frn_fig_001

bck_fig_001

CIUDAD FANTASMA

RELATO FANTÁSTICO DE LA CIUDAD DE MÉXICO (XIX-XXI)

CIUDAD FANTASMA

RELATO FANTÁSTICO DE LA CIUDAD DE MÉXICO [XIX-XXI]

ANTOLOGÍA DE

BERNARDO ESQUINCA Y VICENTE QUIRARTE

NARRATIVA

DERECHOS RESERVADOS

© 2018 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón,

Delegación Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800.

RFC: AED140909BPA

© 2018 De la selección y prólogo: Bernardo Esquinca y Vicente Quirarte

© Artemio de Valle-Arizpe por “La Llorona”

© José María Roa Bárcena por “Lanchitas”

© Luis González Obregón por “La calle de la mujer herrada”

© Manuel Payno por “Don Juan Manuel”

D.R. © (1956) Alfonso Reyes por “La cena”

FONDO DE CULTURA DE ECONÓMICA

D.R. © (2000) Salvador Elizondo por “Teoría del Candingas”

FONDO DE CULTURA DE ECONÓMICA

Carretera Picacho-Ajusco 227, C.P. 14738, Ciudad de México

Esta edición consta de 1500 ejemplares

D.R. © (2009) Amparo Dávila por “Matilde espejo”

FONDO DE CULTURA DE ECONÓMICA

Carretera Picacho-Ajusco 227, C.P. 14738, Ciudad de México

Esta edición consta de 3000 ejemplares

Carlos Fuentes por “Tlactocatzine, del jardín de Flandes” de Cuentos sobrenaturales

© Herederos de Carlos Fuentes

© Pacheco, José Emilio, El principio del placer, Ediciones Era, México, 2012

© Emiliano González por “El museo”

© Guillermo Samperio por “Bodegón”

© Rafael Pérez Gay por “Venimos de la tierra de los muertos”

© Mauricio Molina por “La noche de la Coatlicue”

© Héctor de Mauleón por “Los habitantes”

© Alberto Chimal por “La mujer que camina para atrás”

© Bernardo Fernández, Bef por “Leones”

© Rodolfo J. M. por “A pleno día”

© Gonzalo Soltero por “Nadie lo verifique”

© Luis Jorge Boone por “En el nombre de los otros”

© Bibiana Camacho por “Espejos”

© Norma Macías Dávalos por “Noches de asfalto”

© Luisa Iglesias Arvide por “Perro callejero”

www.almadia.com.mx
www.facebook.com/editorialalmadia
@Almadia_Edit

Primera edición digital: marzo de 2018

ISBN: 978-607-8486-62-5

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

frn_fig_002

PRÓLOGO

I

Librería Inframundo, calle de Donceles, Centro de la Ciudad de México. Una leyenda urbana sostiene que en esos lugares de libros leídos, como los llama Héctor Abad Faciolince, ubicados en el segmento de la urbe que va de las calles Brasil a Palma, existen en conjunto, tanto en locales como en bodegas sólo accesibles a iniciados, más de dos millones de volúmenes. Tras dar por concluida la cacería bibliográfica y bibliómana de la jornada, Gregorio Monge –lector ágrafo, desinteresado y hedonista, erudito clandestino, explorador de toda clase de bajos fondos– nos lanzó una de sus frases lapidarias y provocadoras:

–¿Cuántos fantasmas hay en esta calle?

Volteamos a vernos antes de responder a quien siempre habla con paradojas:

–¿Quinientos?

–Dos millones.

–Todos –respondió, categórico, Monge.

Tras haber depositado en la caja los libros elegidos esa tarde, que recogería tras concertar serenamente su precio, a la hora que mejor conviniera a vendedor y comprador, Monge nos invitó a salir de la librería.

En unos cuantos pasos nos llevó frente a la placa, sobre la propia calle de Donceles –entonces Cordobanes– que consigna el lugar donde estuvo la casa de Joaquín Dongo.

–Aquí sucedió. Ya no está la casona pero sí la memoria. Los edificios guardan energía de lo que ocurrió en ellos. Los escritores llamados colonialistas sabían que cada puerta, cada ladrillo, cada arco conservan la huella de quienes los vivieron con todos los sentidos. Por eso exaltaron hitos, calles cuyos nombres provienen de las leyendas que tuvieron lugar en sus espacios. La noche del 23 de octubre de 1789 aquí fueron asesinadas once personas, cuando apenas comenzaba el mandato de don Vicente Güemes y Pacheco, conde de Revillagigedo, como virrey de la Nueva España. Una de sus primeras medidas fue localizar a los culpables y aplicarles la pena capital en una ejecución pública, a garrote vil, el 7 de noviembre de ese mismo año.

