Lola López Mondéjar

 

 

Qué mundo tan maravilloso

 

 

 

 

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Lola López Mondéjar, Qué mundo tan maravilloso

Primera edición digital: septiembre de 2018

 

ISBN epub: 978-84-8393-632-0

IBIC: FYB

 

© Lola López Mondéjar, 2018

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018

 

 

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Cualquiera que sea el mensaje transmitido
por el discurso, el hablar es contacto.

 

Emmanuel Lévinas

 

 

And I think to myself what a wonderful world

Yes I think to myself what a wonderful world.

 

Louis Armstrong, What a Wonderful World, 1967

 

 

 

A Mariluz Ibáñez Indurria

 

Estos mundos

 

Si empezásemos a pensar con el corazón

 

 

 

… siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente infinita, y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo estuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón.

 

Hugo von Hofmannsthal, Carta de Lord Chandos

 

 

 

Marta rodeó el monumento por el sendero de tierra abierto entre la hierba. En la ladera sur del dolmen decenas de personas de distintas generaciones plantaban árboles.

–Forma parte de un programa de repoblación de la Junta y del Ayuntamiento –le informó una mujer.

En el Centro de interpretación acababa de ver una película donde se recreaba la vida de los pobladores neolíticos de la región y se explicaba el origen de Menga. El edificio funerario se había convertido ahora en el principal atractivo turístico del amplio valle de Antequera, presidido por el perfil antropomorfo de la Peña de los enamorados.

El día anterior, cuando se acercaban a la ciudad, su amiga Cristina le había advertido a su marido:

–No le digas nada, deja que la descubra ella sola.

De modo que, cuando al completar un giro de la autovía apareció la montaña, Marta sintió un impacto que la sacó de su ensimismamiento. Se giró en su asiento y continuó mirándola hasta que la perdió de vista.

Aquella tarde presentó su obra ante un público compuesto por una mayoría de mujeres; lo hizo sin entusiasmo, pues no había nada en ella que en esos momentos le resultara interesante destacar. Hacía meses que sufría una especie de peligroso desapego que empobrecía a sus propios ojos todo lo que tocaba o pensaba. Hacía meses que era incapaz de crear nada.

En mitad de esa devastación, la impresión de la peña permanecía aún intacta horas después, por lo que se propuso regresar a la mañana siguiente para visitar ella sola el dolmen de Menga, situado a la entrada de la ciudad, y explorar así la impresión que la montaña le había causado. Su inesperada y telúrica atracción.

 

El día amaneció soleado y fresco. El dolmen se sitúa en un promontorio poco elevado que se alza frente a la peña, que queda enmarcada por su puerta de piedra como si se tratase de un cuadro; uno de esos cuadros que Marta no podía, no sabía o no quería ya pintar.

En la base de su inspiración, así lo afirmaban repetidas veces los críticos que habían comentado su obra, se encontraban las pinturas rupestres; los trazos estilizados que componían sus cuadros no podían dejar de recordar los que decoran las cuevas prehistóricas del levante español. Marta también lo creyó siempre así. ¿Para qué pintaba, pues? Quizás había llegado el momento de dejar de hacerlo, quizás, como tantos otros artistas, estaba a punto de convertirse en un nuevo Bartelby que prefiere no copiar, no repetir, y abandonarse a una torpe pasividad improductiva. Recrearse en esa idea la aligeraba como si se desprendiese de un lastre, de una inconcreta condena; sin embargo, a poco que imaginase a qué dedicaría entonces su tiempo tenía que reconocer, no sin pesar, su incapacidad para hacer algo distinto con su vida. La pintura formaba parte de su identidad y sospechaba que, de abandonarla, sufriría de algún modo una mutilación que se le antojaba intolerable.

