Portada: Las amantes boreales. Irene Gracia
Portadilla: Las amantes boreales. Irene Gracia

 

Edición en formato digital: octubre de 2018

 

En cubierta: imagen de Lordprice Collection / Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Irene Gracia, 2018

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17624-08-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

I Lobas del Ladoga

 

II El silbido de la soledad

 

III Octubre

 

IV La educación sentimental

 

A Endika Zulueta

I

Lobas del Ladoga

1

Memorias de Roxana

En las noches blancas no puedes huir aunque lo desees. En esas noches sin noche solo los infelices miran los relojes para convencerse de que pasa el tiempo, ignorando que el tiempo se detiene, que solo transcurre en su mente y en el vientre del reloj, mientras el cielo permanece fiel a su contrato con la eternidad, emitiendo siempre la misma luz irreal que puede volverte loca.

Fedora y yo éramos la loba roja y la loba negra, y ya nos habían condenado a vivir una vida al margen de la vida y a sufrir en noches ajenas a la noche. Nuestro viaje a la otredad estaba a punto de comenzar y nuestra suerte estaba echada desde que nos expulsaron de la Escuela Imperial de Ballet. Y ahora íbamos a abandonar San Petersburgo como dos delincuentes.

Mi padre se pasó su afilada mano derecha bajo la cabeza haciendo el ademán de segarse el cuello, indicando que mi partida y la de mi amiga eran la única salida a nuestros delitos y que en San Petersburgo nos aguardaba algo peor que la guillotina. ¿Lo decía por la guerra? No parecía que a ellos la guerra les importase demasiado. Muy al contrario, la veían como una solución a las revueltas que habían convertido la ciudad en un auténtico polvorín. En realidad, lo único que querían mis progenitores y los de Fedora era librarse de nuestra presencia, así que organizaron nuestra marcha con precipitada perfección, como de costumbre.

Estábamos en el verano de 1916, y Rusia ya llevaba dos años beligerando contra Alemania. El mundo se había vuelto más hostil, pero la aristocracia y la burguesía se sentían más confiadas que en los días que antecedieron a la guerra. Recuerdo aquel verano de 1914, cuando todo en Rusia parecía ir mejor que nunca. Los entendidos decían que la economía crecía a un ritmo inaudito. Las calles estaban tranquilas, se llenaban los teatros y los tugurios donde organizaban peleas de gallos, y la familia imperial se complacía en hacer loas a las grandezas de Rusia, a su cristiana humanidad, a sus rebaños de cabras y ovejas, y a sus muchedumbres de caballos y bisontes. Según la familia del zar, aconsejada por Rasputín, Rusia era el país de la abundancia. Sin embargo, esa mansedumbre urbana y campestre era solo la máscara de un profundo malestar vinculado al sistema de castas ruso. Los campesinos ansiaban ser propietarios de las tierras que llevaban trabajando durante siglos, y los obreros clamaban por una vida más digna.

Y de pronto, el 7 de julio de 1914, cuando veraneábamos con nuestras familias en un palacete junto al Báltico, estalló en San Petersburgo una huelga que solo los obreros se esperaban y que solo ellos deseaban. Tres días después eran ya 135.000 los obreros sublevados, y enseguida las protestas se extendieron a Bakú y a otras ciudades del Imperio. Los huelguistas asaltaban los tranvías, quemaban los automóviles de los ricos, nadie temía a la policía, y reinaba en la ciudad un ambiente de violenta alegría y fiera irresponsabilidad. La huelga solo cesó cuando comenzó la guerra, en agosto de aquel mismo año; de ahí que, como ya he dicho, la entrada de Rusia en el conflicto representara para los plutócratas de San Petersburgo un respiro y, por más paradójico que resulte, la vuelta a la tranquilidad. Bien es cierto que el alivio duró poco, pues a las incomodidades propias de la guerra se unieron los muy tempranos reveses del Ejército del zar, que fue derrotado severamente en Prusia Oriental, en una batalla en la que perecieron cien mil rusos. Las cosas no habían mejorado desde entonces, y eran muchos los que se encontraban tan descontentos que deseaban el desastre total para poder organizar la Revolución.