En el café Río de Donceles, Monge siguió con su discurso. Habló de la casa de la Aura de Carlos Fuentes, más cierta en la imaginación que en la topografía real de la calle, y por lo mismo más verdadera. Se refirió al proyecto de Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto para escribir Los misterios de México, inspirados en Los misterios de París, de Eugenio Sue, que llevó a escritores de todas las latitudes a descifrar los enigmas urbanos que estaban frente a los ojos de quienes los miraban sin observarlos.

–Como la placa de la familia Dongo –continuó Monge–. Ustedes que frecuentan las oscuridades del alma, ¿por qué no hacen un libro donde elijan textos de autores que hayan escrito cuentos sobrenaturales que tengan como escenario o personaje a la Ciudad de México? Toda gran urbe es, en metáfora del poeta Francisco Hernández, un imán para fantasmas. La nuestra, con su antigüedad y su superposición de tiempos, sudores, razas, lenguas y pasiones, es uno de los más grandes acumuladores de energías e historias.

Antes de retirarse, Monge apuntó en su inseparable libreta una frase. Arrancó la hoja y nos la entregó.

–A ver qué les dice este epígrafe del maestro del Guillermo del Toro. Me avisan cuando tengan lista la selección de esta ciudad fantasma y volvemos a vernos.

En la apretada caligrafía de Monge, transcripción de su prodigiosa memoria, se leía: “¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez. Un instante de dolor quizás, algo muerto que parece por momentos vivo, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía dolorosa, como un insecto atrapado en ámbar”.

II

Estas páginas pretenden ser la respuesta al desafío de Gregorio Monge. De acuerdo con Luis Miguel Aguilar, el poema “El sueño de los guantes negros”, de Ramón López Velarde, debe su inspiración a “The City under the Sea”, de Edgar Allan Poe. En ese, al igual que en otros textos, la Ciudad de México aparece como escenario fantasmal que la convierte en hechicera, escenario activo, surtidor de tradiciones y leyendas o de sucesos que entran en la categoría de lo extraño, lo ajeno a lo doméstico: lo siniestro, la incursión en la otredad. La presente antología es una invitación a internarse en Los más nuevos misterios de México, esos que desde el pretérito más remoto o bajo la luz del sol en tiempo actual, constituyen alteraciones radicales de la normalidad: más que un escenario, la capital mexicana es un personaje que actúa con vida propia o es determinante en las acciones de quienes constituyen su sangre, de la cual ella –supremo vampiro– igualmente se alimenta.

Esta selección está formada exclusivamente por cuentos donde la capital es motivo primordial. Iniciamos con la versión que Artemio de Valle-Arizpe –el escritor colonialista por excelencia– hizo de la leyenda de la Llorona, una de las más antiguas de la Ciudad de México, pues se remonta a la época prehispánica, donde las mujeres muertas en parto o cihuateteos acechaban a los incautos con su rostro descarnado en los cruces de caminos. Dicha leyenda comprueba que un solo suceso da pie a multitud de interpretaciones, como las que en su momento recogió Robert Howard Barlow, amigo de Lovecraft y distinguido antropólogo que murió en tierras mexicanas. El texto de Valle-Arizpe, al igual que los demás incluidos en este proyecto, pertenecen a un canon: el de los narradores –vivos o muertos, jóvenes o veteranos– que han sabido ver el otro rostro de la ciudad, aquel donde asoman presencias, fuerzas y enigmas que le otorgan identidad, tanto como las piedras y calles sobre las que se levanta.

III

La auténtica literatura es fantástica: vulnera, subvierte y transforma la existencia dictada por la norma. Sin embargo, de acuerdo con la definición clásica de Tzvetan Todorov, lo fantástico es “aquel acontecimiento imposible de explicar por las leyes del mundo familiar o cotidiano de nuestra realidad”. Caso extremo, el de la literatura de terror o el cuento de fantasmas, a cuya estructura tradicional se acoge la mayor parte de nuestra selección.

El carácter insólito de ciertas situaciones aproximan los textos al sentido de lo siniestro, que Sigmund Freud establecía como opuesto a lo doméstico. De ahí el acierto de la definición de Arthur Machen cuando afirma que lo más terrorífico que podría sucedernos, lo más lejano a nuestros hábitos, es que una rosa hablara y nos diera los buenos días. Por lo tanto, aquí figuran narraciones insólitas o de una realidad que se antoja fantástica y barroca.

