NOTAS

1 Quince días después de la publicación de este reportaje, Lupita ganó la medalla de plata en los Juegos Olímpicos Río de Janeiro 2016. La primera y tercera posición fueron para las competidoras chinas: toda la carrera hicieron estrategia para bloquearle la punta. Un año más tarde fue medallista de plata en el XVI Campeonato Mundial de Atletismo de Londres.


2 Acerca de la obra de Alejandro Solalinde se puede ahora leer Solalinde: los migrantes del sur, publicado también por Lince Ediciones y escrito por él mismo con Ana Luz Minera.


3 Jesús Cedillo falleció el 2 de noviembre de 2016 a los noventa y cinco años.


4 Los nombres reales de los protagonistas fueron cambiados a petición de ellos.


5 Los nombres reales de los protagonistas fueron cambiados a petición de ellos.


ANÍBAL SANTIAGO

MÉXICO, TIERRA INAUDITA

Relatos de un país inimaginable






lince_negro



© Aníbal Santiago, 2017

© Los libros del lince, S. L.

Gran Via de les Corts Catalanes, 657, entresuelo

08010 Barcelona

www.linceediciones.com


ISBN: 978-84-17302-17-7

Primera edición: septiembre de 2018

Maquetación: gama, sl

Imagen de cubierta: © Malpaso Ediciones, S. L. U.


Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley. 





Para Alaia, por iluminarme cada día

Para Alcira y Héctor, mis cómplices con las palabras

2

laguna seca: el pueblo 
que no bailó los xv de rubí

Manos firmes en el manubrio y sombrero vaquero. Sebastián se inclina sobre el campo estéril del descampado Laguna Seca, donde con su motoneta zigzaguea como un detective ansioso que observa tras su lupa. Pero aquí no hay pistas a seguir. O si las hay, las pistas que persigue el desempleado de cuarenta y seis años y tres hijos carecen de misterio: busca algún refresco sin abrir que este mediodía de sol lubrique su garganta, restos de alimento, una botella con sobras alcohólicas que mejoren este martes de diciembre en que su pueblo, también llamado Laguna Seca, se despierta tras recibir el evento más imponente en la historia de la región.

Pero de eso no queda casi nada: en este solar del estado de San Luis Potosí, donde hasta hace unas horas bailaron miles por los XV años de Rubí, meteórica estrella de las redes sociales de 2016, aún está el escenario monumental —que en este momento varios empleados desmontan tras recibir a K-Paz de la Sierra y otros grupos—. Y abajo del tablado para los artistas se extiende un colosal llano dorado por las heladas invernales.

Sobre la hierba seca irrumpe una capa de basura amplia, como dos campos de futbol. Vasos de Pepsi, envolturas de Sabritas, latas y desperdicios de todos colores, tamaños, empaques y marcas. Basura multiplicada como una plaga que lastima los ojos por su abundancia y variedad. Un manto plástico salpicado con botellas de vidrio que Sebastián revisa y que legaron algunos cientos de habitantes del pueblo vecino, La Joya —de donde son Rubí y su familia— y una multitud procedente del resto de México e incluso del sur estadounidense.

Tequila Cabrito, vacío. Brandy Torres 10, vacío. Whisky Black & White, vacío. Tequila Viuda de Romero, vacío. Y lo mismo botellas de Jack Daniel’s, tequila Cazadores, Captain Morgan, William Lawsons. Los vestigios cilíndricos de la fiesta a la que acudieron políticos como el gobernador estatal, Juan Manuel Carreras, fueron succionados hasta la última gota. Ya solo les queda aire.

Resignado, Sebastián ve que un desconocido lo llama, se acerca con su moto y pregunta qué razón hay para estar ahí.

—Un reportaje sobre el amanecer del pueblo del baile de Rubí. ¿Tú? —reviro.

—Andaba a ver que me hallaba, pero pues no dejaron nada —responde—. Pero esto también va a la suerte, oiga.

—¿Buscabas algo como unas chelas?

—Una botella o con suerte una cartera.

—¿No hallaste nada?

—Nada más esta chingada saquilla —muestra un viejo morralito de tela que cuelga del manubrio— y este vasote para agua. ¡Tiene letras americanas! —se contenta levantando hacia su cara un viejo vaso gris de Star Wars con las palabraslaseralliancestarfighter.

—¿Tienes hijos?

—Tres.

—¿De qué viven?

—Con frijolitos de la olla que coma uno y tortillita y su vaso de agua, le aguanta todo el chingado día.

—¿Carne?

—Todo eso es monte —señala unas colinas—. Chingo de ratas que hay.

—¿Ratas?

—Ratas de monte. Los del pueblo las matamos, se pelan, se lavan bien lavaditas, van a la cazuelota con aceite y viera cómo están de sabrosas —une en un manojo sus dedos y los besa—. Qué carne ni qué la chingada.

—¿Cómo se vive aquí?

—A gritos y sombrerazos. Unos se emplean en la fábrica de mezcal y otros cultivan maíz y frijol. Ahora verá: si llueve, todos tenemos; si no, nos lleva la jodida. Este año no llovió: todos nuestros campos secos como esta presa —contempla el terreno del baile en el que hablamos.

—¿Esto es una presa?

—Era. De chiquillo llovía hasta tres veces al día y esto se llenaba de agua, se enlagunaba de perdida así —lleva su mano al pecho—. Había patos, garzas... bonito. Ahí están unos desagües para las milpas: abrían las llaves, se regaba el campo y se cosechaba mucho. Ya son catorce años o más, siempre a secas. Esto ya murió: fue la voluntad de Dios —dice.

Sebastián mira la desolación: los anuncios de six $ 84, lata $ 17 en los locales vacíos de cerveza Dos Equis, los baños móviles que sirvieron a miles y la vieja camioneta de una familia veracruzana que acampó aquí y que se niega a abandonar la tierra de la histórica fiesta.

Los jarochos no quieren despedirse de un evento que se volvió masivo porque en Facebook el padre de Rubí dijo “Quedan todos cordialmente invitados” y 1.3 millones de personas avisaron que asistirían: “todos” le dijeron que sí. Y entonces vino el encontronazo en las mismas redes: un sector del país sintió el fenómeno mediático como la desgracia de una sociedad maniatada por medios frívolos y otro, solo como una fiesta a la que había que ir porque la juerga sería espectacular.