Un niño que corría ladera arriba se cruzó en su camino, sus ojos inocentes la miraron con una extraña desconfianza. Marta le sonrió. Encima del túmulo bajo el que se situaba el dolmen, los visitantes se fotografiaban unos a otros con sus móviles. Ella había apagado el suyo. Ese día no tenía ningún compromiso profesional, sería una jornada de asueto como la que empleaban aquellas personas en repoblar la ladera. Hacía décadas que no se dedicaba a ninguna tarea colectiva. Hacía décadas que el arte, su arte, una copia por completo prescindible del arte levantino –insistió, destructiva–, la absorbía en un quehacer solitario y narcisista de exploración interior en busca de la forma. Una búsqueda que la separaba de los otros. De todos los otros.

En el interior del dolmen la luz era tenue y las voces se amplificaban como en un anfiteatro. Una mujer de mediana edad le decía a otra que parecía ser su hermana:

–Concha, la mujer de Pepe, dice que no se come ningún huevo si no conoce antes a la gallina.

La interlocutora se encogió de hombros.

–Dice que le da asco pensar que el huevo se haya formado en el interior de una desconocida –continuó impasible la primera.

–Pues a mí eso me da igual –añadió la otra, parecía deseosa de insistir en su indiferencia.

–Toma, y a mí.

Marta sonrió; permaneció dentro unos minutos más, escuchando a ratos la explicación del guía a un grupo de andaluces locuaces que no cesaban de interrumpirle, absorta otros en sus propios pensamientos. Luego se dirigió hacia la entrada y se detuvo de espaldas a la puerta. Frente a ella, reina absoluta del valle, imán de todas las miradas, se alzaba la Peña de los enamorados. Un extraño rostro humano yacente sobre la fértil vega del río Guadalhorce. Contemplándola supo que su fascinación tenía que ser la misma que experimentaron los antepasados que, durante miles de años, deambularon por la zona.

 

* * *

 

Menga, la leprosa, salió de la cueva y contempló la roca. El sol le hacía daño en los ojos y se los cubrió con una mano en la que faltaban las falanges de los dedos anular y corazón. Mirarlos le produjo un profundo dolor que su cuerpo no pudo sentir. La leprosa se escondía de un mundo agitado que celebraba el descubrimiento de un nuevo continente. Desde que enviudó de un hombre que nunca la quiso, su vida había sido un deambular constante hasta llegar allí. Ahora el interior de la cueva era su casa, y la caridad de las gentes de la comarca su única posibilidad de supervivencia.

Ayer, el joven pastor le dejó en la puerta un cuenco con leche de cabra que algún animal salvaje volcó durante la noche, privándola de su desayuno. Quería morir, aunque este pensamiento impío la mortificaba. Miró hacia la roca y rezó. ¿Cuánto más duraría su tormento?

La cueva era cálida en invierno y, en verano, fresca y reconfortante. Las superficies romas de los pocos objetos que poseía evitaban que se dañase involuntariamente. Hacía semanas que no hablaba con nadie. A veces, Menga sacaba su lengua, la tocaba con lo que quedaba de sus manos y la volvía a guardar entre sus labios tumefactos. Temía haberla perdido.

 

* * *

 

El dolor la hizo rezagarse. Delante de ella, Mum, el padre de sus dos hijos, caminaba con lentitud por la pradera encharcada. La hierba acariciaba las rodillas de los gemelos, que corrían alegres persiguiendo una pequeña mariposa negra. La mujer permaneció en cuclillas mientras el dolor le recorría el vientre. Sabía lo que era parir. El latigazo que tensó su abdomen pasó de largo; se incorporó. Recogió el bulto de cuero que había depositado en el suelo y miró hacia delante. Los niños corrían en zigzag detrás de su padre. El grupo había decidido continuar hacia el norte, pero ahora tendría que decirle a Mum que debían esperar.

