CUANDO TE SALVE


V.1: octubre, 2018


© Lorena Concepción, 2018

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2018

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-33-1

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

CUANDO TE SALVE

Lorena Concepción


Principal Chic

1





Dedicado a mi madre.

Siempre estás ahí cuando te necesito y te quiero muchísimo.


Sobre la autora

3


Lorena Concepción es graduada en Historia del Arte por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y tiene un máster en Análisis y Gestión del Patrimonio Artístico por la misma universidad. Siempre ha sentido una gran admiración por las letras y el arte, por lo que pronto comenzó a escribir.

Actualmente compagina su amor por la escritura, la fotografía y la lectura en su cuenta de Instagram Lorena’s Books y estudia marketing y publicidad.

Cuando te salve es su último trabajo, obra finalista de la primera edición del Premio Chic de novela romántica.

CUANDO TE SALVE


Cuando pierda el miedo a amar encontrará su salvación


Colette es una joven decidida que no se rinde hasta conseguir lo que quiere.

Tras la muerte de su padre, decide volver a la casa familiar para reparar la relación con su madre. Allí conocerá a Lachlan, un hombre solitario y con el corazón roto que intenta superar un pasado que lo atormenta.

Colette intentará salvar a Lachlan de sus demonios, pero ¿podrá hacer frente al terrible secreto que el joven esconde?



Obra finalista del I Premio Chic de novela romántica


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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo


Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


Cuando tienes que escribir los agradecimientos de una novela, te das cuenta de que realmente has conseguido algo importante y de que has llegado hasta allí gracias a mucha gente.

Muchísimas gracias a la Editorial Chic por haber organizado la Primera edición del Premio Chic de novela romántica adulta y por haber hecho de esta novela la finalista.

También quiero dar las gracias a mi familia, sois los mejores. Gracias por apoyarme y emocionaros por mis triunfos, os quiero muchísimo. En especial, a mis padres y a mi hermana, que son quienes más me soportan.
A mis amigos, porque siempre estáis ahí cuando os necesito. En concreto, quiero agradecer esta novela a Jana G., porque ha sido la primera en leerla y enamorarse de Lachlan tanto como yo. Muchas gracias por todo.
A Paty, Noe, Carmen, Noemí, Vero y Natalia, por hacerme reír con vuestras locuras en Twitter y por vuestro apoyo. También a mi grupo «Somos Únicas», me alegro muchísimo de haberos conocido. A las chicas de Bookstagram, que me apoyáis con vuestros comentarios y «me gusta», sois todas maravillosas. En especial, agradecer a Lis, Luce y Aitana, que le habéis dado una oportunidad a mis historias. Muchísimas gracias, chicas.
Y, para acabar, agradecer a todos los nuevos lectores que se animan a leer mi historia. Escribo porque es lo que me gusta, pero vosotros hacéis posible que yo siga cumpliendo mi sueño. Gracias, gracias y más gracias.

Capítulo 1

Colette


Colette Dubois estaba demasiado desanimada. Bueno, eso era el eufemismo del siglo. La verdad era que estaba bien jodida. La semana anterior había sido horrible: la habían echado del trabajo porque su jefa, la gran Matilda Swartz, la decoradora de interiores más prestigiosa de toda la ciudad, creía que había vendido sus propuestas para un cliente muy importante a la competencia. Colette era incapaz de hacer una cosa así y, si Matilda fuera una persona un poco más cercana, lo habría sabido. Para ella no existían las medias tintas, todo era blanco o negro y, en esta ocasión, para Colette, había sido negro. No había querido escuchar ni siquiera su testimonio, había creído sin dudarlo a su ayudante, que quería desde el principio su puesto de diseñadora de interiores, para el cual no estaba cualificada en absoluto. Colette era una de sus mejores empleadas y hacía su trabajo mejor que nadie. Sus clientes la adoraban y no creía que encontrar un nuevo trabajo fuera a convertirse en un gran problema, pero… Matilda se había encargado de que nadie volviera a contratarla y ya estaba harta de que la trataran como si fuera la peor escoria, más aún cuando ella no había hecho nada malo.

Pero ahí no acababan las desgracias. Su padre había muerto unos días después de que la echaran del trabajo. Desde luego, estaba pasando por una mala racha, de eso no cabía duda. Se sentía vacía, sola y devastada, y no se veía capaz soportar ningún reverso más. Su padre, Jeff Dubois, había estado bien de salud, por lo menos hasta donde ella sabía, por eso fue un gran mazazo que la pilló totalmente desprevenida. No acababa de creerse que algo así pudiera pasarle a ella, pero… había sucedido y estaba hundida. Un conductor temerario lo había envestido e hizo que su coche volcara de tal manera que no se pudo hacer nada para salvarlo. Una gran tragedia, le habían dicho. «Una gran y absoluta putada», pensó con un nudo en la garganta.

Colette nunca había tenido buena relación con sus padres. Cuando cumplió los dieciocho años, se fue a vivir lejos de ellos y se veían ocasionalmente. Siempre habían sido unos padres muy distantes. Los quería, pero no eran de esas familias que se veían en las fechas señaladas o que se llamaban cada cierto tiempo. Llevaba sin ver a sus padres por lo menos un par de meses y tampoco supo nada de ellos desde la última vez que se vieron. No obstante, le dolía la muerte de su padre. Ella siempre quiso que su relación fuera más cercana, de familia y no de auténticos desconocidos, pero nunca lo había conseguido y, al parecer, ya no tendría oportunidad de remediarlo. Eso era lo que más le dolía.

Cuando su madre la llamó para comunicarle la noticia, se sorprendió por la llamada y, después, cuando le dijo lo que había sucedido… Dios, se le cayó el alma a los pies. Escuchar el llanto de su madre la destrozó todavía más. Beatrice Larue era una mujer de piedra, siempre correcta y elegante. Y, cuando Colette la escuchó llorar, supo que no podía dejarla sola. Su madre le confesó que la necesitaba a su lado, y ese había sido el mayor acercamiento por parte de Beatrice hacia ella que jamás hubiera presenciado, por lo que en ese instante decidió que se iría a vivir con su madre una temporada. Ambas lo necesitaban, eran la única familia que tenían. 

