FERRAN SÁEZ MATEU
LA SUPERFICIE
VIVIR ENTRE PANTALLAS

 

 

 

 

 

 

 

Je suis allé au cinéma deux fois avec Emmanuel qui ne comprend pas toujours ce qui se passe sur l’écran. Il faut alors lui donner des explications.

He ido dos veces al cine con Emmanuel, que no siempre entiende lo que sucede en la pantalla, por lo que hay que darle explicaciones.

 

albert camus, L’étrager (1942)

 

Contenido
 

INTRODUCCIÓN: UN CREPÚSCULO, UNA FAMILIA SILENCIOSA Y LA MUJER DE MOZART

1 DE LA FOTOGRAFÍA «POST MORTEM» A LA «SELFIE»

2 YO BUSCABA UNA PALABRA...

3 LA PERSONALIZACIÓN DE LA DESPERSONALIZACIÓN: EL EXTRAÑO REFLEJO DEL «BIG DATA»

4 LA PANTALLA DONDE HABITA LA «POST VERDAD»

5 «I LIKE!» UNA DEMOCRACIA DE NIÑOS

6 LA PANTALLA ES UNA PLAZA CON MALA ACÚSTICA

7 COROLARIOS, ESCOLIOS, APOSTILLAS Y ALGUNA QUE OTRA CONCLUSIÓN

 

introducción
UN CREPÚSCULO, UNA FAMILIA SILENCIOSA
Y LA MUJER DE MOZART

 

 

 

 

La primera escena transcurre a bordo de un tren de alta velocidad, un día muy ventoso y claro de finales de invierno de 2016. Tras el cristal insonorizado del vagón, las iridiscencias del crepúsculo se transforman en una especie de performance cósmica. A medida que el sol se pone, los matices del rojo dan paso a un color púrpura intenso, que se va deslizando hacia el azul oscuro. Hacia el oeste, donde todavía se distingue la luz del ocaso, esa coloración cambiante está moteada por tonos anaranjados vivos, de un dramatismo sobreactuado, vagamente wagneriano. A lo lejos, el alumbrado uniforme y fosforescente de una autopista, y también el de un pueblo sin nombre. El espectáculo resulta hipnótico.

Me levanto de mi asiento, que está al final del vagón, con la intención de acercarme a la cafetería del tren, cuyos ventanales me facilitarán —supongo— una visión más amplia del horizonte. A medida que recorro el pasillo me doy cuenta de que ninguno de los pasajeros del vagón está contemplando lo que a mí me ha dejado fascinado. Con la excepción de una mujer que dormita, el resto está observando una pantalla: la de un teléfono móvil, la de una tableta, la de un ordenador portátil, la de los pequeños monitores de vídeo que hay en el techo del tren. Nadie mira lo que sucede en el exterior, absolutamente nadie, a pesar de que debido a la insólita claridad del día, el cielo refleja unos colores imposibles. En la cafetería hay cinco clientes y dos empleados, un chico y una chica. Todos, sin excepción, incluidos los mismos camareros, toquetean un móvil, ajenos a lo que ocurre tras el cristal. Cuando oscurece completamente vuelvo a mi asiento, perplejo.

La segunda escena se produce unos meses después, un día festivo de finales de junio, en un restaurante familiar bastante concurrido. Son las dos en punto de la tarde. A pocos metros de distancia, observo a un matrimonio de unos treinta y cinco o cuarenta años acompañado de sus dos hijas, una adolescente de unos catorce y otra niña que probablemente no llega a los diez. Se muestran sonrientes y relajados, pero permanecen en perfecto silencio. Mientras esperan que el camarero les tome nota, están pendientes de su pantalla. Los cuatro llevan auriculares. Por el movimiento rítmico de sus dedos, la niña pequeña parece estar jugando a algo, muy concentrada, mientras que la madre y la hija mayor se limitan a contemplar imágenes en movimiento —desde el lugar en el que estoy, puedo distinguir la tableta de la primera; está viendo una serie o una película que no logro identificar—. El padre escribe intermitentemente, moviendo ambos pulgares a una velocidad frenética. Teclea, espera unos instantes, sonríe. Luego hace gestos de aprobación o de contrariedad con la cabeza. Vuelve a escribir, espera, sonríe. Nadie pronuncia ni una sola sílaba. Al cabo de unos minutos, cuando llega la comida, solo la mujer apaga su dispositivo y se quita los auriculares. Su marido fotografía varios de los platos con el móvil. Luego parece enviar las imágenes, y al cabo de unos instantes dibuja otra sonrisa. Vuelve a teclear el móvil, expectante, y vuelve a sonreír. Las dos niñas sostienen el tenedor con la mano izquierda y el teléfono con la derecha. En apariencia, a sus padres les parece del todo normal. De hecho, en el resto de mesas que están visualmente a mi alcance esa es —con pocas variaciones— la norma.