Ciudad fantasma no es el primer esfuerzo bibliográfico de esta naturaleza, pues existen volúmenes que le antecedieron y que han ido trazando el mapa de la literatura de la imaginación en México. En 1992, bajo el sello de Quadrivium Editores, Frida Varinia dio a luz un libro que merece ser reeditado: Agonía de un instante. Antología del cuento fantástico mexicano, cuyo primer autor incluido en el tiempo es José Justo Gómez de la Cortina, más conocido por su título nobiliario, Conde de la Cortina, con su versión de la calle de Don Juan Manuel. De acuerdo con Luis Leal, el del Conde la Cortina es el primer cuento legendario publicado en México, pues apareció en 1835 en Revista mexicana.1 Coincidimos con Varinia en la inclusión del cuento “Lanchitas”, de José María Roa Bárcena. El libro de Varinia incluye autores como los decadentistas Carlos Díaz Dufoo, Ciro B. Ceballos y José Bernardo Couto, a los que inicialmente quisimos introducir, pero que debimos dejar fuera; sus textos de naturaleza fantástica o extraña –Tales of the Arabesque and the Grotesque los denominó su maestro Poe– no nombran abiertamente a la Ciudad de México. Semejante prurito nos condujo a excluir a un autor imprescindible en la ortodoxia de la literatura fantástica mexicana: Francisco Tario, el cual no nombra el espacio de nuestra capital.

Existen otras referencias fundamentales para cualquier interesado en estudiar sistemáticamente la literatura fantástica con denominación de origen: el prólogo de Isabel Quiñones a las Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México, de Juan de Dios Peza. Investigadora de tiempo completo del Instituto Nacional de Antropología e Historia, en 1990, bajo el sello editorial del propio instituto, Quiñones publicó también –antes de convertirse ella misma en fantasma–, un libro antecesor y hermano del presente: De Don Juan Manuel a Pachita la alfajorera. Legendaria publicada en la Ciudad de México, un minucioso recuento de las historias que pasaron del boca en boca a la inmortalidad del papel.

IV

El siglo XVIII es el de la Razón pero también el de las supersticiones. En 1790 surgen a la superficie las monumentales Coatlicue y la piedra del Sol. Es en este siglo cuando la palabra vampiro aparece por escrito en documentos que dan constancia de extraños casos donde los muertos regresan a alimentarse con la sangre de los vivos: de ahí el nombre que se les da de revinientes. De los numerosos tratados sobre vampiros, uno de los más autorizados y completos fue el escrito por el fraile benedictino de la abadía de Sénones y exégeta de la Biblia Dom Augustin Calmet, quien en 1751 da a la luz su libro Dissertation sur les Revenants en Corps, les Excommuniés, les Oupires ou Vampires, Brucolaques, más conocido como Tratado sobre los vampiros y traducido al español por Lorenzo Martín del Burgo. En el siglo XVIII, el de la Razón y el Iluminismo, los vampiros despertaban curiosidad, interés y a veces franco fanatismo entre los escritores “serios” y clérigos. Aunque el espíritu de la Ilustración no invadió a los escritores españoles de manera tan violenta como a los franceses, el español Benito Jerónimo Feijóo fue uno de los autores más preocupados por desterrar las sombras de la superstición. El título completo de su texto es “Reflexiones críticas sobre las Disertaciones, que en orden de Apariciones de Espíritus, y los llamados Vampiros, dio a luz poco ha el célebre Benedictino y famoso expositor de la Biblia D. Agustín Calmet”. Es revelador notar que Feijóo escribe en cursivas y con mayúscula la palabra Vampiro, pues en el siglo XVIII comenzaba apenas a ser una voz aceptada por la Academia, por generalizado que estuviera su uso.

En la célebre Encyclopédie dirigida por Denis Diderot y M. D’Alembert aparece la siguiente definición:

Vampiro. Es el nombre que se les ha dado a pretendidos demonios que succionan durante la noche la sangre de cuerpos vivos y la llevan a cadáveres en los que puede verse la sangre salir de la boca, la nariz y los oídos. El padre Calmet hizo sobre el tema una obra absurda de la cual no se le hubiera creído capaz, pero que sirve para demostrar hasta qué grado el espíritu humano se deja llevar por la superstición.

La definición anterior da pie a varios elementos de discusión. Por una parte, deja claramente establecida la importancia que tenía una criatura clasificada en la “historia de las supersticiones”. En su crítica a la existencia de los vampiros, Feijóo afirma:

Por otra parte, pretender que por verdadero milagro los Vampiros o se conservan vivos en los sepulcros o, muertos como los demás, resucitan, es una extravagancia, indigna de que aún se piense en ella. ¿Qué fin se puede imaginar para esos milagros? ¿Por qué se obran sólo en el tiempo dicho? ¿Por qué sólo en las regiones expresadas? Se han visto resurrecciones milagrosas. Y no sólo se deben creer las que constan en la escritura, aunque no tengan el grado de certeza infalible que aquellas. Pero en esas resurrecciones se ha manifestado algún santo motivo, que Dios tuvo para obrarlas. En las de los Vampiros ninguna se descubre.