Y ahora, en pleno verano de 1916, Fedora y yo dejábamos la ciudad de nuestros amores, sus conflictos, sus obsesiones y sus decepciones, embarcándonos hacia un mundo del que apenas sabíamos nada. Éramos dos pobres niñas ricas intentando afrontar un futuro lleno de incertidumbre mientras observábamos el barco amarrado al muelle. Dos marineros subieron a la nave nuestros baúles ante la mirada atenta del capitán, y nuestros padres se dispusieron a darnos los últimos besos, que tanto mi amiga como yo acogimos con el desdén característico de los que se saben engañados.

He hablado de San Petersburgo, si bien tendría que decir Petrogrado, pues desde el inicio de la contienda el Gobierno había decretado que, al ser San Petersburgo un nombre alemán, como los alemanes eran nuestros enemigos, la ciudad no podía seguir llevando un nombre germano. Pero ni a Fedora ni a mí nos gustaba llamar a nuestra ciudad Petrogrado, y en nuestras conversaciones seguíamos llamándola como antes de la guerra.

Y fue así que dejamos San Petersburgo en el largo anochecer que se fundía con el largo amanecer, y pronto perdimos la noción del tiempo y el espacio. Fedora y yo cerramos con llave nuestro camarote, y miramos por el ojo de buey el mundo que perdíamos. Fuimos dejando atrás las columnas rostradas de los embarcaderos, las quimeras y los atlantes, las cúpulas doradas de las iglesias, los campanarios, los puentes que suben y bajan, que se duermen y se despiertan, y las agujas afiladas que coronan los palacios emborronados por la bruma. Apenas dormimos, y, cuando me acerqué a la ventana para contemplar el sol de media noche, advertí que ya no surcábamos las familiares aguas del Neva y que nos íbamos adentrando en un lago que solo podía ser el Ladoga, cuya panza parecía más oscura y profunda bajo la luz rojiza.

Pensé que nuestros padres habían sido unos infames al consentir dejarnos con aquellos tres hombres rudos y malolientes. Si por alguna razón decidían forzarnos para más tarde arrojarnos al lago, nadie encontraría nuestros restos. Habíamos sacrificado nuestra infancia para convertirnos en virtuosas bailarinas, y nuestros cuerpos moldeados con sangre, ambición y dolor podían acabar estrellados entre los acantilados, devorados por los peces, las aves y las focas que pueblan el Ladoga.

No compartí mis pensamientos con Fedora; no hizo falta. El silencio de mi amiga me decía que sentía lo mismo que yo. Podía ver en sus ojos transparentes mis fantasías hijas del miedo: nuestros cuerpos se iban hundiendo en el agua mientras los cabellos se nos entrelazaban como nubarrones de algas negras y rojas.

Miré el esbelto cuello de Fedora, y temblé por su suerte y por la mía. Un instante después el capitán golpeó la puerta del camarote y anunció que estábamos llegando a nuestro destino.

Cuando salimos a cubierta, una niebla blanca lo envolvía todo.

—Las gentes del lugar llaman a esta niebla el manto de la Virgen —dijo el marinero más joven.

Y, con ello, rompió el embrujo del silencio, mirándonos con sus ojos azules, como si fuésemos una aparición. Era un hombre muy guapo, que comunicaba tranquilidad, si bien no tanta como la quietud que transmitía el lago, sin olas y sin espuma, como una vasta superficie de azogue por la que se deslizaba el barco casi sin que se notase. El velo blanco se fue disolviendo suavemente y vimos desplegarse ante nuestros ojos el archipiélago de Valaam, las cúpulas doradas del monasterio y las cruces de las iglesias, hasta que el barco se detuvo en un humilde embarcadero entre islotes frondosos y llenos de pájaros.

En el muelle nos aguardaba una calesa blanca y gris junto a un tal Dimitri, el cochero vestido de negro. Parecía el portero del inframundo y al verlo presentimos que tras todo infierno suele hurtarse a nuestros ojos otro infierno aún peor.

Los dos marineros cargaron nuestros baúles en el portaequipajes del coche y nos desearon una feliz estancia en la isla mientras el capitán nos miraba con ironía y piedad. No mucho después Dimitri estrelló su tralla contra el lomo de los caballos y el carruaje se puso en marcha.

Muy pronto empezamos a avanzar por un sendero entre dos húmedas dimensiones vegetales cuyo fondo no acertábamos a ver y que parecían pobladas por animales que se ocultaban a nuestra vista, aunque percibíamos su laborioso y crispante ajetreo.

