La chica de California

La limusina se detuvo, y el chófer pagó el peaje y esperó la vuelta. El empleado de la garita miró a la joven pareja que iba en la parte trasera del coche y sonrió.

—Ey, Vince. Hola, Barbara —dijo.

—Ey, muchacho —dijo Vincent Merino.

—Hola —dijo Barbara Wade Merino.

—¿Vais para Trenton, Vince? —dijo el empleado.

—Sí.

—Sabía que eras de Trenton. Que te vaya bien, Vince. Hasta la vista, Barbara —dijo el empleado.

—Gracias —dijo Vincent Merino. El coche siguió su camino—. Sabía que soy de Trenton.

—Por Dios, qué ganas tenía de salir del túnel —dijo su mujer—. Los túneles me dan claustrofobia.

—Pues a mí me pasa lo contrario. Yo no soporto ir en avión.

—Ya lo sé —dijo Barbara—.Tú no tragas los aviones, yo no trago los túneles.

—Hablando de tragar, hoy vamos a hincharnos. Más vale que te olvides de las calorías. Y no estés nerviosa. Tómatelo con calma. Mis padres no son distintos de los tuyos. Mi madre ni siquiera es italiana.

—Ya lo sé. Me lo habías dicho.

Vincent trató de distraerla.

—¿Ves esos chamizos medio caídos? Antes era una granja de cerdos, ¿y sabes qué? El dueño se presentó a presidente de Estados Unidos.

—¿Y?

—Pues que tus padres siempre hablan de que si América, la tierra de las oportunidades. Ahora puedes decirles que has visto una granja de cerdos en los humedales de Jersey y que el dueño se presentó a presidente de Estados Unidos. No sé de ningún caso así en California.

—Gracias por intentar que piense en otra cosa, pero ya tengo ganas de que se acabe el día. ¿Qué más vamos a hacer, aparte de comer?

—No lo sé. Puede que mi viejo se agarre a la botella y no la suelte. Si está tan nervioso como tú, es probable. A lo mejor ya ha empezado. Aunque espero que no. Como empiece con la grappa, puede que para cuando lleguemos ya se haya desmayado.

—¿Cuánto tardaremos?

—Hora y media, supongo.

—Creo que voy a echar un sueño.

—¿Ahora?

—Sí. ¿Pasa algo?

—No, no pasa nada, si eso sirve para que te calmes…

—Pareces molesto.

—No es eso, pero es que si te pones a dormir no vas a ver Nueva Jersey. Yo me conozco California de cabo a rabo, pero tú solo has visto Nueva Jersey desde diez mil pies de altura.

—Y desde el tren de Washington el año pasado, para asistir a esas galas.

—Ya. Si cogiste el tren, fue porque había niebla en toda la zona este. Anda que debiste de ver mucho. En fin, ponte a dormir si eso te relaja.

Ella le puso la mano en la mejilla.

—Puedes enseñarme Nueva Jersey a la vuelta.

—Claro. Entonces el que querrá dormir seré yo.

—Ojalá estuviéramos en la cama ahora mismo —dijo ella.

—Corta con eso, Barbara. Te estás aprovechando injustamente.

—Oh, vete al cuerno —dijo ella y, dándose la vuelta, se echó el abrigo por encima del hombro.

Al poco se quedó dormida. Podía quedarse dormida en cualquier parte. En el plató, mientras hacía una película, era capaz de acabar una toma, irse al camerino y echarse una siesta ahí mismo. O cuando estaban en casa y habían discutido, ella cerraba la puerta del dormitorio de un portazo y a los cinco minutos dormía profundamente. «Para Bobbie es una forma de evasión —decía su hermana—. Tiene mucha suerte en ese sentido.» «Tengo la constitución de una vaca, así que me viene natural», decía Barbara. «Que te dure esa constitución —decía Vincent—. Te renta doscientos de los grandes por película. Y gracias a eso me tienes a mí. Si fueras de esas que parecen un chico, no me habría fijado en ti. No te habría ni mirado.»

El olor del humo o el sonido de la radio podían despertarla, así que Vincent dejó el cigarrillo para luego y se quedó sentado en silencio mientras el coche aceleraba por la autopista… Al rato cayó en la cuenta de que él también se había quedado dormido. Miró a ambos lados, pero no reconocía el paisaje. Tras mirar el reloj hizo un cálculo rápido; estaban a diez o quince minutos —más o menos— de la salida de Trenton. Puso la mano sobre la cadera de su mujer y la sacudió con cuidado.

—Bobbie. Barbara. Vamos, despierta, pequeña.

—¿Eh? ¿Eh? ¿Qué? ¿Dónde estamos? Ah, hola. ¿Ya hemos llegado?