Si el siglo XVIII ensalzaba la razón, el XIX, con la llegada del Romanticismo, exaltó la presencia de fantasmas. El pensamiento de la Reforma deseaba expulsar toda idea de superstición. Escribe Francisco Zarco en una crónica fundamental, titulada “México de noche”, publicada en 1851:

Ya no hay ladrones astutos como Garatusa, ni ensebados ni endiablados como en los tiempos de Revillagigedo, ni todas aquellas aventuras extrañas de la época del buen conde, ni velorios en que se baile delante del muerto, ni espantos, ni apariciones en las casas de vecindad, ni padres que dicen misa a medianoche, ni ahorcados que vagan por la ciudad. Ya aun la tradición se pierde en el vulgo mismo de la Llorona, del coche de la lumbre y de otras mil curiosidades que se prestan al romance y a la leyenda.2

El escéptico Zarco no alcanzó a ver que las realidades y leyendas del México colonial dotarían de un filón inagotable a futuros escritores donde la noche y sus fantasmas, concretos e intangibles, desempeñan un papel fundamental. Con la República triunfante, los autores liberales, en su afán por subrayar el retroceso que significó a su juicio la historia colonial, exploran los archivos de la Inquisición, cuyo resultado será una novela como Monja, casada, virgen y mártir, de Vicente Riva Palacio, que en 1871 publica, en coautoría con Manuel Payno, El libro rojo, donde al lado de los textos es preciso destacar la alta calidad de las litografías, verdaderos murales donde el analfabeto accedía de manera más democrática a la contemplación de los protagonistas de su historia. Aunque sus textos se ofrecen más como crónicas históricas que como textos literarios, hay en el libro una serie de acotaciones que mueven a reflexionar en las fronteras existentes entre la exposición concreta de los hechos y su exaltación lírica.

Desde el título, la obra explica su tesis: se trata de una historia de México –desde los tiempos anteriores a la Conquista hasta la muerte de Maximiliano– considerada como una síntesis de violencia, traición y sacrificio.

V

La evolución de las leyendas situadas en la Ciudad de México es resumida admirablemente por Isabel Quiñones:

De José Justo Gómez de la Cortina a Juan de Dios Peza se practican las anécdotas milagrosas, el tema sepulcral, las desgracias y dichas amorosas junto con historias de tiempos prehispánicos y narraciones de la saga independentista, las intervenciones y la Reforma.

En pleno positivismo, Luis González Obregón hizo aparecer el “tradicionalismo” (que creara en Perú Ricardo Palma), combinando en sus textos historia y literatura. Su actitud fue la del culto rescatador de “una lengua muerta que se corrompe, que se pierde cada día más y más”. Tesitura semejante es la de los colonialistas. Atildados, arcaizantes, poco poetas pero bien documentados, los colonialistas traslucen el ansia de refugiarse en un pasado muerto para sustraerse de la eclosión revolucionaria que les tocó vivir.3

“La calle de la Mujer Herrada”, la narración sensacionalista, sádica y truculenta concebida por González Obregón, y presente en Ciudad fantasma, es un claro ejemplo de ese “tradicionalismo”. De acuerdo con él, durante el virreinato “la existencia de aquellos envidiables varones corría mansa como un arroyo, monótona como el chorro de una fuente y tranquila como la conciencia de una monja”. Sin embargo, bajo este transcurrir idílico que recrea en su México viejo, el hereje era torturado en los sótanos de la Inquisición, la bruja elaboraba sus pócimas secretas, los amantes desafiaban la institución del matrimonio, y el asesino tenía la irónica decencia de interrogar a la víctima sobre la hora en la cual iba a matarlo: el mítico Don Juan Manuel, aquí retratado de manera inmejorable en la pluma de Manuel Payno.

Fue en la segunda mitad del siglo XX cuando el género fantástico experimentó cierto auge en México. Este libro busca mostrar la progresión del canon y cómo un autor iba influenciando a otro: de Alfonso Reyes a Carlos Fuentes, de José Emilio Pacheco a Héctor de Mauleón. Amparo Dávila, Guillermo Samperio, Emiliano González, Rafael Pérez Gay y Mauricio Molina, entre otros, mantuvieron encendida la llama que dio rostro a las criaturas de nuestras pesadillas colectivas, como el Candingas, ese “duende tectónico, dios intermitente de las azoteas crepusculares”, recreado por Salvador Elizondo.