Desde que salimos de San Petersburgo, teníamos la impresión de que nos dirigíamos a un mundo lejos de nuestra ciudad pero también lejos de la realidad y de las leyes que la hacen soportable, aunque también podría decir lo contrario: lejos de la realidad y de las leyes que la hacen tan parecida a la muerte.

Fedora y yo teníamos la misma edad. Yo celebré mi decimosexto aniversario en marzo, y Feodora cumpliría dieciséis años en octubre. Ambas íbamos vestidas íntegramente de blanco, desde los zapatos a los guantes, desde el vestido al sombrero. También la mañana presentaba un aspecto albino, con la niebla deslizándose desde el lago, dispuesta a acoger en su seno todas las fantasías imaginables.

Ya nos hallábamos a cierta distancia del muelle cuando Fedora se soltó su apretada trenza roja y suspiró como si se notase liberada, gozando de su propia hermosura. No obstante, su alegría se enturbió rápido al sentirse invadida por la inquietud y por no saber lo que nos esperaba en Valaam, según me susurró al oído. Fedora sacó de su bolso el espejo y se fijó en el lunar que tenía sobre la comisura del labio y que había heredado de su madre. El lunar destacaba más que antes en su pálida piel y me comentó que era el único rasgo vinculado a la belleza que le había legado su progenitora. A simple vista, Fedora era más atractiva que yo. Su talle estilizado y sus ojos añiles y penetrantes la convertían en una muchacha muy deseable. Mi misma mirada lo constataba, pensé mientras me quitaba los guantes. Yo era más delgada y alta que ella. Yo era una falsa morena de tez pálida, pero mis ojos cenicientos y mis cabellos oscuros sugerían a cuantos nos observaban que era menos de fiar que mi amiga y que mis miembros mostraban una fragilidad engañosa, pues todos sospechaban que mi alma era reconcentrada y poderosa, y mi deseo más poderoso todavía. Confieso que muy rara vez fui consciente de mi belleza, y los demás también lo advertían al analizar mi mirada oblicua, en la que, sin yo quererlo, se insinuaba mi temor a ser contemplada.

Dimitri, que tenía por misión conducirnos hasta el internado del duque de Novo, semejaba un hombre parco y severo, de mirada espesa y a ratos ausente. Apenas nos dirigía la palabra, y parecía sumido en sus pensamientos mientras azotaba los caballos para que no aminorasen la velocidad en las curvas más cerradas.

Cuanto más nos adentrábamos en la isla más lejos nos sentíamos de San Petersburgo (no pienso llamarla Petrogrado, y me da igual lo que digan los demás), de su incesante agitación sin sentido. Ahora la veíamos como una dimensión del tiempo más que del espacio —como una dimensión del pasado—. Nos parecía que el Teatro Mariinski estaba tan lejos como nuestra infancia, con sus espejos, sus telones brocados, sus ilusiones entre bastidores, sus aplausos... Habían quedado anclados en otra existencia ajena a la nueva vida que acabábamos de comenzar.

Los declives que cercaban los dos flancos del camino eran grandes conglomeraciones de granito y de árboles, que imponían su aplastante naturaleza, como deidades que lo controlaban todo, y que nos observaban como a intrusas que estuviesen profanando su reino.

Una hora antes de que el breve crepúsculo empezase a enrojecerlo todo con su fuego desfalleciente, Dimitri detuvo el carruaje junto a un puente. Tenía que ajustar mejor las cinchas de los caballos y nos dejó salir del coche a contemplar mejor el espacio que nos rodeaba.

Fedora y yo nos sentamos sobre dos piedras bajo la copa de un pino que parecía tener más de trescientos años y nos dejamos envolver por el rumor del arroyo que discurría junto al camino y el ensordecedor canto de los pájaros. Teníamos la impresión de hallarnos en una jungla primigenia y rebosante de una vida tan secreta como hostil.

Mientras hacía su trabajo, Dimitri le lanzaba a mi amiga miradas de reojo que refulgían de lascivia. En un momento Fedora se movió, mostrando sin querer parte de sus muslos y de su ropa interior, y los ojos del cochero brillaron como navajas que reflejasen los últimos lances del sol. Fedora no captó el momento más intenso de la mirada de Dimitri, pero sí que acertó a vislumbrar la huella que la emoción había dejado en su rostro, y para ella fue como si, de pronto, emanase vapor de sus ojos desviados.