—Creo que falta poco.

—Pregúntale al chófer —dijo ella.

Vincent pulsó el botón que bajaba la divisoria.

—¿Chófer, cuánto queda?

—Estaremos en Trenton dentro de cinco minutos, señor Merino. Luego, usted dirá.

—Gracias —dijo Vincent—. ¿Un café?

—De acuerdo —dijo ella—. Yo lo sirvo.

La mujer vertió café de un termo. Echó un terrón en la taza de él y se bebió el suyo sin leche ni azúcar. Vincent le pasó un cigarrillo encendido.

—Bueno, ya casi estamos —dijo.

—¿Estará el tipo ese de Life?

—No estoy seguro. Lo dudo. Cuando les dije que no iban a estar todos los italianos del condado de Mercer se les pasó el interés.

—Gracias a Dios, al menos eso —dijo ella mirándose al espejo—. Tienen la costumbre de mandar a un fotógrafo a tocarle las narices a todo el mundo y luego, si te he visto no me acuerdo.

—Ya. De hecho ni siquiera estoy seguro de si mi hermano vendrá desde Hazleton. Mis hermanas sí estarán, eso seguro. Aunque me juego lo que sea a que sus maridos tienen que trabajar. Y mi otro hermano, Pat, él y otro chico de Villanova. A esos no hay quien se los quite de encima.

—Espero acordarme de quién es quién.

—Pat es el universitario y se parece un poco a mí. Mi hermana mayor es France. Frances. La pequeña es Kitty. Tiene más o menos tu edad.

—Frances la mayor y Kitty la pequeña. Y Pat es el universitario y se parece a ti. ¿Y tus cuñados? ¿Cómo se llaman?

—Hazme caso y no preguntes cómo se llaman. Así, si no sabes su nombre, mis hermanas no se pondrán celosas. Además, me juego lo que quieras a que no estarán.

—¿Quién más?

—El cura. El padre Burke. Y a lo mejor Walter Appolino y su mujer. Walter es senador. Senador del estado. Si quiere sacarse una foto con nosotros, más vale complacerlo.

—¿Y qué pinta ahí el cura?

—A lo mejor no viene, como nos casó un juez de paz…

—Espero que no armen un número por eso. Porque si no, doy media vuelta y me vuelvo a Nueva York. No pienso aguantarle ni así a nadie.

—No será necesario. El marido de Kitty no es católico y sus hijos tampoco. Por esa parte no me preocupa, así que a ti tampoco. El único problema que veo venir es que mi viejo haya bebido y que Pat trate de tirarte los tejos. Como lo haga pienso partirle la puta boca.

—Mira quién habla.

—Eso es, tú lo has dicho. Mira quién habla. Trata de imitarme porque resulta que es el hermano de Vince Merino. Pues bien, Pasquale Merino, a la mujer de Vincent Merino ni tocarla si no quieres volverte a Villanova con un par de dientes menos. Y tú no le des pie. No te le acerques demasiado. Lo último que necesita es que le den pie para algo.

—¿Estará alguna de tus exnovias?

—No, salvo que mi hermano Ed venga de Hazleton. Salí con su mujer antes que él.

—¿Te la tiraste? Supongo que es absurdo preguntártelo.

—Si es absurdo, ¿por qué me lo preguntas? ¿Qué sentido tiene preguntar algo si sabes la respuesta de antemano? Sí, me la tiré, pero no después de que empezara a salir con Ed. Solo que Ed no se lo cree. No creo que venga.

—Seguramente le echa en cara que podría haberse casado contigo.

—Qué lista eres. Sí, se lo dice. Pero se equivoca. Aunque me hubiera quedado en Trenton nunca me habría casado con ella.

—¿Por qué no?

—Porque se creía que tenía derechos de propiedad sobre mí, y no era cierto.

—Yo sí tengo derechos de propiedad sobre ti, ¿no?

—Supongo, pero eso fue por voluntad propia. Yo te quería en exclusiva para mí, así que me dejé. Pero a ella nunca la quise de esa manera. Qué coño, podría haber hecho lo que quisiera con ella, pero yo nunca quise nada. En esa época ya me iba bien, pero no estaba dispuesto a pasarme toda la vida encerrado en Trenton. Espero que no vengan. Espero que solo estén mis padres y mis hermanas sin los idiotas de sus maridos, y mi hermano pequeño, si se comporta. Ah, y Walter Appolino. Walter está más acostumbrado a alternar con famosos. Siempre que va a Nueva York, va al Stork Club. Walter es el primer tipo que conocí que iba al Stork Club, cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años.

—Menudo honor.

—Déjate de ironías, Bobbie. ¿A cuánta gente conocías tú que fuera al Stork Club cuando tenías dieciséis años?

