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Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Epílogo

Agradecimientos

Contenido extra

1

Max

Sun City, Kansas. Casi tres años antes…

Contemplé las obras de mi casa. Estaban a punto de terminar y ni siquiera aquello me hacía feliz. Llevaba varias semanas durmiendo allí porque no soportaba convivir con mi padre ni un día más.

La adquisición de mis tierras y la construcción de mi hogar no lograban apaciguar la sensación de derrota que me asolaba desde que había vuelto al rancho. El fracaso era el eco que resonaba cada mañana cuando me levantaba para emprender un nuevo día. Volcaba todas mi energías en el negocio familiar, en un lastimoso intento de conseguir calmar todas esas emociones a las que no podía poner nombre porque ya no tenían sentido. Me había empeñado en mejorar el rancho; necesitaba una meta en la vida. Sentirme atrapado por esos acres era lo más parecido a una condena. Se lo debía a mi madre, a mis abuelos…

Esa mañana de primavera, la plantilla del rancho al completo se había situado en la zona que lindaba con mis tierras. Teníamos a punto los camiones cisterna para controlar el fuego, por si fuera necesario extinguirlo. Era el día perfecto: no soplaba el viento y disfrutábamos de la temperatura idónea; todos los vecinos nos habíamos puesto de acuerdo para comenzar a quemar los pastos.

El sheriff estaba avisado desde primera hora de la mañana; se hacía imprescindible coordinar a una cantidad de personas importante si querías que todo saliese bien y que todo resultase seguro. El año anterior fui el primero en hacerlo. Mis vecinos le habían dado muchas vueltas, pero después de varias reuniones con expertos del departamento de Vida Salvaje, Parques y Turismo, y de visitar la zona de Flint Hills, donde los rancheros llevaban décadas haciéndolo, nos aventuramos a recuperar los pastizales naturales en nuestra zona.

Observé a Tadi, que se había puesto su atuendo indígena, y sonreí al percibir el orgullo en su semblante. Decía que aquello era «volver a las tradiciones de los ancestros, a los inicios». Me había costado mucho dar el paso y cambiar el tipo de pastoreo, pero los beneficios en las tierras eran tan importantes que parecía inevitable no sentir satisfacción por haber recuperado la esencia de nuestros antepasados.

En el horizonte se veía el humo del primer fuego. Pronto, el ambiente estaría cargado de olor a incendio.

—¡Vamos, chicos, empieza la fiesta! —grité, a lo que siguieron los silbidos y los hurras de todos.

Era nuestro logro, formábamos un gran equipo, y todos lo sentíamos así. Si hacía un tiempo alguien nos hubiese dicho que aquello era posible, no lo habríamos creído; el cambio era visible en el ganado incluso en tan pocos meses. Acondicionar la tierra contribuía a que las reses estuvieran más sanas, a que su alimento fuera más natural, sin pesticidas ni alimentación artificial. ¿Quién me iba a decir a mí que acabaría convertido en un ecologista?

Los días en Lawrence, repletos de música, nuevas canciones, ensayos…, eran un pequeño borrón en mis recuerdos que me permitía dejar escapar cuando estaba con la guardia baja. Poco quedaba ya del idiota que llegó a esa gran ciudad a dar un giro a su vida; sonreí con nostalgia al rememorarlo…

Me había largado del rancho a raíz de una fuerte discusión con mi padre: hacía aquello o acabábamos muy mal. Había decidido instalarme con Thomas, mi hermano mediano, que estaba estudiando allí su grado, y esa fue la excusa perfecta.

Había transcurrido un año entero, año en el que había disfrutado de lo que más adoraba en el mundo: la música. Habíamos formado un grupo de rock que tenía mucho potencial; fue entonces cuando conocí a Nathan, mi cuñado. Se había presentado a las audiciones y nos dejó boquiabiertos con una versión de This I love, de Guns N’ Roses, y su estilo único. Lo fichamos sin pestañear: era oro puro.

Durante mi estancia en Lawrence había trabajado en un pub del centro de la ciudad como camarero: servía copas, hacía horas extra cada vez que podía y, además de las propinas, me había ganado bien la vida, por lo que podía dedicar mucho tiempo libre a componer canciones con Nathan, a ensayar juntos con el resto de la formación y a vivir la vida sin preocupaciones más allá de tener unos pantalones limpios para el día siguiente.

La cosa había comenzado a complicarse cuando mi hermana pequeña, Leah, había aparecido en escena. Había sido un revés saber que finalmente la habían aceptado en la universidad de Kansas, ya que se venía a vivir con nosotros al apartamento; con Thomas apenas había tenido complicaciones, porque en la ciudad se sentía como pez en el agua: atrás quedaba el niño al que debía proteger en más de una ocasión de los matones del pueblo, además de que el equipo de baloncesto de la universidad en el que jugaba no le dejaba mucho tiempo para meterse en líos. Allí encajaba a la perfección.