Un instante después continuamos el viaje. Cruzamos el puente de madera, y lo que hasta entonces había sido un camino llano entre peñascos pasó a convertirse en una cuesta llena de curvas, entre torrenteras y arboledas oscuras y silenciosas. Con su voz seca y cortante como los trallazos que propinaba a los caballos, el cochero gritó:

—Comienza la subida, delicadas damiselas, y, cuanto más nos elevemos, más oscura parecerá la tierra, ja, ja... No avanzamos hacia el reino de la luz, princesas...

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Fedora con temor.

—¡Quiero decir lo que he dicho, señorita!

Y volvió a golpear a los caballos, que con resignación y rabia aceleraban el paso por un camino cada vez más hosco y sinuoso.

De repente un soberbio reno pasó corriendo delante de los caballos, que, al asustarse, empezaron a brincar y a relinchar. Fedora y yo cerramos los ojos a la vez. Durante unos instantes creímos que íbamos a atropellar al reno o, lo que es peor, a sufrir un accidente en nuestras propias carnes. Cuando Dimitri consiguió dominar los caballos, reanudamos el viaje.

Los bosques parecían ahora robledales negros, y de sus densas profundidades solo llegaba un silencio frío y espeso. La naturaleza mostraba allí todo su misterio, convirtiéndose en una sustancia impenetrable o que no apetecía penetrar. Algunas aves nocturnas rompían la mudez vegetal como almas que clamaran en medio de un vasto purgatorio. Los torrentes, más que oírse, se sentían como animales escurridizos y violentos que iban jalonando el camino. Las gotas que desprendían llegaban hasta nosotras y a ratos nos salpicaban en la cara como bruscas caricias propiciadas por las manos mojadas de la noche.

—¿Queda mucho trecho hasta al internado? —le pregunté al cochero cada vez más atemorizada.

—No tardaremos en llegar —contestó Dimitri.

El cielo era de un azul tan sublime que dolía. Fedora y yo nos pegamos la una a la otra, conformando un ovillo de angustia y de estupor. Nunca nos habíamos enfrentado a dimensiones tan envolventes y enrarecidas. Los árboles parecían cada vez más grandes, y el cielo nos dejó ver, tras sus delicados velos, miríadas y miríadas de estrellas mínimas.

—¡Qué lejanos parecen los astros! —exclamó Fedora—. ¡Qué lejano parece todo!

Yo reventé en sollozos. Fedora me estrechó con fuerza y me susurró al oído:

—Que no empiece el dolor antes de tiempo, querida mía. Nuestros padres nos han repetido mil veces que Palastnovo nos va a parecer el paraíso y que saldremos de allí convertidas en mujeres hechas y derechas.

—No pretendas consolarme con palabras huecas y contradictorias. Cuando la gente habla de lo hecho y lo derecho se está refiriendo a la disciplina, y no creo yo que la disciplina tenga mucho con ver con el paraíso. ¿Y si nos aguardase el infierno?

—Tú y yo estamos acostumbradas a la disciplina desde nuestros años en la Escuela Imperial.

—No me refiero a la disciplina artística, sino a la disciplina moral, que mata mucho más.

—No digas locuras, Roxana —murmuró Fedora, que mientras me abrazaba miraba fijamente hacia un ángulo del bosque.

—¿Qué miras? —le pregunté.

—Nada —contestó ella en el tono de quien está ocultando algo.

El coche continuaba ascendiendo entre bosques, humedales y barrancas cuando el sentido de los sonidos empezó a cambiar de dirección. Antes nos aturdían los chasquidos que procedían de las arboledas, pero ahora lo que de verdad nos impresionaba era la sensación de profundidad. En medio de una oscuridad solo mitigada por los oscilantes faroles del carruaje, escuchábamos las cascadas que se precipitaban por las peñas hasta perderse en honduras de remotísimo silencio; escuchábamos las piedras que saltaban al paso del carruaje y caían al lago como caen las almas de los condenados en el pozo de la desolación y el no retorno. Fedora imaginaba esas piedras perdiéndose en oquedades a las que nunca llegaba la luz, y aquella imagen le parecía la más horrible de cuantas habían poblado su cabeza aquel día de adioses y estupores, según me dijo.

Acabábamos de dejar atrás una curva muy cerrada cuando vimos, en medio de una pradera de la que surgían blancas piedras semejantes a huevos, a un hombre de baja estatura pero poderoso, que tenía cierto aspecto de gorila, con sus brazos caídos y musculosos y su aire de retrasado mental. Al ver el carruaje se alejó hacia una casa de madera con su chimenea humeante.