Así pues, después del funeral, de organizar las ceremonias pertinentes y de arreglar todo el papeleo, decidieron irse a la casa de campo que tenían sus padres a las afueras de la ciudad para pasar un tiempo juntas. Sin embargo, antes de marcharse, había quedado con… No sabía cómo llamarle… ¿un amigo con derecho a roce? No eran muy amigos. De hecho, eran pocas las ocasiones en las que quedaba con Axel para hablar. Bueno, pocas era mucho decir, puesto que nunca habían quedado para hablar, pero Colette estaba un poco pillada por él. Sabía que no era el hombre de su vida, ni mucho menos, y su relación era estrictamente sexual, aunque, con el tiempo, había llegado a pensar que sentía algo más por él ¿Quizá cariño? No lo tenía claro. Pero lo que sí sabía era que jamás tendría una relación sentimental con él. Ni siquiera le había contado que su padre había muerto. Axel podía ser el tío con los abdominales más marcados de la ciudad, pero en realidad era un capullo con poco cerebro que no le aportaba nada. Muy en el fondo, lo sabía, como también era consciente de que su relación con él no iba a ningún sitio. No obstante, no había querido cambiar su situación por… Sinceramente, no sabía por qué. En esos momentos, lo veía claro: a sus veintiséis años, necesitaba a alguien a su lado, alguien que la quisiera y compartiera con ella su vida, no un tío que estuviera allí ocasionalmente para echar un polvo. Eso le había funcionado hasta ahora, pero era momento de hacer cambios en su vida.

Había quedado con él en una cafetería, pues estaba segura de que, si se veían en casa de alguno de los dos, aquello iba a acabar en sexo de despedida o lo que fuera y no quería volver a caer en sus redes. Lo encontró sentado de espaldas a la puerta. Colette se detuvo en la entrada de la cafetería, se echó la larga melena rubia hacia atrás, se acomodó el bolso en el hombro e inspiró. «Vamos allá», se dijo para darse ánimos, y empezó a caminar hacia allí. 

—Ey, nena —la saludó Axel mientras se levantaba para darle un beso en los labios. Colette pensó que debía apartarse, mas no pudo reaccionar a tiempo.

—Hola —contestó ella después del rápido beso, y se sentó frente a él. 

Axel era un hombre muy atractivo y plenamente consciente. Colette no era ilusa y sabía de primera mano que él se veía con otras chicas. De hecho, ella también lo había intentado, pero no le iba demasiado lo de tener diferentes relaciones a la vez. Además, su trabajo requería demasiado tiempo y no le dejaba pensar en su vida personal. Quizá por eso seguía con él, porque le permitía centrarse en su profesión, algo que no habría podido hacer si hubiera tenido una relación de verdad. Sin embargo, esas semanas había tenido tiempo para reflexionar y eso no era lo que quería. Ella no era así y no deseaba una relación de ese estilo en su vida. Anhelaba un hombre que estuviera comprometido con ella al cien por cien, que solo la mirara a ella, que solo la quisiera a ella, que solo la tocara a ella.

Las pocas veces que había intentado hablar de eso con Axel, él le había dicho que las cosas eran así, o las tomaba o las dejaba, y ella había sido una auténtica idiota al aceptar esos términos. Aunque en ese momento le resultase cómodo, no debió de conformarse con esa relación desde el principio. Así que iba a aprovechar que se marchaba para deshacerse de gente como él y poner orden en su vida. 

—Estás preciosa. —Le sonrió pícaramente con esos ojos azules como el cielo mientras se revolvía los rizos de color negro.

—Muchas gracias. —Se sonrojó sin poder evitarlo. 

Entonces, apareció el camarero y les tomó nota. Colette carraspeó y se frotó las manos contra los tejanos con nerviosismo bajo la mesa. No había pensado muy bien cómo iba a decírselo, ni siquiera estaba segura de si a él le importaría. 

—¿Qué tal el día? —Se dio un puñetazo mentalmente por hacer una pregunta tan estúpida. 

—Bien, como siempre. —Axel se encogió de hombros. Parecía incómodo; no paraba de mover el pie y sacudía toda la mesa. No quería estar allí. Bien, ella tampoco—. ¿Y tú? —preguntó por cortesía.

—Bueno, va… —Intentó sonreír, pero esbozó una mueca incómoda. Dios, ¿cuándo se había vuelto todo tan frío? Pese a que no eran amigos, habían compartido momentos íntimos. Aunque, bien pensado, quizá siempre había sido así. Cada vez tenía más claro que estaba haciendo lo correcto.

El camarero apareció con sus bebidas: un café con leche para ella y un refresco para él. Cuando el hombre se retiró, Axel miró fijamente su bebida. Colette supo que tenía que decirlo ya y que cada uno siguiera su camino.

—Te he dicho de quedar aquí porque quería hablar contigo. Ya sé que lo nuestro no va en serio, pero… supongo que tengo que decirte esto. —Él la miró, intrigado. Al menos ahora había captado algo de su atención.

—Dispara —instó Axel mientras le daba un sorbo a su refresco.

—Vale. Solo quería decirte que no podemos seguir viéndonos. Me voy de la ciudad un tiempo.

—Ah, vale —dijo él como si le acabara de decir que iba a pedir un donut. «¡Será idiota! Al menos podría mostrarse algo más afectado». En cierta manera, sabía que no le importaría, pero ¿esta indiferencia?

—¿Vale? ¿Ya está? —No logró contenerse. Él suspiró y puso los ojos en blanco.

—¿En serio? ¿Qué quieres que diga? ¿Que echaré de menos nuestros polvos? Dios, todas las tías sois iguales. —Se reclinó en la silla con los brazos cruzados. 

