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Ignacio Padilla

 

 

Lo volátil y las fauces

 

 

 

Edición de Jorge Volpi

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Ignacio Padilla, Lo volátil y las fauces

Primera edición digital: noviembre de 2018

 

ISBN epub: 978-84-8393-636-8

IBIC: FYB

 

© Ignacio Padilla, 2018

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018

 

 

Colección Voces / Literatura 269

 

 

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Santa Elena en ayunas

 

 

Reyes I, 1-15

 

Humeaban todavía las casas de Colonia cuando un soldado inglés halló en unas minas de carbón las reliquias de los Santos Reyes Magos. Días atrás los aviones de la Royal Air Force habían herido con catorce bombas incendiarias la catedral que custodiaba los sagrados huesos desde el siglo de Federico Barbarroja. Cuando al fin entraron en la ciudad, los aliados contemplaron su estropicio innecesario, maldijeron la chamusquina de las capillas y temieron que sus bombas hubiesen pulverizado el famoso relicario que guardaba los despojos de los tres monarcas bíblicos. Ignoraban que los fieles de Colonia, habituados a la maldición viajera de sus reliquias, las habían escondido antes del bombardeo en la mina de Westfalia donde fue a encontrarlas el soldado inglés. Días más tarde aquellos restos soberanos serían devueltos a su nicho templario junto al Rin.

Pocos saben hoy en día que las reliquias de este modo rescatadas no corresponden a los cuerpos de los Santos Reyes Magos. Años después de la guerra, en una reunión de veteranos, el soldado inglés declaró que los esqueletos que ahora reposaban en Colonia pertenecían en realidad a tres húsares caídos en Crimea y desenterrados luego por las tropas aliadas en su urgencia por restañar las heridas hechas a los alemanes. Dijo también el veterano que las reliquias por él halladas en la mina de Westfalia eran más bien fósiles de reptiles alados así de grandes, dijo, cada uno coronado con una tiara de carbunclos del tamaño de avellanas: así los había encontrado él en la mina y así los había entregado a sus superiores, que al parecer los reemplazaron por fraudulentos huesos humanos que se encuentran todavía en la capilla sexta de la catedral renana.

Nada añadió esa tarde el soldado inglés a su estrambótica denuncia, ni era necesario que lo hiciera: de cualquier modo casi nadie le creyó. El veterano apenas recibió el asentimiento desganado de sus camaradas, los más de ellos sordos y advertidos igualmente de que al Escuadrón 315 lo habrían secuestrado los ovnis y que el cerebro del indómito general Rommel palpitaba todavía, con sus sueños de victoria y sus brillantes estrategias africanas, en las repisas de un laboratorio soviético.

Que se sepa, nadie se ha tomado aún la molestia de confirmar lo dicho por el menguado veterano, no digamos de rastrear el auténtico destino de las osamentas reptiles supuestamente halladas por él en los carboníferos túneles de Westfalia. La curia alemana, por su parte, lo niega todo y se resiste todavía a que se abra el relicario de Colonia para hacer las experiencias o desmentidos que mejor vengan al caso.

 

 

Dragones I, 30-38

 

Mucho se ha escrito sobre los dragones que han poblado el mundo y la imaginación de los hombres desde el principio de los tiempos. En la versión siríaca de la Carta del Preste Juan, los dragones son tricéfalos y tienen atributos de diversos animales, bien como que encarnan el absoluto de la pluralidad del Mal. Estos dragones o sierpes habrían merodeado los osarios y los patios y los jardines de Babilonia, donde dicen que vivió también Daniel, profeta hebreo y visir de magos en la corte de Nabucodonosor.

Este Daniel fue además un conocido domador y matarife de dragones. De ahí que se la asocie a veces con san Jorge y otras veces con los Magos de Oriente, de los que el propio Preste Juan, como sugiere Otón de Freising, habría heredado el Imperio de las Tres Indias, vestigio probable de Babilonia la Grande, no menos poblada de hechiceros, profetas y dragones.

La sierpe más famosa de esa Babilonia se apellidaba Mushghu. Su cuerpo de elefante tenía escamas por arrugas; en su lomo torreaba una giba de camello, y sus patas delanteras eran pezuñas de alazán lavado. Solo sus tres cabezas, anguladas y con bocas de muchos dientes, delataban su condición reptil. La efigie de Mushghu en actitud rampante adorna en abundancia la puerta de Ishtar y otros edificios de lo que queda de la desdeñada Babilonia.