Por fortuna, la Ciudad de México de este nuevo siglo no ha renunciado a la lectura alterna de sus rincones más ocultos y siniestros. Con frescas notas, autores del siglo XXI descifran los más recientes misterios de México, ya con referencia a mitos ancestrales, ya con la aparición de nuevas faunas. Así lo ilustran los relatos de Bibiana Camacho, Norma Macías Dávalos, Bernardo Fernández Bef, Luis Jorge Boone, Alberto Chimal, Rodolfo J. M. y Gonzalo Soltero: escritores que abrazan la tradición para reinventarla bajo una oscuridad nueva.

El último texto es obra de Luisa Iglesias Arvide, la más joven de las autoras de este libro, que demuestra la vigencia del género. Su texto apocalíptico sobre una Ciudad de México que espera el momento de su inevitable fin cierra el periplo iniciado con “La Llorona”: el arco narrativo va de la leyenda fundacional de esta urbe al relato que anuncia su destrucción. Algo necesario pues, como nos enseña el tiempo cíclico de los mitos, de las ruinas renacen la vida y sus continuadores.

Confiamos en que la riqueza de esta Ciudad fantasma lleve al lector a pensar la urbe como lo que es: un escenario intenso, dinámico, inagotable, cuyo pasado está más presente y vivo que nunca.

Felices pesadillas.

BERNARDO ESQUINCA Y VICENTE QUIRARTE

Notas al pie

1 Cit. por Isabel Quiñones, en el prólogo a Juan de Dios Peza, de Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México, México, Porrúa, Colección Sepan Cuántos, 557, 1988, p. XXVIII

2 Francisco Zarco, “México de noche”, La Ilustración Mexicana III, en Obra literaria . México, Centro de Investigación Científica Jorge L. Tamayo, 1994, p. 549.

3 Isabel Quiñones: op. cit., p. XXV.

LA LLORONA

ARTEMIO DE VALLE-ARIZPE

Artemio de Valle-Arizpe (1888-1961) hizo de la época colonial el eje de sus trabajos. Ninguno entre los autores mexicanos llamados colonialistas tuvo su riqueza de vocabulario, conocimiento de decorados, objetos, frases y hábitos de la época virreinal para emprender excursiones al pasado y ver la capital mexicana como un gran repositorio de sucesos; así lo demuestra su muy útil antología La gran Ciudad de México según relatos de antaño y ogaño (1918). En el libro Historias, tradiciones y leyendas de calles de México. Tomo I (1957), al cual pertenece su presente versión de “La Llorona”, Valle-Arizpe toma algunos de los sucedidos más sensacionales de la imaginación colonial para insertarlos en historias aterradoras, clásicas del género.

¿Quién era el osado que, por más valiente que fuera, se atreviese a salir por la calle pasando las diez de la noche? Sonaba la queda en Catedral y todos los habitantes de México echaban cerrojos, fallebas, colanillas, ponían trancas y otras seguras defensas a sus puertas y ventanas. Se encerraban a piedra y lodo. No se atrevían a asomar ni medio ojo siquiera. Hasta los viejos soldados conquistadores, que demostraron bien su valor en la guerra, no trasponían el umbral de su morada al llegar esa hora temible. Amedrentada y poseída del miedo estaba toda la gente; él les había arrebatado el ánimo; era como si trajesen un clavo atravesado en el alma.

Los hombres se hallaban cobardes y temerosos; a las mujeres les temblaban las carnes; no podían dar ni un solo paso; se desmayaban o, cuando menos, se iban de las aguas. Los corazones se vestían de temor al oír aquel lamento largo, agudo, que venía de muy lejos e íbase acercando, poco a poco, cargado de dolor. No había entonces un corazón fuerte; a todos, al escuchar ese plañido, los dominaba el miedo; poníales carne de gallina, les erizaba los cabellos y enfriaba los tuétanos en los huesos. ¿Quién podía vencer la cobardía ante aquel lloro prolongado y lastimero que cruzaba, noche a noche, por toda la ciudad? ¡La Llorona!, clamaban los pasantes entre castañeteos de dientes, y apenas si podían murmurar una breve oración, con mano temblorosa se santiguaban, oprimían los rosarios, cruces, medallas y escapularios que les colgaban del cuello.