Sebastián González se arregla el sombrero y agarra su moto: está a punto de irse. Pero antes pisa la línea de tierra donde ayer, durante las carreras equinas que ofreció Crescencio, papá de la quinceañera, Félix Peña, dueño de un caballo competidor, fue embestido de modo espeluznante por un animal que corría.

—Era mi amigo, aquí lo mataron, aquí cayó el difunto Félix —precisa señalando el sitio exacto con sus botas en un área repleta de estiércol.

—¿Usted cree que fue bueno tener en su pueblo los XV de Rubí, o por el muerto le queda a Laguna Seca un sabor amargo?

—Ya le tocaba, oiga. Cuando le toca a uno, trae uno su destino —dice, pero al instante se le esfuma el duelo—. Nunca habíamos visto un baile como anoche —sonríe satisfecho con sus dos dientes de oro y parte. Sebastián sigue buscando entre los restos del baile algún tesoro perdido.

caldito de rata

La última patrulla de la Policía Federal abandona el descampado del baile, Sebastián termina de hurgar entre la basura, y aunque la fiesta acabó hace ya ocho horas, los nueve de la familia Luna de Veracruz persisten en el llano al que arribaron hace cinco días tras veintiséis horribles horas de un viaje con múltiples confusiones de rutas y fallas mecánicas hasta lograr su misión: pisar antes que nadie Laguna Seca y acampar.

—Primeros en llegar, últimos en irnos —se ufana el padre y conductor, Alejandro Ramírez, que con cara de agotamiento está por tomarse una última foto familiar junto al cargamento de regreso a casa: envases de Pepsi, Orange Crush y Corona; galletas Emperador, sillas y mesas, una linterna y la bendición de un crucifijo dorado bajo el retrovisor.

—Los niños querían conocer a Rubí: cumplimos su sueño —afirma la mamá.

—¿Por qué la admiran?

Marisela se queda pensando, no halla la respuesta y pide ayuda a su hija mayor.

—Naaai, el periodista pregunta por qué admiras a Rubííí.

La adolescente Naide desciende del camión y con desgano baja la cabeza para responderle formal a la grabadora.

—Se hizo viral el video en YouTube, luego en Face, la tele y así.

—¿Por eso querías conocerla?

Asiente.

Con latas de atún, pan Bimbo, tortillas de harina, jamón, tres garrafones de veinte litros y no mucho más emprendieron la travesía que concluye hoy, aunque ellos no quisieran.

—Tantos periodistas amontonados —se queja la mamá.

Los periodistas, verdugos de su felicidad, los que no la dejaron acercarse a Rubí.

—Queríamos platicar como se debe, tomarnos la selfie.

Esa foto no se pudo, pero sí la foto final.

—Verla bailar su vals fue lo más emocionante de la fiesta —dice el papá mientras posa y se agarra la manzana de adán, señal de que se le hizo ayer un nudo en la garganta.

—Ver a Rubí fue como ver a mis hijas, Dios quiera que pueda ver sus XV años.

—¿Quisiera una fiesta de este tamaño? —le pregunto.

—¿Con qué?

—Cosa de que invite en el Face a “todo el mundo”.

—Y vamos a agarrar de padrino al gobernador Yunes. Al otro no (Javier Duarte) porque ese se llevó todo —se carcajea.

El terreno del baile es un desierto a las tres de la tarde. Y lo que fungió como entrada del fiestón, un montecito yermo, da paso a un sendero con mezquites y otras plantas que crean el milagro: la vida sin agua. No más de 20 metros adelante aparece, al borde de la carretera, el pueblo de roca desnuda que el 26 de diciembre experimentó atónito una invasión: a Laguna Seca la forman setenta familias con unos trescientos cincuenta habitantes.

Aquí no hay internet. Es decir, poco o nada sabían de que Facebook, Twitter y otras redes sociales avisaban de las magnitudes del festejo viral. Si acaso las noticias de la televisión contaban que los XV años de la joven del menos pobre pueblo vecino, La Joya, no serían cualquier cosa.

Jamás esta antigua aldea había visto tanta gente junta. Mañana, tarde y noche las filas de autos y caminantes irrumpieron como peregrinos descontrolados desde el norte y el sur. Luego, el sonido rítmico de las bandas musicales entró por calles de terracería y chimeneas, superó las centenarias puertas de gruesa madera que protegen cada hogar.

Sobre la carretera, Tomasa Leija se resguarda bajo la sombrita de un pirul junto a sus tres hijos y su esposo, en espera del colectivo que por 150 pesos los llevará a Charcas, la cabecera municipal.

De regreso, otros 150. La mitad del ingreso semanal en un traslado en una camioneta.

—Mire la basura —dice Tomasa con un alegre vestido de lentejuelas—. Para limpiar esto se va a necesitar la reunión de toda la comunidad. No creo que los de La Joya vengan a hacerse cargo.

Pero la basura no pasa de un disgusto. Ese no es el problema en este lugar. Han pasado no menos de quinientos años desde que estuvieron aquí los primeros pobladores, evangelizados por los monjes Carmelitas, y a Laguna Seca aún no llegan ni un consultorio médico, ni pavimento ni drenaje: pura tierra, polvo, piedras y, desde luego, letrinas. Acaba 2016 y las letrinas siguen, como en el Virreinato, la Independencia, la Revolución y todo lo que siguió. Y en este caso no se trata de que el gobierno olvidara a los pobres, como suele ocurrir. Sí saben de los pobres de Laguna Seca, pero a ellos el gobierno federal, el estatal y el municipal los cuece aparte. Según la mujer, a Laguna Seca no llegó ni una bolsa de frijol de la Cruzada Contra el Hambre.

—No nos consideran comunidad marginal y por eso nos quitan casi todos los apoyos. Como aquí tenemos la fábrica de mezcal, dicen que no necesitamos nada porque hay fuente de trabajo —expone Tomasa.

Y sí, en este pueblo es difícil encontrar a un solo hombre que no haya laborado en algún momento de su vida en la fábrica de mezcal Laguna Seca, famoso en México, Estados Unidos y Europa; sin embargo, la mezcalera contrata a no más de cuarenta habitantes. El sueldo: de 380 a 600 pesos a la semana. Menos que el mínimo oficial.

Y entonces, cuando Tomasa oye mi pregunta “¿cómo le hacen?”, retorna a la solución de la era de las cavernas: la caza. Escasean el frijol, el maíz, y los niños quieren carne.