—Cuando tenía dieciséis, bueno diecisiete, iba yo solita.

—Sí, ya me lo imagino.


Vincent tenía puesta toda la atención en dirigir al chófer por las calles de Trenton. Por fin, pararon frente a una casa de paredes blancas con un porche, jardín delantero y trasero, y un garaje de una plaza en la parte posterior.

—Es aquí —dijo—. ¿Es mejor o peor de lo que te esperabas?

—La verdad es que mejor.

Vincent sonrió.

—Mi padre trabaja de albañil en Roebling’s. Seguro que gana más que el tuyo.

—Nadie ha dicho lo contrario. ¿La de la puerta es tu madre?

—Sí, es mamá. Eh, mamá, ¿qué tal? —dijo Vincent saliendo del coche y abrazando a su madre. Barbara iba tras él—. Adivina quién ha venido conmigo.

—¿Qué tal está, señora Merino?

—Encantada de conocerte, Barbara —dijo la señora Merino estrechando la mano de su nuera—. Pasa, te presentaré a los demás.

—Mamá, ¿quién ha venido? —dijo Vincent—. Y papá, ¿ya está dándole a la botella?

—¿Qué forma de hablar es esa? No, no está dándole a ninguna botella. ¿Así es como hablas de tu padre?

—Déjalo. ¿Quién más hay dentro?

—Los Appolino. Walter y Gertrude Appolino. Es el senador del estado, el senador Appolino. Pero es un buen amigo de la familia. Y su esposa. Y mis dos hijas. Las hermanas de Vince, Frances y Catherine. Casadas las dos. Barbara, ¿quieres ir arriba a refrescarte o prefieres que te presente?

No fue necesario responder; los demás habían salido al porche y la señora Merino se ocupó de las presentaciones. En cuanto hubo terminado de decir nombres, de repente se hizo un silencio absoluto.

—Bueno, no nos quedemos aquí como una panda de pasmarotes —dijo Vincent—. Vamos adentro o saldrá todo el vecindario.

Dos chicas y un chico adolescentes se acercaron y les tendieron a Barbara y a Vincent unos cuadernos de autógrafos.

—Pon: «Para mi viejo amigo Johnny DiScalso» —dijo el chico.

—Y qué más, hombre —dijo Vincent—. ¿Y quién eres tú? ¿El hijo de Pete DiScalso?

—Sí.

—Tu padre me arrestó por conducir sin permiso. Tienes suerte de que te firme un autógrafo. ¿Y tú quién eres, pequeña?

—Mary Murphy.

—¿Murphy? ¿Tu padre es el que vende lavadoras?

—Ya no vende lavadoras.

—¿Es tu hermana?

—Sí, soy su hermana. Monica Murphy. Nuestro padre vendía lavadoras, pero ya no las vende.

—Leo Murphy, Vince —dijo el senador Appolino—. Le conseguí un puesto de ujier en la Casa del Estado. Es muy buen hombre, Vince, ya sabes a qué me refiero.

—Sí, claro. Leo es buena persona. Saludad a vuestro padre de mi parte, chicas.

—Gracias, Vince —dijo el senador—. Muy bien, pequeñas, ahora marchaos. Por cierto, Vince…

—¿Qué?

—Perdona y olvida. Escribe: «Para mi viejo amigo Johnny DiScalso». Te estaría muy agradecido.

—¿Son votos? —dijo Vincent.

—Dieciséis garantizados, a veces más —dijo el senador—. Barbara, tú también, si no es molestia. Algo personal para Johnny. «Para mi amigo» o algo así. Gracias. Muchas gracias, Barbara.

—De nada —dijo Barbara.

—Vaya, vaya —dijo el senador—. Vince, lo siento, Gert y yo tenemos que ir a un funeral negro, pero luego volveremos y tus padres me han dicho que no pasa nada si traigo a unos amigos, ¿te parece?

—No sé hasta qué hora nos quedaremos, Walt.

—Ya, pero te lo agradecería mucho, Vince. Medio se lo prometí a esa gente, ¿me entiendes?

—¿Cuántos son, Walt?

—Cuarenta o cincuenta. Solo quieren saludar y daros la mano a ti y a Barbara. Diez minutos de vuestro tiempo, solo eso, y un par de fotos para el periódico. Diez minutos, quince.

—Si todavía estamos por aquí… —dijo Vincent.

—De acuerdo. Te lo agradecería mucho, Vince. Lo digo de corazón. Se lo he medio prometido y no me gustaría que se llevasen una desilusión. Sería raro que volvieras a tu ciudad y no vieras a nadie. Ya sabes lo que dirían algunos, y no me gustaría que fueran diciendo esas cosas de Vincent Merino y de su encantadora esposa Barbara. No me despido, chicos. A la que os deis cuenta, ya estaremos de vuelta.

