La puerta de los ángeles

Penelope Fitzgerald

 

 

Traducción del inglés a cargo de

Jon Bilbao

 

Prefacio a cargo de

Hermione Lee

 

 

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Penelope Fitzgerald nació en 1916. Publicó su primer libro en 1975, y en 1977 su primera novela «The Golden Child». Está considerada una de las figuras más prominentes de la narrativa inglesa de finales del XX. Impedimenta ha publicado hasta ahora su aclamada «La librería» (1978), así como «Inocencia» (1986), «El inicio de la primavera» (1988), «La puerta de los ángeles» (1990) y «La flor azul» (1995), con el que ganó el National Book Critics Circle Award. Próximamente aparecerá su novela ganadora del Booker Prize «A la deriva» (1979). Penelope Fitzgerald falleció en Londres en 2000.

 

 

 

Título original: The Gate of Angels

 

Edición en ebook: mayo de 2018

 

Originally published in the English language by HarperCollins Publishers Ltd. under title The Gate of Angels.

Copyright © Penelope Fitzgerald, 1991

Copyright del prefacio © Hermione Lee, 2015

Copyright de la traducción © Jon Bilbao, 2015

Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2018

Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid

 

www.impedimenta.es

 

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

 

Diseño de colección y dirección editorial: Enrique Redel

Maquetación: Cristina Martínez

Corrección: Susana Rodríguez

Composición digital: leerendigital.com

 

ISBN: 9788417115340

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

 

 

 

 

Penelope Fitzgerald (La librería, La flor azul) nos presenta esta novela finalista del Booker Prize, una historia de ambiente académico, delicada y de aires vintage.

 

 

 

 

 

Una novela que deleita, divierte y perturba en la misma medida en que provoca la reflexión.

ALLAN MASSIE, SCOTSMAN

 

La puerta de los ángeles

 

 

CubiertaFred Fairly, un brillante joven, tiene ante sí un prometedor futuro como profesor de Ciencias en Cambridge, siempre y cuando respete una de las normas ancestrales del college al que pertenece. El St. Angelicus, como el Monte Athos, se caracteriza por no haber permitido que ninguna mujer traspase sus muros desde hace más de quinientos años. Por tanto, el matrimonio es algo impensable. Pero parece que Fred, miembro de la peculiar Sociedad de los Desobedientes, comienza a revelarse contra la rigidez del mundo que le rodea: empieza por confesar a su padre que ha perdido la fe y, tras un aparatoso accidente de bicicleta, acaba por enamorarse de una misteriosa joven con un dudoso pasado. Y es que en cualquier lugar, hasta en el riguroso St. Angelicus, existe una puerta oculta…

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Índice

 

 

PORTADA

LA PUERTA DE LOS ÁNGELES

PREFACIO

LA PUERTA DE LOS ÁNGELES

PRIMERA PARTE

1

2

3

4

5

6

7

SEGUNDA PARTE

8

9

10

11

12

13

TERCERA PARTE

14

15

16

CUARTA PARTE

17

18

19

20

21

22

ÍNDICE

SOBRE ESTE LIBRO

SOBRE PENELOPE FITZGERALD

CRÉDITOS

PREFACIO

PENELOPE FITZGERALD

por Hermione Lee

Cuando en 1979, a los sesenta y tres años de edad, Penelope Fitzgerald recibió inesperadamente el Premio Booker por Offshore,[1] les dijo a sus amigos: «Ya sabía que era una outsider». Las personas sobre las que escribía en sus novelas y biografías también eran outsiders: inadaptados, artistas románticos, optimistas frustrados, amantes incomprendidos, huérfanos y bichos raros. Las novelas de Fitzgerald nos demuestran que sentía especial predilección por los personajes inestables que viven al margen. Siempre elegía como protagonistas a la gente vulnerable y a los desfavorecidos: niños, mujeres que trataban de abrirse paso por sí mismas, hombres corteses, confusos, fracasados… En definitiva, dividía el mundo entre los exterminadores y los exterminados. Solía decir: «Me llama especialmente la atención la gente que parece haber nacido ya derrotada, o incluso profundamente perdida». Aunque era una escritora humorística, siempre lograba dejar patente en sus textos su profundo sentido trágico de la vida.