—Con mi esposo agarramos una resorterita y un garrotito. En el monte buscamos pencas del maguey ruñidas y al verlas dice uno: aquí ruñó con sus dientes la rata. A escarbar. Y cuando salen, a pedradas o garrotazos —Tomasa nota alguna reacción mía—. Que no se le haga raro, aquí es normal decirnos: aquí tienes tu caldito de rata. Calientito, con su cebolla —se ríe, y contagia a su marido, que la oye atento rodeado de sus tres hijos.

A una cuadra de donde nos despedimos, Beatriz Gómez no llega a los veinticinco años y tiene ya tres hijos, de diez, dos y un año. Oye arrugando el ceño, desconfiada, que buscamos saber cómo vive en un día normal el pueblo que recibió la festividad multitudinaria y contesta, muy seria:

—Teníamos miedo. Decían que en esa fiesta iban a pasar cosas y mire usted —dice refiriendo a Félix Peña, el criador de caballos que murió entre la multitud.

Pero en esta comunidad la muerte es en vida, que se va extinguiendo día a día cuando el vacío retuerce el vientre.

—Siempre nos dicen lo mismo: ustedes no están en estado de marginación ni necesitan nada porque tienen su fábrica. Oímos esas palabras y nos vamos volviendo más pobres —dice Beatriz y sonríe. Sí, sonríe como si ante el dolor eso le conviniera al alma.

—¿Y de qué modo comen ustedes cinco?

—Mi marido se va a la sierra, busca hormigueros y se trae los huevos —dice y cierra la puerta.

—¿No me deja hacerle otra pregunta?

—No, señor, ya no.

A algunas construcciones de piedra —caserones centenarios donde hasta hace noventa años vivían los peones de la hacienda Laguna Seca, quemada en la Guerra Cristera— las ha invadido lo más vulgar de la política. Sobre algunas de esas fachadas aún se puede ver propaganda electoral: vota doctora blanca rosa navarrovota privota prd. A los pies de todo eso, el arroyo que alguna vez llevó agua ya es un canal seco vuelto depósito de basura. Sobre una roca frente a su casa, José Adolfo, cargador de piñas de maguey destinadas a la mezcalera y padre de tres, descansa tras la jornada y se apura a decir qué lo une al papá de la festejada Rubí.

—Con Crescencio jugamos futbol juntos quince años en el mismo equipo: Deportivo Laguna Seca, teníamos la camiseta del América. Él era medio, yo delantero. Nunca esperé que se hiciera tan famoso por todo esto.

—¿Y cómo es eso de cargar las piñas del maguey?

—Duro: cargamos piñas de hasta ciento cincuenta kilos.

—¿Y usted soporta eso?—le pregunto al flaquito de treinta y cinco años que no debe superar el 1.60 de altura.

—¡Claro! Los campesinos de los ejidos de Solís y Pocitos tumban las piñas, y nosotros cargamos diario ese maguey hasta la mezcalera para que la cuezan en los hornos. Una friega, acarrear: se nos van tronando la cintura, los pies, la rabadilla, la columna. Pregunte: todos los hombres de este pueblo sufrimos de las articulaciones. Al día, cinco peones debemos acarrear cien piñas: veinte cada uno —dice, y aclara, por si me atacan las dudas—: Era buen jugador Crescencio, ¡eh!

—¿Podemos hablar con don Crescencio?

—No es que queramos portarnos mal, pero están agotados, dormidos —dice un hombre de sombrero en una mesa con refrescos, cervezas, galletas.

En la primera tarde tras la fiesta, los padrinos de Rubí, vecinos, familiares y amigos montan una copiosa guardia en el caserón de tejas de la familia Ibarra en el pueblo de La Joya, para que fans y medios de comunicación no les sigan arrancando la paz como desde hace varias semanas.

Pero no hay modo. El hechizo de la fama, su atracción afrodisiaca, ha dado a la casa, incluso después de la fiesta, un magnetismo que jala bolitas de jóvenes con pancartas y ansiedad venidos de muy lejos.

En el patio, una gran y amorfa artesanía amarilla dice: “Felicidades, Rubí, saludos de los internos del Cereso de San José del Cabo”. El objeto, algo parecido a una torre, desde esa cárcel debió cruzar el mar del Golfo de California, como también recorrió cientos de kilómetros un cartel extendido sobre la vereda, en la entrada del hogar de la célebre familia. En letras coloridas se lee: autodefensas, obligación ciudadana artículo xxxi cdmx-tijuana. guardia nacional estados unidos mexicanos. liberemos al doctor mireles. golpe de estado popular ya, 2017. las autodefensas vamos a los xv años de rubí.

Los improvisados guardianes de la casa se conmueven ante lo que les dice una guapa joven morena que encabeza un grupo de cinco amigos y que les ruega con acento pocho:

—Venimos a ver a Rubí desde Chicago, por favor.

Un minuto más tarde, Crescencio, sombrero vaquero, camisa y botas, se apiada y sale a su encuentro. Al abrir la puerta nos ve con la cámara. La mirada se le enciende de furia.

—Ya no quiero declarar, no saquen fotos. ¡Ya, ya, ya!

—¿Va a haber fiesta de dieciséis años de Rubí? —cuestiono.

No entiende la broma: me ve con odio, no quiere saber nada.

—Lo que hubo, hubo, ¡y ya!

—¿Cómo está Rubí?

—¿Me permite, por favor? —responde, y da un manazo al aire—. Hágase para allá, por favor.

Don Crescencio se acerca a los jóvenes que le informan “venimos de Chicago”. Intenta reír y lo logra cuando le piden unaselfie, y una foto grupal, y otra selfie y otra foto.

—¿Y Rubí y Rubí y Rubí? —le preguntan.

—Rubí no está, Rubí se fue. No sé a qué hora vuelve Rubí, no sé dónde anda —suelta el papá extenuado.

De pronto, sale la mamá de Rubí. Cara somnolienta, conserva los giros de anoche en su melena rubia, pero deformados por la almohada.

—No me he podido quitar ni el peinado —dice ella y se arregla.

Y dale que dale, fotos otra vez. Los fans se disculpan.

—Toma las que quieras, no te preocupes —dice Crescencio con resignación. Ellos y ellas le dicen cosas, ansiosos, como a una estrella de la música.

—Gracias, gracias —responde.

Les da la mano, acepta un abrazo de un desconocido.

—Mis admiraciones —les contesta Crescencio, pero no puede más.

Si fuera por él, lloraría.

¡puro cuento!

