LA FRÁGIL BELLEZA DEL CRISTAL


V.1: septiembre, 2018

Título original: From Sand and Ash


© Amy Sutorius Harmon, 2016

© de la traducción, Cristina Ducrós, 2018

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2018

Todos los derechos reservados.


Esta edición se ha hecho posible gracias a un acuerdo con Amazon Publishing, www.apub.com, en colaboración con Sandra Bruna Agencia Literaria.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Book Cover Art Joana Kruse / Alamy Stock Photo


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-18-8

IBIC: FRH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

LA FRÁGIL BELLEZA DEL CRISTAL

Amy Harmon



Traducción de Cristina Ducrós para
Principal Chic

1





Al verdadero rabino Nathan Cassuto:

no tengo palabras, solo admiración.



Sobre la autora

3


Amy Harmon es una célebre autora best seller estadounidense. Desde una temprana edad, Amy supo que quería dedicarse a escribir y, gracias a su pasión por los libros, desarrolló una increíble habilidad que la ha colocado en las listas de los libros más vendidos del Wall Street Journal, el USA Today y el New York Times. Los libros de Amy Harmon se han publicado en quince idiomas y cuentan con millones de seguidores en todo el mundo. La frágil belleza del cristal es su cuarto título en castellano, después de Máscaras, Siempre Blue y La ley del corazón.

LA FRÁGIL BELLEZA DEL CRISTAL


Una novela poderosa llena de amor, dolor y esperanza


Italia, 1943. Alemania ha ocupado la mayor parte del país y la población judía corre un grave peligro. Eva Rosselli y Angelo Bianco se criaron como si fueran de la misma familia y el amor no tardó en llegar, pero las circunstancias y la religión los separaron: a pesar de sus sentimientos por Eva, Angelo decidió hacerse sacerdote.


Ahora Eva es una mujer perseguida por la Gestapo y Angelo la esconde en un convento. Allí, mientras esperan a que llegue la ayuda que les salvará la vida, Eva y Angelo sobreviven a un peligro tras otro hasta enfrentarse a la elección más dura de todas…



«Las historias de Amy Harmon siempre emocionan y conmueven al lector. Debéis leer sus libros.»

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«Las obras de Amy Harmon siempre me llegan al corazón, pero La frágil belleza del cristal me ha llegado al alma.»

Mia Sheridan, autora best seller



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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Prólogo

Diario

1929

Capítulo 1

1938

Diario

Capítulo 2

1939

Diario

Capítulo 3

Diario

Capítulo 4

Diario

Capítulo 5

1940

Diario

Capítulo 6

1943

Diario

Capítulo 7

Diario

Capítulo 8

Capítulo 9

Diario

Capítulo 10

Capítulo 11

Diario

Capítulo 12

Diario

Capítulo 13

Diario

Capítulo 14

Diario

Capítulo 15

Capítulo 16

Diario

Capítulo 17

Capítulo 18

Diario

Capítulo 19

Diario

Capítulo 20

Diario

Capítulo 21

Diario

Capítulo 22

Diario

Capítulo 23

Diario

Capítulo 24

Diario

Capítulo 25

Capítulo 26

Epílogo


Nota de la autora

Sobre la autora

Nota de la autora


La Segunda Guerra Mundial me ha fascinado desde hace mucho tiempo, pero nunca creí que pudiera escribir un libro ambientado en esa época, simplemente por la amplitud del tema y la enormidad de la tarea. Cuando me topé con un artículo sobre los judíos de Italia que fueron escondidos por miembros del clero de la Iglesia católica, me quedé intrigada e indagué un poco más, y más, y empecé a creer que podía contar una historia especial. Rezo porque la gente conozca el pasado para que no se repita.

El marco histórico y los acontecimientos en los que Eva y Angelo se encontraron inmersos son reales: el oro con el que extorsionaron a los judíos de Roma y que luego simplemente se quedó en vía Tasso cuando los alemanes abandonaron la ciudad; la masacre de las Fosas Ardeatinas; las redadas en ciudades de toda Italia y las vivencias de aquellos que se escondieron en conventos y monasterios se basan en hechos reales. Muchos curas, monjes, monjas y ciudadanos italianos arriesgaron todo por el bien de otros; me impresionó y conmovió verdaderamente el sacrificio y el valor de tanta gente. Fue una época terrible, pero la parte positiva fue la revelación de una bondad y de un heroísmo increíbles. Para mí, el horror quedó eclipsado por las historias de coraje y valor. El ochenta por ciento de los judíos de Italia sobrevivieron a la guerra, una cifra que contrasta de forma impactante con el ochenta por ciento de ciudadanos judíos de Europa que no lo hicieron.

Como suele pasar con la ficción histórica, Eva y Angelo no fueron reales, pero interactúan con personas que sí lo fueron. Jake Prior fue, de hecho, un médico estadounidense que trabajó en el puesto de socorro de Bastoña durante la batalla de las Ardenas. Consideré cambiarle el nombre, pero luego pensé en lo bonito que es reconocer el mérito de una persona, aunque sea a través de un nombre, cuando puede hacerse. Pietro Caruso, jefe de policía de Roma; Peter Koch, cabeza de una violenta brigada fascista en Roma, y el teniente coronel Herbert Kappler, jefe de la Gestapo en Roma, fueron personas reales. El sacerdote irlandés, monseñor Hugh O’Flaherty, fue un verdadero héroe: trabajó desde el Vaticano para rescatar y ayudar a seis mil quinientas personas en Roma durante la guerra. El rabino Nathan Cassuto era el líder espiritual de los judíos de Florencia en 1943, cuando los alemanes ocuparon Italia. Su historia me inspiró y me obsesionó a partes iguales. Mostró un increíble liderazgo y valor, y sobrevivió a Auschwitz, aunque murió en febrero de 1945, en una marcha forzada hacia la muerte a manos de sus captores. Tenía treinta y seis años cuando murió y mostró más fortaleza, gracia y fuerza en su corta vida que la mayoría demostrará nunca. Le dedico este libro a él.

