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Antonio Campillo

Mundo, nosotros, yo

Ensayos cosmopoliéticos

Herder


Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2018, Antonio Campillo

© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4121-9

1.ª edición digital, 2018

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Herder

www.herdereditorial.com


Índice

Prólogo

1. Mundo, nosotros, yo: la filosofía como cosmopoliética

2. Biopolítica, totalitarismo y globalización

3. Nomadismo, globalización y cosmopolitismo

4. La crisis de la democracia en la era global

5. ¿Democracia sin fronteras?


A María José, Juan, Charo,

Maravillas, Manolo y Maruja

A María, Emilio, Lita, Carlos,
Antonio Jaime, Mariola, Teresa y Bienve


Prólogo

Los ensayos aquí reunidos tienen un hilo conductor común que da título al libro y al primer ensayo. Lo esbozaré mediante tres tesis entrelazadas. En primer lugar, la tarea de la filosofía consiste en construir mapas simbólicos para que los humanos podamos orientarnos en nuestra relación con el mundo, con nuestros semejantes y con nosotros mismos. Por eso, los «pensadores —y pensadoras— profesionales», por utilizar la expresión de Kant, tratamos de descifrar las relaciones entre el mundo, el nosotros y el yo, es decir, entre la naturaleza que nos circunda y nos sustenta, la comunidad política en la que convivimos y nos enfrentamos unos con otros y la identidad personal que cada cual hereda y modela como su singular subjetividad ética. En resumen, la filosofía es una actividad cosmopoliética, pues trata de articular entre sí lo que los antiguos griegos llamaron el kósmos, la pólis y el éthos. De ahí el subtítulo de este libro.

Ahora bien, y esta es la segunda tesis, las relaciones entre el mundo, el nosotros y el yo no están predeterminadas por ninguna ley eterna y necesaria, ya sea impuesta por algún Dios todopoderoso o emanada de la propia naturaleza, sino que se rigen por el principio ontológico de la variación espaciotemporal, es decir, que son inevitablemente contingentes y cambiantes, y, por ello mismo, han dado lugar a la gran diversidad de las sociedades humanas y a las incesantes mutaciones que estas sociedades han experimentado en el curso de la historia. Por eso, el análisis ontológico del triángulo kósmos/pólis/éthos no puede hacerse de manera abstracta e intemporal, como han pretendido las grandes tradiciones filosóficas de Oriente y de Occidente, sino que debe articularse siempre con el análisis histórico de cada coyuntura espaciotemporal concreta. Por decirlo en términos kantianos, no podemos separar y jerarquizar en dos niveles diferentes de lo real las condiciones «trascendentales» o universales y las condiciones «empíricas» o contingentes que singularizan a cada ser humano, a cada comunidad política, a cada época histórica, a cada era geológica de la Tierra y a cada fase del universo conocido. Obviamente, esto exige que el pensamiento filosófico mantenga un diálogo constante con las ciencias naturales, las ciencias sociales y las creaciones artísticas y literarias para poder configurar de manera simbólica —y reconfigurar siempre de nuevo— mapas suficientemente fiables del mundo en que vivimos.

La tercera tesis tiene que ver, precisamente, con los cambios históricos experimentados por la humanidad en las últimas décadas. Tras la formación de las civilizaciones mediterráneas en la Antigüedad grecolatina y en el Medievo judeo-cristiano-islámico, y, sobre todo, tras el nacimiento de la sociedad capitalista en la vertiente atlántica del continente euroasiático, los modernos Estados europeos impusieron a los demás pueblos de la Tierra su hegemonía política, económica y cultural. Y los filósofos, teólogos y científicos occidentales contribuyeron a construir y legitimar esa hegemonía al elaborar una concepción evolutiva y eurocéntrica de la historia universal de la humanidad y de su lugar en el conjunto de la naturaleza.

Pues bien, tras la última «guerra civil europea» (1914-1945), tras Auschwitz e Hiroshima, Europa perdió su dominio sobre el resto del mundo. Dos nuevas potencias imperiales comenzaron a disputarse ese dominio: Estados Unidos y la Unión Soviética, con sus correspondientes bloques político-militares (OTAN y Pacto de Varsovia) y socioeconómicos (capitalismo y comunismo). El final de la Guerra Fría (1945-1991) entre ambos bloques no supuso la victoria definitiva del capitalismo euroatlántico, como proclamaron los ideólogos neoliberales, sino que más bien reveló lo que se había ido gestando desde el inicio de la era nuclear: la crisis profunda de la modernidad occidental, el ascenso de nuevas potencias emergentes en Oriente y en el Sur, y, sobre todo, la formación de una sociedad global cada vez más compleja, interdependiente e incierta que ha de enfrentarse a retos mundiales hasta ahora desconocidos.