¡Traigan a Ismael, que venga Ismael, Ismael, Ismael anda en su casa!, exclaman en la calle los peones. Busco a un viejo piñero que explique cómo es acarrear esas esferas cargadas de savia que cocidas, machacadas y fermentadas se vuelven mezcal, la bebida que las grandes ciudades veneran hoy como elíxir y pagan más que un whisky.

En dos minutos viene, desde el fondo de un zaguán, un hombre que raya los setenta años: padre de cuatro, encorvado, cuello torcido, renguera permanente y sin un ojo. Me estira una mano de piel como cuero rudo.

—Ismael Ibarra, mucho gusto. Yo atizo la caldera de la fábrica, meto la leña —aclara ante la mirada de su esposa que ha salido a oír.

—Me dijeron que usted era piñero.

—Fui piñero veinte años. Hace un mes ya no pude más.

—¿Por?

—Ya no podía, ya las patas no.

—¿Dolor?

—Me duelen mucho. No podía subir yo los escalones de tanto cargar veinte años. Hay piñas de más de cien kilos. Este es un pueblo herido de las rodillas y todas las coyunturas: la cintura, la nuca.

—¿Y no les dan Seguro Social?

—Fíjese usted que no tenemos Seguro. Que nos digan esos hombres (los patrones) por qué no quieren darnos seguro.

—¿Y en el pueblo hay médico?

—Ni uno. Quien se enferma se cura con su propio modo.

—¿Con su sueldo vive tranquilo?

—Trescientos ochenta a la semana, fíjese nomás. Para mal comer. El problema es que soy malo para cazar rata —lamenta Ismael, y antes de decirme adiós señala el camino a la fábrica de mezcal—. Vaya usted, con gusto lo dejan pasar.

Allá vamos. Resplandecientes, pulidas, ordenadas, impecables en sus estantes, las botellas del mezcal Laguna Seca aguardan compradores en la tienda. Hay Berrendo, Cielo Azul “y el más fino de todos: el añejo Real de Magueyes, que vendemos a Palacio de Hierro”, nos dice Juan Manuel Pérez, gerente desde hace doce años. Nos conduce al interior de una “fábrica que el pueblo necesita porque están mermadas las otras actividades productivas”, aclara. Adentro, el refinamiento de la tienda se disipa en muros grises que forman “la fábrica de mezcal más grande México”, como la define. Creada hace cerca de cinco siglos, se esparcen penetrantes los olores de los fermentos y se cuelan en cada rincón los restos de las piñas dentro de bodegas con vestigios arquitectónicos de un tiempo en que éramos Nueva España y ya se consumía mezcal.

—Los XV de Rubí fueron una turbulencia económica y hubo salpicadero para el mezcal —se alegra el gerente.

“Salpicadero” es dinero.

Juan Manuel nos da un recorrido: las piñas de agave salmiana se meten en hornos de piedra al rojo vivo y se tapan. A la sema-
na se extraen y llevan a un molino donde una piedra tahona expri-
me la miel, que cae en piletas. En dos días la miel fermentada ya es un mezcal que se vende en México, Estados Unidos, España y Francia.

—Sus peones están lastimados, algunos con lesiones permanentes. ¿Por qué no hay en el pueblo un solo médico?

—Sí hay un Centro de Salud en Charcas, a veinte kilómetros de aquí.

—¿Y por qué ustedes, si este trabajo es tan nocivo físicamente, no tienen un médico?

—Los tenemos incorporados al IMSS.

—Ellos dicen que no.

—Sí están.

—Hay quien dice ganar trecientos ochenta a la semana. Menos que un sueldo mínimo.

—¡Ganan mucho más —se irrita el gerente—, puro cuento, son buscapiés!

“Todos quieren esa prieta y esa prieta tiene dueño / Yo le di mi corazón y ella me ha robado el sueño...” Martín Guerra bailó hace apenas unas horas en este mismo lugar con los saxos y acordeones de Los Indomables del Cedral, y aunque ahora en los llanos de Laguna Seca no suenan más que los cencerros y los berreos de sus doscientas chivas y borregos, no quiere que acabe la diversión. El pastor potosino trae en su mano una radio miniatura con La Poderosa 91.9 FM y desde ahí una cumbia norteña retumba entre el viento mientras sus animales dan vueltas.

Mangas de camisa y correa al cuello, Martín avanza hacia la orilla del descampado porque ahí no hay desperdicios humanos y sus animales pueden arrancarle a la tierra zacate del bueno y no vasos de plástico. Cierto, su campo es un basural, pero “¡estuvo bueno, se llenó el jale! ¡En este rancho nunca hubo un baile así!”, exclama sin perder la atención en sus animales, que entre ellos se montan, corren y trepan a las palmas chinas, los abundantes árboles de esta tierra.

—¿Qué otra cosa importante ha pasado en este pueblo?

—No, pues no —dice extrañado.

—¿Nada, nunca?

—Nada.

—¿Algo, un homicidio famoso?

—No.

—¿Y qué fue lo mejor de ayer?

—Chamaconas de todos colores —se alegra el papá de dos niños y huye—. Voy a corretear a las chivas, se me van a perder —grita, poco antes de que una mujer distinguida, de blusa roja, labios carmesíes y collar dorado ingrese en el territorio del baile escoltada por dos hombres maduros, como una diva en una alfombra roja.

Perfumado cuerpo de sesenta y seis años, Victoria Villanueva descubrió por la tele a la quinceañera famosa y dijo ahí les voy.

—Desde la primera vez que la vi, me dije: “yo me invito a los XV años de Rubí. Me cayó bien: qué sencilla”.

La mexicanoamericana persuadió a su esposo, Florentino, y a su hermano, Silvano, de hacer juntos el recorrido por el desierto: agarró su troca, cruzó el World Trade Bridge y desde Nuevo Laredo inició el temerario cruce mexicano por la caliente Tamaulipas. En total, mil cien kilómetros desde la ciudad texana de Temple hasta Laguna Seca. Pero apenas está llegando a la fiesta: los cálculos salieron mal (“mucho tráfico”, justifica).

—¡A ver si agarro recalentado! —bromea con sus hombres detrás, serios como guardias.

—¿Usted tuvo quince años? —le pregunto.

—No me hicieron.

—¿Y otras niñas de donde usted es?

—En mi tierra, Cerros Blancos, Nuevo León, eran bonitos los XV años. ¡Qué bailes! —dice sin detenerse.

—¿Viniendo a los XV de Rubí viviría de otra manera la fiesta que usted no pudo tener?