De ese dragón Mushghu se ha dicho que primero fue visto en sueños por el propio rey Nabucodonosor, y que era solo una alegoría de los tres dominios del mundo entonces conocido: de África el memorioso elefante, de Asia el almenado dromedario, y de Europa el caballo. Por órdenes de Nabucodonosor, los magos babilonios habrían materializado con su alquimia aquel dragón que antes había soñado su señor. Pero una vez encarnada por los magos, la bestia se dio por asolar a los propios babilonios, y no hubo capitán ni hechicero capaz de reducirlo. En mitad de aquel desastre Nabucodonosor acudió a las artes de un esclavo israelita llamado Daniel, quien sometió al dragón atacándolo con bolas de grasa y cabello. A partir de entonces el dragón así domesticado protegió tanto a los hebreos cautivos como a sus amos babilonios, y el profeta Daniel entró en la gracia del contentadizo Nabucodonosor.

Otro viejo texto persa habla de un ejército de magos y guerreros babilonios que vencieron a los escitas guiados por el hebreo Daniel. Estos magos, proclama el texto, cabalgaban sobre una legión de reptiles que algo tenían de elefantes, camellos y caballos. No es del todo improbable que esas bestias sobrevivieran al profeta y a su rey, surcando cielos orientales hasta que Babilonia se abismó multiplicándose en las Tres Indias dudosas del también dudoso Preste Juan.

 

 

Reyes II, 16-32

 

Mal harían los obispos de Colonia en mostrarse afrentados por el robo de una joya que también ellos habían robado. El destino a veces, según el buen discurso de esta historia, nos cobra en vida presente las ofensas de nuestros ancestros: si los celosos alemanes vieron reemplazadas sus reliquias soberanas y anublada su ciudad con bombas incendiarias debió ser porque sus bisabuelos saquearon antes Milán y robaron esas mismas reliquias a los milaneses.

Cualquier domingo podríamos convocar a los germanos y recordarles que el asalto a Milán ocurrió mucho antes de que siquiera existiesen los aviones británicos, en tiempos de su cavernoso Federico Barbarroja. Convendría advertirles que los milaneses eran entonces guardianes de los huesos de los Santos Reyes Magos, y que estos no estaban todavía dentro de un relicario ni en la entraña de una catedral frondosa, sino en tres sarcófagos guardados a su vez en un cajón de mármol dentro de la cripta de san Eustorgio, santuario mucho más modesto que sus futuras residencias en una catedral renana o en los sótanos más bien profanos de la cia.

Un día de tantos los milaneses debieron de ofender al puntilloso Federico Barbarroja; o acaso solo encendieron su ambición, que no era poca. Lo cierto es que el emperador germano saqueó Milán y midió con su espada a cuantos se opusieron a su imperial antojo. Los milaneses, verdad sea dicha, defendieron flojamente su ciudad: dos días solo tardaron los prusianos en reducir el ducado y sus campos excedentes. Aconsejado por el obispo de Colonia, que iba con él, Barbarroja exigió a los derrotados que le entregasen las reliquias de los Santos Reyes Magos. No sirvió a los milaneses argüir que el receptáculo de mármol contenía los restos de tres santos tediosos y locales: porfió el obispo codicioso, amenazó Federico, y al cabo cedieron los milaneses cuando el emperador ordenó alzar la pesada losa del padrón que custodiaba los tres sarcófagos.

¿Cuál sería la sorpresa de los prusianos cuando vieron que el receptáculo marmóreo estaba vacío? ¿Cómo no imaginar los suplicios que impuso y la rabia con el obispo exigió razón de las sacrosantas osamentas? No sabemos cómo los prusianos dieron finalmente con las reliquias. Sabemos, en cambio, que ni el obispo ni los sarcófagos llegaron intactos a Colonia: el primero murió en los Alpes intoxicado por una rara fiebre y los segundos se arruinaron en el paso de las huestes alemanas por los Cárpatos. El emperador Barbarroja dispuso entonces que los santos restos pasaran a un modesto baúl de viaje, donde hicieron el resto del camino.