El mundo tiene una enorme deuda con gente como monseñor O’Flaherty y el rabino Casutto, y yo también, ya que ellos me han inspirado y guiado mientras escribía La frágil belleza del cristal. He intentado representar lo mejor que he podido, con amor y con respeto, el judaísmo, el catolicismo y a las personas. Cualquier error o imprecisión que haya cometido a la hora de reflejar ciertas costumbres o posturas son de cosecha propia y han sido realizados de manera inadvertida.

Además, sé que la historia puede ser turbia y los informes, cenagosos. Mi deseo no era ni condenar ni vilipendiar o exagerar, pero no he inventado las atrocidades que aparecen en este libro. Tristemente, todas las atrocidades que han sido citadas y usadas están basadas en hechos e informes reales.

Quiero dar gracias también al padre John Bartunek por ayudarme a enamorarme de Florencia, del arte y del catolicismo. Le agradezco su generosidad, su tiempo y atención, su pasión por su vocación y que compartiera conmigo el San Jorge de Donatello. Sé que no capté bien la esencia de un cura válido y comprometido, dedicado a su trabajo y a su vocación, pero creo que el padre John lo entiende por completo, y me siento agradecida por su tiempo y su amistad.

Gracias a Karey White, mi editora personal y amiga. Agradezco tu honestidad e integridad y que creas en mí y en mis libros.

A Tamara Bianco, la mejor asistente personal de la historia de los asistentes. No hay nada que no puedas hacer, pero este libro te necesitaba más que otros. Gracias por tu ayuda con las cuestiones lingüísticas, y gracias también a Simone Bianco por dejarme usar su apellido y por su ayuda en todo lo referente a Italia.

A Jane Dystel y todos los amigos de Dystel & Goderich: siempre he sentido que me respaldabais, gracias por eso. A la gente de Lake Union Publishing, por amar mi libro y creer en mi historia. Gracias a Jodi Warshaw, Jenna Free y a tantos otros que han trabajado para que este libro sea un éxito.

Y, finalmente, gracias a mi marido, que parece que nunca duda de mis habilidades, y a mis hijos, que tienen que aguantar a una madre con la cabeza en las nubes o inmersa en la historia. Mi marido, mis hijos, mis padres, mis hermanos y mis familiares son lo mejor de mi vida. Gracias por quererme y creer en mí.

Como Angelo, creo que Dios es silencioso, pero no es ciego o imparcial ante los asuntos del hombre. No conozco sus misteriosos y, como Eva, estoy convencida de que nadie lo hace, pero doy las gracias por conocerlo como lo hago, por sentir su amor e influencia en mi vida y por caminar en silencio con él lo mejor que puedo.

Prólogo

24 de marzo de 1944


Junto a la carretera, sobre la hierba mojada, Angelo había dormido un rato; sin embargo, la noche era fría y la sotana, fina, así que se despertó temblando. Sollozó incluso ante ese pequeño movimiento, pero el dolor agudo que sentía en el costado derecho lo reavivó. Estaba oscuro y tenía la boca tan seca que chupó el rocío de la hierba que había al lado de su cara. Tenía que moverse para entrar en calor y encontrar agua. Tenía que moverse para encontrar a Eva.

Se puso en pie con dificultad y dio un paso, luego otro, diciéndose a sí mismo que andar no le dolería tanto como quedarse tumbado. Cada aliento parecía que le quemara y estaba seguro de que tenía alguna costilla rota. Entre la oscuridad y la pierna mala, cada paso que daba era incierto, pero al final encontró la postura que menos le dolía y se encaminó cojeando hacia vía Ardeatina camino a Roma, o al menos eso creía. Que Dios le ayudara si tuviera que darse la vuelta. Apenas veía por el ojo derecho; el izquierdo lo tenía hinchado y cerrado, y tenía la nariz rota. Bueno, esa no era una gran pérdida: nunca había sido uno de sus atractivos. Había perdido tres uñas de la mano derecha, y el dedo meñique de la izquierda estaba roto. En un momento dado se tropezó y se dio contra el dedo meñique doblado; el dolor le provocó náuseas y le hizo ver las estrellas mientras luchaba por no perder la consciencia. Con cuidado, se arrodilló y, entre sollozos, le dedicó una plegaria a la Madonna, suplicándole que le ayudara un poco más. Lo hizo, así que siguió caminando. 

No estaba tan lejos de la iglesia de Santa Cecilia, puede que a unos ocho kilómetros, pero se movía tan despacio que le llevaría horas llegar y no tenía ni idea de qué hora era. Agradecía la oscuridad, aunque fuera solo porque le hacía pasar desapercibido. Se suponía que estaba muerto, y era más seguro que la gente lo siguiera pensando. No podía imaginarse qué aspecto tendría con el pelo lleno de sangre y roña y la sotana sucia y maloliente, con el hedor del sudor y la muerte; la había llevado durante tres días. Parecía un heraldo del infierno en lugar de un miembro del ejército de Dios. 

Sabía que había otra iglesia en esa calle; de hecho, en todas las calles de Roma había una o cinco iglesias. Intentó sin éxito recordar el nombre del pastor de la iglesia. Cerca de allí también había un monasterio y una escuela, donde había escondido a algunos refugiados, niños y judíos, pero la carretera estaba en silencio. No había visto ni un alma desde que los camiones que llevaban alemanes, unas bien aprovechadas armas y cajas vacías de coñac hubieran pasado por ahí haciendo mucho ruido y dejando atrás la vieja cantera y las catacumbas. Ahora estas aguardaban nuevos muertos; los antiguos fantasmas no tendrían más reclamo para las Fosas Ardeatinas.

