapo adulto. De verdad que había subido esos kilitos.

—¿Viste a los rateros, mijo? ¿Ninguno te resultó conocido?

No supe qué decir. Traté de recuperar sus imágenes (el gordo, el flaco de la cicatriz…) pero no tenía mayor recuerdo de ellos.

—No… De nada.

—¿Ninguno era… nuestro amigo el tuerto?

Hablaba del Ojo de Vidrio, claro. De quién más. Aunque Sofía y yo habíamos vuelto a verlo, a la distancia y por unos pocos segundos, un tiempo después de su escapatoria, y aunque su figura seguía aterrando a las madres del rumbo y a los niños más sugestionables, como si fuera el Coco (“Te vienes del parque cuando oscurezca o capaz que te sale el Ojo de Vidrio”), la realidad es que en Las Águilas, mi barrio, no se había sabido nada de él. Su vieja casa había sido confiscada, saneada y rematada y ahora residía en ella una familia perfectamente común, con hijos, perros y hasta un canario. Nada de gatos antropófagos.

—No, señor. Ninguno.

—¿Estás seguro? —era difícil saber si el jefe Mario lo decía con esperanza o con miedo.

—Seguro.

—Muy bien. Pues entonces nada. Sólo unos rateros comunes disfrazados de guardias de seguridad. Creo que ya sabemos quiénes son y espero que podamos agarrarlos. Pero me quedaba la duda de si no tendrían un cerebro detrás de ellos. Y ya sabes, como aquello del tuerto nunca se resolvió…

Gengis, en la puerta, ya estaba en posición de firmes para acelerar la despedida. Su jefe se puso de pie con alguna dificultad (el sofá era una suerte de arena movediza y uno se hundía, incluso si era menos pesado que él) y agradeció el café.

—Buenas, señora. Muchas gracias. Y tú, Luisito, si sabes lo que sea, dame una llamada.

Se lo aseguré, desde luego.

Aunque la verdad era que, si llegaba a ver por la calle al Ojo de Vidrio, lo último que se me ocurriría, desde luego, sería llamarlo: estaría demasiado ocupado en correr, esconderme y temblar.

Pasé la tarde en arresto domiciliario. Es decir, encerrado en mi cuarto. O casi: debía dejarle una rendija abierta a Tacho para que pudiera transitar hacia la ventana, ya fuera para salir de la casa o para reingresar a ella. El gato se aprovechó de la carta blanca y dedicó las horas a ir y venir, apareciendo siempre sin previo aviso, como si supiera que sus patas acolchadas lo ayudaban a andar silencioso como una sombra y a pegarme un susto de muerte cada vez que descargaba un maullido gemecón. Seguro que lo gozaba.

Un par de amigos de la escuela marcaron a la casa para invitarme a un cumpleaños (con la previsible borrachera incluida) pero mi tía les aseguró que no estaba. Aunque no había oficializado ningún castigo por ocultarle el hecho de que había presenciado el robo dichoso, era fácil deducir que me quedaría allí metido hasta el día que tomara el avión para Los Ángeles. La tía Elvira no era una mujer particularmente malvada, a decir verdad, aunque no podía dejar de pensar que su molestia no consistía tanto en que le hubiera escondido el peligro que pasé a merced de un grupo de ladrones armados, sino en que la hubiera privado del placer de contar un testimonio incuestionable, y de primera mano, con el que refutar y callar a sus amigos del grupo de oración cuando discutieran el chisme del asalto.

Al anochecer, Tacho volvió de la calle y maulló para exigir su alimento. Mi tía, que ese día había caminado en persona a comprar el birote de la cena, lo llamó a la cocina para darle sus bolitas de migajón. Cerré la puerta de mi recámara en silencio, mientras decidía si darle o no una mirada a la pequeña colección de revistas con mujeres desnudas que había robado del puesto de periódicos unas semanas antes. Había sido un golpe de suerte: iba camino a la biblioteca y el puestero había dejado la mercancía ahí, sin colgar de sus respectivos ganchos, encimada en una pila de periódicos, mientras coqueteaba con una de las amas de casa que salía en mallitas a correr por el parque. Eran cinco revistas y me bastó ver la portada de la primera para que el pulso me saltara a mil por segundo. Jalé el atado y me lo metí a la chamarra. Y me perdí entre los árboles antes de que el sujeto pudiera darse cuenta de que no era buen negocio chulear a una corredora y dejar la mercancía abandonada.