Así fue como los santos huesos acabaron en la catedral de Colonia, guardados en un relicario que forjó Nicolás de Verdún a golpe de cincel e insomnios. Aquella fue la última gran obra del legendario maese, y todavía se le tiene por la más alta y lavada de cuantas forjaron los orfebres góticos. En ese relicario reposaron durante siglos las reliquias de los Santos Reyes Magos. O, si hemos de creer al veterano inglés que los halló en Westfalia, ahí reposó por muchos siglos una tríada de esqueletos serpentinos coronados con carbunclos grandes como avellanas.

 

 

Dragones II, 40-58

 

Junto al relicario de los reyes o dragones en Colonia estuvo también por un tiempo el manuscrito del Actuatium Afligemense, hoy perdido. Lo conocemos sin embargo porque en él se inspiró Hildesheim para escribir su incontestable Historia Trium Regum. Por ambos textos sabemos que santo Tomás el Dídivo, apóstol polvoriento, expulsó demonios en Oriente y cristianizó a tres viejos sabios que a la sazón reinaban sobre los vestigios de la antigua Babilonia.

Cuenta el cronista que santo Tomás, en sus viajes para evangelizar a persas y medos, conoció a tres ancianos nobles que antaño habían visitado las tierras primordiales de Israel, cercanas al mar. Los viejos claramente recordaban un astro que los llevó hasta un recién nacido bajo el cetro de Herodes Agripa, y así se lo contaron al apóstol Tomás. Este, por su parte, escuchó el relato de los viejos con más asombro que paciencia, y llegado el momento contó a los viejos la parte que a él tocaba de esa misma historia: les contó lo que había sido de aquel niño en el pesebre, y les habló de una infancia milagrera en Nazaret y de una oscura penitencia en el desierto; les contó del rabioso Tiberiades domesticado por Jesús y de la ofensiva cruz del Gólgota; y les habló por último de la noche en que él mismo, extenuado en Emaús, ya no tuvo que hundir la mano en las llagas de su maestro para reconocer que este había resucitado. Los sabios de oriente lo escucharon conmovidos, reconocieron en Jesús al recordado niño que habían visto en el pesebre, y admitieron en sus almas la salvación que hacía mucho sembrara en ellos la estrella prodigiosa de Belén. Tomás entonces los ungió obispos de aquellas tierras aún plagadas de dragones y partió después hacia su martirio en las faldas del nevado Anangaipur.

Los tres sabios gobernaron sus naciones con plegarias y justicia hasta que también a ellos les llegó la hora. Como no tenían progenie, buscaron en sus librillos un heredero hasta encontrarlo en un cabrero humilde cuyo nombre original desconocemos. Sabemos solo que lo bautizaron Juan en honor al Evangelista, de quien Tomás les había dicho que fue el discípulo más amado del Nazareno.

A este mismo Preste Juan, primero de su estirpe y de su nombre, legaron los Santos Reyes Magos todas sus posesiones y casi todos sus secretos. En su historia, Hildesheim enumera caseríos techados de oro, chozas como palacios, tierras alucinantes y un espejo que abarcaba el orbe entero; cita además un ejército glorioso en elefantes, dromedarios y caballos. Otro descolorido escrito del siglo xiii niega que el Preste Juan heredase ejércitos tales sino tres dragones de los mismos que siglos atrás, en esa misma Babilonia, había domesticado el profeta hebreo Daniel. Y Dios dijo en sueños al Preste Juan que en esos tres dragones habitaban ahora los espíritus encarnados de los providentes Reyes Magos, por lo que el Preste Juan quiso llamarlos Ghaspart, Maelchior y Belazar.

Aquellos dragones sobrevivieron a muchos prestes, todos ellos poderosos y todos ellos llamados Juan. Por fin un día los tártaros humillaron las Tres Indias. Los espíritus de los Santos Reyes, por boca de los dragones cuyos cuerpos ahora ocupaban, advirtieron al último de los prestes que no resistiese al Gran Khan ni enviase contra él a su único hijo. Pero el Preste Juan no hizo caso de los advertimientos de sus dragones locuaces: se resistió a los tártaros, acabó enterrando a su hijo y perdió su imperio de esmeraldas, chozas doradas y rigurosos portentos.