Sus autores favoritos también eran, de uno u otro modo, outsiders. Le atraían los escritores infravalorados, idiosincrásicos, con voces singulares, como el novelista J. L. Carr, o Harold Monro, de la Poetry Bookshop, o la notable y trágica poeta Charlotte Mew. La iniciativa de la editorial Virago de recuperar a escritoras olvidadas la entusiasmó, y bajo ese sello editorial apoyó a la novelista decimonónica Margaret Oliphant. Disfrutaba con excéntricas como Stevie Smith. Podemos decir que le gustaban los escritores, y las personas, a quienes el mundo había arrinconado.

Hija de una atípica familia de clase media inglesa, aficionada a la literatura, heredó los principios evangélicos de sus abuelos obispos y los valores de su padre y sus tíos paternos: integridad, austeridad, moderación, genialidad y un sentido del humor lacónico e irónico.

Jamás esperó el éxito, aunque era consciente de su propia valía. Su carrera literaria se desarrolló de forma poco frecuente. Comenzó a publicar a una edad tardía, alrededor de los sesenta, pero en los veinte años posteriores ya habían salido a la luz nueve novelas, tres biografías y numerosos ensayos y reseñas. Cambió cuatro veces de editorial, hasta que encontró su sitio en Collins, y aunque nunca tuvo un agente que cuidara de sus intereses, sus editores se convirtieron en sus amigos y protectores. Era, en verdad, una outsider, cuyo Premio Booker, obtenido con su tercera novela, sorprendió a todo el mundo. Pero esa outsider consiguió ser finalista del mismo galardón en varias ocasiones. Hacia el final de su vida había ganado unos cuantos premios más en Gran Bretaña, era un personaje conocido en la escena literaria y, a los ochenta, se hizo famosa con la publicación de La flor azul, que ganó, en Estados Unidos, el National Book Critics Circle Award.

No obstante, siempre tuvo fama de discreta. No era una celebridad, sino una novelista con un grupo de seguidores apasionados y exigentes. Escribió novelas breves y delicadas. Divertidas, pero también oscuras. Elocuentes y claras, pero también elusivas e indirectas. Novelas que dejan mucho sin decir. Algunas de ellas se basaban en experiencias propias: cuando trabajó para la BBC durante los bombardeos alemanes, cuando ayudó a sacar adelante una librería en un pueblecito de Suffolk, cuando en los años sesenta vivió en el Támesis en una casa flotante que hacía aguas, cuando enseñó a niños en una escuela de teatro… Y en otras novelas retrocedía en el tiempo o viajaba fuera de Inglaterra a períodos históricos que evocaba con asombrosa autenticidad. Pero, en todas ellas, como sucede en sus últimas cuatro grandes novelas, creó mundos completos con una impresionante sobriedad. Sus libros habitan un lugar reducido que, mágicamente, se extiende más allá de sus límites.

Cabía la posibilidad de que tras su muerte, a los ochenta y tres años, en 2000, su extraordinaria voz quedara silenciada por el olvido. Pero, gracias a sus albaceas y a sus admiradores, eso no ha sucedido. A la publicación póstuma de sus relatos, ensayos y correspondencia, se suma ahora la de una biografía (Penelope Fitzgerald: A Life, Hermione Lee, Chatto & Windus, 2013) y una celebrada reedición del resto de su obra. El hecho de que magníficos escritores hayan firmado presentaciones para estas nuevas ediciones de sus libros demuestra lo distinguido de sus seguidores. Confío en que muchos otros lectores descubran y se enamoren de la obra de una de las novelistas inglesas más fascinantes del siglo XX.

HERMIONE LEE

LA PUERTA DE LOS ÁNGELES

PRIMERA PARTE

1

TRES MENSAJES PARA FRED

¿Cómo podía el viento soplar con tanta fuerza, estando tan lejos de la costa? ¿Tanto como para que los ciclistas que volvían a la ciudad al final de la tarde parecieran marineros en apuros? Sucedía a las afueras de Cambridge, en Mill Road, pasados el cementerio y el asilo para indigentes. En el descampado que quedaba a la izquierda, el viento había azotado los sauces hasta arrancarlos de raíz, y las ramas habían ido a caer sobre la hierba anegada, agitándose convulsas y desparramando estelas de hojas sobre toda la superficie visible. Las vacas habían enloquecido, a fuerza de abalanzarse sobre las hojas plateadas y empapadas que, de pronto, llevando la contraria a su experiencia, se encontraban a su alcance, por todas partes. Sus cuernos se hallaban festoneados con ramas de sauce. Incapaces de ver bien, tropezaban y caían. Dos o tres de ellas se revolcaban de espaldas, como estúpidas, exhibiendo aquellos vientres amplios y pálidos que la naturaleza había destinado a permanecer siempre ocultos. No dejaban de rumiar. Copas de árboles en el suelo, patas de animales en el aire… Un panorama desolador en una ciudad universitaria consagrada a la lógica y la razón.