La tercera y última escena es bastante diferente a las dos anteriores, y además me obliga a retroceder más de una década, exactamente a 2006. En esa época, el periódico alemán Der Spiegel publicó una noticia referida a una vieja fotografía hallada dos años antes en un archivo. Se trataba de una imagen de grupo estéticamente anodina, pero muy antigua: un daguerrotipo realizado ni más ni menos que en octubre de 1840 —tengamos en cuenta que Louis Daguerre presentó en público su invento en 1839, aunque la célebre imagen del Boulevard du Temple es un año anterior—. En la foto recuperada por Der Spiegel podemos ver a siete personas: dos hombres, uno de ellos bastante mayor, dos ancianas y tres mujeres jóvenes. Acostumbrados a la rigidez corporal y al carácter estereotipado de ese tipo de composiciones, lo único que destaca es la posición corporal del varón más joven, que está de pie y parece comentar algo a quien —teniendo en cuenta el parecido físico— es con toda probabilidad su padre. Conocemos la identidad de la mujer de este, que en la fotografía aparece sentada en un extremo, a la izquierda. Es también una mujer mayor, y tiene una expresión contenida y recatada, pero a la vez jovial. Se trata de Constanze von Nissen, née Weber.

Dicho así, la cosa promete poco. Pero resulta que, antes de enviudar el 5 de diciembre de 1791, esa mujer se llamaba legalmente Constanze Mozart. En efecto, se trata de la esposa del compositor austríaco, que en 1809 se casó en segundas nupcias con el diplomático danés Georg Nikolaus von Nissen. Murió en Salzburgo, al cabo de solo dos años de haber posado para ese daguerrotipo. Actualmente, hay pocas dudas sobre su identidad. Los retratos al óleo de estilo realista que se conservan de Constanze Mozart muestran el mismo rostro, la misma sonrisa, los mismos ojos, muy oscuros y expresivos. El simple hecho de poder cruzar la mirada con una persona nacida en el siglo xviii, en 1777, produce un considerable vértigo; el hecho de observar concretamente a la mujer de Wolfgang Amadeus Mozart resulta todavía más extraño. Es casi una transgresión.

Esa fotografía —lo reconozco sin pudor— llegó a obsesionarme. En realidad, a la mujer de Mozart no la vi jamás plasmada en una verdadera fotografía, sino en una pantalla. Las fotografías —es extraño que nos hayamos olvidado tan pronto de ello— son imágenes impregnadas en una superficie física sensible a la luz, como nos lo recuerda tercamente su etimología. La viuda de Mozart también salía, pues, de una pantalla. De hecho, durante un par de años, quizá más, hizo las funciones de salvapantallas de mi ordenador.

Las pantallas, de nuevo: yo también las transito y las habito. Su obsesiva omnipresencia, su centralidad cultural, su intrusión permanente, su inaudita capacidad para usurpar espacios aparentemente ajenos, como el del libro...

Insistiendo en esta vía argumentativa, y aderezándola con un cierto tono doliente, el presente ensayo se adentraría en esa especie de costumbrismo con gráficos, porcentajes y notas a pie de página que practican hoy los sociólogos. Peter Sloterdijk dijo no hace mucho que la sociología se ha convertido esencialmente en una forma de adulación de las masas: sirve para darles la razón, hagan lo que hagan. No va desencaminado. Nuestra intención, sin embargo, no es darle o quitarle la razón a las personas que han transformado su teléfono móvil en una prótesis multiusos, ni tampoco a aquellas que apenas lo utilizan, como es mi propio caso. No, aquí no vamos a moralizar. También evitaremos el mencionado arte del costumbrismo encubierto, tan de moda, ni mucho menos intentaremos camuflarlo con una truculenta y espesa salsa pseudoempírica, como es de rigor en los papers del ramo.

Lo que el lector tiene en las manos es un ensayo. La primera frase de los Essais de Michel de Montaigne, en la dedicatoria, dice: c’est ici un livre de bonne foi, lecteur. Lo mínimo que puede exigirse a «un libro de buena fe» es que diserte sobre aquello que enuncia en su título, y que lo haga de acuerdo con unos parámetros discursivos que no resulten erráticos. Pues bien, el presente libro explora la superficie de la pantalla digitalizada en tres de sus muy diversas dimensiones: la cultural, la epistemológica y, por encima de todo, la política. Se trata de un verdadero ecosistema donde hoy transcurren nuestras vidas.