Se esfumaron las Tres Indias. Abatido por sus faltas, el último de los prestes entregó sus dragones al Gran Khan, quien los hizo sacrificar. El Preste Juan, muy viejo ya, rescató los cuerpos de las bestias, los coronó con tiaras de carbunclos y los hizo guardar en tres sarcófagos. Estos sarcófagos, tocados por un anillo que los ceñía como si fueran uno solo, se mantuvieron a buen recaudo junto al templo de Daniel hasta el día en que vino a llevárselos santa Elena, madre de Constantino. Fue ella, acusa Hildesheim, quien llevó aquellas reliquias a Bizancio y metió los tres sarcófagos en el inmenso receptáculo de mármol que siglos después sería profanado por Federico Barbarroja en Milán.

 

 

Reyes III, 33-41

 

Fuentes de la época aseguran que cuando Barbarroja vio el padrón que contenía a los reyes en el templo de san Eustorgio pensó que se trataba de un solo sepulcro reservado acaso a guardar los restos de un gigante. Nostálgicos y arrinconados, los sarcófagos reposaban en su enorme cubo de mármol proconesio, esquivos desde entonces a miradas europeas, inaccesibles al gusanaje de aquel suelo sangrado por tribus bárbaras y jinetes de melena espesa. El receptáculo medía dos metros de alto por cuatro de largo por cuatro de ancho, y dicen que tenía una ventanilla que delataba su carácter de relicario primitivo. Adentro de aquel enorme cubo, los tres sarcófagos monárquicos estaban unidos por un anillo festoneado en oro que prevenía a los imprudentes contra cualquier intento de separarlos.

Los abatidos milaneses tenían muchas historias sobre cómo esa mole sepulcral habría llegado hasta ellos: la versión menos insensata quería que la propia santa Elena hubiese dispuesto que en Milán reposara la sacra pacotilla que ella misma habría ido a arrebatar a los antiguos terragales babilonios; otra versión cuenta que el receptáculo, los sarcófagos y los huesos fueron primero llevados a Constantinopla, donde los espectros de los reyes suspiraron durante siglos por los ríos esmeraldinos y los espejos clarividentes del Preste Juan. Quién sabe si en aquellos fantasmas, serpentinos o no, palpitaba desde entonces la sospecha de que todavía les esperaban muchos avatares, y que su abrigo bizantino no era sino una escala más en su odisea por todo lo dilatado del orbe.

Como quiera que haya sido, un día visitó Constantinopla un hombre llamado Eustorgio, famoso ya por su estentórea voz en los concilios contra los arrianos, y más de una vez citado por san Agustín de Hipona. El hombre volvía ahora a solicitar la bendición del emperador Manuel para que pudiesen ungirlo obispo de Milán. Desconocemos las virtudes retóricas de Eustorgio, o qué chantaje habrá podido hacer al emperador Manuel, o qué tesoro habrá ofrecido a las mermadas arcas de Bizancio. Lo cierto es que, además de la bendición imperial, Eustorgio recibió la ofrenda del receptáculo sagrado que Guillermo de Newbury describiría más tarde como un lío de mármol, huesos y nervios con un cerco de oro uniéndolos entre sí.

No alcanzaron sin embargo el buen discurso ni los dones de Eustorgio para que el emperador le ayudara también a trasladar los sarcófagos hasta Milán. De algún modo el santo consiguió un claudicante carro de bueyes, en el cual hizo cargar la mole mágica y santa. Luego emprendió su viaje por los inagotables Balcanes, guiado siempre, según dicen los cronistas, por la misma estrella que cuatro siglos atrás había arrastrado a los reyes babilonios hasta Belén de Judá.

Vadeó Eustorgio ríos suabos y eslavos, se rearmó contra los herejes y compartió pan ácimo con los nestorianos; en su carreta de desusada carga debió sortear las encrucijadas de los Cárpatos, donde enfrentó la espada herrumbrosa de un bogomilo y los venenos de las zíngaras y las caderas de una odalisca bosnia. Ya en los bosques transilvanos le salió al paso un lobo grandísimo y fibroso, acaso el mismo que esperó después a Dante en los umbrales del infierno. Arremetió el lobo a uno de los bueyes del santo; defendió al otro Eustorgio con el trueno de su látigo y las imprecaciones de su fe, puede que también con blasfemias. Dice Guillermo de Newbury que en el combate emergió también, por la ventanilla del gran cubo de mármol, un bestión considerable, con tres cabezas coronadas de carbunclos, a cuya vista el lobo acabó por humillarse. Dominado el lobo, Eustorgio lo unció al carro en lugar de su buey muerto.