El senador y su mujer se marcharon, y el grupo del porche pasó al salón.

—Papá, ¿por qué has invitado a Walt?

—¿Yo? Yo no lo he invitado, se ha invitado él solo. Nada más ver en el periódico que tú y Barbara estabais en Nueva York, preguntó si vendríais a Trenton. Tu madre le dijo que sí. Y se ha presentado.

—¿Lo necesitas?

—No es que lo necesite. A lo mejor él me necesita tanto a mí como yo a él, pero tu hermano Pat es un inconsciente, nunca sabes por dónde va a salir, así que es mejor estar a buenas con Walt.

—Ya. ¿Y dónde está Pat?

—Ya vendrá, con su compañero de piso y su Jaguar de segunda o tercera mano. Su compañero de piso tiene el coche en Filadelfia. Un día se van a partir el cuello. En fin, el ejército no tardará en ir a por él. No estará mucho más tiempo en Villanova.

—¿Por qué no le das cuatro palos para que entre en razón?

—Espérate a que venga y verás por qué. No lo has visto desde que pegó el estirón. Ahora podría contigo o conmigo, y quizá hasta con los dos.

—Ya. ¿Y Ed qué tal está?

—¿Ed? Oh, él y Karen se llevan como el perro y el gato. Ella estuvo en Trenton hace un par de semanas, pero ni se nos acercó. El verano pasado estuvo aquí dos semanas y no nos visitó siquiera. Están en las últimas. Ed estuvo por aquí en marzo o en abril y se pasó dos días borracho. Tu madre y yo no logramos sacarle nada, pero no es difícil atar cabos.

—Anda, dame alguna buena noticia. ¿France y Kitty están bien?

—Ah, supongo que sí. Kitty estuvo tonteando con un hombre casado hasta que tu madre, France y el padre Burke tomaron cartas en el asunto. La culpa fue de Harry, él empezó, pero eso no le da derecho a Kitty a ir tonteando con alguien casado.

—¿Y France está bien?

—Sí. Aunque ahora nadie diría que cuando tenía dieciséis años era una chica guapa.

—Ya.

—Tú sí que te has buscado una mujer estupenda. En directo mejora más todavía. ¿Vais a tener niños?

—Por ahora no.

—Claro, te entiendo. Como gane kilos te costará Dios y ayuda que se los quite. No te culpo. Ahorrad un poco y luego id a por los niños. ¿Cuánto tiene? ¿Veintitrés? ¿Veinticuatro?

—Veinticuatro.

—Bueno, a lo mejor podría tener uno dentro de un par de años y luego esperar un poco.

—¿Y tú cómo estás, papá?

—¿Cómo voy a estar? Pues bien, supongo. ¿Por qué? ¿Me ves desmejorado?

—Te veo bien. ¿Qué edad tienes ahora?

—Tengo un día más que ayer a esta misma hora. ¿Cuántos años crees que tengo?

—No lo sé. ¿Cincuenta?

—Casi. Tengo cuarenta y ocho. El año pasado la hernia me estuvo dando la lata, ¿recuerdas que me operaron? Luego me hicieron capataz, así que ya no tengo tanto trabajo pesado.

—¿Todavía bebes?

—Oye a este. Hace cinco años no habrías tenido narices de hacerme esa pregunta. No, ya no bebo. Alguna cerveza, un poco de vino, pero nada de tragos fuertes. Eso lo he dejado. Los lunes por la mañana me mareaba nada más subirme al andamio, así que lo dejé todo menos un poco de vino y cerveza. Aunque Ed lo compensa, y Pat lo mismo. Un día de estos lo recogerán de una cuneta. Se cree que se las sabe todas, no se le puede decir nada. ¿Ese Chrysler es tuyo?

—Alquilado.

—¿Qué coche tienes ahora?

—Me compré un Austin-Healey, pero ya tiene dos años y estoy pensando en cambiármelo. Paso tanto tiempo fuera haciendo películas que solo tiene veintidós mil kilómetros.

—¿Qué hace Barbara cuando te vas?

—Bueno, desde que nos casamos solo me he ido una vez, y ella actuaba en la misma película.

—Ya, pero cualquier día te irás a Portugal y ella no va a ir. ¿Qué harás entonces?

—No lo sé. Desde que nos casamos todavía no se ha dado el caso.

El padre de Vince lo señaló con el dedo.

—Tened un hijo. Hazme caso y tened un hijo lo antes posible. Puede que así sientes la cabeza. A ella no la conozco, pero a ti sí. Y tú no sentarás la cabeza hasta que tengas un crío. Quizá. Olvídate del dinero, Vince. Olvídate de eso.