—¡Y tú eres un gilipollas! —Se puso en pie y le lanzó el café hirviendo a los pantalones. «¡Que se joda!».

—¡Joder, Colette! ¡Está ardiendo! —Se levantó de golpe, tirando la silla al suelo e intentando separar los pantalones de sus partes. Todos los clientes del local los miraban—. ¡Estás loca! ¿Qué coño te pasa?

—Tú eres lo que me pasa, idiota. He perdido el tiempo contigo. Dios, qué tonta he sido. Espero que todo te vaya muy bien, ¡cretino! —Cogió sus cosas y se marchó de allí con la cabeza bien alta.

Sabía que había sido borde con él, pero había esperado que Axel sintiera por lo menos un poco de cariño hacia ella. Sin embargo, esa indiferencia… Dios, la ponía furiosa y se sentía humillada. Esa relación estaba abocada al fracaso desde el primer momento en que ella aceptó lo que él le ofrecía. Se había conformado con eso porque, en aquella época, su trabajo lo era todo para ella y no quería perder el tiempo en relaciones, pero las cosas habían cambiado. Ahora deseaba a alguien que se preocupara por ella, no quería estar sola para siempre. Además, el sexo con Axel comenzaba a aburrirla. Necesitaba a alguien que le diera algo más, que la hiciera sentir. 

Al salir de la cafetería, respiró hondo. A decir verdad, se había quitado un peso de encima. Se aferraba a Axel por miedo a la soledad, lo admitía, pero no lo necesitaba, ya no. Siempre lo había achacado a que sus padres eran muy distantes con ella y a que estaba falta de cariño; además, no tenía hermanos ni otros familiares. Sus amigos eran estupendos, pero ella necesitaba algo más profundo. No obstante, estaría bien. Al día siguiente empezaría una vida nueva, buscaría un nuevo trabajo fuera de la ciudad y arreglaría la relación con su madre. No es que de repente fuera a convertirse en la madre del año, pero sabía que la quería, así que ese era su objetivo. Si algo le había enseñado la muerte de su padre era que uno no sabe cuánto tiempo tiene con las personas que le importan, por lo que Colette se prometió a sí misma no tener más relaciones sin sentido.

Al llegar a casa, se dio una ducha larga, como si así fuera a borrar todos los recuerdos de Axel y su nefasta relación. La ducha era el lugar donde mejor reflexionaba y, para no pensar más en ese cretino, rememoró algunos momentos especiales que compartió con su padre. Recordó la vez que le trajo una muñeca tras un largo viaje de negocios; era preciosa e inmediatamente se convirtió en su favorita. Otro de sus recuerdos preferidos era de cuando se graduó en la universidad y su padre pronunció las mejores palabras que jamás podría haberle dicho: «Estoy muy orgulloso de ti, Colette. Te quiero, hija». Nunca más volvió a escuchar esas palabras de afecto. Aunque sabía que sus padres la querían, no solían expresar sus sentimientos. Lloró por no haberle podido decir que ella también lo quería. Le hubiera gustado pasar más tiempo con él y conocerlo mejor, y la entristecía sobremanera no haberlo hecho. Se prometió a sí misma que no le pasaría lo mismo con su madre. 

Cuando salió de la ducha, después de derramar todas las lágrimas que no había soltado hasta ese momento por su padre, se envolvió en una toalla color turquesa y se miró al espejo. 

Unos ojos azules le devolvieron la mirada; estaban rojos por el llanto, pero a su corazón le había sentado bien llorar y desahogarse. Se cepilló el pelo rubio y se lo secó. Aquellos instantes encerrada en el baño le sirvieron para poner en orden sus pensamientos y sentimientos. Se sintió extrañamente aliviada y liberada, aunque con una tristeza en el corazón que tardaría en irse, ya que siempre se arrepentiría de no haber intentado limar asperezas con su padre.

Tras ponerse un pijama cómodo que consistía en una sudadera negra y unos pantalones anchos y largos de dormir, acabó de hacer las maletas y preparó lo que necesitaría para su estancia en la casa de campo. No sabía cuánto tiempo se quedaría allí, pero ahora nada la retenía en la ciudad, así que no le importaba si no regresaba. Su vecina y amiga, Rachelle, estaría pendiente de su correo y le enviaría las cartas importantes que le llegaran. Eso le recordó que le tenía que devolver las llaves de su piso, puesto que hacía dos días se las tuvo que pedir a Rachelle porque se las había olvidado dentro y todavía no se las había devuelto.

Se calzó las zapatillas y salió al rellano después de coger las llaves para devolvérselas por si tenía que entrar en caso de emergencia. Vivía puerta con puerta con Rachelle, que compartía piso con su novio Andrew, en la tercera y última planta de un bloque de apartamentos. Se conocieron allí cuando ella se mudó tras acabar la universidad hacía cuatro años. 

Rachelle abrió la puerta y la recibió con una sonrisa.

—¿Vienes a despedirte ya? —La abrazó sin esperar respuesta. Rachelle era tres años mayor que ella aunque no lo aparentara. Eran polos opuestos: Rachelle tenía el pelo negro y los ojos de un precioso color chocolate, ella era rubia y de ojos azules. Lo que sí compartían eran las caderas anchas y la predilección por el chocolate.

—Sí, mañana iré pronto a recoger a mi madre y después nos iremos. —Le devolvió el abrazo.

—Te voy a echar mucho de menos… —La estrechó con más fuerza y Colette rio.

—No me voy a la otra punta del mundo, solo estaré a un par de horas. —Le sonrió mientras se separaba un poco. No era muy dada a las muestras de afecto y Rachelle lo sabía, así que su amiga no se lo tomó a mal.

—Ya lo sé, pero no será lo mismo… ¿Que haré sin ti y sin nuestros viernes locos? —se quejó mientras hacía un puchero.

—Puedes seguir haciéndolo con Andrew —bromeó.