Le llevó una dolorosa eternidad llegar a la iglesia, pero recuperó la paz cuando vio la fuente. Prácticamente se dio de bruces con ella, asfixiándose cuando al gemir de dolor inhaló una gran cantidad de agua en lugar de tragarla. Eran aguas salobres, así que probablemente se pondría enfermo, pero era lo mejor que había probado nunca. Bebió hasta saciarse y se levantó intentando no gritar cuando sus triturados dedos tocaron la superficie helada. Se lavó lo mejor que pudo, limpiándose la sangre y la suciedad del pelo y la piel. Quería estar lo más presentable posible por si no conseguía llegar a su destino antes del amanecer, y el agua lo ayudó a reavivarse. 

Se paralizó de miedo cuando una sombra apareció a su lado, pero luego se dio cuenta de que solo era un hombre de piedra; una estatua. Esta miraba hacia abajo con una detenida compasión, con las manos extendidas, pero incapaz de ayudarle. Angelo no sabía el nombre del santo ni lo que representaba esa estatua, ni siquiera el nombre de la iglesia, pero algo en ella —la solemnidad de la expresión, la aceptación melancólica en la postura— le recordó a la escultura de Donatello de san Jorge y el día en el que sintió la llamada.

Tenía trece años cuando san Jorge le habló. No literalmente. Angelo no era un loco ni un profeta y, sin embargo, el santo le había hablado. Ese día llevaba muletas; le dolían tanto las piernas que no podía llevar la pierna protésica. La excursión del colegio le había dejado exhausto, aunque seguir el ritmo de sus compañeros no le interesaba demasiado. El padre Sebastiano les había llevado al palacio del Bargello y Angelo dejó de avanzar cuando vio la estatua. 

Estaba empotrada y elevada, así que no pudo tocarla, pero quería hacerlo. Se aproximó a ella todo lo que pudo y se quedó mirándola con la cabeza inclinada hacia atrás; san Jorge tenía una mirada inocente, fija en un espacio ancestral que ocultaba tras la armadura, y reflejaba una intrepidez que contrastaba con el sesgo preocupado de sus cejas. Tenía los ojos bien abiertos y despejados y la espalda rígida; se enfrentaba al peligro inminente con firmeza a pesar de que no parecía ser lo suficientemente mayor como para sujetar una espada. Angelo no podía hacer otra cosa que mirar boquiabierto su cara; estaba paralizado. Se quedó en esa posición durante mucho rato, ignorando la famosa cúpula, los frescos y las vidrieras. La enormidad del museo y todas sus maravillas quedaron reducidas a esa única escultura.

Y ahora, más de doce años después, estaba contemplando una estatua a la que suplicó del mismo modo que a la famosa obra de Donatello. «Ayúdame, san Jorge», dijo en voz alta, esperando que el cielo lo escuchara. «Ayúdame a enfrentarme a lo que está por venir». 

Angelo se dio la vuelta y se alejó dando tumbos de la fuente hacia una carretera tan antigua como la propia Roma, con los ojos de la estatua desconocida sobre su espalda cansada. Angelo redirigió sus pensamientos hacia su héroe, hacia aquella lejana tarde en la que todo estaba claro y la inmortalidad era un premio, y no una terrible tortura. Ahora le dolía mucho verse tentado por la inmortalidad; la muerte le parecía mucho más apetecible.

Esa tarde tan distante, un hombre se unió a él mientras contemplaba la estatua de san Jorge, pero no se percató de él hasta que le empezó a contar la historia que había tras la obra de arte.

—Jorge era un soldado romano, algo parecido a un capitán. No renunció a su fe en Cristo; le ofrecieron dinero, poder y riquezas si veneraba a los dioses del Imperio. El emperador, como ves, no quería matarlo, lo apreciaba mucho, pero Jorge lo rechazó. 

Angelo retiró la vista de la escultura de Donatello. El hombre que estaba junto a él era un cura como el padre Sebastiano, mayor que el padre de Angelo pero más joven que su abuelo Santino. Le brillaban los ojos y llevaba el cabello perfectamente peinado. Tenía una cara agradable y peculiar, pero las manos entrelazadas detrás de la espalda atestiguaban su sacrificio. 

—¿Murió? —preguntó Angelo.

—Sí —contestó el cura seriamente.

Angelo se lo había imaginado, pero la verdad le seguía resultando dolorosa.

Quería que el joven héroe saliera victorioso.

—Murió, pero venció al dragón —añadió el cura con delicadeza.

Eso no tenía ningún sentido para Angelo. Arrugó la nariz, confundido, y volvió la mirada hacia la escultura y el gran escudo que Jorge llevaba en la mano. Creía que era una historia real, y los dragones no tenían cabida en ella.

—¿Un dragón? —preguntó—. ¿Luchó contra un dragón?

—El mal, la tentación, el miedo. El dragón es un símbolo de la batalla que libró consigo mismo para mantenerse fiel a Dios. 

Angelo asintió; lo comprendía perfectamente. Se quedaron en silencio una vez más con la mirada fija en la escultura del soldado que la destreza del maestro trajo a la vida. 

—¿Cuál es tu nombre, jovencito? —le preguntó el cura.

—Angelo —contestó—. Angelo Bianco.

—Angelo, san Jorge vivió hace más de mil quinientos años y aún hablamos de él. Creo que eso le hace inmortal, ¿no?

Ese pensamiento había provocado que se le saltaran las lágrimas a Angelo, que intentó secárselas.