México estaba aterrorizado por aquellos angustiosos gemidos. Cuando se empezaron a oír, salieron muchos a cerciorarse de quién era el ser que lloraba de ese modo tan plañidero y doloroso. Varias personas afirmaron, desde luego, que era cosa ultraterrena, porque un llanto humano, a distancia de dos o tres calles se quedaba ahogado, ya no se oía; pero este traspasaba con su fuerza una gran extensión y llegaba claro, distinto, a todos los oídos con su amarga quejumbre. Salieron no pocos a investigar, y unos murieron de susto, otros quedaron locos de remate y poquísimos hubo que pudieron narrar lo que habían contemplado, entre escalofríos y sobresaltos. Se vieron llenos de terror pechos muy animosos.

Una mujer, envuelta en un flotante vestido blanco y con el rostro cubierto con velo levísimo que revolaba en torno suyo al fino soplo del viento, cruzaba con lentitud parsimoniosa por varias calles y plazas de la ciudad, unas noches por unas, y otras, por distintas; alzaba los brazos con desesperada angustia, los retorcía en el aire y lanzaba aquel trémulo grito que metía pavuras en todos los pechos. Ese tristísimo ¡Ay!, levantábase ondulante y clamoroso en el silencio de la noche, y luego que se desvanecía con su cohorte de ecos lejanos, se volvían a alzar los gemidos en la quietud nocturna, y eran tales que desalentaban cualquier osadía.

Así, por una calle y luego por otra, rodeaba las plazas y plazuelas, explayando el raudal de sus gemidos; y al final, iba a rematar con el grito más doliente, más cargado de aflicción, en la Plaza Mayor, toda en quietud y en sombras.

Allí se arrodillaba esa mujer misteriosa, vuelta hacia el Oriente; inclinábase como besando el suelo y lloraba con grandes ansias, poniendo su ignorado dolor en un alarido largo y penetrante; después se iba ya en silencio, despaciosamente, hasta que llegaba al lago, y en sus orillas se perdía; deshacíase en el aire como una vaga niebla, o se sumergía en las aguas; nadie lo llegó a saber; el caso es que allí desaparecía ante los ojos atónitos de quienes habían tenido la valerosa audacia de seguirla, siempre a distancia, eso sí, pues un profundo terror vedaba acercarse a aquella mujer extraña que hacía grandes llantos y se deshacía de pena.

Esto pasaba noche con noche en México a mediados del siglo XVI, cuando la Llorona, como dio en llamársele, henchía el aire de clamores sin fin. Las conjeturas y las afirmaciones iban y venían por la ciudad. Unos creían una cosa, y otros, otra muy distinta, pero cada quien aseguraba que lo que decía era la verdad pura, y que, por lo tanto, debe-ríasele dar entera fe. Con certidumbre y firmeza aseguraban muchos que esa mujer había muerto lejos del esposo a quien amaba con fuerte amor, y que venía a verle, llorando sin linaje de alivio, porque ya estaba casado, y que de ella borró todo recuerdo; varios afirmaban que no pudo lograr desposarse nunca con el buen caballero a quien quería, pues la muerte no la dejó darle su mano, y que sólo a mirarlo tornaba a este bajo mundo, llorando desesperada porque él andaba perdido entre vicios; muchos referían que era una desdichada viuda que se lamentaba así porque sus huérfanos estaban sumidos en lo más negro de la desgracia, sin lograr ayuda de nadie; no pocos eran los que sostenían que era una pobre madre a quien le asesinaron todos los hijos, y que salía de la tumba a hacerles el planto; gran número de gentes estaban en la firme creencia de que había sido una esposa infiel y que, como no hallaba quietud ni paz en la otra vida, volvía a la tierra a llorar de arrepentimiento, perdidas las esperanzas de alcanzar perdón; o bien numerosas personas contaban que un marido celoso le acabó con un puñal la existencia tranquila que llevaba, empujado sólo por sospechas injustas; y no faltaba quien estuviese persuadido de que la tal Llorona no era otra sino la célebre doña Marina, la hermosa Malinche, manceba de Hernán Cortés, que venía a este suelo con permisión divina a henchir el aire de clamores, en señal de un gran arrepentimiento por haber traicionado a los de su raza, poniéndose al lado de los soldados hispanos que tan brutalmente la sometieron.

No sólo por la Ciudad de México andaba esta mujer extraña, sino que se la veía en varias poblaciones del reino. Atravesaba, blanca y doliente, por los campos solitarios; ante su presencia se espantaba el ganado, corría a la desbandada como si lo persiguiesen; a lo largo de los caminos llenos de luna, pasaba su grito; escuchábase su quejumbre lastimera entre el vasto rumor de mar de los árboles de los bosques; se la miraba cruzar, llena de desesperación, por la aridez de los cerros; la habían visto echada al pie de las cruces que se alzaban en montañas y senderos; caminaba por veredas desviadas, y sentábase en una peña a sollozar; salía, misteriosa, de las grutas, de las cuevas en que vivían las feroces animalias del monte; caminaba lenta por las orillas de los ríos, sumando sus gemidos con el rumor sin fin del agua.