Aquí vamos a explicar cosas con los recursos argumentativos del ensayo filosófico, de la literatura de ideas. Nuestra intención es adentrarnos en un fenómeno que fue previsto mucho antes de consumarse —mucho antes, incluso, de llegar a vislumbrarse—. Como muy bien intuyó Armand Mattelart, la digitalización no constituye una especie de sorpresa histórica: entre el proyecto cartesiano, inequívocamente moderno, de mathesis universalis, y el hecho de comprimir la realidad en un lenguaje binario, de transportar una fotografía a un monótono armazón de ceros y unos, solo había que esperar unos siglos.

No se trata de esgrimir aquí ningún determinismo tecnológico primario, sino más bien de estar atentos a las consecuencias previsibles de un proyecto, el de la Modernidad. Porque resulta que, a diferencia de la Edad Media o del Paleolítico Superior, la Modernidad nace —tanto desde una perspectiva filosófica como científica— asociada a un proyecto, perfectamente identificable en René Descartes o en Galileo Galilei, aunque tiene su punto álgido bastante más tarde, en la Ilustración, cuyo proyecto específico parece hoy declinar. Lo interesante de la expresión nuova scienza, usada ya por el mismo Galileo, es el adjetivo. Denota una muy decidida y casi altiva autoconsciencia. Entendida como proyecto, no como mera circunstancia histórica, el nervio de la Modernidad reside justamente en su rotundo carácter asertivo, no importa bajo qué denominación.

La digitalización —dice el citado Mattelart— no es más que un epígono del proyecto moderno, pero los cambios culturales cualitativos que provoca también contribuyen, de una manera ambigua y a la vez inevitable, a su fin. Como veremos luego, Jean-François Lyotard ya se refiere con toda naturalidad a ese mundo centrado en la pantalla digitalizada, que en 1979, cuando publicó La condición postmoderna, simplemente no existía. Se refiere a él, e incluso lo describe con precisión a pesar de no haberlo visto consumado. Eso es algo sin duda meritorio. No está asistido por ninguna capacidad sobrenatural, supongo, sino por el hecho de haber entendido las interioridades del proyecto moderno. Las exterioridades del mismo, en cambio, suelen confundir: recordemos las predicciones sistemáticamente fallidas de Alvin Toffler, el gran futurólogo de la tecnología de las décadas de 1970 y 1980. Existen otros autores, como Gianni Vattimo, de los que podríamos afirmar algo parecido: su interés radica más en el hecho de haber entendido qué es lo moderno que en proponer una especie de salida o respuesta a su colapso. Publicado en 1985, El fin de la Modernidad constituye un texto relevante del pensador italiano. Lo interesante es que allí, lo postmoderno no se prescribe: más bien se intuye en relación con la descripción de un agotamiento o desgaste, el del proyecto moderno. Jürgen Habermas replicará poco después que lo moderno no está agotado, sino incompleto, que es algo muy diferente. Esa discusión nos conduciría a una digresión demasiado larga. En todo caso, no debemos perder de vista que el asunto que tratamos, el de la pantalla, debe enmarcarse en la confluencia de dos esferas mentales —la moderna y la postmoderna— que a menudo no encajan.

En efecto, en la pantalla digitalizada confluyen los estertores de lo moderno (entendido como proyecto filosófico y científico, y vinculado a la tecnología) con los albores de lo postmoderno (entendido solo como una mentalidad que diverge del proyecto moderno, o que no se reconoce ya en este). Aunque la frase suene un poco grandilocuente y enflée, bajo la superficie de la pantalla subsiste, en realidad, una encrucijada que nos permite atisbar simultáneamente lo que podría haber sido la Modernidad y lo que ha acabado siendo en realidad.

En un sentido que va mucho más allá de lo filosófico y de lo científico, incluso de lo político, el concepto clave de la Modernidad es el de emancipación. Es ese sapere aude! kantiano y otras muchas cosas. Hoy, la mayoría de la humanidad —en el caso de Occidente, la práctica totalidad de su población— tiene acceso instantáneo y gratuito a todo el saber humano. Incluso desde la pantalla de un humilde teléfono móvil, cualquiera tiene hoy la oportunidad de leer a Platón o a Shakespeare, de escuchar a Bach o a Mozart, de poder ver detalles microscópicos de los lienzos de Velázquez. Pero resulta que el emancipador sapere aude! kantiano ha quedado eclipsado —ay— por los vídeos de gatitos de YouTube... ¡Qué decepción! Una decepción histórica e incluso, si me apuran, antropológica.