En cuanto a la enana…

Tiempo atrás había sufrido un accidente con unas pastillas del imbécil de su exnovio que tomó por error; casi la perdimos a causa de aquello, y desde entonces me obsesioné con mantenerla a salvo. Para eso era perfecto que viviese en el rancho, no con nosotros, rodeada de estudiantes en el campus, lejos de mis padres y de la seguridad del hogar familiar. Había reconocido antes de que pusiese un pie en el piso que compartíamos que la tranquilidad de la que gozaba hasta entonces había desaparecido. Pero ese no había sido el único inconveniente. ¿Por qué decía que todo se complicó con la aparición de Leah? Porque con mi hermana también llegó ella: la dulce Amanda.

Leah, al inicio de curso, se había hecho muy amiga de dos chicas: la rubia Amanda y la pelirroja Brenda. El día que conocí a Amanda apenas le presté atención. No fue como en las películas de amor en las que se te para el corazón ni ningún rollo de esos; ella solo era una amiga de mi hermana pequeña, una chica bonita y menuda que compartía clase con la enana. Las tres iban siempre juntas; eran inseparables, vitales, ruidosas y encantadoras.

Había estado tan preocupado por mantener a Leah a salvo de las garras de Nathan —que en cuestión de meses había pasado de ser mi mejor amigo a convertirse en el candidato perfecto para darle una buena patada en el culo por haberse fijado en la benjamina— que no fui capaz de adivinar lo que iba a ocurrir.

Ese había sido el principal obstáculo por el que no la vi venir. Ni siquiera recuerdo qué llevaba puesto el día que nos besamos por primera vez, ni a qué olía su perfume ni todas esas chorradas que se supone que te llaman la atención cuando tienes ante ti a la mujer perfecta, porque en el momento en el que me besó por sorpresa en un baño, reconocí que estaba jodido. ¿Cómo había estado tan ciego?

Amanda, la dulce chica prohibida, la mejor amiga de mi hermana…, la única a la que no podía poner un solo dedo encima, no solo por principios, sino porque ella era ¡la mejor amiga de mi hermana pequeña! La misma a la que no dejaba hacer nada sin supervisión. Pues Amanda traspasó todas las barreras con un maldito beso y me dejó noqueado… A mí. Yo no había sido un santo, nada de eso; de hecho, me gustaba pasármelo bien, y en Lawrence, al trabajar en el pub, había conocido a muchas chicas. Nunca surgió nada serio, porque tampoco lo buscaba. Mi premisa era: diversión sin compromiso. Quería llegar lejos con la música, viajar por otros estados… En definitiva, volar sin ataduras. Por ese motivo, nunca había entendido por qué con ella todo fue distinto desde el inicio.

Desde aquel primer beso robado, que fue interrumpido, ya no hubo freno. Cada vez que estábamos a solas, no podíamos mantenernos alejados el uno del otro. Pero lo peor de todo había sido que ni siquiera necesitábamos el cobijo de la clandestinidad: nuestra primera vez había sucedido en el baño del apartamento mientras mi hermana y Brenda estaban en el salón. ¡Jesús! Habíamos sido imparables, irresponsables, con una sed el uno por el otro imposible de saciar… Era incapaz de tomar el mando. Cuando estaba a solas y la lucidez aparecía, tenía claro que debía acabar con aquello de una vez por todas antes de hacerle daño. Pero la realidad era que me volvía loco.

—¿Sabes que esto solo va de sexo? —La miré mientras me abrochaba los botones de los vaqueros.

—Sí, lo has repetido infinidad de veces. —Se levantó de la cama sin dejar de buscar su ropa desparramada por el suelo.

Admiré su cuerpo desnudo mientras se vestía y noté cómo volvía a estar preparado para ella, pero no podía ser: debía centrarme y dejarle claro lo que pensaba. Estábamos en la habitación de su residencia de estudiantes; habíamos aprovechado que Brenda tenía unas clases y que estaríamos solos un par de horas.

—Am, me has propuesto ir al cine… —Me restregué la cara con fuerza, frustrado—. No quiero, no debes…

—Tranquilo, Max. No voy a escribir corazones en mis apuntes con tu nombre. Solo te proponía algo diferente al intercambio de fluidos corporales. —Alzó la mirada atravesándome con sus ojos verdes grisáceos—. Como esto solo va de sexo, te agradecería que tú también respetes nuestro acuerdo.

—¿Qué quieres decir?

Se agachó a buscar su bota, que se había colado bajo la cama, y me mostró un plano magnífico de su culo perfecto enfundado en los pantalones.

—No te hagas el tonto. —Bufó de forma graciosa, y tuve que contener una sonrisa—. Me has preguntado por ese chico de clase dos veces.

Se me escapó una carcajada y vi que se ponía colorada.

—¿Crees que estoy celoso?

—No, creo que eres imbécil —soltó con rabia—. Acaba de vestirte, que no tengo todo el día. En media hora comienza mi siguiente clase.

Antes de pensar en lo que hacía, la cogí con ímpetu y me lancé cogido a ella sobre su cama.

—Todavía tenemos tiempo. —La besé con ganas, y se resistió un poco hasta que dejó caer todas las barreras.