—Sigue sin ser lo mismo… 

—Qué exagerada eres. Mira el lado bueno: podéis venir un fin de semana a la casa de campo, vacaciones gratis. —La animó.

—Pues me has convencido, te tomo la palabra. — Rachelle rio y Colette se unió a ella—. Por cierto, ¿has dejado ya al cabrón ese?

—Por una vez, voy a dejar que lo llames así. Y sí, he roto con él, aunque ni siquiera estábamos saliendo y tampoco es que le importara. —Suspiró. No quería pensar en el bochorno que había sentido en la cafetería—. Y sí —se avanzó antes de que su amiga le reprochara nada—, ya sé que siempre me lo decías y yo ya lo sabía, pero aun así… jode.

—Ya lo sé, es un cabrón. Me alegro de que te hayas deshecho de él. —Rachelle la abrazó y ella se dejó consolar—. Te mereces a alguien mucho mejor.

—Le he tirado el café ardiendo en la entrepierna. —Soltó una carcajada al recordar la cara de Axel. En aquel momento había estado muy cabreada, pero ahora era incluso gracioso.

—¿En serio? —Rachelle se echó a reír. Colette asintió con una sonrisa en los labios—. Pues se lo tenía bien merecido. ¡Que se joda!

—¿A quién estáis poniendo verde ya? —Andrew salió al rellano y abrazó a su novia por la espalda. 

Rachelle y Andrew estaban comprometidos y Colette se alegraba mucho por ellos. La boda sería pronto, ese mismo verano; quedaban unos pocos meses. Inconscientemente, observó sus manos entrelazadas: hacían muy buena pareja y se veía a leguas que se querían mucho. 

Colette sabía que nunca conseguiría estar así con alguien. Sus relaciones habían sido más bien frías, sin muchas muestras de afecto. El novio más serio que había tenido la dejó porque no era muy cariñosa, pero Colette no podía remediarlo: no sabía hacerlo de otra manera. Por eso, había optado por tener relaciones puramente sexuales, aunque, al parecer, esas tampoco se le daban bien.

Pusieron al tanto a Andrew de su ruptura, por llamarlo de alguna forma, con Axel. Luego, se despidieron y quedaron en verse pronto. 

De nuevo en la soledad de su piso, Colette se preparó algo rápido de cenar con lo que quedaba en la nevera y, luego, se fue a dormir. 

Capítulo 2

Colette


El despertador del móvil sonó por toda la habitación y despertó a Colette de un tormentoso sueño. Cogió el teléfono, apagó la alarma y, luego, volvió a taparse con las sábanas y a cerrar los ojos. Últimamente no dormía bien. Estaba estresada por el trabajo que no tenía y preocupada por el porvenir, además de la tristeza que sentía por la pérdida de su padre y por no haber podido despedirse de él. Esa noche se había despertado varias veces entre lágrimas, pero era la última vez que se permitía llorar. 

Respiró hondo y se levantó lentamente para ir al baño. Su reflejo era el de una mujer con ojeras; parecía triste. Se dio dos palmadas en las mejillas y se lavó la cara.

—Ahora mejor. —Intentó sonreírse a sí misma en el espejo—. La verdad es que no. ¿A quién pretendo engañar? Parezco un muerto viviente. —Suspiró.

Después de vestirse con unos tejanos ajustados y un jersey grueso, pues en la casa de campo hacía más frío que en la ciudad, se puso sus botas marrones y desayunó unas galletas y un café, lo que le quedaba allí. El resto de comida se la llevaría Rachelle. Recogió lo que le quedaba y fue a por las maletas para ir a buscar a su madre en su coche. 

No habían hablado de qué iba a hacer su madre con la casa de la ciudad, si la vendería y se iría a vivir a la del campo o al revés. A su padre le gustaba tomarse un respiro de los negocios y la ciudad, pero su madre no trabajaba, así que podía vivir en cualquiera de las dos viviendas, no necesitaban las dos casas. El dinero no era problema: el patrimonio de la familia Larue era grande y, como su madre había sido la única heredera, tenían dinero de sobra. Además, Jeff Dubois nunca dejó de trabajar. Se dedicaba a la bolsa y era un bróker muy solicitado; los años y la experiencia le habían hecho ganar muchos millones. Aun así, Colette jamás les había pedido dinero a sus padres excepto cuando empezó los estudios. No obstante, su madre le ingresaba unos cuantos miles de euros al mes para que pudiera vivir cómodamente. No lo gastaba todo, obviamente, ni derrochaba el dinero. De vez en cuando se daba algún capricho, no era tonta, pero la mayoría de ese dinero financiaba sus cursos, pues siempre intentaba mejorar como profesional. A Colette no le gustaba llamar la atención ni ser ostentosa, quería una vida tranquila y trabajar de lo que le gustaba. 

En media hora, llegó a la gran mansión de los Dubois-Larue, donde su madre la esperaba en la gran puerta de madera de la entrada. La última vez que estuvo allí, su padre todavía vivía. Un escalofrío la recorrió. No sabía si alguna vez sería capaz de volver a entrar en esa casa sin derramar alguna lágrima. 

Beatrice bajó los escalones con suma elegancia; si había algo que definiera a su madre, era eso. Habían compartido el mismo color de pelo, aunque ahora Beatrice lo llevaba completamente blanco y recogido en un elegante moño. Iba vestida con un traje de chaqueta y pantalón de color marfil, el cual seguramente costaba más que su piso. Su expresión, como siempre, era inescrutable, aunque su mirada verde tenía un deje de tristeza. A pesar de tener cincuenta y cinco años, seguía igual de hermosa que cuando era joven. Detrás de ella estaba el señor Johnson, quien se ocupaba de los quehaceres de la casa desde hacía muchos años. Tendría la misma edad de su padre, unos sesenta, aunque no los aparentaba. Cargaba con las maletas de su madre, que seguramente pesaban una tonelada.