—Sí, padre, eso creo.

—Arriesgó todo y ahora es inmortal.

«Arriesgó todo y ahora es inmortal».


Angelo gimoteó; el recuerdo hizo que se le retorciera el estómago. Qué ironía. Qué terrible ironía. Él también lo había arriesgado todo y puede que hubiera perdido la única cosa por la que cambiaría su inmortalidad.

Cuando el amanecer empezaba a vislumbrarse por el cielo al este y la tenue luz caía sobre las agujas y campanarios de la Ciudad Eterna, Angelo alcanzó las puertas de Santa Cecilia. La llamada a los laudes empezó a sonar, como si le diera la bienvenida, pero Angelo solo podía aferrarse a las espirales de hierro y rezar para que, por algún milagro, Eva lo esperara dentro.

La madre Francesca lo encontró unos minutos después con la espalda contra la puerta como si lo hubieran apuntalado por ser un secuaz de Satán. Debió de creer que estaba muerto, porque gritó horrorizada, se santiguó y salió corriendo en busca de ayuda. Angelo estaba demasiado cansado como para tranquilizarla.

A través de sus hinchados párpados vio aparecer a Mario Sonnino, que le tomó el pulso y dio instrucciones al resto para que lo llevaran dentro.

—No es seguro —consiguió decir Angelo. Mario no estaba seguro a este lado de las puertas, aunque tampoco lo estaba dentro—. Alguien podría verte —intentó advertirle, pero era incapaz de hablar de forma inteligible. 

—¡Llevadlo a la habitación de Eva! —ordenó Mario.

—¿Dónde está Eva? —preguntó Angelo forzándose a hablar; necesitaba saberlo. 

Nadie le contestó. Subieron las escaleras rápidamente y Angelo gritó por el dolor de las costillas al moverse. Lo colocaron con cuidado en la cama, donde le envolvió el perfume de rosas de Eva.

—¿Eva? —preguntó de nuevo, esta vez más alto.

Echó un vistazo con el ojo que no tenía completamente cerrado, intentando ver algo, pero las sombras eran borrosas y la gente permanecía ominosamente en silencio.

—No la hemos visto en tres días, Angelo —contestó finalmente Mario—. Se la han llevado los alemanes. 


24 de marzo de 1944, vía Tasso


Confesión: mi nombre es Batsheva Rosselli, no Eva Bianco, y soy judía. Angelo Bianco no es mi hermano, sino un cura que solo quería protegerme del lugar en el que precisamente me encuentro ahora.


Cuando conocí a Angelo, era un niño, como yo. Un niño con una mirada llena de decepción para alguien tan joven. Tras llegar a Italia, estuvo durante mucho tiempo sin hablar; simplemente observaba. Creía que era porque era americano, porque no entendía. Ahora, cuando lo pienso, me entra un poco la risa; yo le representaba las cosas y le hablaba más alto, como si le pasara algo en los oídos. Bailaba alrededor de él, tocando el violín y cantando cancioncillas solo para hacerle sonreír. Cuando lo conseguí, le abracé y le besé en los mofletes. No le pasaba nada en los oídos ni a su comprensión. Me entendía perfectamente; solo se limitaba a escuchar, observar y aprender.

Camillo, mi paciente padre, me decía que le dejara en paz, pero yo no podía. Simplemente no podía. Ahora me doy cuenta de que ese patrón nunca cambió. Bailé a su alrededor durante años, intentando llamar su atención, deseando verle sonreír; deseando estar cerca de él, quererle y que él me quisiera a mí. Era rebelde incluso entonces, sin retroceder ante el miedo, aunque no lo admitía. La rebeldía siempre fue mi mayor aliada, a pesar de que a veces la odiara. Se parecía a mí y hacía daño como lo hacía yo, pero no dejó que me rindiera, y, cuando el miedo se llevó los motivos para luchar, la rebeldía me los trajo de vuelta.

Una vez mi padre me dijo que estábamos en la Tierra para aprender, que Dios quería que recibiéramos todo lo que tuviera que enseñarnos la vida y que después tomáramos lo que habíamos aprendido para convertirlo en nuestra ofrenda para Dios y la humanidad. Sin embargo, tenemos que vivir para aprender, y a veces tenemos que luchar para vivir.

Esta es mi ofrenda; estas son las lecciones que he aprendido, los pequeños actos de rebelión que me han mantenido con vida y el amor que ha alimentado mi esperanza cuando no tenía nada más.


Eva Rosselli

1929


Capítulo 1

Florencia


—Santino tiene un nieto, ¿lo sabías? —dijo el padre de Eva.

—¿El nonno tiene un nieto? —preguntó Eva.

—Sí, aunque realmente no es tu nonno, eso lo sabes, ¿verdad?

—Sí que lo es, porque me quiere mucho —razonó Eva.

—Sí que te quiere, pero no es mi padre y tampoco el de tu madre, así que no es tu abuelo —le explicó su padre con paciencia.

—Sí, babbo, lo sé —dijo Eva enfadada, sin entender por qué insistía en eso—, y Fabia no es realmente mi abuela.

Decir una cosa así en alto parecía una mentira.

—Sí, exacto. Verás, Santino y Fabia tienen un hijo. Se fue de Florencia a Estados Unidos cuando era joven porque allí tenía más oportunidades, se casó con una chica estadounidense y tuvieron un niño.

—¿Cuántos años tiene el niño?

—Once o doce. Es un par de años mayor que tú.

—¿Cómo se llama?

—Se llama Angelo, como su padre, creo. Pero, por favor, Batsheva, escúchame un segundo y deja de interrumpirme.