Había sido un hipócrita, porque me escudé en mis mierdas emocionales, para no dar voz a lo que realmente estaba sucediendo entre nosotros, pero finalmente la cagué. Lo cierto es que no supe manejarlo; fue el fin de algo que nunca debió comenzar…

Con Am todo era blanco o negro, pasión o rabia; nos movíamos en un vaivén poco recomendable pero adictivo. Lo único que tenía claro era que no podía dejarla ir enfadada. No soportaba la idea de que cuatro palabras ensuciaran lo bueno de nuestros encuentros. ¿Por qué? Ni idea, solo reconocía que era así.

Todo finalizó un día que descubrí algo que ocultaba. Fui un idiota, me porté mal con ella, dije cosas que no pensaba y me dio una patada tan grande que aún resonaba como un eco en mi mente cada vez que lo recordaba. Supo ponerme en mi sitio como nunca nadie había hecho. Se acabó igual que había comenzado, de forma fugaz, pero no podía dejarla ir sin pedirle perdón. No era justo que se hubiese cruzado en mi camino y hubiese pagado el pato por toda mi basura, ella no lo merecía. Yo solo era un ranchero que no era digno de aquella chica dulce, y ella debía saberlo.

Tuve la oportunidad de estar a solas de nuevo con Am unos meses después de que lo nuestro se fuese a pique. Mi hermana decidió hacer una fiesta sorpresa para Nathan por su cumpleaños en febrero; en un principio yo no estaba invitado, algo lógico si teníamos en cuenta que me había dado de hostias con él poco antes, además de que había discutido con Leah por querer mantenerla alejada del rockero, pero finalmente, su alma bondadosa decidió darme una oportunidad, por lo que me invitó, y yo intenté expiar mi culpa por todo el daño causado a la enana, a mi mejor amigo y a Amanda.

Hacía tan poco tiempo de aquello que todavía se mantenía fresco y dolía, tanto, que solo lo dejaba escapar cuando estaba a solas, en silencio, cuando la culpa por haber roto podía arrancarme la poca dignidad que me quedaba.

Suspiré sentado en el balancín de mi porche. Estaba reventado después de todo el trabajo de quema del pasto del rancho. No podía regresar de nuevo a aquella noche. Sonreí al cielo estrellado y me relajé… Quería regresar a nuestra última noche…

2

Max

Recordé la calle silenciosa en Lawrence. Cómo llevaba un buen rato plantado ante la puerta del local de ensayos desde donde resonaban la música y las voces del interior. Me estremecí cuando el viento frío de febrero se me coló bajo la chaqueta y decidí dejarme de historias.

Una vez dentro, el bullicio era tan fuerte que me replanteé la idea de dar media vuelta y largarme. ¿Qué estaba haciendo allí? En cuanto la vi, mi cuerpo se calmó al instante, y supe cuál era la respuesta: Amanda. Habían transcurrido tres meses de mierda, y lo achacaba a mis problemas con Nathan en vez de ser sincero conmigo mismo.

Nathan me perdonó, mucho antes de aquello, quizás porque quería a mi hermana, quizás porque era mejor persona que yo; la cuestión era que pese a llevarse una sorpresa inicial al verme en su fiesta, arreglamos las cosas como hacen los tíos, con un abrazo fraternal y un par de gruñidos de aprobación.

En aquel cumpleaños que se había currado mi hermana no faltaba detalle. Estuve entretenido durante toda la noche con una cerveza en la mano, charlando con los otros miembros del grupo, Zaida y Adam, y manteniendo un ojo puesto en ella de forma disimulada.

Poco a poco, la fiesta perdió fuelle. Mi hermana desapareció con Nathan, y tuve que contenerme para no decirles algo antes de que saliesen. ¡Qué complicado era dejarla volar! Cuando quise darme cuenta, estábamos solos. Agradecí en voz baja esa maniobra del universo, porque era necesario que aquella noche hablase con ella.

Me acerqué con unos platos de plástico vacíos para tirarlos en la bolsa de basura industrial con la que se estaba peleando.

—Parece que todos han sido más listos que nosotros. —Vi cómo sonreía de forma tímida y rogué por que me mirase como antaño.

—Suele ocurrir; para estas cosas has de estar atento y largarte antes de quedarte el último.

—Yo lo he hecho a propósito.

—Yo no. —Se giró con un encogimiento de hombros—. No me apetece demasiado tu compañía.

Touché.

—Amanda, necesito aclarar contigo nuestra última conversación.

Entrecerró los ojos antes de hablar.

—Querrás decir «discusión». Fuiste un imbécil. De hecho, no sé cómo te dirijo la palabra todavía. En mi vida he consentido que nadie me trate así. No eres tan especial, Max.

Estaba muy enfadada; lo podía entender, pero no me apetecía volver a empezar y entrar en un bucle sin sentido como nos había ocurrido en más de una ocasión.

—Sé que no lo soy, por eso mismo quiero pedirte disculpas. Mereces un buen tío, alguien que esté a tu altura, y yo no soy esa persona.

—Tú eres un mentiroso, Max.

Si me hubiese dado un puñetazo no me habría dejado tan sorprendido como aquellas cinco palabras lo hicieron.

—¿Qué quieres decir?

—Que vas de una cosa y actúas de otra manera. No quieres tener ataduras, pero te comportas como un novio celoso. Por ejemplo, cuando intentaste averiguar qué hacía en el club.