Esta conseja es antiquísima en México; existía ya cuando los conquistadores entraron en la gran Tenochtitlan de Moctezuma, pues fray Bernardino de Sahagún al hablar de la diosa Cihuacoatl, en el capítuloIV del libro I de su Historia general de las cosas de Nueva España, escribe “que aparecía muchas veces como una señora compuesta con unos atavíos como se usan en Palacio; decían también que de noche voceaba y bramaba en el aire… Los atavíos con que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de tal manera que tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente”, y en el libro XI pone, además, al enumerar los agüeros con los que se anunció en México la llegada de los españoles y la destrucción de la ciudad azteca, que el sexto pronóstico fue “que de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer que angustiada y con lloro decía: ‘¡Oh, hijos míos, que ya ha llegado vuestra destrucción!’ Y otras veces decía: ‘¡Oh, hijos míos, ¿dónde os llevaré para que no os acabéis de perder?!’”

Hasta los primeros años del siglo XVII anduvo la Llorona por las calles y campos de México; después desapareció para siempre y no se volvió a oír su gemido largo y angustioso en la quietud de las noches.

LANCHITAS

JOSÉ MARÍA ROA BÁRCENA

José María Roa Bárcena (1827-1908) es uno de los enemigos unánimes del liberalismo: su militancia en el partido conservador lo condujo a ver en el imperio de Maximiliano una posibilidad de verdadero cambio para México. Sin embargo, su pluma fue una de las más versátiles y prolíficas de su tiempo. Miembro fundador de la Academia Mexicana de la Lengua, escribió cuentos en doble sentido originales, tradujo a Dickens, Horacio, Byron y Hoffman, publicó La Quinta Modelo, novela de anticipación política en que satiriza las costumbres liberales. “Lanchitas” es un cuento de fantasmas fiel al consejo de Montague Rhode James en el sentido de permitir que un leve rayo de la razón lógica penetre en lo inexplicable, y se sitúa en barrios y calles localizables de la Ciudad de México: Santa Catalina Mártir (Argentina), Apartado (Argentina) y el callejón del Padre Lecuona (República de Nicaragua), donde tiene lugar la parte culminante del relato.

El título puesto a la presente narración no es el diminuto de lanchas, como a primera vista ha podido figurarse el lector, sino –por más que de pronto se resista a creerlo– el diminutivo del apellido Lanzas, que a principios de este siglo llevaba en México un sacerdote muy conocido en casi todos los círculos de nuestra sociedad. Nombrábasele con tal derivado, no sabemos si simplemente en señal de cariño y confianza, o si también en parte por lo pequeño de su estatura; mas sea que militaran entrambas causas juntas o aislada alguna de ellas, casi seguro es que las dominaba la sencillez pueril del personaje, a quien, por su carácter, se aplicaba generalmente la frase vulgar de “no ha perdido la gracia del bautismo”. Y, como por algún defecto de la organización de su lengua, daba a la t y a la c, en ciertos casos, el sonido de la ch, convinieron sus amigos y conocidos en llamarle Lanchitas, a ciencia y paciencia suya; exponiéndose de allí a poco los que quisieran designarle por su verdadero nombre, a malgastar tiempo y saliva.

¿Quién no ha oído alguno de tantos cuentos, más o menos salados, en que Lanchitas funge de protagonista, y que la tradición oral va transmitiendo a la nueva generación? Algunos me hicieron reír más de veinte años ha, cuando acaso aún vivía el personaje, sin que las preocupaciones y agitaciones de mi malhadada carrera de periodista me dejaran tiempo ni humor de procurar su conocimiento. Hoy que, por dicha, no tengo que ilustrar o rectificar o lisonjear la opinión pública, y que por desdicha voy envejeciéndome a grandes pasos, qué de veces al seguir en el humo de mi cigarro, en el silencio de mi alcoba, el curso de las ideas y de los sucesos que me visitaron en la juventud, se me ha presentado, en la especie de linterna mágica de la imaginación, Lanchitas, tal como me lo describieron sus coetáneos: limpio, manso y sencillo de corazón, envuelto en sus hábitos clericales, avanzando por esas calles de Dios con la cabeza siempre descubierta y los ojos en el suelo; no dejando asomar en sus pláticas y exhortaciones la erudición de Fénelon, ni la elocuencia de Bossuet pero pronto a todas horas del día y de la noche a socorrer una necesidad, a prodigar los auxilios de su ministerio a los moribundos, y a enjugar las lágrimas de la viuda y el huérfano; y en materia de humildad, sin término de comparación, pues no le hay, ciertamente, para la humildad de Lanchitas.