Victoria me mira con cara de “no voy a contestar eso”, se niega a decir una palabra y sigue caminando. Abre su bolsa, extrae una cámara y sensual como Sofía Loren saca fotos a todo lo que puede, que no es mucho: frente a ella quedan tres hombres que visten cual rescatistas de una explosión radiactiva: mascarillas, lentes, botas y trajes blancos que los aíslan del mundo para maniobrar sin riesgos a la salud los veinticuatro nauseabundos baños móviles Portátil WC. “Este trabajo se tiene que hacer”, dice uno cuando nota que observo su labor.

De puntillas, Victoria cuida que sus pies no pisen basura, panea la cámara frente al escenario donde hacen un rato tocaron Los Cachorros de Juan Villarreal y detecta un desvencijado puesto de lámina que anuncia “tacos, burros, hamburguesas y hotdogs”, donde aún hay tres jóvenes limpiando.

—¿Quedó recalentado? —pregunta la señora asomándose a donde friegan con pinol.

—Tenga un juguito, doña —le responde uno, y toma una jarra.

Ella estira el brazo, bebe y sonríe refrescada.

A su modo, Victoria pudo estar en los XV de Rubí.

“Letrinas de pozo.” La señora María de la Luz González, mamá de siete, abuela de diez, repite tres, cuatro veces esa frase, como si esa tercia de palabras guardara su destino.

—Ya tengo sesenta y dos años y sigo con letrina de pozo, como cuando nací.

—¿Y agua?

—No teníamos, pero mire la bomba —señala una esfera metálica encajada en una torre del centro del pueblo—. Pero cuando nos la pusieron el recibo de luz empezó a salir muy caro; el pueblo se organizó para tener agua dos horas al día. Dos horas y le cerramos porque no podemos pagar.

María se ha ido quedando sola. Para sus hijos seguir en Laguna Seca era ser invisibles toda la vida y fueron partiendo a Matehuala y otras ciudades.

—¿Usted cómo toma este rancho? —me pregunta.

—¿A qué se refiere?

—¿Lo ve marginado o no?

—Marginado.

—¿Verdad? ¿Cómo pueden decir en el gobierno que no somos marginados? ¿Qué sobra aquí? ¿De qué les sirve decir que no lo somos? En este pueblo no hay nada, y si queremos algo, hay que pagar 30 pesos para ir a Charcas en el camión. A ver quién paga esos 30 pesos.

Quiero conocer una casa de Laguna Seca por dentro.

—Déjeme ver su sala —le pido.

—No llegamos a sala —dice seria—, pero pásele.

Es un oscuro y antiquísimo cuarto con un arcaico fogón de piedra en el que mete leña para cocinar porque aquí tampoco ha llegado el gas.

Iluminados por un foco pelón, los techos son palitos de madera unidos (“garrochitas”, me aclara), bajo los cuales los muros se han teñido de negro por el fuego y el hollín de un tiempo inconmensurable. María se sienta: a un lado le quedan sus ollas de barro, y al otro, la imagen de la Santa Cruz, patrona de Laguna Seca, junto a una bolsita de jabón Ariel a medio usar. Mira seria a la cámara.

—Esta es mi sala.

La imagen colgada en YouTube es escalofriante. Durante la primera chiva —como se llama a las carreras de caballos en la región— Félix Peña, un vaquero recio con medio siglo de experiencia en la crianza de caballos, se mete en la pista a festejar el triunfo de su animal, el Oso Dormido. Levanta triunfante su sombrero. Insólito, pero no advirtió que, a su derecha, en línea recta de donde estaba, venía otro caballo. En seguida, embestido con fuerza descomunal por el caballo de la Hacienda de Guanamé, cayó agonizante. Lo demás: tumulto, gritos, confusión, camilla, ambulancia.

Su hermano José Alfredo lo vivió así.

—Vi el revoltijo de gente a unos ciento cincuenta metros y le dije a un señor: “¿Qué pasó?” “Atropellaron a un señor.” “¿Sabe quién es?” “Félix Peña.” “¡Es mi hermano!”, le dije. Me acerqué y lo estaban levantando: le acaricié su cabeza, lo vi inconsciente y dije: “Ya no tiene vuelta”. Ni resollaba.

El jefe de la escuadra ecuestre Los Coyotes Negros murió por la tarde en un hospital de Charcas y hoy, un día después, sus familiares lo velan donde el padre de cuatro mujeres y cuatro hombres vivía solo con sus seis caballos. En su pueblo, Llano de Jesús María, su hogar es la tristeza. Sobre la entrada, en bancas improvisadas en la tierra, entre mezquites, palmas locas, huizaches, hombres de sombrero miran hacia el piso, murmuran, se agarran la cabeza. Algunas mujeres lloran en el mismo patio que Félix recorría cada mañana para ir a ver sus caballos, sus amores, y otras, en la sala amarilla de la casa, donde está el ataúd con el cuerpo de la víctima de los XV de Rubí, entre ventiladores, arreglos florales y una foto de un caballo en la que él mismo escribió: “Chulo mi Perro del Mal defendiendo mi dinero del Rancho Póker de Reyes”. Las mujeres sollozan, algunas lloran a gritos. Los hombres ven a la nada en silencio.

—Cuénteme de su hermano —le pido a José Alfredo.

—Desde chiquito, como no podía subirse, se les colgaba de la mecha a los caballos hasta llegar arriba. Su debilidad empezó con un caballo negro, el Orejas de Palo.Toda su vida tuvo amor por sus animales: les hablaba fuerte, pero cariñoso. Se levantaba a las cinco de la mañana y lo primero era irse a acariciarlos, platicarles. Les hablaba como a personas: “Vas a ganar, bonito”, “no me hagas quedar mal”, y los caballos, caballos de clase que entienden, relinchaban de contentos.

—Venga, por favor —me solicita José Alfredo y me lleva a la caballeriza.

Uno por uno, vemos a los caballos de su hermano.

—Este es el Profesor Jirafales, toro bred con purasangre. Este es el Oso Dormido, el purasangre con cuarto de milla que ganó la carrera ayer, y este es el Mil Amores. Mire —me pide—, se le nota triste —el caballo negro hunde su cabeza en uno de los ángulos del corral, nos mira de lado—. Si los ves así es porque los caballos dicen: “¿Por qué Félix no viene a vernos?”. Ven mucha gente y dicen: “¿Dónde está él, dónde está Félix?”. 