Las nuevas masas habitan hoy esa superficie —tan plana, tan suave, tan fría— sin rastro de las cantatas de Bach, orgullosamente ajenas a la luz de Vermeer y a la de los claroscuros de Georges de La Tour, a los versos de Baudelaire, a las sinuosas historias de Borges, al gran cine. Todas esas cosas están ahora a su alcance, a un clic de distancia, y completamente gratis. ¿Qué pensaría Diderot? Su Enciclopedia, no lo olvidemos, tenía un destinatario definido. No era cualquier cosa, no: se trataba de un sujeto histórico. Existía un objetivo explícito, un proyecto articulado, más político que cultural, en el que la erudición era un simple instrumento secundario para alcanzar la emancipación política del ser humano. Eso quedaba claro hasta en el título original, en el que aparece —y no creo que casualmente— la palabra «sociedad»: Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, par une société de gens de lettres. En 1751 faltaban aún treinta y ocho años para que estallara la Revolución. Aquel proyecto preparaba el camino del futuro citoyen de la République: no puede haber emancipación sin conocimiento, que fuera de esta solo tiene un sentido instrumental vacío. La centralidad cultural la ocupaba indiscutiblemente el libro y, de forma subsidiaria, los salones y cafés donde, entre otras muchas cosas, solía hablarse también de libros. Las cosas, sin embargo, acabaron de otra manera.

Proyectos históricos rotos, cambios azarosos, tecnologías inesperadas que irrumpen bruscamente en nuestras vidas. Cambios, sí: cambios pequeños y grandes, preocupantes y esperanzadores, esquemáticos y complejos. Cambios de toda suerte que hace menos de una generación habrían sonado, sin duda, a pura extravagancia: hoy, por ejemplo, hacemos las fotos con el teléfono. Veinte años atrás, o incluso hace menos, este hecho cotidiano parecería tan insensato como el de alguien que asegurara que, en un par de décadas, rellenaríamos el impreso de la declaración de la renta con una máquina de afeitar. Esos cambios extravagantes a veces solo lo son aparentemente. El primer uso no individual que se hizo del teléfono, allá por 1906, servía para tocar el piano. Ya sé que suena muy raro, pero es algo rigurosamente cierto, aunque muy poco conocido. Para mantener un poco la expectación, como en los viejos folletines, vamos a explicarlo al final del ensayo.

El estupor relacionado con los cambios alberga siempre una cierta dosis de comicidad. Franz Kafka o Herman Melville, por ejemplo, supieron dosificarla homeopáticamente. Una vez me explicaron una anécdota hilarante que ilustra a la perfección ese vértigo tan especial. Terminada la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética y Polonia decidieron fijar sus inciertas fronteras. El extremo oriental de Polonia posee una serie de ríos y accidentes geográficos que facilitaron una división territorial más o menos «natural». La frontera norte, en cambio, la que separa el país de la antigua Prusia oriental anexionada por la URSS (y que actualmente es el territorio ruso de Kaliningrado, antigua Königsberg, patria chica de Immanuel Kant) constituye, aún hoy, una línea recta imaginaria. Pues bien: la mencionada línea tenía que pasar justo por el medio de una granja donde vivía una pareja de ancianos. Las autoridades soviéticas les expusieron la situación y les preguntaron en qué lado de la nueva frontera preferían quedarse. Los viejos pidieron un poco de tiempo para poderlo pensar. Al cabo de un par de días dieron su respuesta definitiva a un topógrafo del Ejército Rojo. «Preferimos quedarnos en Polonia —argumentaron— porque nos han explicado que en Rusia, en invierno, hace demasiado frío».

Desconozco si la anterior anécdota es verídica o apócrifa, aunque imagino que es demasiado buena para ser real. Sea como fuere, permite que nos acerquemos de una manera intuitiva a tres hechos que están marcando —y marcarán— el incipiente siglo xxi. En primer lugar, las complejísimas intersecciones entre lo global y lo local, que han existido siempre pero que ahora se manifiestan con mucha más intensidad, rozando a menudo la paradoja, debido a la dislocación tiempo/espacio que genera un simple clic en la pantalla digitalizada. En segundo lugar, la completa diseminación de las nociones de público y privado, un hecho importantísimo aunque a menudo banalizado a base de simplificaciones. Finalmente, la eclosión de identidades elásticas y performativas, no forzosamente coherentes ni viables, tanto a nivel individual como colectivo.