El hombre se detuvo buscándola con los ojos. En el horizonte, el sol se ponía alargando sus sombras negras, y la silueta de la mujer, difuminada por la luz del crepúsculo, se le antojó una aparición. Cuando llegó hasta él, le habló. Era preciso descansar. Arriba, señaló, en lo alto de un promontorio de un verde luminoso había visto al pasar el orificio oscuro de una cueva construida por los hombres. Caminaron hasta allí. El perro se le aproximó mirándola con ojos húmedos, en los que se reflejaba la luz blanca de la diosa. Él también parecía cansado. Llevaban todo el invierno caminando y ya iba siendo hora de detenerse. La llegada del niño era la señal que buscaban. Aquel y no otro habría de ser su nuevo hogar.

Dos grandes piedras rectangulares daban acceso a un corredor largo y limpio. Al fondo, en el suelo de un óvalo espacioso, un pozo de boca ancha, como un anillo, les obligó a advertir a los niños que tuviesen cuidado. Mum dejó su carga en el suelo de tierra. El perro le lamió la mano y se tumbó a su lado, mientras los gemelos escudriñaban curiosos entre las rocas. Al pozo que no se acercaran, les advirtieron.

La noche se introdujo en la cueva hasta que apenas se adivinaban unos a otros. Solo el frágil reflejo de la luna llena hería la oscuridad. La respiración de los niños se hizo acompasada y profunda; Mum también se quedó dormido. No había amanecido cuando la mujer experimentó los dolores más fuertes y se aproximó a la entrada en busca de aire. Cada nueva contracción curvaba su cuerpo. Se puso en cuclillas, abierta para facilitar la llegada del niño. El sudor le recorría el rostro y las axilas, y caía a lo largo de su columna vertebral hasta su coxis, produciéndole un agradable cosquilleo. Abrió los ojos y, desnuda, se encomendó a la luna. La diosa de la peña, impasible, velaría por ella. Respiró.

La noche transcurría cálida y dulce como la brisa que subía desde el río. La mujer apretó los dientes para no gritar y, arrodillada, cogió de entre sus piernas la cabeza del pequeño cuerpo que se desplazaba aún por sus entrañas. Una vez estuvo fuera lo abrazó. Era una niña. Miró a la diosa de la peña. Había deseado una niña desde mucho tiempo atrás, y ahora se le concedía. La niña y la madre lloraron.

Por la mañana, cuando la mujer se despertó, su hija succionaba con avidez su seno. La leche fluía generosa y se desbordaba por entre los labios brillantes de la niña. Mum besó a ambas en la frente mientras sus hijos, que habían aprendido el ritual, recogieron ramas, mezclaron la arcilla con grasa y pigmentos, y ofrecieron a su padre una masa uniforme de un rojo profundo.

Al fondo de la cueva, en la superficie porosa de una piedra, Mum trazó una líneas simples de homenaje a la vida. Dibujó las piernas de su mujer abiertas y flexionadas, ofreciéndole a su hija la senda por donde salir al mundo.

 

* * *

 

–El pozo es un pasadizo –decía una mujer con un claro acento sevillano–, seguro que comunica este dolmen con el de más abajo.

La mujer completaba con su imaginación lo que los arqueólogos no lograban comprender. El pozo, decían los expertos, era un misterio, pues ni siquiera se conocía con exactitud la fecha de su construcción. A Marta le gustaban los pozos, su olor a humedad, el eco misterioso de sus entrañas; en el fondo de este el agua brillaba, sucia, a través de una cubierta de algas marrones.

–… En el solsticio de verano –informaba el guía– los rayos del sol llegan hasta la cámara donde nos encontramos.

Parejas jóvenes entraban y salían del dolmen empujando los cochecitos de sus bebés. Noviembre ya no era un mes frío.

–El paisaje del valle está ahora alterado por las construcciones humanas y no se parece al que debieron contemplar los constructores de este edificio funerario –continuó explicando el guía.

Marta pensó en la muerte, ¿cuántos muertos había cobijado aquella hermosa oquedad? Sus huesos debían de estar enterrados en algún lugar bajo sus pies. Unos niños la empujaron sin querer y se volvieron hacia ella con ojos suplicantes, como si hubiesen cometido un grave delito.