—Yo no… —Inspiré, agotado—. Perdóname. Perdóname por todo, Am. He sido un cretino. No pienso lo que dije, ni merecías pagar toda mi mierda…

—¿Por qué ahora? —Tenía los ojos brillantes, estaba a punto de derramar unas lágrimas, y me dolió todavía más haber sido tan idiota, tan inseguro.

—Porque merecías una disculpa; necesitaba explicarte que tú no has tenido nada que ver en que lo nuestro se fuese a pique. Aunque solo se tratase de sexo.

Sonreí ligeramente para destensar un poco el ambiente y la vi debatirse unos instantes, seria, aferrada a la bolsa de basura, hasta que al fin relajó los hombros tensos y me miró de nuevo, ahora más tranquila.

—Está bien, basta de rencor; estoy agotada de batallar guerras que no me llevan a ninguna parte. Te perdono, Max.

—¿De qué guerras hablas? —Mi instinto protector se accionó en cuanto supuse que debía de referirse a algún problema y que no se trataba de nosotros.

—Max… —me advirtió con una sonrisa conciliadora—. No empieces.

—Está bien. —Alcé las manos en son de paz—. Creo que es deformación familiar.

—No soy de tu familia, no debes protegerme. —Se alejó para colocar la bolsa en un rincón y se limpió las manos en los vaqueros—. Creo que esto ya está, mejor me voy.

«¡No, no puede irse, no puedo dejarla marchar, así no!».

—Por favor, quédate.

—¿Para qué?

No sabía qué contestarle. ¿Para qué? Eso mismo debí haberme preguntado antes de pedirle nada; hacía unos instantes le decía que merecía a alguien mejor que yo y ahora pretendía retenerla a mi lado… ¿con qué excusa?

—Te acompaño a casa. —Me dirigí a la puerta, derrotado, esperando a que me siguiera.

—Por eso creo que eres un cobarde, Max. Jamás te abres, tu intención es la de pedirme perdón y, sin embargo, me quedo igual que siempre, sin saber qué pasa por tu cabeza, qué sientes… ¿Alguna vez he sido algo más que un polvo para ti?

Su voz rota, las duras palabras, todo el tiempo sin besarla, sin abrazarla… No debía hacerlo, no debía forzar la situación, pero con ella era imposible resistirme. Acorté la distancia que nos separaba de dos zancadas y la abracé con fuerza, como si me fuese la vida en ello. En cuanto su cuerpo menudo encajó con el mío, solté el aire que retenía y me empapé de su olor fresco y de esa calma que ella me regalaba con su sola presencia.

—Soy un tarugo, siempre lo he sido, y maldigo el día en el que tu camino se cruzó con el mío, porque nunca debería haber sucedido. Eres demasiado buena para mí, mereces el cielo y toda la suerte del mundo, no a este idiota que ni siquiera sabe expresarse. Eres… eres… —La miré a los ojos y me perdí: en ellos había una súplica que me arañó en el alma por haberle hecho tanto daño—. Eres única, dulce Am.

No recuerdo si fue ella, o quizás yo; tampoco recuerdo el tiempo en el que ambos nos miramos mientras dejábamos salir todo aquello que nunca nos habíamos dicho, pero sucedió: esa noche todo encajó. Sonaba a eco de despedida, a un adiós con perdón. Dejamos de luchar porque ya no tenía sentido. Allí, en aquel local de ensayos donde todavía resonaban las notas de nuestros temas, soñamos con algo que nunca sería, aferrados el uno al otro como una tabla de salvación.

Finalmente nos besamos.

En cuanto nuestros labios se unieron y noté el sabor dulce de su lengua rozando la mía, me dejé llevar; no había ningún otro lugar donde quisiese estar, no había ninguna otra persona en el mundo a la que necesitase como a ella esa noche.

—Am… —susurré sobre su boca en un breve instante de lucidez.

—No pares, Max, no pienses, llévame lejos… —Me acarició el cuello con sus dedos finos y me estremecí cuando me besó de nuevo.

Decidido a cumplir sus deseos, la cogí en volandas y le arranqué una carcajada al pillarla desprevenida. La llevé hasta el sofá, que había tenido tiempos mejores, y la deposité sobre mis caderas a horcajadas, mirándonos, bebiéndonos como si se nos escapasen los segundos, como si adivinásemos lo que sucedería poco después.

Le acaricié el pelo y memoricé cada rasgo de su rostro. Sus ojos me gritaban en silencio; en aquellos momentos no entendía qué ocurría, por qué estaba tan triste. Lo achaqué a mi comportamiento, a mis malas decisiones en el pasado. Estaba tan equivocado…

—Eres tan guapa… —Besé su cara con reverencia—. Me vuelves loco.

—Necesito… Yo te necesito, Max…

¿Cómo negarle algo que quería tanto como ella?

Le saqueé la boca con un hambre increíble. La había echado tanto de menos que soportar tenerla sobre mi polla a punto de reventar era casi un milagro. No sabía si iba a ser capaz de aguantar un asalto. Antes de que se arrepintiese le levanté la camiseta y le descubrí un pezón, que me estaba esperando enhiesto y más impaciente que mi entrepierna. Lo chupé; gemí cuando ella se contoneó.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

—Todavía no he comenzado, dulce Am. —Soplé sobre el otro pecho y ella soltó un jadeo—. Vamos a viajar lejos de aquí.