Colette salió del coche para ayudarlo, no sin antes darle un beso en la mejilla a su madre y preguntarle educadamente cómo se encontraba.

—Deje que lo ayude, señor Johnson. —Lo interceptó en mitad de la escalera y cogió una de las maletas que llevaba en la mano. El pobre hombre sostenía tres: una en cada mano y otra colgada del hombro. 

—No se preocupe, señorita. Gracias. —Rechazó su ayuda y siguió bajando.

Colette bajó tras él y abrió el maletero para que pudiera depositar dentro las pertenencias de su madre.

—Muchas gracias, señor Johnson —dijo su madre desde la puerta del copiloto.

—Es un placer, señora. Espero que tengan una agradable estancia —les deseó el señor Johnson mientras abría la puerta para que Beatrice entrara.

—Sabe que también es su casa. Si lo desea, puede venir con nosotras —le dijo su madre con una sonrisa. 

Estaba claro que todos sentían que el señor Johnson era parte de la familia. Colette sabía que había tenido una gran amistad con su padre.

—Tengo asuntos que resolver, pero, en cuanto me sea posible, iré a ver cómo se encuentran. —Le devolvió la sonrisa. 

El señor Johnson había dejado de trabajar para su familia hacía unos meses. No obstante, aunque Colette no sabía por qué, había acudido a ayudarlas en cuanto se enteró de la muerte de su padre.

—Le estaremos esperando —dijo Colette.

Cuando se despidieron del señor Johnson, emprendieron el viaje hacia la casa de campo. Colette tenía muy buenos recuerdos de ese lugar, sobre todo en verano, cuando su padre tenía más tiempo. Normalmente estaba encerrado en su despacho, pero allí era diferente. Colette tenía ganas de ir con su madre y recordar cosas de Jeff juntas.

Su madre carraspeó.

—Me alegro de pasar tiempo contigo, Colette —dijo para su sorpresa.

—Yo también, mamá. —Y era verdad, pues tenía la sensación de que Beatrice era una completa extraña.

—Tu padre… Tu padre siempre me decía que tendríamos que habernos visto más. —Sonrió con cariño—. Pero siempre estábamos ocupados. Supongo que nunca hemos sido una familia muy unida.

¿Su madre, Beatrice Larue, le estaba abriendo su corazón? ¿Exponiendo sus sentimientos? Esto era un acontecimiento sin precedentes. La muerte de Jeff la había afectado mucho. Colette nunca la había visto expresar ningún tipo de emoción, siempre era muy hermética.

—Supongo. Me habría gustado que lo fuéramos.

—Ahora ya no importa… —Beatrice intentó esconder una lágrima que le había resbalado por el rostro girando la cabeza hacia la ventanilla. Colette no supo qué hacer, si alargar la mano y consolarla o decirle algo.

Optó por el silencio. Supuso que ese viaje era algo bueno para ambas y que, en cierta manera, lo hacían por su padre. Seguro que se alegraría allí donde estuviera de que hicieran eso juntas. No pudo retener las lágrimas y se las limpió enseguida. Su madre alargó la mano y le dio una palmadita en el hombro. Algo era algo. 

No hablaron mucho durante el resto del viaje, solo discutieron algunas cuestiones triviales como cuáles eran sus planes con respecto al trabajo, si iba a buscar uno o si se tomaría un descanso. Colette le dijo que buscaría, pero sin prisa, pues su objetivo era pasar más tiempo con ella, cosa que pareció tranquilizar a su madre. A pesar de ser una mujer firme y poco cariñosa, Colette entendía perfectamente que Beatrice no quisiera estar sola en esos momentos. No sabía muy bien cómo era la relación entre sus padres ya que, aunque siempre supuso que se querían, nunca habían mostrado mucho afecto. 

Como solo hicieron un par de paradas, no tardaron en llegar a la gran finca. La casa de campo era gigante y tenía un extenso jardín. La vivienda estaba alejada de otras que había por la zona y el pueblo más cercano estaba a quince minutos en coche. Hacía tiempo que Colette no iba allí, pero sabía que sus padres organizaban fiestas y demás actos con sus amigos ricachones cada cierto tiempo. 

Entró por el camino de tierra decorado con preciosas flores. Su madre se encargaba de que la casa siempre estuviera cuidada y acondicionada para sus escapadas. Había jardineros y gente que se ocupaba de la limpieza que acudían regularmente para mantenerlo todo en orden. Llegó a la verja de hierro forjado que tanto la emocionaba cuando era pequeña, pues significaba que era verano y que le esperaban buenos ratos en la piscina, en las pistas de tenis y en su gran habitación. Suspiró al recordar lo feliz que había sido en aquella casa, antes de ser consciente de que lo que quería realmente eran unos padres más cariñosos y no tan superficiales, con sus fiestas y toda esa gente parecida a ellos. 

Salió del coche y abrió la verja. La última vez que estuvo allí fue cuando celebraron el cumpleaños de su padre el año anterior. Beatrice había invitado a mucha gente de la alta sociedad y Colette fue a pasar el fin de semana. Era injusto cómo podía cambiar la vida en tan poco tiempo. Suspiró, volvió al coche para moverlo hacia adelante y, después, cerró la verja. Condujo por el camino de grava un poco empinado hasta llegar a una zona más plana al lado de la entrada.

La casa era muy bonita, de ladrillo visto y dos plantas, con un porche delantero con una puerta de madera enorme y detalles de hierro forjado. En el tejado a dos aguas y de color grisáceo había tres ventanas en forma de triángulo; la de la derecha daba a su habitación. 

Ambas bajaron del coche y Colette cogió su maleta y dos de su madre; Beatrice agarró la restante. Mientras caminaban hacia la entrada, Colette advirtió que su madre vacilaba, seguramente porque recordaba los momentos con Jeff. Como llevaba gafas de sol, no vio su expresión, pero mucho se temía que su madre tenía lágrimas en los ojos que no derramaría. 

En cuanto Beatrice fue consciente de la mirada de su hija, volvió a ponerse en marcha.