—Y ese ¿quién es? —le preguntó Fedora al cochero.

—Un pobre cretino hijo de una señora del lugar. Se llama Bundy, y puede ser peligroso cuando pierde los nervios.

Acto seguido torcimos hacia la izquierda, atravesamos una larga avenida de manzanos, y nos vimos ante otra explanada de césped bien cuidado al fondo de la cual se erguía una casa que a esa hora de la noche resultaba tan tétrica como ostentosa. Se trataba de algo semejante a un château normando, parcialmente cubierto de yedra. Desde aquella atalaya, las estrellas parecían más brillantes y se notaba un perfume muy intenso de naturaleza vegetal, como si llegasen hasta nosotras las fragancias de las flores acuáticas. Ni Fedora ni yo percibíamos aquel olor como agradable, en parte porque no estábamos habituadas a él, y en parte porque sentíamos que había algo venenoso en aquella pureza lacustre, de aire frío y hostil, en cuya transparencia los aromas desvelaban todo su poder narcótico, todo su espesor recóndito y extraño, que casi nos mareaba.

Aunque varias ventanas del edificio permanecían iluminadas, su luz, más que acoger, parecía desprender un fulgor maligno, si bien preferimos pensar que la malignidad que atribuíamos al lugar podía deberse a las emociones del viaje y a lo alterados que estaban en aquel momento nuestros sentidos, lo que nos conducía a estados propicios para la alucinación y la turbación mental. Dimitri detuvo el carruaje frente al portalón de la casa y anunció con voz cavernosa y monocorde:

—Mis queridas señoritas, acabamos de llegar a Palastnovo.

2

Diario de Fedora
5-7-1916

El origen del hombre-sombra se pierde en la noche sin aurora que antecedió al tiempo.

Solo las mujeres conocen al hombre-sombra, porque solo ellas han padecido su tétrica y fascinante presencia.

Solo ellas han sufrido su acoso, eterno como el silencio de Dios.

Y solo ellas lo han visto pululando por los bosques primigenios, cuando nos dedicábamos a cazar bisontes y los pintábamos en las cuevas. Y mucho más tarde, cuando inventamos las ciudades y las llenamos de laberínticas calles, solo ellas veían perderse en las esquinas inconcretas al hombre-sombra.

El hombre cuya cara es la cara de la noche.

El hombre cuyos ojos son los ojos de la noche.

El hombre cuyas manos son las manos de la noche.

El hombre cuya voz, ronca como un susurro lleno de odio y deseo, es el susurro de la noche.

En las estaciones de ferrocarril, cuando el reloj acelera su corazón mecánico hacia las horas más compulsivas de la madrugada, podemos ver al hombre-sombra, sonriéndonos tibiamente con su cara de sombra y sus labios de sombra y su boca de sombra.

En los trenes nocturnos, cuando nos dirigimos a nuestro vagón, no es difícil encontrarse con el hombre-sombra, que nos sigue con sus pasos metálicos y precisos, y que pretende entrar con nosotras en la cabina. Algunas se dejan fascinar por su mirada sombría y sus palabras sombrías, y le dejan entrar como quien entra en compañía de Satanás en las moradas negras de un país del que nadie regresa jamás.

Pero el hombre-sombra también puede surgir de las penumbras de un restaurante a punto de cerrar, o del pasillo que conduce a los palcos del teatro de la ópera, o del mismo portal de tu casa, oliendo a alcohol y a madrugada, para susurrarte al oído las palabras más obscenas que pudieras imaginar.

Dicen que a partir del momento en que la noche cae y las calles se llenan de penumbras mitigadas por la luz de las farolas, el hombre-sombra inicia su danza, buscando los ángulos más sombríos para quedarse allí agazapado hasta que ve la oportunidad, su oportunidad.

Algunos lo identifican con la muerte, otros con los poderes más negativos de la vida, otros con el miedo y otros finalmente con el deseo cuando invierte su mecanismo y se convierte en camino de destrucción y de olvido.

Ha vivido siempre entre nosotras, y puede introducirse en nuestros sueños y desde ellos desgarrar el tejido fundamental de nuestras almas.

Los ángeles nos libren de cruzarnos con él en una calle maldita de una ciudad que no conocemos o que conocemos muy bien. Los ángeles nos libren de que aparezca en el tren en el que viajamos y pretenda ayudarnos a abrir la puerta de nuestra cabina o del excusado.