El babbo de Eva solo la llamaba por su nombre completo cuando se empezaba a impacientar, así que Eva se mordió la lengua y escuchó.

—La madre de Angelo ha muerto —dijo tristemente.

—¿Por eso la nonna estaba llorando ayer cuando leyó el telegrama? —Eva ya había olvidado que no tenía que interrumpir.

—Sí. Santino y Fabia quieren que su hijo traiga al niño a Italia; ha tenido algunos problemas de salud, algo en la pierna, al parecer, y quieren que viva aquí, con nosotros, al menos durante un tiempo. El hermano mayor de Santino es cura y creen que el chico podría ingresar en el seminario aquí, en Florencia. Es un poco mayor para empezar ahora, pero en Estados Unidos iba a una escuela católica, así que no irá muy retrasado; quizás incluso vaya adelantado. —Su padre dijo eso último como si estuviera pensando en voz alta y no como si fuera algo que Eva tuviera que saber—. Y yo ayudaré en lo que pueda.

—Podemos ser amigos —contestó Eva—. Los dos hemos perdido a nuestras madres.

—Eso es verdad, y seguro que necesita a un amigo, Eva.

Eva no se acordaba de su madre; había muerto de tuberculosis cuando era pequeña. Tenía un vago recuerdo de ella tumbada en la cama, muy enferma y con los ojos cerrados. Eva no debía tener más de cuatro años, pero aún recordaba la altura de aquella cama y la alegría que sentía cuando alcanzaba a sentarse encima con el violín entre las manos; quería tocarle una canción.

Había gateado hasta el lado de su madre y le había acariciado la mejilla acalorada por la fiebre; el color rojo intenso del tuberculoso le hacía parecer una muñeca con coloretes. Su madre había abierto los párpados despacio, mostrando unos ojos vidriosos y drogados, lo que acentuaba su similitud a una muñeca. La figura casi sin vida de ojos azules y vidriosos que la miraban le había asustado; entonces su madre pronunció el nombre de Eva como un crujido y el sonido se rompió entre sus labios como un papel viejo.

—Batsheva —susurró, e inmediatamente le siguió una tos que le sacudió el cuerpo tembloroso.

La forma en la que dijo su nombre, aquel jadeo ronco, la forma en la que suspiró a través de las sílabas como si fuera la última palabra que diría jamás, había hecho que Eva odiara su nombre durante mucho tiempo. Después de morir su madre, cuando su padre le llamaba Batsheva se ponía a llorar y se tapaba los oídos.

Fue entonces cuando su babbo empezó a llamarla Eva.

Eso era todo lo que recordaba de la vida de su madre, de su corta vida juntas, y había intentado olvidarlo. No era un recuerdo con el que disfrutara; prefería aferrarse a la imagen de su madre y fingir que recordaba a aquella agradable mujer de pelo castaño y suave con piel de porcelana, sujetándola en su regazo junto a un Camillo mucho más joven y sin canas en su pelo moreno, con una cara seria bajo unos ojos marrones y sonrientes.

Eva había intentado recuperar a la niña de la imagen, la niña pequeña que se sentaba en el regazo de su madre y miraba atentamente a la mujer que la sostenía. Sin embargo, por mucho que lo intentaba, no podía acordarse de esa mujer. Eva ni siquiera se parecía a su madre. Había salido a su padre, Camillo; tenía la piel pálida y los labios rosados.

Es difícil querer o echar de menos a alguien que ni siquiera has conocido.

Eva se preguntó si Angelo, el nieto de Santino, quería a su madre. Esperó que no la quisiera demasiado, porque querer a alguien y luego perderlo sería mucho peor que no haberlo tenido nunca.


***


—¿Por qué estás tan triste? —preguntó Eva mientras metía las rodillas debajo del camisón.

Había encontrado a Angelo observando la tormenta en la biblioteca de su padre con las puertas del balcón abiertas mientras la lluvia caía con fuerza contra las baldosas rosas. No creía que fuera a contestar; nunca lo hacía. Llevaba tres meses viviendo en la casa con su nonno y su nonna, y Eva había hecho todo lo que estaba en su mano para que fueran amigos; había tocado el violín para él, le había bailado, se había metido en la fuente con el uniforme de la escuela puesto, con la consecuente regañina, solo para hacerle reír. A veces se reía y eso hacía que lo siguiera intentando con más ganas, pero nunca le hablaba.

—Echo de menos a mi madre.

A Eva se le sacudió el corazón, sorprendida. Le estaba hablando, y encima en italiano. Sabía que Angelo entendía lo que le decían, pero pensaba que contestaría en inglés, como estadounidense que era.

—Yo no recuerdo a mi madre. Murió cuando yo tenía cuatro años —respondió con la esperanza de que dijera algo más.

—¿No te acuerdas de nada? —preguntó.

—Mi padre me ha contado algunas cosas. Mi madre era austríaca, no italiana, como mi babbo. Se llamaba Adele Adler; un nombre bonito, ¿no crees? A veces lo escribo con una caligrafía bonita. Suena como el de una estrella de cine estadounidense, incluso lo parecía un poco. Mi padre dice que fue amor a primera vista. —Estaba balbuceando, pero Angelo la miraba con interés, así que continuó—. La primera vez que mi babbo vio a mi madre, él estaba en Viena por negocios, vendiendo sus botellas de vino. Es que babbo tiene una empresa de vidrio. Vende sus botellas a todas las bodegas. En Austria tienen muy buen vino. Babbo me ha dejado probarlo.

Eva creía que Angelo tenía que saber lo sofisticada que era.

—¿También tocaba el violín? —preguntó Angelo con vacilación.