—¿Estás bien, mamá? —preguntó Colette.

—Claro —contestó secamente.

Colette asintió, sin saber qué hacer para que su madre se abriera a ella. Al no haber tenido una relación estrecha, no era capaz de descifrar lo que pensaba Beatrice Larue en esos momentos.

Cuando entraron en la vivienda, el olor a flores que siempre asociaba con aquella casa inundó sus fosas nasales. No había nadie, pero se habían ocupado de dejarlo todo listo y limpio para ellas. La planta de abajo era espaciosa y luminosa, con espacios abiertos. El comedor y la cocina estaban separados por una barra americana de madera oscura. Toda la zona de salón, cocina y comedor estaba decorada con tonos blancos y piedra gris. Dejaron los abrigos y los bolsos en el armario de la entrada y, sin decir nada, Colette acompañó a su madre a su cuarto. Las dos habitaciones estaban en la segunda planta, a la cual se accedía por unas escaleras enormes que había junto a la entrada.

Al entrar, Colette se dio cuenta de lo poco que había estado en aquella estancia. Todo era elegante y sobrio, y no había ninguna foto de ella o de sus padres. Era una habitación sacada directamente de una de esas revistas de moda. Lo observó todo con detenimiento. Los armarios de madera, la colcha blanca con cojines azules, el cabezal de madera blanca a juego con el resto de muebles… Todo parecía perfecto.

—Deja eso ahí, Colette, muchas gracias. Puedes irte —la despachó su madre sin mirarla, tratándola como si fuera la chica de los recados y no su hija. 

Eso le dolió y un pedacito de su corazón se rompió por el tono tan distante que había usado. No obstante, Colette pensó que Beatrice necesitaba estar sola; se encontraba en un cuarto que había compartido durante toda su vida con su marido y, ahora, él ya no estaba. Suponía que necesitaba tiempo para procesarlo. Ella también lo echaba de menos, pero comprendía que no era lo mismo para su madre, que vivía con él a todas horas.

—Vale, mamá. Si necesitas algo, estaré por aquí —se obligó a decir con un tono neutro, que no expresara el dolor que sentía por dentro.

Su madre asintió mientras abría las cortinas y Colette salió de la habitación. Tenía la sensación de que había retrocedido diez pasos con su madre. Cerró la puerta y no pudo evitar que algunas lágrimas se le acumularan en los ojos. Beatrice acababa de perder a su marido, quizá su gran amor, pero ella había perdido a su padre, su ejemplo a seguir, y necesitaba el consuelo de su madre, algo que sabía que no iba a conseguir. 

Fue a su cuarto dejando escapar un sollozo y, cuando entró y cerró la puerta, no pudo contener el torrente de lágrimas que se derramaron por sus mejillas. Empezaba a ser muy consciente de que su padre no volvería. Se tumbó en la cama y lloró hasta quedarse dormida por el cansancio.


***


Cuando despertó, se sentía más cansada que esa mañana. Se sentó lentamente en la cama y observó su habitación. Era pasado mediodía, a juzgar por el sol que entraba por la ventana. Se levantó y se acercó a esta, donde todavía se erguía la estantería que guardaba muchos de sus libros favoritos. Los inspeccionó. Tenía libros de todos los géneros menos de terror; era demasiado miedica como para leerlos, lo admitía. Pasó los dedos por los lomos y se detuvo en uno de los últimos que le había regalado su padre cuando era adolescente. Alguna vez, cuando volvía de algún viaje de negocios, le traía un libro que pensaba que podría gustarle, y siempre acertaba. En esa ocasión, le había traído una recopilación de poemas de amor, que devoró el mismo día que se lo regaló durante el viaje hacia la casa de campo. Por eso lo había dejado allí, porque era su lugar favorito. Su casa en la ciudad estaba bien, le gustaba, pero esta vivienda en el campo la hacía feliz. Abrazó el libro como si así pudiera abrazar a su padre una última vez y, después, mientras volvía a dejarlo en la estantería, Colette decidió que lo releería esa noche. 

Se dio una ducha para despejar la mente y bajó a comer algo; estaba hambrienta. Se le encogió el corazón al pasar por delante de la habitación de sus padres. Desconocía si su madre seguía allí encerrada o habría salido. Dudó entre seguir andando o llamar a la puerta y preguntarle a su madre si se encontraba bien. Finalmente, decidió pasar de largo. Por mucho que se preocupara por ella, su madre se negaría a hablar, así que, ¿para qué intentarlo?

Entró en la gran cocina de diseño y examinó los armarios en busca de chocolate; el dulce la ayudaba a pensar y a calmarse. Quizá debería empezar a hacer ejercicio en lugar de comer, porque últimamente no se estaba cuidando mucho. Encontró un paquete de galletas, pero no eran de chocolate, así que las volvió a dejar y decidió hacerse algo más sano. Optó por un sándwich de pavo. «Malditos remordimientos…». Fue hacia la sala de estar, donde se encontró de cara con su madre, que miró el bocadillo que llevaba en la mano con reprobación.

—Esta noche llamaré a la cocinera. Debes comer más sano, Colette.

—Ya lo sé, mamá. 

Por lo visto, había heredado el talento de su madre para la cocina, es decir, ninguno. Jamás la había visto cocinar. Al menos ella había aprendido algo durante los años que había vivido sola, incluso Rachelle le había enseñado algunos platos.

—Colette… —la llamó con preocupación.

—¿Sí? —Se giró para mirarla, con la esperanza de que su madre quisiera decirle algo sobre cómo se sentía.

—¿Vas a ir a algún sitio? —preguntó finalmente tras unos segundos de silencio.

—A ninguno en especial. Iba a salir a caminar, pero puedo quedarme y hacemos algo juntas si lo prefieres.

—No, no, da igual, ve a caminar. Nos vemos en la cena. —Se bebió el vaso de agua que tenía en la mano y salió de la cocina en dirección a la biblioteca, que estaba al otro lado del pasillo, sin dejarle decir nada más.