–No pasa nada –les tranquilizó, y siguieron contentos hacia la salida. La luz crecía en el interior de Menga.

–¿Los hombres prehistóricos eran como los monos? –preguntaba a su padre un niño moreno, cuyo pelo ensortijado, pensó Marta, podría haberlo hecho pasar en el renacimiento por un futuro genio.

–No, eran como nosotros, ¿no los has visto en la película?

El niño asintió, decepcionado. Parecía preferir los hombres-mono a aquellas torpes figuras animadas tan semejantes a sus propios padres, que caminaban sin prisa en la pantalla del vídeo del Centro de información.

Miró a esos padres jóvenes y recordó sus propios esfuerzos didácticos. Hacía tiempo que sus hijos no vivían con ella. Sus hijos. Su juventud, la crianza, el esfuerzo. El esfuerzo de los hombres. El excedente. Aquellos antepasados habían construido con su trabajo colectivo un monumento fúnebre milenario confiando en la inmortalidad de sus almas. ¿Y ella?, ¿trascendería? Marta no creía en el más allá.

 

* * *

 

Menga, la leprosa, cubría su rostro deformado y su cabeza con un manto negro de viuda blanqueado por el polvo, el sol y el uso, rígido por la sal de su sudor. Al amanecer bajó hasta el río y recogió en un cuenco el agua que consumiría durante el día. La soledad le pesaba y la debilidad muscular convertía cualquier movimiento en un tormento. Moriría de hambre y de sed cuando ya no pudiera bajar del promontorio para recoger agua, y cuando los vecinos piadosos del pueblo se olvidasen por completo de ella. No quería morir así. Hacía tiempo que atribuía su enfermedad a los viajes de su marido al nuevo continente. Intuía que si él no estuviese ya muerto sufriría como ella esta desaparición lenta, esta carne inmunda, esta mutilación progresiva e indolora. Ayer se quemó con las brasas y ni siquiera sintió dolor. Introdujo aposta su mano en el rojo incandescente, llevada por la rabia y la impotencia. Menga había sido joven y hermosa, y su educación fue sofisticada. Dios no debía ser bueno cuando la condenaba a morir así. Se acordó de Job, de su paciencia resignada, de la aceptación ejemplar de sus penalidades. Los amigos de Job, leyó un día en la Biblia, acudieron a verle cuando conocieron su desgracia y se sentaron en silencio junto a él durante siete días enteros, sin emitir una sola palabra. Menga no tenía amigos que quisieran compartir su infortunio. ¿Se atrevería a rebelarse contra Dios?, ¿le ayudaría a conseguir su propósito esa silueta gris, ese perfil gigantesco desde el que se arrojaron al vacío los jóvenes amantes de la leyenda?

Tello, el prisionero cristiano, y Tazana, la hermosa princesa árabe, huyeron juntos para compartir su amor, pero el rey envió tras ellos a sus soldados, dispuesto a romper por la fuerza una unión que transgredía las dos religiones. Los amantes se refugiaron en lo alto de la peña y, cuando la tropa los acorraló, se arrojaron al valle, donde encontraron sus cuerpos rotos. ¿Tendría Menga el mismo coraje que ellos? Dios nunca le otorgó consuelo, y ya no confiaba en él. Su marido la había humillado, primero con amoríos adúlteros, con esta enfermedad maldita después. Por eso, porque dependía solo de sí misma, necesitaba conservar todas sus fuerzas o moriría de hambre y sed en el interior de su cueva, frente a la mirada indiferente de ese mudo perfil humano.

 

* * *

 

En el valle había agua de sobra para cultivar la tierra y, al final del verano, mientras los gemelos crecían alborotadores y la recién llegada hacía lo propio alimentándose de la leche de su madre, Mum y su mujer acogieron a otra familia. Los recién llegados eran seis, dos ancianos y dos jóvenes con sus hijos, un niño y una niña. Los acomodaron en la mitad de la estancia más grande, al otro lado del pozo, y cultivaron juntos los campos. Traían también una cabra con las ubres llenas de leche y un perro.