Un copista anónimo ha dejado en los archivos de la Uscula nomen eufrosina una hermosa ilustración de cómo san Eustorgio llegó a Milán con su carro, su buey, su lobo apacible y sus sarcófagos musgosos. A la muerte del santo, el duque de Milán quiso ver los huesos de los reyes pero sus vasallos se resistieron arguyendo que el santo Eustorgio había dispuesto que jamás se abriese el receptáculo. El duque castigó a su gente y acabó tomándoselas con el párroco del templo, quien murió martirizado en defensa de la última voluntad de su patrono días antes de que el propio duque amaneciese ahogado en un mar de sangre. Desde entonces el escudo de armas de los duques de Milán y de Ferrara es un campo frisado en rojo con la efigie coronada de un dragón tricéfalo.

 

 

Dragones III, 60-66

 

La escuela evolucionista de Cambridge sostiene que el hombre procede no de los primates sino de las aves, o mejor: de un volátil reptil jurásico. Es posible, por otro lado, que esa misma sierpe alada haya dado origen a nuestra fe en los dragones tal como los conocemos. Si reunimos arbitrariamente ambas líneas de pensamiento, cabe concluir que nuestros supuestos abuelos pterodáctilos serían asimismo ancestros de los dragones que pueblan innúmeras mitologías, encarnizados siempre contra santos y caballeros, y celosos defensores de tesoros y princesas. De esta suerte el extinto pterodáctilo reverdece por derecho propio en el camino ascensional de la consciencia y la cultura humanas: merced a nuestra indómita capacidad de fabular, la ineptitud del dragón para ser saurio de veras se transforma en alegórico vuelo de la grandeza espiritual de ciertos individuos y hasta de algunas naciones.

Sobre el pterodáctilo se especula asimismo que sus ciclos migratorios habrían sido vulnerables a ciertas irregularidades astrales, fuera el paso de un cometa, un eclipse o la precipitación de un meteorito. En la conocida saga de Percival, Chrétien de Troyes cuenta cómo una parvada de dragones anticipa con su vuelo tumultuario la caída de una roca celeste sobre los castillos franceses. Este cuento inspirará después a Pholenz para sostener que, en tiempos de Augusto César, el paso de un cometa habría incitado una importante migración de alígeros reptiles desde Persia hasta Chipre, surcando en su trayecto el firmamento palestino.

Hay quien asegura que esos fueron los últimos dragones asiáticos, los cuales habrían migrado hacia el Mediterráneo alebrestados menos por el cometa betlemita que por el recuerdo de la catástrofe meteórica que siglos antes arrasara a los demás grandes saurios; otros piensan que en Asia quedaron todavía algunos dragones, y que allá vivieron y allá murieron cuando los tártaros invadieron las Tres Indias del Preste Juan. Allá mismo habría ido a buscarlos después santa Elena para guardarlos en Constantinopla hasta la Segunda Cruzada, cuando fueron acarreados a Milán por el tenaz Eustorgio.

Acaso sea verdad lo que escribieron los judiciarios alejandrinos: que así como todo lunar del cuerpo se corresponde con alguno de los trazos destinales de la mano, así también cada cometa redentor tiene su reflejo en un meteorito destructor, y cada mago tiene su descendencia en un dragón.

Conflagración de murciélagos

 

Las bombas pesarían más o menos veinte gramos e irían asidas a los murciélagos con un ganchillo quirúrgico y un trozo de cordel de cáñamo. El informe del teniente Barry Lovecraft no declara a qué parte del cuerpo de los bichos se ataría el dispositivo en cuestión, aunque es dable suponer que tal honor recaería en las patas o en el nacimiento de las alas.