Los abuelos de la anécdota que acabamos de reproducir trataban de pensar en clave local un hecho que tenía otra dimensión; simultáneamente, no se daban cuenta de que todo lo privado tiene una dimensión pública; y, a la vez, que en toda decisión pública se redefinen constantemente los umbrales de lo privado. La identidad polaca, o la soviética, adquiría igualmente una naturaleza anómala. Asumir todas esas bruscas transformaciones, hacerlas realmente inteligibles, no es nada sencillo: cambiar de mentalidad no es lo mismo que dejar atrás una ideología. De hecho, parece razonable preguntarse si es posible cambiar de mentalidad en una sola generación...

En 1979, Lyotard describía —e incluso llegaba a predecir— las consecuencias epistemológicas —más que las sociales— de lo que hoy podríamos denominar Era Paleoinformática. En sí misma, sin añadir cualquier otra consideración, la pantalla digitalizada constituye un hecho tecnológico. El uso socialmente masivo y culturalmente central de la misma, en cambio, va mucho más allá de la esfera de la tecnología. Afecta —parafraseando a Lyotard en relación con los primeros dispositivos computacionales— a la naturaleza misma del saber. Mis estudiantes de primero de carrera están honestamente convencidos de que una sucesión de copy/paste extraídos de la Wikipedia son un trabajo académico. La palabra «plagio», por ejemplo, los deja sorprendidos, incluso indignados. No se la esperan. Han actuado así a lo largo de toda su formación inicial, y ese cambio de perspectiva les parece intolerable, injusto.

El asunto que acabamos de considerar no constituye tampoco una anécdota costumbrista, sino un verdadero cambio de mentalidad, todavía incipiente a la par que imparable, en el que el acceso al conocimiento se confunde con el conocimiento mismo. ¿Para qué atesorar datos si estos —¿están?, ¿los tengo?, ¿existen?— en Google, y puedo acceder a ellos desde cualquier lugar, en cualquier dispositivo, a cualquier hora y de forma instantánea y gratuita? He aquí un cambio relacionado, pues, con la naturaleza misma del saber, no con sus márgenes. Este cambio, por supuesto, no es inocuo. Eso no implica, sin embargo, que debamos dramatizar el asunto por defecto. Cuando esa tentación se adueña de mí —y reconozco que sucede con una cierta frecuencia— evoco a aquellos neuróticos ingleses de la era victoriana que juraban y perjuraban que el ferrocarril provocaba desórdenes mentales y ceguera.

Hoy el centro de todo reposa en la superficie plana de la pantalla digitalizada, por donde serpentea, decidida, la nueva cultura de masas. En sí mismo, abstractamente, eso no es bueno ni malo, pero —conviene reiterarlo— tiene consecuencias. Algunas son triviales y efímeras (variaciones de formato, etc.) mientras que otras invitan a una prudente reflexión, en la medida que suponen cambios cualitativos profundos y, a menudo, de muy largo recorrido. La mayoría son de carácter político. En el presente ensayo vamos a intentar abordarlos evitando lugares comunes, como los que sostienen que «en internet hay cosas buenas y cosas malas» o que «el pan de antes era más sabroso». Tratar un asunto del que no disponemos aún de perspectiva histórica, estudiar un proceso que ni siquiera ha concluido, constituye, en todo caso, una temeridad: el fax, por ejemplo, había llegado para quedarse, y ya ven. Asumimos dicha temeridad con resignación.

 

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DE LA FOTOGRAFÍA «POST MORTEM»
A LA «SELFIE»

 

 

 

 

Las tétricas fotografías post mortem, que reposaban desde el siglo xix en la superficie de un daguerrotipo o de un colodión, habitan hoy las pantallas. Una vez escaneadas, han abandonado sus viejos baúles, los marcos de madera carcomida que las constreñían. Gozan de una nueva vida —de una nueva muerte— en el mundo rutilante de internet. Allí están: impávidas, casi obscenas tras la pantalla de última generación, un poco pixeladas debido a la curiosidad morbosa del espectador, que agranda su tamaño natural para poder ver al trasluz virtual cómo era el siglo xix. Algunos de los retratados nacieron incluso en el siglo xviii, como en el caso de la mujer de Mozart, aunque esta tuvo la suerte de posar viva. Rescatados por un azar tecnológico, los muertos se manifiestan hoy en la pantalla del ordenador o de la tableta como zombis inofensivos de silicio y código binario. Los vivos surgen de la misma pantalla, aunque no siempre se muestran tan pacíficos. Sin que los interpelemos, esos viejos daguerrotipos parecen querer decir algo. Se expresan incansablemente. «Las imágenes son superficies con significado», afirmó Vilém Flusser en Una filosofía de la fotografía. Vamos a explorar, pues, esa superficie.