Le arranqué la camiseta y el sujetador tan rápido que su piel se erizó al contacto con el ambiente frío. Me quité el jersey y la tumbé boca arriba para cubrirla. Me miró con una sonrisa pícara y me mordí los labios.

—Eres jodidamente preciosa. —La besé.

—Siempre tan delicado y romántico, Max —dijo con los labios algo hinchados.

—Espera, que aún no has visto nada. Voy a ser tan dulce como el almíbar. —Dejó escapar un gemido cuando le quité los vaqueros, y, con las braguitas aún puestas, le cubrí el sexo con la boca—. Estás tan húmeda…

Le quité la prenda interior y a continuación terminé de desnudarme yo. La contemplé unos segundos antes de volver a la carga y lamer cada rincón de su cuerpo. Balbuceó algo, pero no presté atención a lo que decía porque estaba muy ocupado deleitándome con su sabor, que había echado tanto de menos. Llenamos la noche de gemidos y suspiros. Apenas me quedaba un hilo de contención; tuve que hacer acopio de toda mi voluntad para no penetrarla de una estocada cuando se corrió en mi boca.

—Me encanta verte así —susurré sobre sus labios con la respiración agitada mientras me colocaba sobre ella.

—No pares… —gimió, con los ojos nublados por el deseo—, por favor.

Estaba tan caliente que casi la penetré sin ponerme protección. Entonces se me encendió la bombilla.

—¡Mierda! —Me senté de golpe en el sofá a la vez que me tiraba del pelo—. No llevo condones. ¿Tú tienes?

—¡No! —Se incorporó—. ¿Vas a decirme que no has usado ninguno últimamente?

La miré, sorprendido.

—Pues claro que no. ¿Y tú? —Se le escapó una carcajada y yo la imité, soltando una risotada, porque estaba preciosa.

—Somos idiotas perdidos. No, yo tampoco. Anda, busca bien, porque es inviable que nos quedemos así. —Dio un salto y se puso sobre mis caderas—. I-m-p-o-s-i-b-l-e.

Reí con ganas y me agaché con ella para coger mis pantalones del suelo; saqué la cartera para rebuscar en su interior, seguro de que no iba a encontrar nada de nada. No había vuelto a acostarme con nadie desde la última vez con ella, por lo que no había necesitado ninguno. Ella se rio cuando abrí un apartado de donde saqué dos condones que estaban un poco hechos polvo; ni siquiera recordaba haberlos metido allí. En cuanto comprobé el envoltorio solté un bufido, frustrado, cuando vi la fecha de caducidad.

—Mierda, están caducados.

—A ver… —Los cogió y leyó la fecha—. Solamente de unos meses. Esto lo ponen por obligación; probablemente no pase nada.

—Am, si ponen las fechas es por algo.

—Sí, para que consumamos más productos.

—Total, ¿qué puede pasar? ¿Que te quedes embarazada?

—Déjate de rollos y ábrelo.

Abrí uno bajo su atenta mirada y me lo enfundé.

—Cierto, está en perfectas condiciones, y mi polla, a punto de reventar.

—¡Oh! Ahora sí que me ha llegado, me has tocado la patata —rio con los ojos muy abiertos.

—Ven, que te va a llegar algo mejor.

La alcé con delicadeza y la dejé caer lentamente sobre la punta roma. Siseé cuando la penetré por completo, y tuve que quedarme unos segundos quieto para no eyacular. Contemplé sus pechos perfectos cubiertos por una capa de sudor y los acaricié con reverencia.

—Pide un deseo, dulce Am —susurré sobre su boca entreabierta.

—Llévame lejos…

Y viajamos hasta el infinito.

Aquella noche nos regalamos algo más que sexo. Gastamos los dos preservativos, pero hicimos más cosas con otras partes de nuestros cuerpos hasta que despuntó el alba. Hablamos mucho, como no habíamos hecho hasta entonces, y nos despedimos en la puerta de la residencia de la universidad sin decirnos adiós, con un «hasta pronto».

Ahora ella no estaba.

Suspiré al recordarla y me recoloqué la enorme tienda de campaña que se me había formado bajo el pantalón de chándal. ¿Por qué me hacía aquello? ¿Por qué me torturaba de esa forma?

«Si no hubieses sido tan idiota, si hubieses prestado atención a lo que sentías…».

¿Qué estaría haciendo ella ahora? ¿Sería feliz?

3

Amanda

Al otro lado del Atlántico. En un cuarto de baño de Londres…

«Positivo. Positivo. Positivo».

Observé la cenefa de papel despegada del techo, que debió de ser bonita unos veinte años atrás. El olor a ambientador barato y el goteo del grifo no me dejaban concentrarme. Volví a comprobar las tres pruebas, las que me habían dado la peor noticia de mundo, la última que necesitaba en esos momentos, y cerré los ojos con fuerza, como si haciendo aquello pudiese borrar la verdad. Abrí los ojos de nuevo, y me saludó la imagen del moho de la cortina de la ducha, que dibujaba unas formas extrañas. Decidí que esa misma tarde iría al pakistaní de la esquina a comprar una nueva: si nos rozábamos con ella contraeríamos tres o cuatro enfermedades mortales, como mínimo.