—Papá…

—¿Qué?

—¿Cómo os va a ti y a mamá?

—¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Quién coño te has creído que eres?

—Uy, uy, uy. He dado en la llaga. Sin querer, pero he dado en la llaga. ¿Te estás viendo con alguien, papá?

—¿Te ha dicho algo?

—¿Cuándo iba a decírmelo?

—Podría habértelo dicho por teléfono.

—No, no me ha dicho nada. Pero te he preguntado cómo os va y tú has empezado a sulfurarte. Si no es la bebida, tiene que ser cosa de mujeres o de dinero. Y por dinero nunca te has quejado, eso hay que admitirlo.

Los azules ojos tiroleses de Andrew Merino reflejaban turbación.

—Ya eres un hombre, Vince —dijo apoyando la mano sobre la rodilla de su hijo—, pero para algunas cosas todavía no tienes edad. No me apetece hablar de eso.

—¿Quién es? ¿Es mayor o es más joven? ¿Está casada?

—Te voy a decir una cosa, y a Dios pongo por testigo de que es la verdad: nunca me he ido a la cama con ella.

—Vamos, papá, eso cuéntaselo a otro. Todavía eres un tipo bastante apuesto.

—Sí, y cuando tenía veinte años era peor que Pat y tú.

—¿Mamá la conoce?

—No lo digas así, Vince. Lo dices como si hubiera algo, y no hay nada. Tomamos café de vez en cuando.

—¿En su casa?

—Nunca he pisado su casa.

—¿Siente algo por ti?

Andrew Merino titubeó y acabó asintiendo.

—Pero no quiere verme después del trabajo. Es de la oficina.

—¿Y qué tiene de malo mamá?

—¿Que qué tiene de malo? Espera a que lleves casado tanto tiempo como nosotros. Cuando nos casamos teníamos veinte años. Ya lo descubrirás.

—Vengo aquí para que mi mujer vea cómo es una típica familia italiana, cómo es mi gente. Mi padre, italiano, y mi madre, irlandesa, pero de apellido Merino. El señor y la señora Merino, de Trenton, Nueva Jersey. ¿Y sabes qué? En cuanto he bajado del coche, mamá me ha mirado y lo he sabido al instante, al instante. Tú te has quedado atrás y apenas has abierto la boca. Y entonces he pensado que sería cosa de la operación del año pasado.

—No, no es cosa de la operación.

—Ya, ahora no hace falta que me lo digas, pero es lo que he pensado. Hace cinco años no habrías dejado que Walter Appolino fuera por ahí con esos aires de preboste, al menos no en tu casa. Papá, ¿seguro que no tienes cargo de conciencia?

—Tengo cargo de conciencia por mis pensamientos. Pero ¿qué quieres, Vince? ¿Quieres que le diga a mi propio hijo que no quiero a su madre? Eso queda para mi conciencia, pero no tengo que decirlo en confesión.

—¿Vas a confesarte?

—No.

—Conque no, ¿eh?

—No, y por eso tu madre cree que pasa algo. Llevo más de dos años sin comulgar. Cada domingo me dice que es mi última oportunidad para comulgar. Y yo le digo que se meta en sus asuntos. Por eso cree que me voy a la cama con Violet Constantino.

—Oh, Violet Constantino. La mujer de Johnny. ¿Es ella? Era una mujer muy guapa.

—Era y es. Pero Violet no tiene que ir a comulgar. Ella es metodista, por ahí tu madre no tiene a qué agarrarse.

—Papá, tienes que arreglar esta situación.

—Ya lo sé. Ya lo sé, Vince. A decir verdad, tenía la esperanza de poder hablarlo contigo. No tengo a nadie más con quien hablar.

—¿Y qué piensa Johnny Constantino de todo esto?

—Johnny Constantino —dijo Andrew Merino negando con la cabeza—. Él y yo jugamos a los bolos todos los miércoles.

—Papá, eso no responde a mi pregunta.

—No pretendía responderla. Solo digo que él y yo jugamos a los bolos todos los miércoles, y una vez al mes lo llevo a casa en coche después de la reunión de la logia. Estoy hecho un lío. Toda la vida hemos sido amigos, desde críos, y entonces, a los cuarenta y seis, voy y me enamoro de Violet, su mujer desde hace veinte años. De todos modos, no hacemos nada, un café por la mañana y «Hola, qué tal».

—¿Qué querías decir con lo de que nunca has pisado su casa?

—Pues que nunca he pisado su casa. Ella y tu madre no se llevan bien. ¿Recuerdas que alguna vez hayamos ido a casa de los Constantino? No, nunca.