Los ángeles nos libren de sentir su presencia en una arboleda a la que apenas llega la luz, o en una playa desierta, o en el corazón del bosque.

Nadie entra impunemente en su círculo negro. Su beso es el beso del silencio, y tras él se cierran las puertas de la noche.

3

El cochero apresó con sus huesudas manos la aldaba en forma de cabeza de león y la hizo chocar tres veces contra el círculo de bronce que destacaba en mitad de la puerta. Los golpes resonaron como pesados martillazos sobre el corazón metálico de la noche y los búhos enmudecieron, dejando paso a un silencio absoluto, en el que destacaban los pasos rítmicos y marciales de alguien que se iba acercando a la entrada desde las profundidades de la casa.

La puerta se abrió emitiendo chirridos graves y vimos la cara de una mujer de aspecto agrio y severo. Sus ojos refulgían como brasas a un tiempo tan vivas como dolientes, y se hallaba como impreso en su boca un rictus de amargura que no desaparecía ni con la más amplia de las sonrisas. La cara que veíamos era como el capitel de una columna negra y rígida, pues la señora Novgorov, directora de la institución, poseía un cuerpo largo y sin caderas, cubierto con un vestido negro y con un único adorno: una cruz de oro y plata que pendía de su cuello como un ahorcado oscilando entre sus dos pechos caídos. La mujer nos indicó que pasáramos y cerró la puerta. Nuestra primera impresión fue de frío interior, la segunda de desolación, la tercera de encierro, y la cuarta de arrepentimiento por habernos dejado conducir hasta aquella escuela cuya misión era educar debidamente a las chicas que iban a moverse en la alta sociedad. Todas esas impresiones brotaron en cascada de nuestras mentes ateridas mientras la señora Novgorov nos decía:

—Queridas mías, vuestros padres tuvieron a bien avisarme de algunas peculiaridades de vuestra personalidad.

—Usted parece conocer nuestras vidas mejor que nosotras —contestó Fedora con insolencia.

La señora la miró airadamente pero, en lugar de replicar a mi amiga con alguna sentencia amenazante, desvió la mirada y murmuró:

—¿Habéis cenado?

—Sí —respondimos de inmediato, temerosas de afrontar una cena ante aquella máscara funeraria que nos encogía el estómago y la cabeza.

—En ese caso os conduciré hasta vuestro dormitorio. Mañana hablaremos con precisión y detenimiento de las normas que rigen esta casa. Seguidme.

La seguimos con nuestros bolsos de cuero en los que llevábamos el neceser y el camisón. Nuestros baúles los transportaría el cochero a una estancia junto a la cocina, donde los revisarían las autoridades del colegio como equipajes que han de cruzar la aduana de un país extranjero.

Subimos por una gran escalera que se iba estrechando según ascendía, y luego torcimos hacia un largo pasillo débilmente iluminado, hasta que llegamos a una sala amplia como la de un hospital, en la que se iban sucediendo dieciocho camas. Fedora y yo quedamos sumidas en el estupor cuando advertimos que no había nadie en la sala y que éramos las únicas que íbamos a pasar allí la noche.

—¿Y las demás? —pregunté.

—Vendrán en septiembre.

—¿Y cuál es la razón de que nosotras hayamos llegado dos meses antes? —inquirió Fedora.

—La razón reside en la voluntad de vuestros padres, que están muy ocupados y que han tenido a bien enviaros a la escuela antes de tiempo.

Tanto Fedora como yo nos hundimos en la rabia y en la tristeza. No era cierto que nuestros padres estuviesen muy ocupados, y por descontado que nuestras madres no lo estaban, pues llevaban una vida bastante ociosa. Las razones profundas de aquella decisión no estaban a la vista, pero nosotras podíamos adivinarlas. Se decía que nuestras madres tenían amantes clandestinos, y los amores furtivos no quieren vigilantes, ni en casa ni en ninguna otra parte.

A Fedora y a mí nos habían criado nodrizas y niñeras, y vivimos bajo la tutela de nuestros progenitores hasta que cumplimos nueve años e ingresamos en la Escuela Imperial de Ballet. A partir de entonces solo los veíamos en algunas festividades y celebraciones familiares como bautizos, bodas o funerales, cada vez más excepcionales.