Un carraspeo me trajo de vuelta a la realidad, y vi que Jess me observaba muy seria. Sabía lo que estaba pensando, pero ella no podía estar más equivocada. Eso tenía que ser una maldita equivocación.

No. No había margen de error. Tres pruebas, la cara de estupor de mi hermana, el sudor que me resbalaba por la espalda y las repentinas ganas de vomitar que me asaltaron lo corroboraban. Aquello era tan real como la suciedad que cubría la taza del váter.

—¿Cómo ha ocurrido, Amanda?

—Tengo una ligera idea, aunque entiendo que esa pregunta es fruto del impacto, ¿verdad? —le dije a mi hermana mayor con la cara del mismo color blanco que los azulejos de aquel baño asqueroso.

—Esto es lo último que necesitamos, ¡maldita sea!

—¿Qué voy a hacer, Jess?

—Qué vamos a hacer —puntualizó—. Necesito… necesito pensar… Yo…

Dio un portazo al salir que reverberó en mi cuerpo y me caló hasta el tuétano.

Recogí todas las pruebas de embarazo, una a una, siguiendo el ritmo del goteo, hasta que la bilis trepó por mi esófago, y corrí para no vomitar en el suelo de linóleo. Por lo menos ya sabía a qué eran debidas las náuseas que sufría desde hacía unas semanas. Sonreí entre arcadas y, cuando se me pasaron, me limpié, raspándome los labios con el papel higiénico. Si todavía tenía sentido del humor, no estaba todo perdido, ¿verdad? ¿Cómo había ocurrido? Siempre habíamos tenido cuidado…

«Los condones caducados».

Me di una palmada en la frente al recordar aquel pequeño detalle. Al enjuagarme la boca noté el sabor a cobre de las tuberías y cerré el grifo con fuerza. Observé cómo se me ponían blancos los nudillos al apretar la pieza de acero oxidado y maldije en voz baja.

La noche anterior la había pasado en vela por un incesante goteo sobre la cerámica del lavabo. Llovía sin cesar y mi humor empeoraba con el paso del tiempo. En ese país no veías el sol ni en postal. El día anterior nos habíamos cambiado a aquella habitación alquilada, donde había un cuarto de baño y un equipamiento de cocina que consistía en un hornillo viejo. Ese barrio era más económico, aunque también más deprimente.

Me había pasado todo el día temiendo que llegara el anochecer, porque entonces debería enfrentarme a la realidad; en cuanto Jessica volviese del trabajo hablaríamos sobre «mi asunto». Jessica se pasaba la jornada en la compañía de teatro, y acababa tarde, además de derrotada, tras la última función. Yo no podía ponerme a trabajar hasta que Tracy, nuestra hermana pequeña, empezara el colegio, pero el papeleo nos estaba dando más quebraderos de cabeza que el viaje de casi veinticuatro horas desde Kansas hasta Londres, con las dos escalas incluidas. Al mirar por la ventana descubrí un cielo oscuro y sin estrellas que cubría los edificios, empapados como un cartón abandonado en un charco. Solucionaríamos el problema cuanto antes. Cuanto más tiempo transcurriese, peor sería…

Me rocé, distraída, el vientre y aparté la mano como si me hubiese dado un calambre. Salí disparada hacia el cuarto de baño.

—Qué suerte… Al parecer, te estás habituando al nuevo hogar, mi dulce Sunshine —dijo Jess más tarde, una vez hubo llegado del trabajo, mientras yo seguía con la espalda inclinada sobre la taza.

Mi hermana mayor siempre se había caracterizado por rebautizar todo y a todos. A mí me había apodado «Sunshine», porque decía que aportaba luz a los días grises, como la canción de los Temptations, My girl. La pobre no sabía que yo intentaba aligerar su carga… Pero, en realidad, había algo que a mi hermana se le daba todavía mucho mejor: ser sarcástica.

Me giré cuando ya no me quedaba nada en el estómago y cogí una toallita húmeda para limpiarme. A esas alturas tenía la cara en carne viva por culpa de aquel papel higiénico barato. Me recorrió un escalofrío cuando vi el agua a los pies de Jess y un paraguas roto en su mano.

—¿Un mal día? —pregunté.

—Por lo menos espero que mereciese la pena, porque esto nos rompe los esquemas por completo —dijo, volviendo a «mi asunto».

—No seas tan borde —dije con rabia.

—¿Cuántas veces te he repetido que tuvieses cuidado? —preguntó enfadada.

—Tuve cuidado —afirmé, medio convencida, ahora que ya sabía el motivo de nuestro tremendo error.

—Am, si eso fuese cierto, no estaría creciendo un bebé en tu útero.

—¿Qué vamos a hacer, Jess? —susurré.