—No, mi madre no era demasiado musical, pero quería que yo fuera una gran violinista, como mi abuelo Adler. Es muy famoso, o eso es lo que dice el tío Felix —dijo mientras se encogía de hombros—. Háblame de tu madre.

Se calló durante unos segundos y Eva creyó que se quedaría en silencio otra vez.

—Tenía el pelo oscuro como el tuyo —susurró.

Se acercó despacio y le tocó el pelo. Eva contuvo el aliento mientras él le toqueteaba un rizo largo. Finalmente, bajó la mano.

—¿De qué color tenía los ojos? —le preguntó cuidadosamente.

—Marrones, también como los tuyos.

—¿Era guapa, como yo?

La pregunta no iba con segundas; siempre le habían dicho que era muy guapa y lo había aceptado sin darle demasiada importancia.

El chico ladeó la cabeza y se quedó pensando.

—Supongo. Para mí sí lo era, y además era soft —dijo la palabra en inglés y Eva arrugó la nariz sin estar segura de entenderlo.

¿Soft? ¿Soffice o grassa?

—No, grassa no. No gorda. Todo en ella me reconfortaba. Era… suave.

La respuesta era tan acertada, tan concreta y tan madura que lo único que pudo hacer fue quedarse mirándolo.

—Pero… tu nonna también es suave —aportó Eva finalmente, intentando encontrar algo que decir.

—No de la misma forma. La nonna se preocupa; intenta hacerme feliz y quererme, pero no es lo mismo. Mamma era todo amor y ni siquiera tenía que intentarlo, simplemente… lo era.

Se sentaron a observar la lluvia y Eva se puso a pensar en las madres y el amor, en cosas suaves y en la soledad que le hacía sentir la lluvia a pesar de que no estuviera sola.

—¿Quieres ser mi hermano, Angelo? No tengo hermanos y me gustaría mucho tener uno —dijo con la mirada fija en su cara.

—Tengo una hermana —susurró Angelo sin contestarle y sin dejar de mirar la lluvia—. Todavía está en Estados Unidos. Cuando nació…, mi madre murió, y ahora ella está allí y yo estoy aquí.

—Pero tu padre está allí con ella.

Sacudió la cabeza con tristeza.

—La llevó con mi tía, la hermana de mi madre. Ella quería un bebé.

—¿A ti no te quería? —preguntó Eva, confusa. Angelo se encogió de hombros como si no le importara—. ¿Cómo se llama… tu hermana pequeña? —insistió.

—Mi padre la llamó Anna, por mi madre.

—La volverás a ver.

Angelo la miró. Tenía los ojos más grises que azules a la luz de las sombras de la pequeña lámpara del escritorio de Camillo.

—No lo creo. Mi padre dice que Italia ahora es mi casa, y yo no quiero, Eva. Quiero a mi familia.

Se le quebró la voz y se miró las manos como si estuviera avergonzado de su debilidad. Era la primera vez que había pronunciado su nombre. Eva le cogió la mano.

—Yo seré tu familia, Angelo. Seré una buena hermana, te lo prometo. Si quieres, puedes llamarme Anna cuando estemos a solas.

Angelo tragó saliva haciendo esfuerzo con la garganta y le apretó la mano a Eva.

—No quiero llamarte Anna —contestó con un sollozo. Volvió a mirarla mientras se secaba las lágrimas—. No quiero llamarte Anna, pero seré tu hermano.

—Si quieres, puedes ser un Rosselli. A babbo no le importaría.

—Seré Angelo Rosselli Bianco.

Se río ante la idea, secándose la nariz.

—Y yo seré Batsheva Rosselli Bianco.

—¿Batsheva?

Esa vez fue Angelo quien frunció el ceño.

—Sí, así me llamo, pero todo el mundo me llama Eva. Es un nombre hebreo —añadió con orgullo.

—¿Hebreo?

—Sí, somos ebrei.

¿Ebrei?

—Judíos.

—¿Eso qué significa?

—No lo sé exactamente. —Se encogió de hombros—. No voy a las clases de Religión del colegio. No soy católica. Casi ninguno de mis amigos conoce mis rezos ni van al templo, excepto mis primos Levi y Claudia, que también son judíos.

—¿No eres católica? —preguntó Angelo, sorprendido.

—No.

—¿Crees en Jesús?

—¿A qué te refieres con creer en él?

—¿Que él es Dios?

Eva frunció el ceño.

—No, creo que no. No llamamos así a Dios.

—¿No vas a misa?

—No, nosotros vamos al templo, aunque, la verdad, no muy a menudo —admitió—. Mi padre dice que no necesitas ir a la sinagoga para hablar con Dios.

—Yo iba a un colegio católico y a misa todos los domingos. Mi madre y yo siempre íbamos a misa. —Angelo aún tenía una expresión de sorpresa en la cara—. No sé si puedo ser tu hermano, Eva.

—¿Por qué? —espetó con perplejidad.

—Porque no somos de la misma religión.

—¿Los judíos y los católicos no pueden ser hermanos y hermanas?

Angelo se había quedado callado, pensativo.

—No lo sé —admitió finalmente.

—Yo creo que sí —contestó ella con firmeza—. Babbo y el tío Augusto son hermanos y no están de acuerdo en casi nada.

—Entonces, vale. Estaremos de acuerdo en todo lo demás —dijo Angelo seriamente—, para compensar.

Eva asintió igual de seria que él.

—Sí, en todo lo demás.


***


—¿Por qué discutes conmigo siempre? —preguntó Angelo con un suspiro y levantando las manos en el aire.

—No discuto contigo siempre —contestó Eva.

Angelo se limitó a poner los ojos en blanco y a intentar deshacerse de la persistente sombra que siempre le seguía a todos lados. Generalmente no le importaba, pero había pasado toda la mañana enseñándole a jugar al béisbol, un deporte que nadie practicaba en Italia, y ahora le dolía la pierna y quería que Eva se marchara para ocuparse de ella.

