Agradecimientos

A mi padre, por sus sabios consejos.

A Plataforma Editorial, por acoger tan bien la idea, y especialmente a la editora de este libro, Anna López, por su paciencia con los retrasos en las entregas de los capítulos.

Al equipo de Sonrisas de Bombay en la India (Mumbai Smiles Foundation), por avanzar diariamente por este camino hacia un mundo mejor en un entorno que no siempre es fácil.

Al patronato de la Fundación Sonrisas de Bombay, por sus constantes ánimos.

Al equipo español de Sonrisas de Bombay (Sandra, Isabel, Alfonso, Jorge, Neus e Inés), por su apoyo y comprensión durante la escritura de este libro.

A Oscar Xarrié Maseda, por la maravillosa fotografía de la solapa.

A todos los voluntarios de la organización, que son el remo que nos permite seguir avanzando mejor y a mayor velocidad.

A los componentes del Club de Lectura Jaume Sanllorente, por su continua lealtad.

A todas las personas, entidades y empresas que han colaborado con Sonrisas de Bombay en la campaña GIRL, con la que queremos evitar que otras menores vivan lo que vivió la protagonista de este libro.

El latido del mundo 7 DE JUNIO DE 2017

«Bombay es contagiosa. Una vez que has empezado a vivir en Bombay, a trabajar en Bombay, ya no puedes vivir en ningún otro lugar.»

YASH CHOPRA

La azafata, a través del megáfono del avión, avisa a los pasajeros de que por fin estamos sobrevolando Bombay. Como siempre al escuchar este mensaje, respiro profundo y me sonrío. «Ya estoy en casa», pienso. Es curioso cómo, después de trece años en esta ciudad, tengo únicamente esta sensación, la de llegar al hogar, cuando el avión está a punto de aterrizar en el Chhatrapati Shivaji International Airport.

Sé que mi ciudad natal es Barcelona, que allí tengo a mi familia, a mis amigos de toda la vida y a muchas otras personas, rincones y recuerdos a los que me unen grandes lazos sentimentales. Sin embargo, la percepción que tengo al llegar a Bombay, incluso durante temporadas más largas en las que he tenido que estar en España, es siempre la de regresar al hogar. Supongo que son ya muchos años viviendo aquí, y además desde los veintisiete años, una edad crucial en la que uno empieza a conformar las piezas del que será su puzle vital como adulto. Es inevitable, creo, que sienta que Bombay es mi ciudad y la India mi tierra.

Soy consciente de dónde soy y de cuáles son mis orígenes, que siempre estaré feliz de llevar conmigo. Pero es aquí, en Bombay –o Mumbai, como se han empeñado en bautizarla durante los últimos años las autoridades del país–, donde he hecho la vida, mi vida, ese conjunto de vivencias y sentimientos que a veces uno debe tomarse muy en serio y otras, en cambio, debe relativizar como un conjunto de bromas entrelazadas en un destino caprichoso.

Son ya trece años de trabajo los que llevo intentando ayudar a tejer futuros dignos, con mayor o menor acierto, para las comunidades más desfavorecidas de esta ciudad. Trece años desde que fundé la organización Sonrisas de Bombay tras visitar, a las afueras de la ciudad, un pequeño orfanato que estaba en una situación muy difícil. Fue entonces cuando dejé atrás mi vida en Barcelona y mi trabajo como periodista para establecer un compromiso firme y vitalicio con esta gran urbe que ahora aparece inmensa y sublime bajo mis pies mientras el avión la sobrevuela.

Quizá porque con la edad uno se vuelve ñoño, me emociono al mirar por la ventanilla. Alguien muy cercano me dijo: «Tú no te das cuenta, pero cada vez que regresas a Bombay te creces, te iluminas». No creo que sea para tanto, porque uno es quien es en todas partes, pero es cierto que cuando estoy aquí me siento como un aparato al que de repente vuelven a poner en modo on. Y ahora, en el mismo instante en que el avión se aproxima a la querida ciudad en la que vivo, siento como si me hubieran vuelto a encender, a poner en marcha mi mecanismo interno, el más profundo de mi ser.

Bombay te exige una capacidad de respuesta inmediata, y de forma constante, para afrontar el sinfín de estímulos que se presentan en el día a día. Uno siempre se encuentra algún obstáculo que vencer, algún nudo que desligar, algún problema que resolver. Supongo que por ello debes crear un piloto automático de autodefensa o de programada valentía –a veces, solo a veces, pienso que temeridad– para ir venciendo lo que entorpezca el camino. Ese es, precisamente, el rasgo común que llevan ya incorporado en sus genes tantas personas –sobre todo mujeres– de Bombay con las que tengo la suerte de trabajar todos los días.