1

adán, eva y el cuadro de la tentación

Las cobijas que lo habían abrigado en esos días de fiebre ya lo tenían fastidiado. Al mediodía de aquel soleado 6 de julio de 2000, Francisco Granados estaba agotado de tantas horas de cama. Sus casi setenta años eran una calamidad. Tardó en reparar que alguien tocaba a su puerta, no por un sueño profundo, sino porque casi nunca alguien visitaba a este anciano sacristán del pueblo hidalguense de San Juan Tepemasalco. No podían ser buenas noticias.

—Pancho, ¡la puerta de la capilla está abierta! Alguien entró —le avisó Carmen, su hermana.

Francisco se vistió y bajó una cuadra para dar aviso a las máximas autoridades de esa población de 250 habitantes: el delegado municipal Crescencio Benítez y el juez Fidel Pérez. Cruzaron el atrio hasta quedar frente a la fachada blanca de la capilla franciscana. Era cierto; el viejo portón de madera estaba entreabierto en uno de los 364 días del año en que debía estar cerrado: salvo por una boda, quince años o un bautizo, solo abría los 24 de junio, en la fiesta de San Juan Bautista.

Al entrar vieron que del barandal del coro, en lo alto del templo, colgaba un lazo de más de dos metros. Alguien lo había usado para bajar a la nave principal. En el altar mayor saltaban a la vista dos huecos rectangulares, ocupados hasta hacía unas horas por dos pinturas con la imagen de Juan el Bautista, el venerado santo de largo pelo rizado. Además, faltaba un pequeño Cristo de madera.

Justo antes de salir, los tres pobladores descubrieron un bastidor tirado en el suelo. Alguien le había cortado la pintura que contenía con un objeto filoso. El sacristán lo tomó. Volteó y advirtió que en un muro lateral, a tres metros de altura, había una estaca al descubierto.

De esa pieza metálica siempre había colgado un viejo óleo verdoso. Los ladrones lo bajaron. Luego, por lo visto, con una navaja separaron la tela del bastidor, al que dejaron vacío pese a tener adherido el perímetro del lienzo. En él, Francisco, Crescencio y Fidel vieron, cercenada, la cabeza de Dios Padre. Pero no podían recordar gran cosa sobre esa pintura. Solo que Adán y Eva aparecían borrosos en un jardín lleno de animales extraños.

El vendedor de arte Rodrigo Rivero Lake nos da la bienvenida a la fotógrafa y a mí en su penthouse de Campos Elíseos, en Polanco.

—¿Un tecito?

Un mayordomo de uniforme trae té verde en tazas de porcelana china. Revolvemos el azúcar con cucharitas de oro. Rivero Lake se pierde unos segundos en el fondo de su departamento. Surgen antigüedades en el suelo y en las paredes, sobre las mesas, en cada recámara de este piso donde el anticuario más célebre de México vive con su servidumbre. Hay piezas coloniales, estofados, altares, esculturas de la India. Objetos diminutos, fastuosos. Todo lo imaginable. Oímos un maullido: imagino una gatita de angora blanca. De pronto, vuelve Rivero Lake. Es él quien maúlla. Lleva en la boca un pequeño silbato que simula el sonido de un gato. Nos regala un silbatito a cada uno.

Camisa rosa con sus iniciales, pantalón olivo, saco beige, pañuelo amarillo y zapatos de gamuza. Rivero sabe de colores. Sus ojos son verde azulados. Es un perfumado galán de cincuenta y siete años. Eleva el rostro para la foto.

—¡Espera!

Se levanta y trae un cráneo dorado que apoya en su rodilla.

—Es mi Laca-laca, se las presento. Es ecuatoriana, sacada de un san Jerónimo.

Ahora sí, la fotógrafa se prepara a disparar.

El anticuario posa, mirando a Polanco desde la altura. Detrás hay un altar indoportugués del siglo xviii. A su lado, un san Antonio, el santo casamentero.

—Hay que pedirle matrimonio, un amor sincero, soy el más guapo de los solteros —declama Rodrigo, impostando la voz (él es divorciado). Hace otra pausa, pide alejar un candelabro—. No es original; luego uno se desacredita.

La fotógrafa se arrodilla para tomar una imagen en contrapicada.

—Usted es fotogénico —le dice ella.

—Totalmente —responde él—. Me usan para espantar niños.

Inicia la entrevista. Rivero Lake habla a un ritmo supersónico, mezclando anécdotas, hechos históricos. Se queja de estar viviendo una persecución.

—A una iglesia de la sierra llega un anticuario y se lleva las columnas, tres cuadros y deja mochada la iglesia. Yo, al contrario: voy y trato de comprarla entera. ¿Para qué? Para preservarla. Luego dicen: Rivero Lake es un saqueador. ¿Por qué? ¿Porque la preservé?

—¿Es difícil saber si sus piezas tienen un origen lícito?

—Es una desgracia: no sabes de dónde vienen. El más sabio cae engañado. He tenido muchos problemas. Compras en una casa o una tienda y la pieza es robada. Si alguien en un pueblo quiere comprar un coche, se roba la pintura de su iglesia.

La Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos impone hasta doce años de cárcel a quien robe o saque del país una pieza del Patrimonio Nacional sin permiso del gobierno. La paradoja es que el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) carece de una base de datos pública para saber qué obras del Patrimonio han sido robadas de las iglesias.

—La ley hay que cambiarla —añade Rivero—. Si voy a regresar una pieza robada soy copartícipe del robo, cuando me deberían hacer un reconocimiento por entregarla.

adiós a san elías

El delegado del pueblo y el cura Francisco López —jefe religioso de la zona— acudieron al Ministerio Público de Tulancingo a levantar la denuncia. Por ser de orden federal, el caso se turnó a la Procuraduría General de la República (PGR): el cuadro de Adán y Eva y los demás objetos —como las mil doscientas cincuenta piezas de arte sacro que el INAH estima robadas— eran parte del Patrimonio Nacional por pertenecer a una iglesia.

El pueblo no fincó esperanzas en que un día aparecieran: por años, su capilla ha sido saqueada hasta quedar en cueros y jamás se resolvió nada. San Juan poseía el cáliz de oro más valioso del sur de Hidalgo. Medio siglo atrás, uno de los curas en turno, antes de despedirse avisó que se lo llevaría para reparar su deteriorada base. Prometió devolverlo mucho más hermoso, para dejarlo como un digno “refugio de la Sangre Preciosísima de Cristo”. Ni él ni el cáliz regresaron.