—Entonces, ¿qué le pasa a tu pierna exactamente? —le preguntó Eva al percatarse de su malestar.

Ella ya le había enseñado las reglas básicas del fútbol y, aunque Angelo no podía correr muy bien, podía proteger y defender; era un portero soberbio. Aun así, a pesar del tiempo que habían pasado jugando juntos, no había hablado de su pierna, y Eva había sido sorprendentemente paciente, esperando a que fuera él quien decidiera revelar su secreto. Pero ya se había cansado de esperar.

—No le pasa nada… exactamente. Simplemente es que no está entera.

A Eva se le cortó la respiración por el horror. Que le faltara una parte de la pierna era algo peor de lo que había imaginado.

—¿Puedo mirar? —suplicó.

—¿Por qué?

Angelo se removió con incomodidad.

—Nunca he visto a alguien a quien le faltara una pierna.

—Bueno, ese es el problema: no puedes mirar lo que no existe.

Eva suspiró, exasperada.

—Quiero ver la parte que sí existe.

—Tendría que quitarme los pantalones —la desafió en un intento de sorprenderla.

—¿Y? —respondió con descaro, encogiéndose de hombros—. Me dan igual tus calzoncillos apestosos.

Él arqueó las cejas, sorprendido, y ella lo presionó con sutileza.

—Por favor, Angelo. Nadie me enseña cosas interesantes. Todo el mundo me trata como a una niña pequeña.

La verdad era que todo el mundo la trataba como a una princesita. Estaba muy mimada, pero Angelo había notado que eso era algo que a ella no le gustaba especialmente.

—Vale, pero tú también tienes que enseñarme algo.

—¿Como qué? —Frunció el ceño, dubitativa—. Mis piernas son normales, mi cuerpo está entero. ¿Qué quieres que te enseñe?

Angelo sopesó eso durante un momento. Eva estaba segura de que le pediría que le enseñara sus partes femeninas. Si los sorprendían en ese momento, el nonno les daría una zurra y la nonna se santiguaría, sacaría las cuentas negras y se pondría a rezar. Pero Eva era curiosa, y no le importaba que alguien le resolviera sus dudas acerca de las partes de los chicos.

—Quiero que me enseñes ese libro en el que escribes y que me lo leas —dijo Angelo.

Eva se sorprendió, pero probablemente era más seguro que el jueguecito de enseñar. Solo le llevó cinco segundos contestar.

—Vale.

Ella extendió la mano y se dieron un rápido y enérgico apretón. Por el ceño fruncido de Angelo, sabía que le preocupaba el trato que acababa de hacer. La disposición de Eva para hacer el trato probablemente le habría hecho creer que al final esto acabaría mal. Probablemente creería que escribía sobre él, y así era, pero a Eva no le importaba que lo supiera.

Aun así, le estrechó la mano y empezó a remangarse la pernera derecha. El resto de los chicos de Florencia llevaban pantalones cortos casi todo el año, pero Angelo no. Angelo parecía un hombrecillo con pantalones y unas botas negras feas.

—¡Creía que te ibas a quitar los pantalones! —resopló, sin gustarle que le hubiera mentido.

—Quería ver cómo reaccionabas. No eres una señorita, eso seguro.

—Sí lo soy, solo que no soy una señorita tonta que se vuelve loca por unos calzoncillos holgados.

Estiró la pierna en la que tenía una columna de acero ajustable atada a la rodilla y sujeta al muslo por un lado y a la bota negra por el otro.

Eva, fascinada, tocó las tiras con la mano extendida.

—Me ayuda a caminar; me lo hizo mi padre.

Le cambió la cara al hablar de su padre, como cada vez que lo mencionaba. El padre de Angelo era herrero y le había prometido enseñarle a manejar el hierro también. Angelo no necesitaba dos piernas para construir cosas con las manos, pero eso había sido antes de que su madre muriera. Su padre estaba en Estados Unidos, Angelo en Italia y nadie le iba a enseñar a trabajar el metal.

—¿Te lo puedes quitar?

Eva estaba realmente interesada en verlo sin la pierna.

Angelo desabrochó las correas y soltó un pequeño quejido, como si aflojarlas fuera un alivio.

Se quitó la prótesis y Eva, con los ojos como platos y la boca abierta, se quedó mirando la pierna que acababa en la rodilla.

Angelo parecía incómodo y quizás un poco avergonzado, como si hubiera hecho algo malo. Eva se acercó y le dio la mano rápidamente.

—¿Te duele?

El cuero parecía suave y llevaba un calcetín gordo para proteger la piel del peso y la tracción del artilugio, pero no era como ponerse una bota, y el curioso muñón justo debajo de la rodilla estaba rojo e irritado.

—Es un poco incómodo llevar la pierna de metal, pero me gusta poder andar. Utilicé muletas durante mucho tiempo. El soporte es ajustable, así que se amoldará según vaya creciendo, al menos durante unos cuantos años, y siempre puedo usar la muleta cuando se me canse mucho la pierna.

—¿Cómo perdiste la pierna?

—En realidad nunca la he tenido.

—¿Naciste sin ella?

—Mi madre decía que el doctor creía que el cordón umbilical se me enrolló alrededor de la pierna demasiado pronto y que no le llegaba la sangre; no creció bien y algunas partes de mi pierna murieron. Me quitaron esas partes cuando nací. —Se encogió de hombros—. Mi madre decía que no era tan grave si no le daba importancia.

—Pero oras partes crecieron bien.