Fairly pedaleaba tan rápido como podía. No le gustaba que otros ciclistas lo adelantaran. A nadie le gusta que lo adelanten otros ciclistas. Lo difícil del clima —algunos acababan derribados por el viento— convertía Mill Road en una exhibición continua de orgullos heridos y vanidades.

Corría el año 1912, así que la bicicleta de Fairly, una Royal Sunbeam, debía de tener unos trece años. Llevaba unos neumáticos Palmer que dejaban una huella de líneas finas como alambres sobre la carretera mojada, libre de hierba. Se sintió mucho mejor cuando adelantó a un hombre al que creía haber reconocido de espaldas, y al que resultó reconocer de verdad cuando pasó junto a él. Se trataba de un profesor de Fisiología de los Sentidos:

—¡No pueden levantarse! —gritaba—. ¡Pobres bestias, pobres bestias irracionales!

Era como estar en mitad de una tempestad en alta mar. Por turnos, uno tras otro, fueron efectuando sucesivos y bruscos virajes para que no cayera sobre ellos un sombrero aplastado y deformado que el viento llevaba en volandas, lanzándolo en cualquier dirección de manera imprevisible. Uno de los miembros de un grupo que acababa de adelantar a Fairly se quedó atrás para pedalear a su lado.

—¡Skippey!

No oyó lo que Skippey le decía, así que disminuyó la velocidad y, a continuación, aceleró de nuevo para situarse al otro lado, a sotavento.

—¿Cómo dices?

—El pensamiento reside en la sangre[2] —contestó Skippey.

El hombre al que había reconocido antes los alcanzó. Pedalearon los tres en paralelo.

Sus palabras se perdían en el viento.

—Estaba equivocado. Son las ovejas las que no pueden levantarse, ¡las ovejas!

—¡Qué alivio! —respondió Fairly alzando la voz.

Había parado de llover, pero seguían desprendiéndose gotas, duras como puñados de grava, de los árboles.

Al llegar a Christ’s Pieces, Fairly giró a la derecha, enfrentándose al viento, y echó pie a tierra en su college, el St. Angelicus.

Los Ángeles, pues así se le llamaba habitualmente, era, y sigue siéndolo, un college muy pequeño. Los chistes sobre lo difícil que resultaba dar con él y sobre los problemas de sus adjuntos para encontrar un hueco en el que instalarse habían circulado sin cesar durante los últimos quinientos años. El siglo XX arrancó con un considerable agravamiento de estas estrecheces —sirva como ejemplo el cobertizo para las bicicletas de los profesores, sitiado contra la cara interna del muro como una choza agrícola—. No obstante, si los agricultores hubieran sido los responsables de la construcción de esa choza, esta se habría situado al abrigo del viento y de la lluvia, mientras que dicho cobertizo estaba expuesto a las inclemencias del tiempo por tres de sus cuatro costados. Y, para colmo, ¡mira quién se le había adelantado! Allí estaba ya el vehículo del preceptor del St. Angelicus, que, haciendo ostentación de su puesto de voluntario en el Cuerpo de Ciclistas de East Anglia, al que pertenecía desde que se alistase en la Segunda Guerra de los Boers, había adaptado su particular medio de transporte con una funda de piel para las banderas de señales, un soporte para el rifle y una cantimplora de repuesto. Ocupaba, además de la plaza que le correspondía, tres octavas partes de la contigua, así que al último en llegar, posición que ocupaba Fairly aquella tarde, no le quedaba más remedio que levantar su propia bici y colgarla de un gran gancho de hierro que el portero había colocado en lo alto del muro a tal efecto.