—Bueno, ellos siempre han vivido en la otra punta de la ciudad.

—Si hubieran vivido en la casa de al lado, habría sido lo mismo.

—¿Por qué le tiene ojeriza mamá?

—En los últimos dos años, puedes figurarte por qué. Pero ya antes de eso a tu madre no le caía simpática ninguna mujer que trabajase. Violet tenía un diploma de la escuela de comercio y siempre podía buscar trabajo en alguna oficina. Tu madre nunca pasó de camarera o de vendedora de refuerzo en Navidad. No era culpa suya. No tenía estudios. Decía que Violet la miraba por encima del hombro. Pero si no hubiera sido eso, se habría buscado otra excusa. Johnny tampoco le cae bien. A tu madre no le cae bien casi nadie que no sea de la familia. Los Appolino y el padre Burke. Pero la gente corriente, no. Me sorprende que los niños de los Murphy y Johnny DiScalso hayan tenido los arrestos de venir hoy aquí. Tu madre se pone a perseguir a todos los niños que ponen los pies en nuestro césped.

—Cuando yo era pequeño, no.

—Oh, pero eso era cuando eras pequeño. Quería que todos los niños vinieran a jugar aquí. Así sabía dónde estabas. Y France. Y Kitty. Y Ed. Pero cuando crecieron, se acabó. Los niños dejaron de venir a jugar por aquí. Me cuesta creer que France y Kitty hayan encontrado marido. «Baja y diles que es hora de irse a casa», decía cuando tus hermanas venían con algún novio. ¡A las once! Era muy estricta con las niñas. Ni que las hubiera criado el padre Burke. Puede que tú no te dieras cuenta, pero yo sí. Pero ¿qué podía hacer? Cuando protestaba me decía que muy bien, que la culpa sería mía. ¿Te acuerdas de la joven Audrey Detmer?

—¿La de la calle Bergen?

—La conocimos cuando tenía quince años, y tuvo cinco hijos de los que no sabía ni quién era el padre. «¿Quieres tener a una Audrey Detmer en la familia?», decía tu madre. Con Kitty fue por un pelo. Tuvo el primero seis meses después de casarse.

—Mira, papá, yo podría contarte un par de cosas sobre Kitty.

—Seguro que sí. Bueno, ahí vienen. ¿Quieres tomar algo? ¿Un cóctel? ¿Qué cóctel le gusta a Barbara?

—Le sientan mal. Tomará un po’ di vino, y yo lo mismo.

Andrew Merino sonrió.

—¿Todavía tienes el estómago tan delicado?

—Para el licor.

—Uno también puede emborracharse con vino, aunque no a la irlandesa, como Ed y Pat.

—No me digas. ¿Y qué ha sido de ti y tu grappa?

—No bebía porque me gustase, Vince. Bebía por el efecto.

—Para olvidarte de mamá, ¿eh?

—Anda, no digas estas cosas —dijo Andrew Merino.

—¿Que no diga qué? —dijo su mujer.

—Estaba hablando con él, Kate. No contigo —dijo Andrew Merino.

—Muy bien, quedaos con vuestros secretos —dijo Kate Merino—. Creo que tendremos que empezar a comer sin Pat y su amigo. Barbara, siéntate donde quieras.

—Debería sentarse a mi lado —dijo Andrew Merino.

—No tiene por qué, si no quiere.

—El puesto de honor es a mi derecha.

—Iba a ponerla al lado de Walt, pero ha tenido que irse a un funeral —dijo Kate Merino.

—Ya, ojalá fuera el suyo —dijo Andrew Merino—. Siéntate aquí, Barbara. ¿Te gusta la comida italiana?

—Me encanta.

—¿Hay algún restaurante italiano de verdad en Hollywood?

—Oh, por supuesto. Muchos.

—Mi mujer es irlandesa, pero tiene mano para la cocina italiana, así que aprovecha. ¿Sabes qué es eso? Sono gamberi all’italiana. ¿Te gustan i gamberi?

—Oh, corta con el italiano, papá —dijo Kitty.

Macchè italiano, sto hablando perfettamente, ¿sí o no, Barbara?

—Claro que sí, perfectamente.

—Relájate, papá —dijo Vince.

Atacaron el almuerzo y, como todos eran de buen apetito, la conversación pasó a un segundo plano mientras disfrutaban de la comida.

—Permítame que la ayude a lavar, señora Merino —dijo Barbara.

—No, lo dejaremos para más tarde, pero gracias por ofrecerte —dijo Kate Merino.

—¿Te apetece un puro, Vince? Tengo buenos puros —dijo Andrew Merino.

—No, gracias, papá. Aunque a lo mejor Barbara sí quiere.