Colette se quedó allí plantada pensando en qué demonios había pasado. ¿Había intentado su madre hablar con ella o solo eran sus ganas de que eso ocurriera? ¿Tan necesitada estaba del amor de su madre? «Eso parece…», pensó. 

—Dios, soy patética. No sé por qué espero que algo cambie entre nosotras después de tantos años —suspiró, con lágrimas en los ojos.

Capítulo 3

Colette


Salió de la finca para pasear a pesar de que el jardín era lo bastante grande como para perderse. Tenía que aceptar que la muerte de su padre no significaba que su madre fuera a convertirse en una persona más cariñosa y accesible. Estaban allí juntas, sí, pero eso tampoco quería decir que Beatrice pensara igual que ella en lo referente a los motivos de esas «vacaciones». Colette pensó que sería una buena manera de hacerse compañía y de acercarse, pues la horrible experiencia de perder a un ser querido era una especie de señal para pasar más tiempo juntas. Sin embargo, eso era lo que había pensado ella; no tenía ni la menor idea de lo que pasaba por la cabeza de Beatrice Larue.

Decidió caminar hasta el pueblo para averiguar si podría encontrar algún trabajo mínimamente relacionado con lo suyo. No sabía cuánto tiempo iba a quedarse, pero necesitaba hacer algo para no volverse loca en esa gran casa. Seguramente, su madre no estaría de acuerdo; no obstante, si no quería pasar tiempo con ella, que era para lo que Colette había venido… No pensaba quedarse de brazos cruzados viendo la vida pasar. 

No prestó atención a dónde se dirigía y, de repente, se vio en un camino de tierra marcado por neumáticos. Miró hacia atrás y no reconoció el sendero: se había perdido. «Mierda». Decidió que lo mejor era volver sobre sus pasos, pero, al darse la vuelta, se encontró con perro enorme. Era un pastor alemán que la miraba fijamente, parado en medio del camino. Se quedó quieta; los perros no la asustaban, pero no conocía al animal y, por lo que parecía, no tenía dueño. Miró a ambos lados y no oyó ni vio a nadie, así que decidió ir por el lado contrario. Quizá el camino llevaba a algún sitio desde donde podría ir al pueblo.

Cuando comenzó a caminar, escuchó al perro seguirla. No debía correr, eso lo sabía, aunque ganas no le faltaban. Empezaba a asustarla. Aceleró el paso y cada cierto tiempo miraba hacia atrás: el perro la seguía de cerca. Quizá solo era un pobre perrito abandonado que buscaba compañía; sin embargo, no se atrevió a acercarse. Nunca la habían mordido ni atacado, pero sí que conocía a personas cuyos propios perros se habían vuelto en su contra y no quería tentar a la suerte. 

De repente, oyó un silbido y se dio la vuelta para observar al perro, que levantó las orejas y comenzó a correr hacia ella. Colette se asustó y trastabilló hacia atrás, tropezando con una piedra. Intentó recobrar el equilibrio, pero no le sirvió de nada: resbaló por una pequeña pendiente que había al lado del camino. La caída no fue para tanto; aun así, le dolía el pie y estaba llena de barro. Unos días atrás había llovido y la buena suerte había querido que cayera en un charco de barro apestoso. «Genial», pensó mientras miraba hacia el camino de arriba. 

El perro bajó la pendiente. Colette intentó levantarse deprisa, pero resbaló con el fangoso suelo una vez más. El perro ladró fuerte y ella cerró los ojos y se cubrió el rostro, a la espera de recibir el mordisco que seguiría a ese ladrido. No obstante, el perro le lamió la mano. El corazón le latía a mil por hora y estaba tan asustada que no oyó que alguien se acercaba.

—¡Nasha! —gritaron. Entonces, el perro volvió a ladrar y, esta vez, Colette no sintió miedo—. ¿Qué coño haces…? —El desconocido se detuvo a mitad de frase al verla. 

—Ho… hola —dijo Colette completamente avergonzada—. ¿Es su perro?

—Sí, es mi perra. ¿Está usted bien?

—Mmm… No sabría decirle. 

Comenzó a reírse. Tal vez demasiado histéricamente, pero entre el miedo que había sentido antes, la caída, estar llena de barro y la perrita que, al parecer, solo estaba cuidando de ella, se sentía ridícula.

El desconocido descendió hasta ellas y acarició la cabeza de la perrita, que movía la cola feliz.

—Buena chica —dijo y, después, la miró a ella—. ¿Puede levantarse?

—Sí, creo que sí.

Cuando estuvo un poco más tranquila, apreció que el desconocido era tremendamente atractivo. El hombre le tendió una mano grande y fuerte, que ella aceptó gustosa con tal de no caerse una vez más en el asqueroso charco de barro. Al erguirse, sintió una punzada de dolor en el pie y se tambaleó. Él le rodeó la cintura con la otra mano y la atrajo hacia él.

—Le… Le voy a ensuciar… —Se sintió estúpida y avergonzada.

—No se preocupe por una tontería como la ropa. ¿Puede caminar? —dijo con una voz muy grave y sexy. «¿Sexy? Ay, dios, ¿desde cuándo pienso que las voces pueden ser sexys?», se sonrojó Colette, sin atreverse a mirarlo a la cara. 

—Eh, sí, perdón, sí, puedo caminar —farfulló mientras se soltaba de su agarre, aunque no se estaba mal entre sus brazos.

—¿Puedo preguntarle cómo ha acabado aquí? 

Colette se atrevió a mirarlo a los ojos. Estaba muy avergonzada, pero seguía teniendo educación. El hombre le estaba sonriendo y… Oh, dios, ¡qué sonrisa! 

—Pues, en realidad, ha sido culpa suya —respondió medio en broma.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? —Arqueó una ceja y se cruzó de brazos. Colette no pudo evitar admirar lo fibrosos y musculosos que parecían a través de ese jersey fino de color gris de manga larga. 