Apenas recibíamos cartas suyas para felicitarnos por nuestros respectivos aniversarios con membretes de las diferentes ciudades que visitaban en sus viajes como aves que emigran en busca de tierras más cálidas para satisfacer sus pasiones.

El hecho de que tratáramos a nuestros padres con frialdad no nos impedía conocerlos en profundidad. Gracias a la distancia podíamos analizar sus personalidades con más rigor que si los tuviésemos cerca.

—Estas serán vuestras camas —murmuró la señora Novgorov, indicando los dos lechos más próximos al pasillo—. Y allí están los lavabos —añadió señalando una puerta a la derecha—. Quedad con Dios y descansad, que bien sé que el trayecto desde Petrogrado es mareante y fatigoso. Además, en esta época del año la noche es breve y es fácil desvelarse.

En cuanto nos quedamos solas, corrimos hasta el lavabo con nuestros neceseres, cerramos tras nosotras la puerta, nos abrazamos y empezamos a gimotear.

—¡A buen sitio hemos llegado! —exclamó Fedora—. Parece la casa del dolor de La flauta mágica.

—Tienes razón, si bien nuestros padres quisieron hacernos creer que era el Templo de la Sabiduría.

—No tienen vergüenza, no tienen dignidad, no tienen pudor. Con tal de seguir la fiesta, son capaces de ponernos en manos del conde Drácula.

Seguimos llorando y abrazándonos, de forma cada vez más intensa. Olía a lejía, a jabón y fragancias vegetales que entraban por la ventana abierta. Eran olores que nos resultaban excitantes y que nos conducían a estados de hiperestesia que no podíamos controlar y que se mezclaban con el miedo a lo desconocido y con todas las emociones del viaje. Nuestros cuerpos abrazados y temblorosos se reflejaban en los espejos de la sala de baño, cuando Roxana murmuró:

—Confiemos en que mañana no sea tan profunda nuestra confusión.

Oímos pasos en el corredor, nos separamos y empezamos a lavarnos los dientes. La señora Novgorov hizo entrada en el lavabo sin avisar, con la cara desencajada y un rictus amargo encuadrando su boca.

—¡Ya teníais que estar acostadas! —rugió, antes de cerrar tras ella la puerta de la sala de baño.

Cuando estuvimos seguras de que se encontraba lejos, nos poseyó la risa histérica. Nos reíamos de la señora Nov­gorov, nos reíamos de nosotras mismas, nos reíamos del mundo y pensábamos que, mientras nuestra amistad siguiese siendo sólida como una roca y ágil como el deseo, los infortunios de nuestra nueva vida nos harían menos mella.

Fedora y yo nos miramos y dejamos de reír. Examiné los ojos de mi amiga y temblé. Los ojos de Fedora eran de ese mismo azul infernal de las pinturas de Patinir, y te absorbían con su fuego frío y lleno de luz.

Salimos del lavabo con pasos de bailarinas y nos arrojamos a nuestras camas. Cuando ya la noche estaba muy avanzada y todos parecían dormir en la casa, me pasé a la cama de Fedora y la estreché con todas mis fuerzas.

—¿Ya estás dormida?

—¿Cómo voy a estar dormida? —dijo—. Este lugar me espanta y si ahora mismo no estuvieses en mi cama ya me habría dejado dominar por los nervios y estaría temblando de pánico.

—Y yo —musité pegándome mucho a ella.

—¿Recuerdas la función de Macbeth que vimos el año pasado en el Teatro Panaiev?

—Sí —contesté.

—En un momento del tercer acto Macbeth habla de los negros agentes de la noche, que se excitan y buscan sus presas... Antes de que vinieses a mi cama pensaba en esos agentes... Los veía vestidos de negro, como monjes cadavéricos, con sus manos esqueléticas. Los veía en este mismo colegio, avanzando por los pasillos...

Del pánico pasamos una vez más a las risas. Ahora nuestras carcajadas eran más violentas que antes, y resonaban en todo el dormitorio como alaridos salvajes. Más allá de la puerta que se hallaba a nuestra derecha, volvieron a oírse pasos seguidos de una voz:

—¡Como no cesen vuestras risas acabaréis durmiendo en el sótano de las ratas, criaturas malditas!