La convivencia era pacífica, pues todos sabían –como si fuesen una única persona, una unidad indiferenciada, un solo ser–, lo que debía hacerse en cada momento del día, en cada estación del año. Sabían que se necesitaban.

A las siete de la tarde del solsticio de verano el sol entró hasta el fondo de la cámara donde las mujeres preparaban el fuego y dormitaban al fresco los perros. Se levantaron, sorprendidas por esa inesperada luz vespertina, áurea y potente, como si el sol hubiese decidido introducirse en su hogar para anunciarles alguna grata noticia, y caminaron hacia la puerta de la cueva para ofrecerle a la diosa de la peña un tazón de leche que, apenas volvieron, sudorosas al interior, vaciaron los perros.

 

* * *

 

Los ciudadanos de Antequera se divertían cubriendo de tierra los plantones que, un día no demasiado lejano, darán sombra a la ladera. A pesar de su esfuerzo la sequía convertirá el valle en desierto, pero hoy, las parejas de treintañeros explican a sus hijos los secretos de la repoblación como si aún tuviesen por delante un futuro. Frente a ellos, Marta se siente vieja. Hace tiempo que cree comprender las edades de la vida. La infancia con su vulnerabilidad oculta, la turbulenta adolescencia, la primera juventud, ardiente y confusa, el deber de los jóvenes adultos de encontrar un sitio en el mundo; la búsqueda de pareja, los hijos, la madurez apacible y fría, la vejez y la muerte. Recuerda su propia juventud, su fuerza, la alegría que experimentaba entonces y el vacío que su ausencia ha dejado en el centro de su cuerpo hueco. Recuerda su ilusión al enseñarle a sus hijos a comprender el mundo; el generoso magisterio de la maternidad.

En una ocasión, durante uno de sus frecuentes viajes a Madrid, la nieve impidió que siguiera su camino y regresó a su casa con el propósito de mostrarles ese fenómeno meteorológico tan raro en el sur. La llanura se extendía blanca e impoluta a ambos lados de la carretera, en la que el sol proyectaba la sombra móvil de su coche; ella corría veloz, temerosa de que ese mismo sol derritiese el milagro.

Cuando entró en su casa todos dormían aún. Marta los despertó, preparó deprisa los desayunos, vistió a su hija, apresuró a su hijo, convenció al padre de los niños de la bondad de la aventura y condujo de nuevo los mismos cien kilómetros hasta llegar a la nieve, que seguía brillando impoluta. El trayecto, cuatro veces repetido en unas horas, se llenó de juegos y de risas. Hacerse mayor, pensó observando la alegría de aquellos padres jóvenes, consistía en perder ese entusiasmo. Como si la vida se encargase ella sola de restar, gramo a gramo, la ilusión acumulada durante la infancia.

Su ilusión había desaparecido hasta de la pintura, que ya no le era necesaria. Pintar se le antojaba ahora un mero propósito racional, destinado a aminorar la angustia que dejar de hacerlo le produciría. La pintura era ella misma. ¿Qué haría con su tiempo, con su vida, si la abandonase? Sentía la impostura, el oficio y, en un arranque de extrema honestidad, pensó que, a esas alturas, lo creativo sería dejar de pintar.

Cogió un grumo de tierra húmeda y lo deshizo entre sus manos. Volver a la materia, al suelo, descender desde el faro de su cabeza hasta sus humildes pies. Doblar sus rodillas, escarbar en el suelo, recoger cuidadosamente las lombrices brillantes, preciosas, y plantar una humilde semilla que crecería, que la alimentaría sin necesidad de pensamiento ni de reflexión. Sin la imperiosa necesidad de expresarse que había motivado cada una de sus obras. Si continuaba solo sería una copista más, alguien que pervierte su arte, que lo rebaja por innecesario. Miró hacia la peña, tan seca como ella lo estaba, y se juró que nunca lo haría.

 

* * *

 

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