No fui capaz de retener el nudo que me había atenazado la garganta durante todo el día. Ahogué unos sollozos para evitar despertar a Tracy, y Jess me consoló:

—No te preocupes, Sunshine; tengo un plan. Un buen plan…

El embarazo fue complicado; tenía reflujos constantemente, ciática y unos altibajos de humor que me volvían una persona horrible. Mi cuerpo había sufrido unos cambios tan brutales que apenas reconocía a esa chica con ojeras violetas y cara de pena que me devolvía el reflejo del espejo del baño todas las mañanas. Las circunstancias personales no ayudaban en nada, ya que la culpabilidad era mi pan de cada día. Lo tenía para desayunar, comer, merendar y cenar, incluso me servía una pequeña ración de madrugada cuando despertaba empapada en sudor después de uno de aquellos sueños apocalípticos.

Cada día me acordaba de él, de esa última noche de febrero que habíamos pasado juntos, de la desesperación y el perdón. Pobre Max, ajeno a todo, a salvo de los miedos que me atenazaban… Me embargaba la tristeza; no podía negarlo, pero era así. Entonces me di cuenta de que debía hacer algo por mi hijo. El ginecólogo me comentó que aquello afectaba al bebé, y eso me hizo salir de aquel trance: no podía seguir haciéndole eso…

Baños de luz; así fue como comencé a mejorar, con unos paseos matutinos en los que la luz de sol me servía de terapia. El siguiente avance consistió en cuidar la alimentación. Jess se convirtió una experta en comida mediterránea, la mejor que había probado nunca. Qué bien se comía en ese país…

El sueño… Bueno, eso no fue tan fácil de solucionar. Entonces conocí a Tono, mi profesor de yoga. Era la pareja de Marta, mi terapeuta; lo vi a la salida de una consulta y ella me lo presentó, y él me invitó a probar una de sus clases de yoga para embarazadas. Pasado un tiempo descubrí que había sido una encerrona. Menos mal que Marta sabía bien lo que hacía. Fui ganando calidad de sueño, y las pesadillas empezaron a desaparecer. Además, seguía empeñada en continuar con los estudios; eran un clavo ardiendo al que me agarraba a pesar de que me abrasaba, pero era mi única opción: ser alguien para él, tener algo que ofrecerle. A mi pobre niño.

Los nueve meses pasaron en un suspiro. El miedo que experimenté mientras me llevaban al quirófano cuando me puse de parto se podía comparar a esos momentos de la infancia en los que necesitas a tus padres contigo porque temes por tu vida. La única pega era que yo no los tenía conmigo. En la sala de espera se habían quedado Jess y Tracy, mi única familia, y yo me sentía más sola que nunca, a punto de tener un niño, y su padre ni siquiera lo sabía.

Todos los temores quedaron disipados en cuanto me pusieron a un precioso bebé en los brazos, y me inundó un amor increíble al ver su carita redonda.

—Bienvenido al mundo, pequeño. Tu madre te quiere con locura, Dan.

4

Max

Sun City. Un año antes…

Si había algo que me gustaba de los fines de semana eran las visitas de mis hermanos. Leah había venido esa misma tarde con Nathan; los ratos muertos con el rockero, su novio y mi mejor amigo eran los mejores. Estaba deseando sentarme con mi colega y que me pusiese al día. La soledad siempre había sido mi mejor aliada, pero desde que la había conocido a ella, ya no me apetecían tanto esas horas de silencio que antes me calmaban.

Una noche, mientras me balanceaba plácidamente en la vieja mecedora, contemplé a Nathan, que intentaba afinar mi guitarra.

—No puedes dejar esta joya por ahí tirada, colega. Casi me da un infarto cuando la he visto.

—¿Crees que tengo tiempo para chorradas? —pregunté con retintín para sacarlo de quicio.

—¿Criis qui tingui tiimpi piri chirridis…? ¡Bah! Eres un verdadero coñazo, tío. ¿Qué ha pasado con el Max que conocía? Y no te hablo del cazurro con el que me di de hostias.

Me dio con el pie, y yo le devolví el golpe.

—No lo sé —contesté después de darle vueltas. Era cierto, no tenía ni idea, pero no era ni una sombra de aquel idiota que creía en los sueños, en vivir de la música, en alejarse de allí…

—Max, tienes que dejar de hacerte esto… —Suspiró—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que no sales? Ya sabes…

—No recuerdo. —Me encogí de hombros.

—Sobre «lo otro» ya ni te pregunto.

—¿Desde cuándo te has vuelto un cotilla? Entre tú y Leah me tenéis frito.

—Nos preocupamos por ti; es lo que sueles hacer por los que te importan, ¿comprendes? —contestó, sin dejar de afinar mi guitarra.

—Estoy bien.

—¿Sigues pensando en ella?

Negué con la cabeza. Mentía, pero no me apetecía abrirme en canal, ya lo había hecho en el pasado. De todas formas, daba igual lo que pensase: ella estaba en otro continente, tenía otra vida, a casi un mundo de separación.

—Leah dice que ha estado en París con sus hermanas. Le envió unas fotos desde la Torre Eiffel —continuó—. Y, por lo visto, está a punto de terminar un grado a distancia.

—Mi hermana y tú sois unos metomentodos que hacéis que mi madre parezca una aficionada —atajé—. ¿Crees que no me lo ha contado? Incluso me ha enseñado la foto.