El memento mori de la decimonónica fotografía post mortem y el memento vivere del adolescente narcisista que cuelga sus infinitas selfies en Facebook... Hay algunas simetrías que conectan oscuramente ambos hechos. Dejan entrever cosas sustanciales, aunque de difícil interpretación.

La fotografía post mortem constituye un fenómeno cultural poco y mal estudiado, a pesar de que durante un período histórico de más de cincuenta años, entre mediados del siglo xix y el inicio de la Primera Guerra Mundial, fue un hecho extendido y socialmente normalizado. Los protagonistas de esas imágenes fueron variados: desde personajes ilustres —los menos— hasta gente anónima de todas las edades y condiciones, aunque con un claro predominio de bebés y niños de corta edad, sin que ello se considerara asociado entonces a actitudes morbosas o malsanas.

En algunos lugares de América Latina, donde esa costumbre tuvo una gran incidencia social hasta bien entrado el siglo xx, a esas fotos presididas por cadáveres infantiles, y más o menos teatralizadas, se las conocía como «angelitos». Sorprendentemente, la fotografía post mortem continuó siendo habitual en la Galicia rural hasta principios de la década de 1980, tal como lo testimonia, entre otros, el archivo del fotógrafo Virxilio Viéitez (1930-2008). En el Museo Provincial de Pontevedra, por cierto, existe una bellísima fotografía post mortem de 1905 realizada por Joaquín Pintos. Se trata de una estudiada composición que imita, sin ningún tipo de complejos, la pintura de la época, con un exquisito tratamiento de la luz que pretende sustituir el carácter tétrico de la situación por una especie de grave serenidad. El conjunto recuerda sin remedio al de Ciencia y caridad de Pablo Picasso, por ejemplo.

Hoy, ese género fotográfico nos parece una práctica incomprensible e injustificable, tanto desde un punto de vista ético como estético. Algo espeluznante. En su momento, sin embargo, contó con profesionales dedicados exclusivamente a ese fin, primero en Francia y luego en todos los países donde había fotógrafos. Existen, por ejemplo, imágenes post mortem japonesas de finales del siglo xix muy elaboradas desde un punto de vista narrativo, cuidadas hasta el último detalle, como si se tratara de un hecho artístico. Los artilugios y resortes mecánicos que servían para sostener físicamente al cadáver y darle una apariencia de vida resultan hoy siniestros, escalofriantes. A menudo, y debido a un aparente descuido del fotógrafo, algunas de esas prótesis metálicas pueden ser vistas parcialmente, de refilón, en muchos daguerrotipos, ambrotipos, ferrotipos y colodiones de la época.

El carácter morboso y bizarro del asunto no debe hacernos perder de vista que no nos estamos refiriendo a algo desconectado de las coordenadas culturales de su tiempo. Más adelante veremos que en esa práctica confluyen, de una manera sorprendentemente coherente, los epígonos más llamativos del Positivismo y los del Romanticismo. Compararlos con ciertas representaciones pictóricas renacentistas del memento mori resulta, por consiguiente, anacrónico: no existe continuidad alguna entre ambas.

En sus inicios, la fotografía post mortem constituye una performance inequívocamente moderna, ligada tanto al culto positivista a la tecnología como a la fascinación romántica por la muerte. Una performance en toda regla, y no precisamente en el sentido banal que ha adquirido dicho término como categorización pretenciosa de la anécdota. Como ahora veremos, no estamos utilizando ese anglicismo por casualidad.

La fotografía post mortem es, en efecto, un ejemplo inigualable de performatividad, en el sentido que darían a ese término Austin o Searle muchos años después. Los verbos performativos son aquellos cuya acción se cumple al ser enunciada (por ejemplo, jurar). «Yo os declaro marido y mujer», dice solemnemente el oficiante, y es justo en ese preciso instante, no antes ni después, cuando aquellos dos solteros se convierten en personas casadas. No hay aquí distancia alguna entre el decir y el hacer. En el caso que analizamos, sin embargo, no nos hallamos ante una alegre celebración nupcial sino ante un cadáver que preside la superficie plana de un daguerrotipo. A través de una imagen que es al mismo tiempo veraz y truculenta, el cadáver enuncia performativamente estar vivo todavía: lo dice gracias a sus ojos abiertos, a su vestimenta cotidiana, a una posición corporal que, gracias a sombríos artilugios, parece la de una persona viva. Se trata de una forma de asertividad icónica llevada al límite de la paradoja: la imagen subraya lo que a la vez quiere negar, la muerte, y traslada ese equívoco a la superficie geométricamente delimitada de una fotografía.