Y de ahí pa’l real: desaparecieron una custodia de la Eucaristía, las figuras de san Pedro, san Pablo, san Cristóbal y san Miguel, y hasta los instrumentos musicales de la banda local que eran guardados en un hueco del altar.

Un día, el pueblo de San Juan, tan callado en su dolor, halló razones para gritar su coraje. San Elías desapareció.

—Como por aquí hay secas, otros pueblos nos pedían llevárselo en procesión —dice Leonor Suárez, pobladora de casi setenta años—. Llovía en cuanto san Elías salía al campo. Íbamos a Acelotla, al Cerro de las Ánimas y ni cómo refugiarse del agua. Al santito le poníamos sombrero para protegerlo. Desde que se lo robaron, ya nunca llovió igual.

Esta vez, los judiciales acudieron a San Juan para levantar las huellas digitales que los ladrones dejaron en el bastidor deAdán y Eva. El lazo en el barandal del coro no les dejó dudas sobre el modus operandi.

Los ladrones utilizaron una barda colindante con la capilla para ascender a la cúpula. Desde ahí, subieron a un hueco del campanario. Ya dentro de la capilla de San Juan Bautista, bajaron al coro por una escalera de caracol. Amarraron al barandal del coro un lazo para bajar hasta la nave del templo. El resto fue simple: las imágenes de san Juan estaban al alcance de la mano, en el retablo mayor. Y descolgar el lienzo de Adán y Eva solo les supuso trepar a un altar lateral. Ya abajo lo cortaron de su bastidor.

Por testimonios de los pobladores, la PGR supo que el día elegido para el robo facilitó las cosas a los ladrones. La noche del 5 de julio todo San Juan se había mudado a Zempoala, un kilómetro al oriente. Ahí, la Virgen del Refugio era festejada con poco recato. Inspirados por el grupo Cherokee, no pocos muchachos se entregaron a la fresca mezcla de música y piel morena. La abarrotada pulquería de don Palemón se abasteció espléndidamente de tequila y pulque. Y en la plaza: mariachis, coches locos, castillos, pastes. Si cualquier noche en San Juan era apacible, aquel miércoles los ladrones entraron a la capilla de un pueblo inanimado, habitado por enfermos y viejos, como el sacristán.

Pero la PGR no avanzó en nada más. La averiguación del robo en San Juan durmió en sus archivos. Ni qué decir de la indagación sobre el cuadro de Adán y Eva. El argumento oficial fue que se desconocían las medidas y el aspecto del cuadro, y que sin fotos u otros elementos era imposible iniciar las pesquisas.

En el San Diego Museum of Art de Estados Unidos, la joven curadora Claudia Leos recababa información sobre una rara pintura colonial mexicana de 1728 para incluirla en un catálogo. Hacía año y medio que el museo había adquirido el cuadro. Pese a ser anónimo, su notoriedad le mereció ser parte del recinto al que pertenecían Minotauro acariciando a una mujer dormida, de Picasso; Espectro de la tarde, de Dalí, o Manao Tupapau, de Gauguin.

La colorida composición que Claudia estudiaba en junio de 2002 era peculiar. Arriba se sucedían en un huerto siete escenas del Génesis: desde que Jehová formó al hombre soplándole vida por la nariz, hasta que Eva entregó a Adán el fruto prohibido. En primer plano, el arcángel Miguel los corría del Paraíso a los dos con su espada flamígera. Los seguía una extraña serpiente del pecado original con orejas de perro.

El centro de la pintura era alucinante. La curadora observó que en un lago nadaban colibríes acuáticos, gatos con cola de delfín y peces con cabeza de borrego. A la orilla cabalgaba un unicornio, junto a un león enano y un elefante de un solo ojo. Las escenas, dispuestas en diez planos diferentes, creaban una suerte de El jardín de las delicias, de El Bosco, muy a la mexicana. Ingenuo, creativo y luminoso, el cuadro encadenaba las imágenes de modo didáctico, como si se hubiera usado para evangelizar indígenas.

En su búsqueda de información, llegó a las manos de Claudia un libro de Agustín Chávez sobre arte hidalguense. En la página 324 aparecía una foto del lienzo. Su ficha decía que pertenecía a un lugar llamado San Juan Tepemasalco. Al revisar el historial del cuadro que el vendedor entregó al museo, detectó algo extraño: ese dato había sido omitido.

Días más tarde, la titular del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo (Cecultah), Lourdes Parga, recibió en su oficina de Pachuca una carta del Museo de Arte de San Diego. La remitía la curadora Claudia Leos: “Busco información sobre la obra Adán y Eva arrojados del paraíso (siglo xviii, San Juan Tepemasalco), que aparece en un libro de 1986, La pintura colonial en Hidalgo en tres siglos de pintura colonial mexicana. Esta obra ahora está en la colección del Museo de Arte de San Diego”.

Parga le mostró la carta a José Vergara, director de Patrimonio Nacional del Cecultah. Al ver el título del libro, el historiador recordó que en su casa había un ejemplar. “Lo saqué de mi biblioteca, vi la foto del cuadro y me quedé estupefacto: ¿cómo era posible que un cuadro que hace veinte años estaba en una capilla de México ahora estuviera en un museo de Estados Unidos?” Lo siguiente fue revisar el Catálogo del Patrimonio Nacional de Hidalgo, donde Vergara y su equipo hallaron una diapositiva de la obra. Luego acudieron al pueblo para saber qué había ocurrido con la pintura.

Así, en unos días, el Cecultah reunió las pruebas de que el cuadro pertenecía a una iglesia del estado y que, por tanto, era Patrimonio Nacional: venderla era un delito grave.

—Envíen un oficio a la PGR con la copia de la foto del libro y la diapositiva —les pidió Parga—. Y recuérdenles que hace dos años se denunció el robo.

En ese oficio, Parga informó a la PGR de Hidalgo que una carta le acababa de revelar el destino de Adán y Eva: el museo de San Diego. A su escrito anexó las fotos. Además, entregó un análisis químico de once muestras de la capa pictórica que había quedado en el bastidor. De ese modo, el museo podía cotejar dichos resultados con la obra que ellos tenían. Comparando materiales, sabrían si el bastidor y su tela eran dos piezas del mismo rompecabezas.

La PGR, por su parte, se acercó al Departamento de Justicia de Estados Unidos e intercambió datos con la Organización Internacional de Policía Criminal (Interpol).