Hacía mucho tiempo que no la veía, y me encantó contemplar esa pequeña ventana a su vida. Era una fotografía en blanco y negro, donde posaba con el monumento a su espalda por la noche. Me quedé sin saber qué decir a mi hermana, porque aquella chica no parecía la misma que había conocido tiempo atrás, la misma con la que había compartido algo que ni siquiera se podía tildar de relación.

Solté el aire con fuerza y me estiré para desentumecer los músculos doloridos por el duro trabajo.

—Anda, vamos a cenar a Buster’s. Llama a la enana y dile que pasamos a recogerla en cinco minutos.

—Pero tu madre, la cena… —balbuceó.

—Tranquilo, mi madre no te dará con el rodillo si no te comes lo que ha preparado.

Buster’s era algo así como el descanso del guerrero. Allí nos reuníamos algunos de los parroquianos para comentar cosas de rancheros. No iba muy a menudo, solo cuando la desesperación me atrapaba. Solía llevarme bien con la soledad, aunque a veces me recordase que tenía que relacionarme con otros seres vivos no vinculados con el rancho para seguir siendo una persona.

Normalmente podía ver a Belinda, mi amiga de la infancia, y a las chicas en la mesa que había al lado de la máquina de música, con sus jarras de cerveza helada, muertas de risa por algún chisme sin fundamento. Aquel era un pueblo pequeño, con pocos habitantes, pero no por ello escaseaban las movidas como para rodar series de sobremesa durante años.

Leah sonrió cuando entramos en el local y nos recibió el olor a comida, además del ruido ensordecedor. Se notaba que hacía mucho tiempo que no venía. Nathan la miraba embobado, por lo que tuve que darle una colleja para que continuase avanzando. Saludé a Oneida, la veterinaria, que volvía de hablar con un vecino, antes de sentarnos en la única mesa libre.

—Belinda está guapísima —comentó mi hermana antes de que pudiese quitarme la chaqueta.

—Sí, y le siguen gustando las mujeres, Leah. —Le guiñé un ojo.

—Es que todavía estoy asombrada, antes salías con muchas chicas —insistió al ver que cogía la carta.

—¿Por qué no vas directa al grano? —pregunté, arrancándole una carcajada a Nathan.

—Uno a cero, gana Max —apuntó el rockero.

—Mamá dice que trabajas sin cesar, que no sales, que no te diviertes. —Soltó el aire con resignación—. Está preocupada, y yo también.

—Tengo muchas responsabilidades. He dado un giro al rancho, y eso, querida hermanita, no se hace de un día para otro.

—Lo sé. Estoy muy orgullosa de lo que has conseguido. Jamás hubiera pensado que tu apuesta funcionase.

—Gracias por la sinceridad. —Sonreí al ver la cara roja de Nathan, que se estaba aguantando la risa ante la incomodidad de mi hermana. A la pobre se le daba fatal disimular.

—Tienes que reconocer que era arriesgado. Cuando me pediste mi opinión, lo rechacé de pleno. Hice cálculos, mediciones…

—Te equivocaste. No pasa nada, enana. Que seas un genio no implica que debas saberlo todo.

—No seas pretencioso, Max. —Sacudió las manos—. Vender todo el vacuno a precio regalado para comenzar de cero con otro tipo de producción parecía un suicido.

—Lo que hubiera sido un suicidio para el negocio familiar habría sido continuar como estábamos. Ahora hemos ganado prestigio. Reses para fecundación, toros inmejorables para la reproducción… Los pastos…

—¿Y tu vida? —atajó la enana.

—No he dejado de respirar, ¿no? —Llamé a la camarera, porque aquella conversación comenzaba a tocarme las narices.

—Bueno, no sé si sería lo mejor, porque limitarte a dejarte la piel allí y ya…

Observé cómo se cruzaba de brazos con satisfacción. Tenía razón, pero debía aclarar algo antes de que empezara a soltar cosas de cuentos de hadas y arco iris.

—Me dejo la piel porque tienes unos padres y unos abuelos que necesitan una vejez digna. También porque nadie más lo va a hacer. Además, porque es lo único que sé hacer… ¿Sigo?

—Max…

—Leah, ya es suficiente. Quiero pasar una noche tranquila con vosotros, sin malos rollos ni discusiones.

Por suerte, las labores de investigación de mi hermana pequeña se quedaron en un intento fallido. Antes de acabar de cenar, Belinda se sentó en nuestra mesa y nos puso al día de algunos de los mejores chismes del momento. Nathan estaba alucinado, y no era para menos: mi amiga se enteraba de muchas cosas porque regentaba una tienda en el pueblo. Por otro lado, hacernos reír con sus tonterías tampoco se le daba mal.

Hacía tiempo que no pasaba por su negocio. Quizás mi hermana tenía razón en que iba siendo hora de volver a la carga. Necesitaba airearme un poco y, por qué no, echar un buen polvo. ¡Dios! Cada vez que pensaba en el sexo, me venía a la mente una imagen de Amanda. ¿Cómo iba a superarlo?

«Es hora de pasar página».

—Belinda, ¿qué sabes de la nueva profesora? He oído que está soltera —pregunté a mi amiga, a la que se le ensanchó la sonrisa al instante.

—Soltera y cañón, querido Max… Deja que te cuente algunas cosas…