Un siglo y medio más tarde, la ilusión postmoderna de la no-mediación entre emisores y receptores, en ámbitos como el reality show, deviene el reverso perfecto, grotesca y turbiamente simétrico, de esa práctica: solo tenemos que sustituir aquí la muerte por la vida. Es algo tan sencillo —y a la vez tan vertiginoso— como esa transposición. El espectador actual asume, efectivamente, que lo que ve en ese tipo de programas es la vida en crudo; pero, a la vez, sabe que aquello es solo una representación televisiva de la misma. Es y no es un truco narrativo, y en esa calculada indefinición reside quizá su atractivo. El lenguaje decimonónico del memento mori se solapa así con el lenguaje postmoderno de la selfie, el mismo que coquetea con la fantasía del directo ontológico a través de artificios audiovisuales encubiertos (selección de planos, montaje, añadidos musicales que sugestionan e inducen a percibir los hechos de una determinada manera, etc.). En ambos casos, el espectador se sumerge en un sentimiento ambivalente de transgresión. Dirige su mirada hacia aquello que, en circunstancias normales, quedaría fuera de su alcance. Rasga el velo de lo prohibido. Transgrede. Se trata, nada más y nada menos, que de la muerte y de la vida tal como no deben verse. En esa representación de la vida en directo destaca, como momento culminante, la exhibición pública de la sexualidad, último reducto (por supuesto ilusorio) de la privacidad. Es una «intromisión consentida», es decir, una contradicción risible. En todo caso, he aquí de nuevo, invariablemente, una muy vieja asociación: sexo y muerte.

Eros y Thanatos: no estamos hablando de menudencias. Tan alejadas en el tiempo, la superficie del daguerrotipo necrófilo, que muestra a muertos que parecen vivos, y la de la pantalla del reality, que nos permite otear un imposible acto escénico público que pretende a la vez ser íntimo y privado, convergen en la manipulación, en la torsión visual de lo más profundo y descarnado. Bajo la superficie no hay aquí otra superficie, sino el abismo. Queda púdicamente cubierto por el rectángulo de un daguerrotipo o por el de la pantalla de un televisor o una tableta, pero está ahí. Es justamente en el carácter performativo de ambos actos donde perdemos de vista su verdadera naturaleza: una hibridación en apariencia imposible entre lo más profundo y lo más superficial. Por eso el abismo continúa allí, agazapado, ajeno a la paradoja, amenazante en lo que tiene de verdad. El relato tétrico de la vida impostada en la fotografía post mortem, el relato sórdido del sexo amañado en el reality show, en directo, fingiendo una intimidad imposible ante las cámaras... La vida y la muerte, la lente de un aparato fotográfico decimonónico y la de una cámara digital: las dos grandes historias, quizá las únicas que todavía nos hacen estremecer. En el fondo de la sala, una mirada que discurre —ávida, insaciable— entre los márgenes de la superficie plana. Posar y ser, da igual si vivos o muertos: esa es la actitud performativa que aúna el tétrico y mudo daguerrotipo post mortem y el abigarrado y chillón reality show.

Reinterpretada por Jean-François Lyotard a finales de la década de 1970, la noción de performatividad constituye uno de los elementos clave de la mentalidad postmoderna. En 1979, y a partir de un informe encargado el año anterior por el Consejo de las Universidades del Quebec, Lyotard publicó un análisis sobre un tema sorprendentemente genérico: el estado del saber. Ese breve texto acabó titulándose La condición postmoderna, y tanto sus repercusiones inmediatas como su recorrido posterior, fueron más que considerables.1 La palabra «postmodernidad», que hasta aquel momento se había utilizado en el ámbito de la arquitectura e incluso en el de la crítica literaria pasó a describir una época.