Carraspeó y volvió a clavar la mirada en sus ojos; eran preciosos, de un color verde azulado muy bonito. Su cabello corto y ondulado era pelirrojo, igual que su espesa barba. Colette pensó que parecía un modelo sacado de una revista de moda de leñadores macizos. Bueno, no sabía si existían ese tipo de revistas, pero, si fuera así, él saldría en la portada. Solo le faltaba la camisa a cuadros. Calculó que tendría un par de años más que ella.

—Pues resulta que, cuando usted ha llamado a su perrita, ella ha empezado a correr hacia mí y me he asustado, he tropezado y el resto es historia —refunfuñó, fingiendo estar enfadada. 

—Mmm… Ya veo —murmuró mientras se frotaba la barba—. Pues sí, parece que tengo la culpa—. «Ahora es cuando se disculpa y me invita a tomar algo», pensó Colette—. Lo siento mucho, espero que le vaya bien —dijo, se dio la vuelta y comenzó a subir hacia el camino. Colette se quedó allí plantada, sin saber qué decir exactamente. 

—¡Espere! ¡Al menos podría ayudarme a subir! —gritó.

—Por supuesto, perdone. —El hombre le tendió una mano y Colette no tuvo más remedio que aceptarla. Cuando iba a apoyar el pie para impulsarse hacia arriba, él tiró de ella y la subió como si no pesara nada. La perrita ascendió tras ella.

—Gra… gracias.

—No hay de qué. Que tenga un buen día —se despidió de nuevo. 

Colette estaba un poco desconcertada. No estaba acostumbrada a que los hombres no le hicieran caso. A ver, sabía que no era una modelo, pero era atractiva y siempre había conseguido al chico que quería. Que ese hombre no le hubiera lanzado ni una mirada insinuadora la trastocaba un poco. ¿Tan poco atractiva le parecía? Porque ella pensaba que él era el hombre más guapo con el que había tenido el placer de encontrarse. 

—¡Espere! —chilló una vez más al tiempo que daba un paso hacia él.

—¿Sí? —El desconocido se giró y la miró impaciente, como si quisiera huir de ahí. ¿Tan molesta le resultaba?

—Yo, eh… me he perdido. —Confesó finalmente—. Creo que he venido de ahí, pero… no estoy segura.

El hombre resopló, como si le hubiera pedido tantos favores que se hubiese convertido en una molestia. «¡Será idiota! ¿Tanto le cuesta ayudarme?», pensó Colette, cabreada por la falta de empatía de ese hombre. 

—Da igual, encontraré el camino yo sola. Gracias por lo de antes —espetó enfadada, se dio la vuelta y empezó a caminar. Notó una ligera molestia en el pie, pero la ignoró.

De repente, sintió que le agarraba la muñeca para detenerla.

—Perdone, no quería parecer borde. La ayudaré a volver. ¿Dónde se aloja? —preguntó a su espalda.

—No es necesario, gracias.

—No quiero que se asuste de nuevo y acabe metida en un pozo o algo peor —bromeó. 

Colette puso los ojos en blanco y resopló para evitar reír.

—Vivo en una de las casas de campo de la urbanización, la 108. 

Él silbó en respuesta.

—Esas casas son espectaculares.

—Sí, la mayoría fueron construidas por el mismo constructor… No importa —se interrumpió Colette al darse cuenta de que iba a darle una charla a un total desconocido.

Él le rodeó la cintura con el brazo sin previo aviso y la obligó a apoyarse en él. Era muy alto, rondaba el metro noventa.

—¿Qué…? ¿Qué hace? —farfulló Colette; no sabía qué hacer con las manos.

—He visto que cojeaba y he pensado que podría usarme de muleta. —Se encogió de hombros. 

—Ah, vaya, gracias.

Hacía un momento estaba resoplando por tener que ayudarla y, ahora, se comportaba como un auténtico caballero. ¿Qué le sucedía a ese hombre?

—Vamos, agárrese. No sea tímida.

—No soy tímida —refunfuñó Colette, y él emitió una risa que la atravesó de arriba abajo. 

Poco a poco, lo agarró de la cintura como él hacía y sintió los duros músculos bajo el jersey. 

Comenzaron a caminar y Colette pensó que, visto desde fuera, parecerían una pareja paseando por el campo, algo que no podía distar más de la realidad. No tenía ni idea de quién era ese hombre y, aun así, había permitido que la abrazara cuando ella no toleraba mucho los abrazos, ni siquiera los de Rachelle. No es que le molestaran, sino que no sabía cómo gestionar el contacto con otras personas, la hacía sentir incómoda.

Sin embargo, ese hombre no la incomodaba para nada, más bien todo lo contrario: su contacto era tranquilizador. Su aroma la invadió; olía a madera y a hierba fresca, un olor maravilloso.

—¿Vive por aquí? —preguntó Colette para romper el silencio.

—Sí.

«Vale… No es muy hablador».

—Por cierto, soy Colette. Puedes tratarme de tú, creo que tenemos más o menos la misma edad. —Rio.

—Genial.

«¿Y ahora qué le pasa? ¿Es capaz de abrazarme, pero no de mantener una conversación civilizada?». 

—¿Vive por aquí cerca? —Siguió tratándolo de usted, pues ni siquiera le había dicho su nombre. 

—Sí. El camino por el que te has caído lleva a mi casa.

«¡Bien, más de una palabra!», pensó con ironía. Aunque tampoco se le ocurrió qué decir a continuación. De repente, reconoció el camino. Su casa no quedaba lejos así que, para evitar otro silencio incómodo y esa situación un tanto rara, se separó de él.

—Ya sé dónde estoy, mi casa no está lejos. Muchas gracias por todo, ya puedo seguir yo sola —dijo con una sonrisa. 

—¿Está segura? No me importa acompañarla.

—Sí, sí, no se preocupe. Muchas gracias por su ayuda.