En las últimas décadas nos hemos acostumbrado a convivir con las armas nucleares, las naves y satélites espaciales, las redes de comunicación electrónica, las técnicas de modificación genética de la vida, el vertiginoso crecimiento demográfico, las desigualdades socioeconómicas cada vez más extremas, las migraciones masivas de los campos a las ciudades y de los países pobres a los ricos, los conflictos xenófobos, los mestizajes interculturales, la formación de redes sociales más allá de las fronteras estatales, el expolio y agotamiento de los recursos naturales, la reducción de la biodiversidad, la contaminación de los suelos, las aguas y el aire, el cambio climático… Todas estas transformaciones son tan profundas, tan aceleradas y tan generalizadas que están poniendo en riesgo la continuidad de la vida humana sobre la Tierra, al menos tal y como la hemos conocido hasta el presente. Por primera vez en la historia, la especie humana ha adquirido el poder suficiente para destruirse a sí misma, ya sea por el uso de las armas de destrucción masiva o por el colapso ecológico. Como dice Jorge Riechmann, hemos entrado en el «siglo de la gran prueba», en el que la humanidad —o una gran parte de ella— se juega su propia supervivencia. Por eso, hemos de repensar de manera radical nuestras instituciones, nuestras formas de vida y nuestras categorías de pensamiento. Necesitamos nuevos mapas simbólicos para configurar de otro modo nuestra relación con el mundo, con la pluralidad de nuestros semejantes y con nuestra propia identidad personal. En esa dirección se mueven los «ensayos cosmopoliéticos» aquí reunidos.

En el primer ensayo, que da título al libro, defiendo la concepción cosmopoliética de la filosofía elaborada por los antiguos griegos, pero también planteo la necesidad de reelaborarla desde la perspectiva de la sociedad global y del cosmopolitismo ecológico, que ha traído consigo una «provincialización de Europa», por utilizar la acertada expresión del historiador indio Dipesh Chakrabarty.

En el segundo ensayo analizo las transformaciones que ha sufrido el pensamiento político en las últimas décadas, tomando como hilo conductor tres conceptos que tienen orígenes y trayectorias diferentes, pero que coinciden en poner en cuestión la figura del Estado-nación soberano como forma canónica de la comunidad política: biopolítica, totalitarismo y globalización. En primer lugar, debato con algunos filósofos actuales (Ágnes Heller, Ferenc Fehér, Giorgio Agamben, Antonio Negri, Roberto Esposito, etc.), que se han servido de las obras de Hannah Arendt y de Michel Foucault para hacer un uso muy cuestionable de esos tres conceptos. En segundo lugar, trato de esbozar una nueva ontología histórico-política que nos permita comprender nuestro propio presente y su lugar en la historia de las sociedades humanas.

En el tercer ensayo propongo considerar al Homo sapiens como un Homo viator, es decir, como un animal migrante, y desde esta perspectiva antropológica analizo las grandes olas migratorias de la humanidad y me centro, sobre todo, en la aparición de los «nómadas cosmopolitas» —migrantes, refugiados, turistas, ejecutivos, mafiosos, terroristas, científicos, académicos, activistas de las ONG, etc.— y en la tensión creciente entre la «democracia sedentaria» y el «cosmopolitismo nómada».

En el cuarto ensayo analizo la crisis de la democracia en la era global. En realidad, lo que ha entrado en crisis no es la democracia como ideal político normativo, pues en las últimas décadas se ha convertido más bien en un «valor universal», como dice Amartya Sen. Lo que está sufriendo una profunda crisis de legitimidad es la llamada «democracia de partidos», que surgió con la generalización del sufragio universal y que ha sido la forma política hegemónica durante todo el siglo XX. Esta crisis se desencadena a partir de 1980, con la expansión del capitalismo neoliberal y la consiguiente ruptura del gran «pacto social» que había estado vigente en Occidente desde la Segunda Guerra Mundial. En efecto, en la actual crisis de la democracia de partidos se entrecruzan tres aspectos diferentes: el descrédito de la representación monopolizada por los partidos políticos, el deterioro de la justicia social y fiscal que garantizaba una mínima equidad entre toda la ciudadanía, y el desajuste de la escala territorial, debido a la multiplicación de espacios, conflictos, actores sociopolíticos y problemas de todo tipo situados por encima y por debajo del Estado-nación soberano.

En el quinto y último ensayo trato de responder a una de las preguntas más decisivas de nuestro tiempo: ¿es posible construir una «democracia sin fronteras», es decir, una «democracia cosmopolita», una comunidad política mundial que se regule por medio de una constitución democrática, que reconozca como ciudadanos y ciudadanas a todos los seres humanos y que extienda su jurisdicción a toda la biosfera terrestre —incluidos los otros seres vivientes y, en general, todos los seres naturales susceptibles de regulación y protección jurídica—, y, más allá de la Tierra, a todos los planetas y satélites del sistema solar a los que haya llegado o pueda llegar la acción humana, incluidos los numerosos satélites artificiales que orbitan ya en torno a nuestro planeta?

En las últimas décadas esta pregunta por la posibilidad, más aún, por la necesidad de un cosmopolitismo democrático y ecológico, ha pasado a ocupar el primer plano del pensamiento político contemporáneo, sencillamente porque desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, desde el final de la Guerra Fría, hemos comenzado a reconocer que estamos viviendo ya, de facto, en una sola sociedad global, y que el destino de la humanidad está inseparablemente ligado al devenir de la biosfera terrestre. En efecto, ante las muchas transformaciones sociales, tecnológicas y ecológicas que han dado origen a la sociedad global, ya no es posible seguir pensando la democracia sin el cosmopolitismo, ni el cosmopolitismo sin la democracia, como ha venido sucediendo en la larga tradición del pensamiento político occidental desde Platón hasta Rawls. La globalización de facto exige como correlato ineludible una globalización de iure, es decir, la «constitucionalización» de un nuevo régimen histórico-político que sea a un tiempo democrático, cosmopolita y ecológico, tal y como reclaman actores sociopolíticos muy diversos de la «sociedad civil global», en especial las ONG «sin fronteras» y los nuevos movimientos sociales «altermundialistas».