La lluvia le corría a Fairly en cascadas por la cara y se acumulaba en la punta de su nariz antes de caer. Más que a una choza, el cobertizo se parecía a la capota antirrociones del puente de un barco, bajo la cual, como mucho, quizá se pudiera estar un poco más seco que fuera. De una sola zancada, sin embargo, se plantó bajo el Arco del Fundador y de ahí pasó al patio interior, con su gran nogal solitario. Allí, con los firmes muros bloqueándole el paso, apenas se notaba el viento. Con cierta sensación de aturdimiento, como sumido en un sueño, Fairly comenzó a cruzar el césped en diagonal, rumbo a su habitación en el ala noroeste. Una pequeña porción de oscuridad se desprendió de la penumbra que reinaba bajo los árboles. Era el director del college, cuya toga se mecía levemente en la serena atmósfera del patio del St. Angelicus.

El director era ciego. Fairly vaciló. Cabía suponer que, al cabo de trece años en su puesto, se hallaba al tanto de cuanto ocurría en su pequeño college, como en efecto sucedía. Seguramente se había detenido bajo el nogal para intentar averiguar si ese año daría muchas nueces. Era un ejemplar viejo, un Cornet du Périgord, de floración tardía.

Sin embargo, el director dijo, casi sin levantar la voz:

—Este césped es solo para los profesores del college. ¿Tiene usted derecho a pisarlo?

—Así es, director.

—¿Y a quién me dirijo?

—A Fred Fairly.

—Fairly. ¿No tuvo un accidente hace poco?

—Así es.

—¿Chocó contra algo o se cayó de la bicicleta?

—Ambas cosas, diría yo.

—Confío en que no cometiera la imprudencia de ir al hospital.

—Ya estoy bien, director.

—Por favor, tome mi brazo izquierdo.

Había que hacerlo de un modo concreto, apoyando solo un par de dedos en el antebrazo del ciego. Fue este último, no obstante, quien guio a Fairly, despacio, alrededor del gran nogal. El pequeño paseo circular se repitió un par de veces.

—Está usted empapado, Fairly —dijo con serenidad.

—Sí, director. Lo lamento.

—Dígame, ¿ha llegado a alguna conclusión sobre la más importante de todas las cuestiones?

—¿Se refiere usted a mis creencias religiosas?

—¡No, por Dios!

De un rectángulo de luz que se abrió en una pared surgió la figura del jefe de estudios, que, afectuosamente, acudió a ayudar al director, aunque este no parecía tener ninguna necesidad de ser auxiliado.

—Me gustaría tratar con usted un par de asuntos —dijo el director—. En primer lugar, por algún motivo que desconozco, Fairly está empapado. ¿Dónde se aloja exactamente?

—Creo que en el ala noroeste.

—Por otro lado, me consta que en alguna parte del college hay gatos, gatos muy pequeños. Los oigo con total claridad. Como sucede con cualquier clase de mamífero, empiezan emitiendo unos primeros sonidos de enojo, para pasar, poco después, a un claro maullido de súplica.

—Seguramente provendrán de la cocina —dijo el jefe de estudios—. Hablaré con el encargado.

Como en el Monte Athos, no se le permitía el paso a las instalaciones del college a ninguna hembra en edad fértil, fuese de la especie que fuese, aunque a las estorninas no se las podía controlar del todo. No había camareras ni limpiadoras, ni jóvenes ni viejas. Aquellas eran normas ancestrales. Fairly prosiguió su trayectoria diagonal. Al pie de los escalones, se quitó la Burberry, la colgó de la antigua pilastra de la escalera y le dio un par de sacudidas para quitarle el agua. A continuación se dirigió al último piso, donde se encontraba su dormitorio. Mientras subía las escaleras se cruzó con Beazley, el criado. Beazley era un hombre más bien bajo, como todos los sirvientes del college, cosa que llevaba a sospechar que la estatura era uno de los criterios de selección para entrar a trabajar en el St. Angelicus. Fred mantenía con aquel hombre un acuerdo tácito, al que habían llegado cinco años atrás, cuando le admitieron en el college, según el cual el sirviente debía abstenerse de preguntarle si tenía que encenderle la chimenea, pues era perfectamente capaz de decidir por sí mismo si hacía falta. Fairly también le había dejado claro que nunca le subiera nada de la cocina y, por encima de todo, que jamás le indicase si eran urgentes los mensajes que le dejaban en la portería.