El teniente Lovecraft es más preciso en lo que atañe al destino de esos híbridos letales: los murciélagos, escribe, serían arrojados desde una altura de mil pies sobre los techos somnolientos de Osaka, en cuyos aleros anidarían movidos por su instintiva vocación de ratas golondrinas; luego roerían el cordel, desmontarían el ganchillo con sus fauces y reemprenderían el vuelo dejando atrás sus detritos combustibles, los cuales detonarían de inmediato para iniciar un verdadero infierno en la ciudad. El teniente Lovecraft admite en su informe que algunos murciélagos podrían no alcanzar a desprenderse de sus cargas, pero toda guerra exige sacrificios, caballeros, y cualquiera sabe que en esa guerra precisa urgía detener a como diese lugar la amenaza amarilla.

Por orden expresa de la Oficina de Arsenal Químico, el ingeniero L. F. Fieser, padre reconocido del napalm, había diseñado para esa misión dos géneros de bombas de querosene: la más pequeña pesaba dos tercios de onza y animaba una generosa llama de diez centímetros capaz de arder durante cuatro minutos; la mayor pesaba algo más de una onza y auguraba una flama de veinte centímetros con vida combustible de seis minutos. Cada dispositivo sería asistido por un temporizador que gotearía una solución de cloruro de cobre destinada a corroer el alambre que atrancaba el disparador; roto ese cable, el disparador se liberaría encendiendo de inmediato el querosene.

Aunque se trata de un informe militar, el teniente Lovecraft describe este proceso con una prosa más bien sobria, una lógica aplastante y una precisión no exenta de poesía. Así expuesto, no sorprende que un plan de aspecto tan descabellado recibiese sin embargo el beneplácito de las máximas autoridades del ejército. Ciertamente es posible que la redacción primitiva del proyecto fuera menos elocuente, pero igual fue aprobada sin dilación, pues a esas alturas los americanos estaban dispuestos a lo que fuera con tal de corregir el desastrado rumbo de sus escaramuzas en el frente del Pacífico. El mismo año en que el general MacArthur se vio forzado a retirarse de Japón, el gobierno americano destinó a su proyecto de murciélagos incendiarios dos millones y medio de dólares, poco menos de lo que después recibirían en su bautizo los alquimistas atómicos de El Álamo.

 

Ψ

 

Que el proyecto de los murciélagos flamígeros terminase en desastre no ha bastado para arrojarlo en el olvido o la ignominia: aún ahora se le invoca con cierto aprecio y se le tiene, al menos, por un fatal aunque entrañable error de estrategia militar.

Nadie merece por esta historia más aplauso que el doctor Lytle Adams, dentista de provincias, patriota impenitente y biólogo aficionado. Fue él quien concibió la idea de utilizar a los mamíferos más pequeños del orbe para arrasar al enorme monstruo japonés. Su exposición original puede todavía consultarse en los archivos del Pentágono: en una carta manuscrita al presidente Franklin D. Roosevelt, el dentista narra con candidez y entusiasmo cómo, en un viaje de placer por Nuevo México, se aficionó a los murciélagos, a cuyo estudio dedicó buena parte de su juventud. Años más tarde, cuando supo del ataque a Pearl Harbor, comprendió que era el momento de hacer su modesta aportación al lavado en seco de la honra nacional. Tuve un sueño, escribía el doctor Adams. Un sueño como un hachazo, una iluminación filosa donde una nube de volátiles roedores reducía con fuego una aldea de pagodas, sombreros puntiagudos y descoloridos hombrecitos de evidente papel. Al despertar de aquel sueño, el doctor Adams redactó su temblante carta a Roosevelt.

Ignoramos cómo o dónde leyó esa carta el presidente americano; si la acogió con asombro o con alivio; si le fue leída mientras yacía en su cama de eterno enfermo o en una junta de campaña entre noticias sobre los descalabros de sus tropas en Guadalcanal. Lo cierto es que en solo dos semanas la Oficina de Arsenal Químico había acogido la propuesta, desde ahora bautizada como Proyecto Rayos X, y congregaba en sus reales a un equipo de expertos de la Fuerza Aérea. El propio Lytle Adams se incorporó al equipo de trabajo cinco días más tarde, decorosamente bañado en lágrimas.