—Pero ¿qué van a pensar de mí? —dijo Barbara—. Me fumaré un cigarrillo, si me lo das.

—He comido tanto que no quiero levantarme de la mesa. No quiero ni moverme —dijo Vince encendiendo un cigarrillo para su mujer. Pasó la pitillera a los demás para que se sirvieran.

—Madre mía, es de oro macizo —dijo France—. ¿Puedo mirar qué pone dentro?

—Me la regalaron en el estudio. Me lo sé de memoria: «Para Vincent Merino, por el Oscar que se ha ganado y que algún día le darán. 1958». Es de cuando todo el mundo decía que iban a darme el Oscar.

—Eso significa que el estudio confiaba en ti, y eso es lo importante —dijo su madre.

Claro que sí, eso es lo importante —dijo Vince.

—Esa noche estuvimos aquí sentados viendo la tele —dijo France—. Estábamos tan nerviosos como tú, si no más. Cuando la cámara te enfocó estabas como un flan.

—¿Con quién fuiste a la ceremonia, cariño? —dijo Barbara.

—Renée Remy, ¿con quién, si no? ¿Y tú?

—No me acuerdo.

—Brad Hicks —dijo France—. El director de televisión.

—Vaya, vaya —dijo Vince.

—Por entonces no te conocía.

—¿Han llamado a la puerta? —dijo Kate Merino—. Será Pat, justo ahora que hemos terminado de comer.

Kitty Merino se levantó y fue a la puerta del vestíbulo. Los demás se quedaron mirándola, y entonces ella se llevó la mano a la boca y susurró:

—Es Karen.

—Vaya por Dios —dijo Andrew Merino.

—¿Hay alguien en casa? —dijo la voz de Karen.

—Estamos aquí, Karen —dijo Kitty—. Entra.

—¿Eres tú, Karen? —dijo Kate Merino—. Estamos en el comedor. —Y dirigiéndose a los demás agregó—: No le deis cuerda, puede que así no se quede. Pero con educación.

Karen apareció en el umbral del vestíbulo.

—Hola a todos. Reunión familiar, ¿eh? Hola, señora Merino. Papá. Kitty. France. Oh, hola, Vince.

—Hola, Karen —dijo Vince—. ¿Vienes con Ed?

—No, tenía que trabajar, pero os manda saludos.

—Te presento a mi mujer. Barbara, esta es Karen, la mujer de mi hermano Ed.

—Hola, Karen —dijo Barbara tendiéndole la mano.

—En realidad ya sé quién eres, pero es un placer conocerte en persona.

—Karen, ¿has comido? —dijo Kate Merino—. Hemos guardado un poco para Pat y un amigo suyo, pero me da que no van a presentarse.

—Oh, he comido hace una hora, pero gracias. En casa de mi familia.

—¿Cómo está tu madre? —dijo Kate Merino.

—Parece que está mejor.

—A la madre de Karen la operaron de un cáncer —dijo Kate.

—Parece que se lo extirparon del todo —dijo Karen.

—Llamamos cuando estaba en el hospital —dijo France.

—Sí, ya me lo dijo. Os lo agradece.

—¿Qué tal está Ed? —dijo Vince.

—Oh, como siempre.

—Ojalá hubiera venido contigo. No lo veo desde que os fuisteis a vivir a Hazleton.

—¿Tanto? Bueno, todavía lo reconocerías.

—Karen, ¿quieres beber algo? —dijo Andrew Merino.

—No, gracias. Ed se ocupa de esa parte —dijo Karen.

—Así que le ha pillado gusto al bebercio —dijo Vince.

—¡Vincent! —dijo su madre.

—Eso, dígale algo, aunque sea la gran estrella de cine —dijo Karen—. Ed es tu hermano.

—Solo era una pregunta.

—Ya, claro —dijo Karen—. ¿Habías estado antes en Trenton, Barbara?

—No, solo de paso con el tren.

—Claro, como todo el mundo —dijo Karen—. ¿De dónde eres?

—Pues nací en Montana, pero mis padres se fueron a Los Ángeles cuando tenía dos años.

—Yo tenía un tío que trabajaba en Montana. ¿Has oído hablar de Missoula, Montana? Suena a marca de aceite de cocina, pero existe de verdad.

—Me suena el nombre, pero me fui de ahí cuando tenía dos años.

—Azusa. En California también tenéis nombres raros. ¿De verdad existe Azusa o se lo inventaron para hacer un chiste?

—Existe —dijo Barbara.

—Cerca de Hazleton, donde yo vivo, también hay sitios con nombres raros. ¿Te suena Wilkes-Barre? Y antes había un pueblo que se llamaba Maw Chunk. M-o-c-h-a-n-k. Yo lo pronuncio mal, pero hace un tiempo se lo cambiaron a Jim Thorpe. De Maw Chunk a Jim Thorpe.