La primera vez en que se utilizó el término «postmodernidad» en un sentido relativamente parecido al actual fue en una antología de poetas latinoamericanos realizada por el hispanista Federico de Onís, publicada en Madrid en 1934, en plena Segunda República. En el año 1954, y sin que exista conexión alguna con los análisis literarios del mencionado hispanista, el historiador Arnold Toynbee empleó el vocablo por primera vez en el área cultural anglosajona, pero en el preciso contexto de la cronología histórica. También lo usó profusamente Charles Olson, poeta y ensayista norteamericano, que ya en 1955, adelantándose a Francis Fukuyama, afirmaba que entrábamos «en una era postmoderna, posthumanista y posthistórica». El tono de Olson, por cierto, tiene muchas cosas en común con el de otro escritor norteamericano muy menor, por no decir marginal: John Perry Barlow. A medio camino entre la lírica y la política, Barlow redactó en 1996 la Declaración de independencia del ciberespacio, un extraño documento que comentaremos más adelante debido a su estrechísima relación con la centralidad actual de la pantalla digitalizada.

En sus inicios, lo postmoderno era a la vez una tendencia estética y un estado de ánimo; una reacción a los excesos del racionalismo y una reivindicación de la diferencia; una filosofía y una simple pose intelectual; una condición histórica definida y también algo parecido a una marca comercial —que, con el paso del tiempo, pasó a desprestigiarse al ser asociada a una especie de apología acrítica de lo banal y lo efímero—. El ya citado Gianni Vattimo, Jean Baudrillard o Perry Anderson —referente de la izquierda en la década de 1980 en el mundo anglosajón— entre muchos otros autores, contribuyeron a la creación de un pequeño corpus post modernum. Este, a su vez, un poco por inercia, generó una cada vez más rutinaria escolástica propia, especialmente en el ámbito de la estética (y, más específicamente aún, en el del análisis fílmico: Slavoj Zizek forma parte de sus estertores). Muchos términos de esa fraseología, como ocurre con el galicismo deconstruir, han pasado incluso al lenguaje coloquial: los usan hasta los cocineros. Pantalla y postmodernidad, en todo caso, son hoy conceptos casi inseparables, y no solo por su estrecha relación con el cine.

El objeto de estudio del último Baudrillard, por ejemplo, se centró esencialmente en la pantalla en sí misma, entendida como una entidad autónoma con una lógica propia, es decir, desvinculada de su condición inicial de medio. Es así como es tratada parcialmente en Écran total, una colección de artículos interesantes aunque muy heterogéneos que, en conjunto, tienen poco que ver con el título del libro. En Baudrillard, la pantalla deviene en sí misma una metáfora típicamente postmoderna, una sugerente paradoja, un guiño: la de la superficie profunda que está habitada por signos, y por signos que conducen a otros signos, vertiginosamente, sin fin. Es significativo que Baudrillard intuyera, muchos años antes de haberse producido, la inexorable viralidad de lo extraño, de lo bizarro, de lo desproporcionado, y lo comparara ni más ni menos que con la pandemia del sida, que en ese momento, a principios de la década de 1990, estaba causando estragos en todo el mundo.

De nuevo, historias de muerte asociada al sexo, o historias de sexo asociado a la muerte, delimitadas siempre por una pantalla. Todo ello muy crudo y muy real, y a la vez violentamente simbólico, como si se tratara de una profecía implacable, de una oscura fatalidad. El sida: un proceso infeccioso que en aquella época era mortal, como lo fue en su tiempo la sífilis. Se trata de dos enfermedades diferentes pero que, como intuyó en un célebre ensayo Susan Sontag, convergen en una misma metáfora. De hecho, cuando Sontag publica La enfermedad y sus metáforas en 1978, la pandemia del sida aún no había sido tipificada en términos médicos, pero ya existía como aggiornamento de la vieja metáfora que asociaba sexo y muerte. Esa preexistencia simbólica nos sitúa ante un espejo inesperado, desconcertante, muy incómodo.

Una de las imágenes más célebres de la historia de la publicidad está representada por la fotografía pre mortem —por decirlo de alguna manera— utilizada en una campaña de la firma italiana de moda Benetton, en la que aparecía un enfermo de sida en fase terminal. La fotografía, de Therese Frare, apareció en diciembre de 1990 en la revista Life. La polémica que suscitó esa composición hace un cuarto de siglo resulta, por cierto, caricaturescamente postmoderna: el objeto de la disputa era determinar la naturaleza... del objeto mismo de la disputa (¿ética, estética, política, legal, religiosa?).2 El moribundo que yacía en aquella cama quedaba así en un discreto y triste segundo plano, como si se tratara solo de una parte del atrezzo —de una excusa—. La ropa supuestamente anunciada por Benetton ni siquiera aparecía.

Lo que se destacaba, lo que parecía estar en juego, era el marco, la pantalla desde donde aquel mensaje tomaba forma, se hacía visible y, finalmente, significaba