Justo cuando el gobierno estadounidense comenzaba a investigar, el director del museo de San Diego, Don Bacigalupi, primer responsable en comprar el lienzo, fue transferido al The Toledo Museum of Art, de Ohio, en la otra punta del país. Escapaba así de una posible tormenta.

El caso se mantuvo en sigilo hasta el 25 de noviembre de 2004. Ese día, la reportera Anna Cearley, de The San Diego Union-Tribune, reveló que el museo poseía una pieza que, al parecer, había sido robada en un pueblo mexicano. Once días más tarde, el Consejo de Administración del museo votó devolver la obra y exigir la restitución de lo pagado al vendedor, quien accedió a entregar la suma.

El nuevo director del museo, Derick Cartwright, había logrado mantener en secreto el nombre del vendedor del lienzo. En varias ocasiones, el museo se limitó a informar que era “un vendedor de la Ciudad de México”.

El silencio se rompió en una entrevista de la reportera Cearley a un curador del museo, Marion Oettinger: el vendedor del óleo robado, declaró, era Rodrigo Rivero Lake, el gran anticuario mexicano, surtidor de empresarios y políticos.

—Salí a ver qué había disponible en subastas y galerías —declaró Oettinger—. Hice tres sugerencias y una de ellas era esta (Adán y Eva arrojados del paraíso), que pertenecía a Rivero Lake.

Según Oettinger, el anticuario le envió fotos que probaban la “calidad” de la obra.

—Le pregunté (a Rivero) si la pintura tenía papeles y procedencia adecuada, y me dijo que sí —declaró a The San Diego Union-Tribune.

La obra, en efecto, tiene papeles. Rivero solicitó al INAH un documento sobre la pintura. Esa institución, a través de la subdirectora de Inventarios del Patrimonio Cultural, Rosana Calderón Martín del Campo, no tuvo inconveniente en entregarle un oficio firmado que indica: “Coleccionista Rodrigo Rivero Lake, por medio del presente oficio le informo que las pinturasSan Sebastián de AparicioAdán y Eva y Custodia no pertenecen al acervo cultural del INAH, por lo que no hay ningún inconveniente en que pueda comerciar con ellas. Sin otro particular y en esperando (sic) que esta información le sea de gran utilidad, me despido con un cordial saludo”. Pero un dato no cuadra. La venta ocurrió a finales del 2000. El documento delINAH está fechado el 18 de julio de 2002. Fuentes que no quisieron ser identificadas aseguran que —con objeto de dar legitimidad a la venta— el anticuario habría pedido ese documento al percibir que se cernía sobre él la amenaza de las justicias mexicana y estadounidense.

De este modo, el INAH se unió al probable delito de venta de una obra artística robada y perteneciente al Patrimonio Nacional.

La funcionaria Calderón dio su versión.

—¿Por qué emitió ese documento?

—Es algo muy delicado. No puedo hablar porque la investigación está en proceso. Ya declaré.

—¿Rivero Lake le pidió a usted elaborar el documento?

—Se lo pidió a otra persona que no puedo decir.

—¿Rivero Lake es su amigo?

—Todo lo contrario. Con este señor tengo muchísimos problemas de llamadas, de amenazas de todo lo que se le ocurra.

—¿Porqué salió ese lienzo de México?

—El documento solo informa que la pieza no está a resguardo directo del INAH. Yo he sido un estorbo para que (Rivero) continúe cometiendo ilícitos. Antes le detuve cosas ilícitas y está muy enojado conmigo. Usó dolosamente el documento porque no es una autorización de compra-venta ni de salida del país.

Sin embargo, como se indica párrafos arriba, el documento firmado por la también restauradora sí avala la comercialización.

Entrevisto a Rivero frente a una mesa de piedra dura florentina del siglo xix con marquetería de lapislázuli y fósiles. Junto a mi grabadora hay una caja poblana de 1730 con esgrafiado de hueso, carey y clavos de plata.

—¿En el caso de Adán y Eva fue víctima de un vendedor de arte robado, a quien usted le compró la obra?

—Yo no la vendí, apenas estuvo metidita mi mano. Es una cosa delicada. Si puedes brincarla, mejor.

—Gente del museo de San Diego dice que fue usted.

—Dicen que fui uno de los agentes.

—¿Le fue complicado venderla al museo?

—No.

—¿No?

—No, si tienes la pieza y el museo el interés: en todos los museos hay agujeros que cubrir para seguir el guion museográfico.

—¿No se imaginó que era robada?

—¿Cómo imaginarme, cómo saberlo?

—¿Cual fue su papel en la venta de Adán y Eva?

—Se recuperó la pieza, qué bueno que está en su lugar original.

En un fax que me envió semanas después de la entrevista, Rivero indicó: “El año pasado un juez de distrito resolvió que no existen elementos de prueba que acrediten mi probable responsabilidad en el robo de la pieza Adán y Eva, criterio que fue corroborado por un tribunal unitario de circuito (...) Puedo afirmar categóricamente que no he robado esta pieza”. Sus abogados secundaron el dicho del coleccionista y mostraron extractos de la resolución perteneciente a la causa penal 1962006 del juez primero de distrito.

Sin embargo, el 30 de mayo la PGR me proporcionó el oficio DGPDSC/UEAI/2347/2007, en el que aclara que la averiguación previa aún está “en trámite”.

inspiración divina

Antes de viajar a Estados Unidos, Adán y Eva arrojados del paraíso era una desgracia. En doscientos setenta y dos años nadie le restauró un milímetro. Un tamiz café-verdoso imposibilitaba identificar más de dos o tres de los casi cien animales (aves, mamíferos y reptiles) que rodeaban al primer hombre y la primera mujer. La espinilla de Eva tenía una rotura. La cabeza de la serpiente, una fractura triangular. Y el tiempo dejó en la miseria al caballo principal: corroído el lienzo, en lugar de su cabeza y patas se veía la base almagre sobre la cual el pintor creó la escena.

Para colmo, la brutal incisión con la que el ladrón cortó la pintura dejó en el bastidor la mitad del rostro de Dios, parte del manto de san Miguel, un pie de Adán y los cuerpos de tres pollos que miraban atentos a los dos primeros seres humanos de la Tierra.

En tales condiciones, ningún museo hubiera comprado la obra. No obstante, enviarlo a un restaurador profesional implicaba un severo gasto y una laboriosa indagación histórica. La solución era cederla a un buen pintor.