—Sentémonos en el salón —dijo Kate Merino—. Estaremos más cómodos.

—¿Qué tiene de malo el comedor? Me gusta estar sentado en torno a la mesa —dijo Vince.

—Los platos están sucios. Vamos, levantaos. Andy, trae un par de sillas para los Appolino.

—Ah, ¿Walt va a venir? —dijo Karen.

—Y también Gert. Han venido antes, pero tenían que ir a un funeral —dijo Andrew Merino.

—¿Qué te ha parecido Walt, Barbara? Aquí es un pez gordo, o eso cree él.

—Parecía simpático.

—¿Quién más ha venido? ¿El padre Burke? —dijo Karen—. Generalmente está por aquí.

—¿Tratas de insinuar algo con eso, Karen? —dijo Vince.

—No has cambiado.

—No, y tú tampoco —dijo Vince—. Siempre que has venido a esta casa ha sido para meter cizaña.

—Tengamos la fiesta en paz —dijo Andrew Merino.

—Bueno, adiós a todos —dijo Karen.

—¿Cómo que adiós? Pero si acabas de llegar —dijo Kate Merino.

—Sé cuándo molesto —dijo Karen mirando a los presentes uno a uno, salvo a Vince. Luego volvió al vestíbulo y salió por la puerta.

—Vaya —dijo Vince.

—Me pregunto cuándo ha llegado de Hazleton —dijo Kitty—. Me juego lo que sea a que lleva por aquí una semana o más.

—¿Para qué habrá venido, si iba a marcharse tan rápido? —dijo Kate Merino—. Para ver a Vince y Barbara, ya lo sé, pero por pura educación tendría que haberse quedado más tiempo.

—En fin, llámalo educación o como quieras, pero Bobbie y yo deberíamos irnos —dijo Vince.

—¿Tan pronto? —dijo Kate Merino.

—Mamá, en ningún momento he dicho cuánto rato nos quedaríamos. Tengo una entrevista en el hotel a las cinco, y Bobbie tiene que grabar una cosa para la tele.

—Vaya, qué visita tan corta, pero supongo que más vale esto que nada. No sé qué le voy a decir a Walt —dijo Kate Merino.

—Vince no le ha prometido nada a Walt —dijo Andrew Merino.

—No le he prometido nada a nadie. No sabía ni si vendríamos —dijo Vince.

—Ojalá se me hubiera ocurrido traer la cámara —dijo Kitty.


El chófer estaba durmiendo en el coche y una docena de mujeres y niños aguardaban en silencio en la acera cuando Vincent y Barbara salieron de la casa. Como en cumplimiento de un tácito acuerdo, la familia se quedó en el porche diciendo adiós con la mano.

—¿Volvemos a Nueva York, señor Merino? —dijo el chófer.

—Y rápido —dijo Vince—. Ve hasta el final de la calle y tuerce a la derecha, después la primera a la izquierda y salimos a la US1. A partir de ahí, busca las señales de la autopista.

Luego pulsó el botón que levantaba la divisoria.

—Si tienes algo que decir, déjalo para luego —dijo Vince—. No me apetece hablar de ellos.

—Bueno, ahora ya sabes algo.

—¿Qué sé?

—Tú siempre me dices que por qué no vamos a visitar a mis padres. Que solo son cincuenta kilómetros.

—¿Sabías que iba a ir así?

—Podría haber sido mucho peor —dijo Barbara—. Has sido muy astuto al decir que nos íbamos. Nos odian, todos nos odian. Hagamos lo que hagamos, nos odian. Y si somos simpáticos, nos odian aún más que si los tratamos como basura.

—Menos papá.

—Sí, supongo que tu padre no, pero él no tiene nada que ver con el resto.

—¿Tú crees? ¿Por qué no?

—No me preguntes por qué. Lo compadezco —dijo Barbara tomándolo de la mano—. ¿Por qué sonríes?

—Por Pat. Espera a que llegue y se entere de que estamos a medio camino de Nueva York.

—La familia… —dijo ella—. Son como todo el mundo. Nos desprecian. En fin, a mí Ava Gardner también me caía antipática antes de empezar a trabajar en el cine. Y Lana Turner. ¿Quién se creían que eran?

—Y ahora a ti te pasa como a ellas, ¿verdad?

—Sí.

—¿Quieres dormir?

—Espera a que salgamos de la ciudad. Podrían pensar que estoy borracha.

—Me gustaría ver qué cara se le queda a Walt, con sus cincuenta políticos.

—Bórralos de tu cabeza, cariño. Es lo mejor —dijo ella.