Nuestras carcajadas cesaron de inmediato y regresé a mi cama. Mientras esperaba el sueño veía mi vida como una inmersión en una oscuridad cada vez más líquida y tuve que regresar a la cama de mi amiga para no echarme a llorar de soledad y de frío. Estaba abrazando a Fedora cuando empezó a llegar de las profundidades de la isla un sonido inquietante y difícil de identificar. Podía ser el aullido de un lobo, distorsionado por la espesura vegetal, podía ser el chillido de un zorro de las nieves, aunque parecía demasiado prolongado, o podía ser simplemente el gemido desesperado de alguna de las personas que habitaban Valaam, y cuya alma trastornada no supiera cómo enfrentarse al silencio de la noche.

4

6-7-1916

Otra noche en vela, mientras mi amiga se sumía en un sueño bendito me he acercado a una de las ventanas del dormitorio. Tras los cristales solo se veía niebla. Luego me he sentado sobre la cama y he continuado escribiendo el diario que comencé en el barco que nos traía a Valaam. Roxana no sabe que mis pesadillas de ahora son más crueles y más vivas que las de antes. El hombre-sombra no solo aparece en mis sueños nocturnos, sino que me parece verlo en la isla durante el día.

Mientras el cochero nos traía a Palastnovo me pareció ver a un hombre entre los árboles, cubierto con una capa negra demasiado oscura y gruesa para esta época del año. ¿Estaré delirando?

Mi madre me trataba de loca cuando le hablaba del hombre-sombra, hasta el día que decidí ser más reservada y silenciosa. Desde entonces tengo secretos que nunca le he contado a nadie.

Antes de que la venciera el sueño, le he preguntado a Roxana:

—¿Crees que soy más proclive a padecer alucinaciones que tú? ¿Crees que estoy loca?

—No. Creo que eres un alma vibrante y exquisita.

—Anoche me juré a mí misma no casarme nunca.

Roxana me ha mirado a los ojos y ha exclamado con solemnidad:

—¡Y yo juro a mi vez que jamás cometeré la vileza de presentarme ante el altar junto a un hombre!

Roxana ha acercado su boca a mis labios, para sellar nuestro pacto con un beso y enseguida se ha quedado dormida. Yo me he acercado al lavabo y he vuelto a pensar en mi madre, que rara vez me habla con sinceridad.

En los días enrarecidos en los que no sabía qué hacer con su vida, mi madre me contaba que la gente se fijaba en mí desde que nací, y que las personas se detenían en la calle para mirarme y le pedían permiso para acariciarme y apreciar con cierta tranquilidad mi hermosura. Mi madre también me contó que mi padre no podía soportar que se nos acercase la «gentuza», y ordenó que me pasease una niñera y que me amamantase una nodriza. Su orgullo masculino hizo que me tocasen más los extraños que mis padres.

Una noche en que mi madre estaba ebria me confesó que mi padre no podía soportar mi presencia, si bien yo creo que mentía como una maniaca y la que no podía soportar mi presencia (o más bien mi existencia) era ella, que no quería ataduras que condicionasen sus aventuras y sus delirios sin fin.

Mi padre se dirigía a mí en la intimidad en contadas ocasiones, y casi siempre borracho. Me confesaba que mi madre sentía celos de mí, y que su envidia nos estaba separando.

El triángulo y el número tres resultan incómodos para los enamorados, especialmente para los enamorados de sí mismos. Muy precozmente, caí en la cuenta de que cuanto más me miraban los otros, menos me veían... Mis padres me miraban, pero ¿realmente me veían?

Mientras la noche transcurre, se aviva el miedo que empiezo a tenerme a mí misma, a mis deseos. Vuelvo a acercarme a la ventana y creo ver una sombra entre la bruma. Me asusta pensar que quiero acercarme a esa sombra, me asusta saber que deseo que sus manos frías recorran mi cuello y mi espalda. Me asusta la noche que inunda mi alma. Me asusta y me excita.

5

Me desperté al amanecer, llena de impaciencia por conocer mejor el nuevo territorio. Me acerqué a la ventana enrejada y salediza, que parecía colgar del muro septentrional del edificio. Alcé la vista y contemplé un islote que dominaba el horizonte con una ermita blanca y dorada, rodeada de altos abetos verdinegros. El islote que la cobijaba se hallaba unido a la isla por un puente de barcas, en aquel momento atravesado por dos monjes.

Una sola nube permanecía suspendida junto a la cúspide de la ermita, como un globo algodonoso que también recibía la luz verdosa del sol. Allí la tierra besaba el cielo, y el cielo besaba la tierra y se dejaba penetrar por ella en un gesto de deslumbrante condescendencia.