—Estos son urgentes, señor Fairly —dijo el contumaz Beazley, yendo tras él y entregándole tres sobres; dos de ellos limpios y otro no tanto.

El college no disponía de instalación de gas, así que Fred encendió su lámpara de aceite, que arrojó un círculo de luz tan sereno como brillante. El fuego de la chimenea ardía como el de un horno, de manera que la habitación se dividía en áreas de calor insoportable o de frío helador, igualmente insoportable. Allí arriba volvía a oírse el viento, que azotaba los cristales tratando de colarse en la habitación, mientras que las tejas de pizarra del tejado se aferraban las unas a las otras, tratando de evitar la caída. Desde el mismo momento de su inauguración, el college jamás había conseguido mantener un nivel de temperatura o de humedad aceptables, pero Fred, que creció en una rectoría, uno de los sitios con más corrientes de aire del planeta, no encontraba razón alguna para quejarse. Colgó las botas, los calcetines, las ligas y el sombrero, como ofrendas al dios Fuego, de la robusta pantalla de bronce que protegía la chimenea. El vapor comenzó a emanar de los húmedos objetos, así como de sus largos pies. Como era demasiado tarde para cenar en el salón, sacó un cuchillo y una hogaza de paz de una alacena y se preparó una tostada. Era consciente de la suerte que había tenido por haber conseguido una plaza en un college como el St. Angelicus.

El primer mensaje era del director. Los renglones se desviaban considerablemente hacia abajo a lo largo de la hoja, pero, aun así, la caligrafía era legible.

He de pedirle disculpas por haber dicho, o insinuado, hace solo un momento, en el patio, algo que no era cierto. Le pregunté quién era usted, pero, por supuesto, sabía perfectamente quién era. Reconozco las voces de todos los profesores del college. Reconozco también sus pasos, incluso sobre la hierba —en especial sobre la hierba—. Normalmente cruza usted el patio desde el SSO hacia el NNE, pero esta tarde no siguió su ruta habitual. Debe de haber caminado un trecho por el sendero de grava, y eso me confundió. Mi pregunta, me temo, reflejaba en parte la irritación que me había producido dicha confusión.

Al director le gustaba enviar ese tipo de mensajes «en aras de la verdad», o más bien con el propósito de irse a la cama cada noche con la seguridad de haber subsanado cualquier afirmación falsa que hubiera podido escribir o decir durante el día. Para provenir del director, se trataba de un mensaje breve. Fred había aprendido a convivir con aquellas personas y, para entonces —al igual que le ocurría respecto al frío de su habitación—, le resultaba difícil imaginar otra cosa.

El segundo mensaje era de Skippey. Debía de haberlo dejado en la portería de camino al Jesus, su college. Decía:

Querido compañero, me parece que antes, en Mill Road, no lograste escuchar lo que trataba de explicarte. Thorpe ha dejado tirada a la Sociedad de los Desobedientes esta noche. Dice que está enfermo. Él lo llama «gripe», y nosotros lo llamamos «dejarnos tirados». Es una suerte que ya te hayas recuperado del accidente, porque queremos que intervengas en el debate de hoy. Nos gustaría reclutarte para la oposición. El tema es: «El alma no existe, nunca ha existido y no sería deseable que existiera». Charles Reding apoyará la propuesta. La cuestión es que, como ya sabes, es teólogo, y un beato, así que, previsiblemente, dirá que más allá del cuerpo no hay nada de lo que podamos tener certeza, y que el pensamiento reside en la sangre, y esgrimirá todos esos argumentos tan manidos…, y luego tú, Fred, como ateo confeso, tendrás que defender la existencia del alma. Después, vino y pastas. Y, Fred…

Beazley seguía allí.

—¿El director espera respuesta? —preguntó Fred.

—No que yo sepa, señor.

«Soy una decepción para Beazley —pensó Fred—. Mis calcetines echando humo y yo aquí, haciéndome una tostada, aunque mucho mejor, no lo olvidemos, que las que él prepara. ¿Dónde ha quedado la distinción? ¿Dónde la elegancia? Bien es cierto que, tras repasarme de arriba abajo en nuestro primer encuentro, debió de renunciar a toda esperanza de hacer algo de dinero cuidando de mí. Y, sin embargo, aquí sigue. Y me cae bien. ¿No debería darle un poco de conversación?»