Pero no, no estaba de ánimo para revistas. Me sentía, debo reconocer, lacio. Casi derrotado. La perspectiva de irme de viaje para ver a mi tío a Los Ángeles, que había acariciado por años, ya no me animaba. Y era culpa, como todo lo demás que estaba mal en mi vida (salvo ser huérfano, claro), de un mismo responsable. Hablo, desde luego, de Sofía.

Habíamos hecho planes ella y yo para ir a Los Ángeles. Sofía tenía a su hermano estudiando allí (Paulo, que había sido mi amigo, aunque ya no nos habláramos). Yo tenía a mi tío Memo. Si coincidíamos allá, pensamos, podríamos pasarla en grande: caminar por Hollywood Boulevard, meternos a algún cine famoso y deslumbrante. O acercanos a alguna tienda de discos. O, por qué no, recorrer los bazares de brujería de mil tradiciones distintas. O ir al Barrio Chino, lugar que se suponía lleno de conspiraciones, mafia y karatecas (ya sé que los chinos no son karatecas, pero así les decíamos a todos los practicantes de artes marciales en aquella época oscura sin internet ni celulares que fue mi juventud). Todo, claro, se había ido al carajo en el instante en que encontré a Sofía con el idiota del guitarrista, en pleno Roxy, y en mitad de un festival de ska, entrometida en un beso que hubiera matado de envidia a cualquiera de las parejas de mis revistas hurtadas.

Por si fuera poco, mi reacción ante la hecatombe había sido lastimosa. Quise irme en silencio y, al darme la media vuelta, le planté un pisotón a un tipo en guaraches, que además se tiró la cerveza encima. Escapando de sus reclamos, tomé la dirección equivocada y acabé en las narices de Sofía. Se veía espectacular, debo decir: la melena negrísima y suelta sobre los hombros, una blusita de tirantes y una falda que lucía sus piernas morenas y suaves. Creo, o quiero creer, que se le descompuso un poco el gesto cuando me vio. Su acompañante se había dado la vuelta y caminaba hacia los baños, aunque el empujadero no lo dejara alejarse con velocidad.

“¿Te gusta el ska?”, preguntó ella, como si eso importara. “No. Adiós”, le respondí. En un primer momento pensé que era una respuesta genial que la habría dejado devastada. Luego, cuando terminé en el baño, después de dar y recibir cientos de codazos y empujones, me di cuenta de que era una imbecilidad. Ella me había invitado un par de veces al festival y yo me había negado a ir, porque el ska no era lo mío. Pero en realidad lo que quería era hacerme el aparecido y dejarme caer por allí para topármela y contarle que mi tío acababa de prometerme, al fin, que me llevaría a su casa en el verano y que podríamos vernos en Los Ángeles. ¿Para qué tanto lío? Porque tenía dieciocho años y la cabeza me funcionaba de un modo muy diferente al de hoy. Por ejemplo: era capaz de quedarme dos horas, por las noches, echado sobre la cama, muerto de angustia ante el hecho de que algún día iba a morir, de que Sofía moriría, de que toda persona que hubiera conocido o fuera a conocer estaría muerta antes de unos pocos años. Cuando uno piensa ese tipo de cosas, claro, le parece normal rechazar una invitación cuando tiene ganas de aceptarla.

“¿Te sientes mal, carnalito?” El guitarrista no me conocía de nada, pero yo lo ubicaba perfectamente, porque había sido novio de una amiga de Sofía y ella no dejaba de mencionar que su banda era genial. Y ahora estaba allí, en el lavabo de al lado, y me miraba con pena. “Estás llorando, carnal. ¿Te metiste algo? ¿Quieres ayuda?” Sólo pude musitar un “no, no” y escapar rumbo a la calle, como un niñito. Y al llegar a la casa, cuando mi tía me prestó atención, luego de pasar diez minutos dedicada a embutirle medio birote mojado en leche al gato en el hocico, le di instrucciones muy precisas: cuando Sofía llamara por teléfono o apareciera en la puerta, ella debía decirle, con gran firmeza, que no quería hablar. Elvira, que consideraba que Sofía era muy buen partido, se limitó a levantar la ceja escépticamente pero no se negó a cumplir mis ruegos, lo que ya era un avance.