Estos últimos dos años he ido muy poco a España y he salido escasas veces de Bombay y, cuando lo he hecho, casi siempre ha sido por viajes exprés de trabajo de menos de una semana, con una agenda cargada de reuniones puntuales, conferencias programadas con mucha anterioridad y muy poco tiempo para disfrutar de los míos. «La próxima vez iré solo de vacaciones», me repito aun sabiendo que no.

Ahora suena la voz del piloto, que nos dice que hay mucho tráfico aéreo en Bombay –como de costumbre– y que el avión tendrá que estar dando vueltas sobre la ciudad durante un buen intervalo de tiempo. No me importa, más bien al contrario, porque se vislumbran ya los primeros destellos de la ciudad iluminada y puedo disfrutar de mi amada ciudad a vista de pájaro.

Las luces artificiales de Bombay centellean como gotas del mar iluminadas por el sol del mediodía. Da la impresión de que son los alumbres de un bonito pueblo repleto de calles ordenadas y caminos bien trazados, pero no lo son. Es de noche y reconozco muy bien estos destellos: son las lumbres de los slums, enormes extensiones de chabolas que ocupan casi la mitad de la ciudad, zonas en las que se desarrollan miles de vidas hacinadas en minúsculos cubículos de uralita y hojalata.

Mientras el avión va descendiendo hacia la pista de aterrizaje, las luces y sombras de Bombay se tornan más nítidas y visibles. ¡Qué daría yo porque en ese lugar se acabaran las sombras, las oscuridades que hablan de vidas indeseables, marcadas por una existencia atroz! ¡Cuántas vidas más viviría y cuántas luchas más emprendería para conseguir que todo fuera luz, que no hubiera chabolas, sino casas dignas con baño y suministros regulares, hogares en mayúscula!

Mumbai, meri jan («Bombay, cariño mío»), me digo hacia adentro, repitiendo una expresión que une a todos los mumbaikars, habitantes de esta megápolis de luz y oscuridad, de sueños y pesadillas, de algodón y hojalata, de dulces y amargos. La cara y la cruz de una misma moneda con la que uno se acostumbra a convivir.

El avión por fin toca tierra y de repente me parece volver a percibir ese olor tan particular que desprende cada rincón de este lugar. Sé que es imposible, porque las puertas del avión todavía no se han abierto, pero ese olor, mezcla de moho y de salitre, viene a saludarme y se deposita en mis fosas nasales como un abrazo amigo.

Cuando el aparato se para, todos los indios del avión se levantan con gran ímpetu y acuden a buscar rápidamente sus bolsas y maletas de mano en los compartimentos superiores. Siempre me ha resultado curiosa esa característica común de mis compatriotas de adopción, una obsesión casi desesperada por salir del avión una vez que ha terminado el vuelo. Las azafatas les llaman la atención una y otra vez, pero ellos siguen de pie. No puedo evitar reírme. Tantas veces les he preguntado a mis amigos indios el porqué de esa reacción y tantas veces se me han quedado mirando con cara de asombro, como si fuera producto de mi imaginación.

Me ha tocado la última fila y tengo la espalda resentida de haber permanecido en la misma postura tantas horas de vuelo y de esperar las horas de una conexión en Estambul que se me ha hecho eterna. Aún me queda la larga espera de inmigración. Al tener un tipo específico de visado, debo hacer la cola de residentes en Bombay y ya no puedo sellar el pasaporte en las casillas de trámites para turistas, que en los últimos años parecen haber mejorado una barbaridad.

Me deleito mirando los impresionantes techos del nuevo aeropuerto, inspirados en la flor de loto. Blancos, impolutos, iluminados con un gusto magnánimo. Suspiro. La nueva terminal de llegadas de Bombay es, creo, una de las más bonitas que he visto jamás.

Recuerdo cómo era años atrás, con sus moquetas húmedas y sus paredes desconchadas, muy lejos ya del aspecto actual. El aeropuerto de Bombay engaña. Aparenta ser la antesala de una ciudad moderna y con gran desarrollo, un lugar próspero y asentado. Pero nada más lejos de la realidad. Fuera de la vista de los turistas, las zonas de chabolas siguen respirando y, con ellas, millones de ciudadanos azotados por el demoledor castigo de la pobreza.