 

Ψ

 

No fueron escasas ni vinieron tarde las complicaciones en el Proyecto Rayos X. El primer reto se presentó a la hora de elegir y reclutar a los murciélagos, dado que solo en la Unión Americana hay cientos de especies, con diversos hábitos, colmillos y envergaduras. Ofendidos por la notable inexperiencia del doctor Adams en asuntos militares, las estrategas del ejército consultaron a una docena de colombófilos que habían contribuido a la comunicación ligera durante la Guerra del Catorce. Se discutió con ellos largamente en una cena aderezada de insultos y más de un jab en la quijada. Finalmente, oficiales y zapadores se decantaron por lo obvio: usarían los murciélagos de cola libre detectados inicialmente por el dentista en Nuevo México, pues se contaban por millones y parecían ser una subespecie lo bastante vigorosa como para cargar varias veces su propio peso, no digamos una bomba micrométrica indigesta de napalm.

Una vez recabados los murciélagos se procedió a la construcción de las bombas. Mientras Fieser diseñaba las cargas individuales de queroseno, los armeros de la Fuerza Aérea elaboraron una suerte de bomba nodriza. El dispositivo parecía más bien una jaula con ínfulas de obús. Era una ojiva con charolas interiores donde irían colocados los murciélagos. En cada una de esas charolas cabrían hasta cuarenta individuos previamente aletargados en un complejo proceso de hibernación inducida. Cuando aquel bombón fuese arrojado desde las alturas, una hélice en su parte superior giraría espontáneamente en el aire abriendo la jaula como florecería en el limbo una rosa metálica y mortal. Los murciélagos, más despiertos para entonces, buscarían entonces refugio en los techos japoneses e iniciarían los incendios. En previsión de que las alimañas incendiarias tardasen un poco en sacudirse de su hibernación, se diseñó también para ellas un pequeño paracaídas.

 

Ψ

 

La buena estrella que abrigó al Proyecto Rayos X mientras fue solo un proyecto derivó en calamitoso meteorito según progresaba su ejecución. En mayo de 1943 se llevó a cabo en la Base Edwards un nefasto ensayo general de bombardeo con murciélagos. Ese día las dársenas del lago Murco Dry atestiguaron el penoso debut de tres mil mamíferos dactilados que la tarde previa habían sido recluidos en un refrigerador. Aquella hibernación inducida hundió a los animales en una indolencia sin sueños ni presagios que tendría efectos desastrosos sobre el ensayo: lanzados por un B-25 a mil metros de altura, los murciélagos ralentizados no despertaron a tiempo para abandonar sus jaulas nodriza; los paracaídas, por su parte, resultaron demasiado pequeños para sostener aquellos cuerpecillos fláccidos, de modo que los murciélagos se precipitaron al suelo en una hecatombe de huesos rotos y alas quebradas. En un santiamén la Base Edwards quedó sembrada de montículos de birria afelpada, pegajosa y negra.

Hubo otros ensayos no menos mortíferos. Finalmente los responsables del proyecto consiguieron calcular la proporción precisa de altura, congelamiento y peso requeridos para una operación seguramente exitosa. Solo entonces se atrevieron a probar suerte con auténticas cargas incendiarias que serían lanzadas sobre un pueblo de utilería construido en la Base Edwards con ayuda de una productora de cine. Los murciélagos sin embargo no se dejaron engañar por el hechizo hollywoodense: escaparon de sus ojivas, desviaron el curso y desprendieron sus cargas en el abigarrado hangar de la base. Treinta murciélagos fueron aún más lejos: remontaron las frondas aledañas al lago Murco Dry y alcanzaron el auto de un bilioso general que venía a certificar el proyecto. El general salió indemne, pero en el bochinche le mataron al chofer y a una amiga de neumáticas caderas que claramente no era parte de la milicia.

Allí fue el murmurar y el maldecir. Veinte aviones, dos civiles y seis mil murciélagos de cola libre habían sido sacrificados en ese desatino. A petición expresa del viudo general, la Oficina de Arsenal Químico canceló el Proyecto Rayos X, puso como nuevo al doctor Adams y clausuró lo que quedaba de la humeante Base Edwards.

Buena parte de esa última camada de pirómanos alados escapó. No volvió a saberse de ella hasta muchas décadas más tarde, cuando zoólogos de la Universidad de Arizona dictaminaron que una plaga de murciélagos de cola libre, especie inexplicable en aquellas latitudes, había arrasado con los insectos y canibalizado a los murciélagos enanos que secularmente habitan las cavernas vecinas a la ciudad de Tucson.

Ornitología del sonido

 

 

Epifanio el Apócrifo