Por supuesto que quería hablar con Sofía, y una vez que pude echarme en mi cama para sufrir mis infinitos tormentos morales con comodidad, me dediqué a estructurar en la cabeza el discurso de odio, decepción y despecho con que la infamaría apenas se me pusiera enfrente. La imaginaba apareciendo en la puerta, quizá esa misma noche, un par de horas más tarde, y negándose a aceptar el recado que le transmitiría mi tía. No, señora, necesito hablar con él, le diría. Y subiría a brincos a mi recámara. Y, aunque lo que yo deseaba era que me pidiera perdón y se esforzara por explicar, de cualquier modo, la escena del concierto (“Paco sólo estaba sacándome de la garganta un chicle, no me besaba”), lo que haría, claro, sería negarme, decirle que no, que mi confianza estaba muerta, que lo mejor sería no vernos más. No para dejar de vernos, desde luego, sino para que Sofía sintiera el mismo calambre en la garganta, la misma cuchillada en las tripas que yo.

Todo salió mal, como era de esperarse. Sofía apareció, sí, pero ya por la mañana, mientras yo estaba en la biblioteca, y mi tía le dio mi recado con su usual brutalidad: dice Luis que ya no lo busques. Y ella, que iba preparada, le entregó una cartita que me había escrito y luego le dio un abrazo (no se llegaron a conocer mucho, pero siempre se cayeron bien) y se fue. Y, claro, la tía Elvira pensó que qué buena muchacha era Sofía y qué imbécil era su sobrino, por alejarla. Y yo, que lo que más quise en cuanto regresé fue leer la carta y encontrar en ella la explicación a todo, si es que la había, me enfadé tanto de que Sofía no siguiera allí, esperándome como un gato al que nadie le abriera la ventana, que agarré la cartita y la lancé a la estufa, sobre la flama en la que se calentaba la olla de frijoles para la comida. Y mientras las letras de mi amiga se extinguían y se convertían en ceniza, mi tía vociferaba. Que si yo era tonto, que iba a ponerle los quemadores perdidos de mugre con tanta ceniza, que cómo era tan imbécil de quemar la carta sin leerla. Que para qué.

Para qué.

Otra frase que no dejó de rondar en mi cabeza por meses.

Al día siguiente la tía me levantó el castigo (o así lo asumí, porque volvió a enviarme a la panadería a media mañana) y yo me refugié en la lectura, como había hecho desde niño cada vez que algo me salía chueco, lo que, en mi vida, sucedía con una recurrencia aplastante. Aunque ya no trabajaba en la biblioteca (mi empleo de cuatro semanas había consistido en levantar un catálogo y no hubo manera de prolongarlo más, porque había solamente dos mil libros), era aún un cliente habitual y me encaminé hacia allá.

Mateo, el bibliotecario, era lo más parecido a una figura de autoridad respetable que yo era capaz de reconocer en aquella época: un tipo flaco, vestido con ropas que parecía haber heredado de un pariente más robusto, que dedicaba su vida a armar modelos a escala de aviones y tanques y me dejaba deambular a mi antojo por las estanterías. Rara vez decía otra cosa que “buenos días” o “buenas noches” y jamás, que se haya sabido, reconvino a nadie. Ni siquiera a los chamacos que iban a hacer la tarea a la biblioteca, por las tardes, y que solían pasar más tiempo dedicados a darse empujones y a picarse mutuamente el trasero que a copiar entradas de las enciclopedias, los atlas, los mapas o el almanaque.

Saludé al bibliotecario y me fui a un rincón en el que solía ocultarme. Cuántas veces me había recostado allí a leerme las aventuras completas de Ged el Archimago, Fafhrd el Bárbaro o Taran el Huérfano. Cuántas veces había aparecido por allí Sofía para arrastrarme a alguna de sus empresas descabelladas. Si no hubiera vivido más allá de esos dieciocho años que tenía a cuestas, lo lógico habría sido que en aquel rincón hubiera quedado el único rastro de mi vida en la Tierra. Una placa que rezara: “Aquí yace Luis, que pasó sus mejores tardes en este agujero”. Algo así. Yo estaba, pueden darse cuenta, de un ánimo funerario. Así pasé la tarde. Sofía, desde luego, nunca llegó.