Eva tenía los ojos puestos en los músculos del muslo descubierto; Angelo se ruborizó y de inmediato empezó a reajustarse la pierna de metal para ponerse los pantalones. Su rubor hizo que Eva se sonrojara también; ella solo quería hacerle saber que le parecía que su pierna estaba bien.

—Hago ejercicios todos los días; salto, doy zancadas y hago sentadillas para fortalecer las piernas. Los médicos me dijeron que cuanto más fuerte sea, más cosas podré hacer. Soy muy fuerte —añadió tímidamente, y lanzó una breve mirada a Eva antes de fijar la vista en el suelo.

Eva estaba impresionada y sonrió mientras asentía.

De repente, se levantó y salió de la habitación. Angelo la siguió con la mirada, probablemente preguntándose si ya habría acabado con él, pero antes de que le diera tiempo a abrocharse la última correa, ya estaba de vuelta. Llevaba un libro en las manos; se sentó a su lado, encima de la cama. Inmediatamente, Angelo se apartó hasta casi caerse al suelo y Eva se preguntó si le había hecho sentirse inseguro; ella a veces se sentía así cuando estaba con él. Miró a Eva y esta reconoció la mirada; era la misma mirada que su padre le lanzaba cuando hacía algo que no entendía.

—¿No quieres ver mi cuaderno? —preguntó.

—Quiero que tú me lo enseñes —insistió sin agarrarlo.

—Vale. Bueno, pues este es mi cuaderno de confesiones.

Lo abrió por las tapas de cuero suaves y pasó las páginas sin dejarle ver bien ninguna de ellas.

—Tienes una letra muy bonita, pero no sé leer muy bien en italiano. Hablar es una cosa, pero solo leo en inglés.

Eva asintió, agradecida de que no pudiera leer fácilmente sus pensamientos y palabras.

—Pensaba que era tu diario. —Parecía decepcionado—. ¿A quién te confiesas? —preguntó.

—Ah, sí, claro que es mi diario, pero ahí confieso cosas. Cosas privadas.

Arqueó las cejas para indicarle que estaba escuchando información privilegiada. En realidad, escribía sobre su día a día, pero quería hacer que sonara bien.

—Léeme una página —insistió Angelo.

—Creía que eras tímido —dijo Eva mordazmente—, pero ya veo que no. Eres bastante mandón, de hecho. Me gusta.

Angelo dio unos golpecitos encima del cuaderno para que Eva volviera a poner la atención en él.

—Muy bien. Te voy a leer la confesión que escribí sobre ti cuando llegaste a Italia.

—¿Sobre mí?

—Sí, creo que te gustará.


Estoy muy contenta de que Angelo esté aquí. Estoy cansada de estar con adultos todo el tiempo. Babbo dice que soy más lista y más madura que los niños de mi edad porque he crecido rodeada de adultos. Eso está bien, supongo, pero estoy cansada de la gente mayor. Quiero jugar al escondite y al pillapilla. Quiero tener a alguien a quien contarle mis secretos. Quiero tirarme por la barandilla, saltar encima de la cama, trepar por la ventana de mi habitación hasta el tejado y sentarme con un amigo, y no solo los que tengo en mi imaginación.

Angelo solo tiene once años, es dos años más mayor que yo, pero yo soy más alta que él. Es bastante pequeño. La nonna dice que es normal, que las chicas crecemos más rápido. Dice que ya me alcanzará, pero es muy guapo y tiene unos ojos muy bonitos; demasiado bonitos para ser un chico. Pero, claro, él no tiene la culpa de eso. Tiene el pelo rizado, también como de chica; tendrá que llevarlo siempre corto y no ponerse vestidos, sino será más guapo que yo, y no creo que me guste la idea.


Angelo frunció el ceño y ella se rio ante su descontento.

—Sabes que sí que eres muy guapo —bromeó—, a pesar de que tengas una nariz demasiado grande para tu cara.

—No creo que tengas que preocuparte porque sea más guapo que tú —resopló—. Eres la chica más guapa que he conocido. —Cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir, volvió a ruborizarse—. Esa no me ha gustado, léeme otra.

Y así lo hizo. Leyó una confesión tras otra mientras Angelo escuchaba con la paciencia de un cura.

1938


17 de noviembre de 1938


Confesión: a veces me da miedo dormir.


Anoche tuve un viejo sueño que tengo desde los nueve años; uno que no entiendo, pero parece que él a mí sí. Como siempre, en el sueño está oscuro, pero entre la oscuridad hay mucha gente. No puedo ver nada aparte de la luz de la luna que entra por la pequeña ventana que hay en lo alto de la pared y las lamas que resuenan por todos lados en la oscuridad. Estoy en movimiento y tengo miedo.

Sé que debo alcanzar la ventana; de repente, tengo los dedos enganchados en la repisa de la pequeña apertura y empujo las lamas que he usado como escalera con la punta de los zapatos para alcanzarla.

«Si saltas, nos castigarán a nosotros».

Unas manos me agarran de la ropa y me las quito de encima pataleando con desesperación.

«¡Nos matarán!», gime una mujer debajo de mí.

«Tienes que pensar en el resto».

«Morirás si saltas», susurra otra persona, apoyada por el resto de la gente. Pero no los oigo.

Meto la cabeza por la abertura y el aire que me da en la cara es como agua, como vida, como una cascada de fría esperanza. Abro la boca y me la trago, y siento que soy incapaz de saciar la sed que me araña la garganta, aunque igualmente me fortalece.

Fuerzo los hombros a través de la ventana, aferrándome a todo y a nada, moviéndome para liberarme, y de repente, estoy colgando bocabajo en un mundo que está en marcha y repiquetea, aunque todavía oigo los latidos de mi corazón en el pecho. Y entonces caigo.


Eva Rosselli