—Me parece que no me va a quedar más remedio que salir a dar una charla, Beazley. Sigue lloviendo. Y yo todavía no me he secado. ¿Tengo muy mala pinta?

—Sí, muy mala, señor Fairly.

Tras esta pequeña satisfacción personal, Beazley se marchó, cerrando tras él la puerta de roble de diez centímetros de grosor, que acalló el sonido de sus pasos mientras descendía por la ventosa escalera.

Fred consultó su reloj. Era de plata y había pertenecido a su padre, que se lo dio cuando consiguió la plaza en el college, aunque no era un verdadero regalo porque, cuando regresaba por vacaciones, su padre acostumbraba a recuperarlo. De repente, cayó en la cuenta de que no le apetecía nada volver a salir esa noche, de que había una carta que debía —era forzoso— escribir para dejar zanjado de una vez por todas aquel asunto, pero, por otro lado, no podía desatender a la Sociedad de los Desobedientes. Y es que una vez le había hecho un favor a Skippey, una cuestión de dinero, un pequeño préstamo, y ya se sabe que si ayudas a alguien una vez quedas en deuda con él para siempre. Pero su mente no había entrado en calor a la misma velocidad que su cuerpo, y no se le ocurría nada, coherente ni incoherente, que decir en favor del alma.

El tercer mensaje, el del sobre que no estaba tan limpio, lo habían escrito en un par de páginas arrancadas de un cuaderno. Era de alguien que conocía. Fred no recordaba dónde había conocido a Holcombe, ni sabía de qué, y no albergaba grandes deseos de volver a encontrarse con él; no quería pasar de ese nivel de conocimiento. El mensaje versaba sobre un tema del que ya habían hablado un par de días atrás. A Holcombe se le debía de haber ocurrido algo más que decir, habría ido a la portería, donde le habrían informado de que Fred había salido, y se habría puesto a escribir, pues no soltar de inmediato lo que le pasaba por la cabeza le habría provocado una tremenda indigestión.

… ¡Largas caminatas, Fairly, por nuestro querido Fenland, tratando nada más que cuestiones intelectuales, y luego, al cabo de, digamos, un par de decenas de kilómetros, un alto para tomar un whisky y entrar en calor ante alguna acogedora chimenea de Cambridge! En eso consiste la diversión para un hombre. Pero, cuando uno comienza a sopesar la posibilidad del matrimonio, hay que tener presente que ¡una esposa tiene derecho legal a permanecer en la misma casa, e incluso en la misma habitación, que su marido! Desde el punto de vista de las tentaciones de la carne, puede resultar bastante conveniente, ¿pero qué sucede si en lugar de dedicarse a dichos menesteres ella quiere hablar? Aunque, por suerte, tú no te encuentras ante semejante encrucijada. No tienes que tomar ninguna decisión al respecto. A tus veinticinco años, tu camino está ya trazado. Si te quedas en el St. Angelicus, no te puedes casar. Si te vas, tal vez podrías conseguir otra plaza, pero, seguramente, no de profesor adjunto. Creo que, en realidad, no tienes opción. De hecho, deberías cultivar tu capacidad de elección a fin de no perderla del todo. Me refiero a oxidarte, a olvidar resortes que se van deteriorando. Quizá un día descubras que ya no recuerdas cómo tomar una decisión. Y tener en perspectiva alternativas es algo absolutamente necesario para la voluntad y la actividad humanas. No obstante, seamos honestos, hasta donde a mí se me alcanza, no tiene sentido que te molestes en buscar a una chica…

Llegado a ese punto, Holcombe se había quedado sin papel. Fred sabía que la próxima vez que se encontrara con él proseguiría justo donde terminaba el mensaje, como si entre las palabras habladas y las escritas no existiera línea divisoria alguna. De un armarito de roble tallado que se encontraba junto a la chimenea, en el lado opuesto al del cubo del carbón, pero no en el mismo armario que empleaba de panera —el olor a moho que ambos desprendían era diferente—, Fred sacó unas hojas de papel con el membrete del college. Agitó la estilográfica para comprobar cuánta tinta le quedaba y escribió: «Querida señorita Saunders».