Aún no ha salido el sol, son las cinco de la madrugada, pero el calor asfixiante de junio recorre cada poro de mi piel. El rickshaw al que me he subido serpentea entre el tráfico y las bocinas suenan estrepitosamente en una ciudad que nunca duerme. El ruidoso amanecer de la ciudad me recibe cual banda de músicos. El tuk tuk sigue su recorrido atravesando montones de basura y calles perdidas que huelen a mar y a alquitrán. Avenidas sin aceras, maquilladas por un hormigón por el que aún asoman el barro y la tierra sucia. Los coches van transitando a esta hora de la mañana, creando en el asfalto regueros de gasolina, iguales a los destinos que se entrecruzan aquí para seguir avanzando, valientes y esperanzados, hacia un futuro mejor. Un conjunto de vidas entrelazadas, truncadas a veces por las vicisitudes del tiempo y marcadas por una existencia en la que los derechos más básicos no llegaron jamás. Unas líneas de la vida profundas y ajadas que convergen en un sueño común: el de la felicidad ansiada. Los anhelos de los ciudadanos de este lugar son a veces como un óleo caro, de los que mejoran con las lunas del tiempo. Otras, en cambio, son acuarelas que se desvanecen por los intensos aguaceros del monzón, que empieza a chispear a estas alturas del año.

«Cuánto te he echado de menos, Bombay, a pesar de haberte dejado solamente una semana», digo por dentro mientras me invade la neblina gris de una urbe contaminada.

Puedo cerrar los ojos y escuchar los poemas del aire que acarician la atmósfera de la ciudad. Percibo el olor que habla de vidas trazadas en el vacío y pobladas por una agitada maraña de personas, destinos perdidos entre las melodías del tiempo.

Los edificios están repletos de ropa tendida, banderas de nadie que se contonean con la escasa brisa que llega del otro lado de la ciudad, allá donde el mar Arábigo es custodio de profundos secretos y deseos perdidos.

Avanzan los minutos y florece la ciudad. Se abren puestos donde los comerciantes exponen caléndulas naranjas y amarillas, rosas blancas y jazmines perfumados con el ungüento que les regaló la madre Tierra. Varias personas están comprando flores para las ofrendas matutinas. Su fragancia se mezcla con el aroma de cardamomo de las primeras tiendecitas de chai, el delicioso té indio, alrededor de las cuales se aglutinan conductores de rickshaw y trabajadores de fábricas a punto de empezar su jornada.

La escena matutina de Bombay me encandila, porque parece un plató de cine en el que cada uno sabe su papel, su tiempo, su parte en el guion. Los chicos de los recados que en bicicleta, reparten la leche casa por casa saludan tímidamente a otros que llevan las primeras ediciones el Times of India, The Hindu o el DNA, los tres periódicos más populares en la ciudad. Todo conforma un caos ordenado que me enamora, una canción en la que cada uno sabe entonar sus notas en la partitura.

Por fin, el rickshaw me deja en la entrada de mi edificio. El guardia que hace el turno de noche, medio dormido y legañoso, abre con pereza la puerta para que pueda pasar la maleta. A esas horas, todos los vecinos están aún durmiendo y él siempre aprovecha para hincar el codo hasta que algún malhumorado le llama la atención. Lo saludo con un good morning y subo rápido a casa para darme una ducha, deshacer la maleta y tumbarme unas pocas horas antes de empezar un nuevo día.

Cuando abro la puerta del apartamento, cruzo los dedos. Durante las ausencias, las bajadas de tensión de la electricidad causan siempre algún estrago en la nevera o en el televisor. Pero hoy, milagrosamente, todo funciona.

Tras llamar a mi padre y decirle que el viaje ha ido bien, deshago cuidadosamente la maleta y me dirijo a la ducha. Hay agua caliente. Respiro aliviado. Mañana será otro día, otra nueva aventura en esta ciudad donde cada día asoman nuevos retos.

Ya en la cama, escucho el alto voltaje sonoro que proviene de la calle: los cláxones de los coches, los comercios que se abren, las campanillas de los templos en sus poojas matutinas… Lejos de mantenerme despierto, todos los sonidos me invitan a dormir. Son una caricia en el alma que me hace sentir más tranquilo y acompañado que nunca. No son simplemente ruidos ni jamás lo serán, porque en ellos percibo, con total claridad, el latido del mundo.