Al día siguiente, mi tía me llevó a Plaza del Sol y supervisó la compra de la maleta, dos pantalones de mezclilla, un traje de baño y una cachucha (una vecina le había dicho que en Los Ángeles había un sol espantoso y ella estaba convencida de que, si no me cuidaba, iba yo a pescar un cáncer de piel galopante). Luego, mientras se sentaba en el cafecito del centro de la plaza a mirar pasar a la gente, que era uno de sus pasatiempos favoritos, conseguí su permiso para alejarme un rato y gastar lo que me quedaba del dinero previsto en regalos. A mis tíos no había que comprarles nada, porque Elvira les enviaría conmigo una caja repleta de comestibles: dulce de leche, birote salado, queso fresco y demás (dejo acá de lado la crónica de la humillación que aquello me representaba, porque lo primero que me había dicho Sofía, cuando el plan de Los Ángeles surgió, había sido: “Espero que no te manden con el birote y el queso, como si fueras del rancho”). Decidí que llevaría algo para Teo, mi primo, a modo de muestra de buena voluntad. Crucé a Condoplaza, el anexo de locales que ya no habían alcanzado espacio en la plaza principal, para adquirir los casetes del par de grupos de rock nacionales que me avergonzaban menos (los discos en vinilo se extinguían y estas cintas, que ahora parecen cavernarias, eran la mejor alternativa para oír música por aquel entonces). Mi primo, había dicho su padre, era aficionado al rock y tenía muchos amigos entre las bandas de su barrio en Los Ángeles. Me pareció que aquel tributo sería apropiado.

Surqué con dificultades la última noche antes del viaje, pese a que la maleta y la caja de bastimentos para los tíos ya estaban debidamente revisadas (eran épocas inocentes y uno podía, por ejemplo, subir un queso a un avión sin que nadie sospechara que planeabas desatar una guerra bacteriológica a gran escala). Un insomnio pertinaz me atenazó y una inesperada salida nocturna de Tacho, justo cuando comenzaba a adormilarme, lo hizo definitivo. Ni siquiera la rápida consulta de las revistas de gringas en cueros escondidas en el hueco entre el cajón de la cómoda y el fondo del mueble sirvió para relajarme. No me dormí sino al amanecer y a las ocho de la mañana mi tía estaba dando de golpes en la puerta, aunque el taxi no pasaría a buscarme sino a las diez.

—Ándale, mijito: que no se te peguen las sábanas.

La verdad es que quería que le diera una buscada a Tacho, que no había regresado aún, antes de largarme. Se ofreció a tener listo el desayuno mientras yo recorría la calle.

Hacía un viento fresco que desmentía el solazo de verano reinante. Me asomé bajo los automóviles y sacudí los arbustos de las jardineras vecinas sin resultado. Pensaba, desde luego, en que una de las anteriores desapariciones de Tacho, mucho tiempo atrás, había provocado que conociera a Sofía. Y al Ojo de Vidrio, claro, que resultó ser el secuestrador del gato. Qué tiempos. Qué clase de tipo es uno, a esa edad, capaz de extrañar como remotos y legendarios los días inmediatamente pasados.

“Este pinche gato es capaz de esconderse para que no pueda irme a Los Ángeles”, llegué a pensar, ya paranoico, porque eran las nueve y el bicho no daba señales de aparecer. Pero justo un par de minutos después lo vi. Trotaba hacia la casa, muy tranquilo y en mitad de la banqueta, como si no hubiera la menor prisa. Se dejó cargar en brazos el resto del camino aunque, apenas vio a mi tía, luchó como un tigre para que lo soltara. Quizá no quería darme el crédito de su rescate.

—Se quedó atrapado en la casa vacía de la esquina —mentí—. Me salté para sacarlo.

Elvira estaba eufórica.

—Yo sabía que tenías que salir por él.

Tacho me miraba con algo que quizá fuera cólera. Me di el lujo de acariciarle la cabeza y darle un imperceptible tirón en la oreja.

—Si yo también estoy encariñado con él —volví a mentir.

En realidad hubiera querido que se lo comiera un tiburón.

El taxi apareció diez minutos tarde pero mi tía lo había solicitado para una hora tan temprana que no había riesgo alguno de perder el avión. Subí la maleta a la cajuela y, por orden de Elvira, me senté junto a la caja con los quesos y los dulces, a la que, por supuesto, ella le había agregado un correaje de mecates para que fuera sencillo transportarla.

“Ya soy el pinche ranchero volador”, me dije.

Para que mi mañana siguiera en el mismo tenor deprimente, el taxista resultó ser aficionado a la música norteña, que he odiado desde que tengo memoria. Por un momento, me dije: en Los Ángeles no voy a tener que lidiar con nada de esto. No habrá cajas amarradas con mecates, ni norteño desafinado a todo volumen, ni queso chorreando suero. Luego recordé que allá estaban avecindados cuatro millones de mexicanos.

Y que la patria no se acababa nunca.