Y, sin embargo, me dicen que no siempre fue así; que si no recibió del cielo un talento de primer orden, ni una voluntad firme y altiva, era hombre medianamente resuelto y despejado, y por demás estudioso e investigador. En una época en que la fe y el culto católico no se hallaban a discusión en estas comarcas, y en que el ejercicio del sacerdocio era relativamente fácil y tranquilo, bastaban la pureza de costumbres, la observancia de la disciplina eclesiástica, el ordinario conocimiento de las ciencias sagradas y morales, y un juicio recto para captarse el aprecio del clero y el respeto y la estimación de la sociedad. Pero Lanzas, ávido de saber, no se había dado por satisfecho con la instrucción seminarista; en los ratos que el desempeño de sus obligaciones de capellán le dejaba libres, profundizaba las investigaciones teológicas, y, con autorización de sus prelados, seguía curiosamente las controversias entabladas en Europa entre adversarios y defensores del catolicismo, no siéndole extrañas ni las burlas de Voltaire, ni las aberraciones de Rousseau, ni las abstracciones de Spinoza, ni las refutaciones victoriosas que provocaron en su tiempo. Quizá hasta se haya dedicado al estudio de las ciencias naturales, después de ejercitarse en el de las lenguas antiguas y modernas; todo en el límite que la escasez de maestros y de libros permitía aquí a principios del siglo. Y este hombre, superior en conocimientos a la mayor parte de clérigos de su tiempo, consultado a veces por obispos y oidores, y considerado, acaso, como un pozo de ciencia por el vulgo, cierra o quema repentinamente sus libros, responde a las consultas con la risa de la infancia o del idiotismo, no vuelve a cubrirse la cabeza ni a levantar del suelo sus ojos, y se convierte en personaje de broma para los desocupados. Por rara y peregrina que haya sido la transformación, fue real y efectiva; y he aquí cómo, del respetable Lanzas, resultó Lanchitas, el pobre clérigo que se aparece entre las nubes de humo de mi cigarro.

No ha muchos meses, pedía yo noticias de él a una persona ilustrada y formal que le trató con cierta intimidad y, como acababa de figurar en nuestra conversación el tema del espiritismo, hoy en boga, mi interlocutor me tomó del brazo y, sacándome de la reunión de amigos en que estábamos, me refirió una anécdota más rara todavía que la transformación de Lanchitas, y que acaso la explique. Para dejar consignada tal anécdota, trazo estas líneas, sin meterme a calificar. Al cabo, si es absurda, vivimos bajo el pleno reinado de lo absurdo.

No recuerdo el día, el mes, ni el año del suceso, ni si mi interlocutor los señaló, sólo entiendo que se refería a la época de 1820 a 1830; y en lo que no me cabe duda es en que se trataba del principio de una noche oscura, fría y lluviosa, como suelen serlo las de invierno. El padre Lanzas tenía ajustada una partida de malilla o tresillo con algunos amigos suyos, por el rumbo de Santa Catalina Mártir, y, terminados sus quehaceres del día, iba del centro de la ciudad a reunírseles esa noche, cuando, a corta distancia de la casa en que tenía lugar la modesta tertulia, alcanzóle una mujer del pueblo, ya entrada en años y miserablemente vestida, quien, besándole la mano, le dijo:

–¡Padrecito! ¡Una confesión! Por amor de Dios, véngase conmigo Su Merced, pues el caso no admite espera.

Trató de informarse el padre de si se había o no acudido previamente a la parroquia respectiva en solicitud de los auxilios espirituales que se le pedían, pero la mujer, con frase breve y enérgica, le contestó que el interesado pretendía que él precisamente le confesara y, que si se malograba el momento, pesaría sobre la conciencia del sacerdote; a lo cual este no dio más respuesta que echar a andar detrás de la vieja.

Recorrieron en toda su longitud una calle de poniente a oriente, mal alumbrada y fangosa, yendo a salir cerca del Apartado y de allí tomaron hacia el norte, hasta torcer a mano derecha y detenerse en una miserable accesoria del callejón del Padre Lecuona. La puerta del cuartucho estaba nada más entornada, y empujándola simplemente, la mujer penetró en la habitación llevando al padre Lanzas de una de las extremidades del manteo. En el rincón más amplio y sobre una estera sucia y medio desbaratada, estaba el paciente, cubierto con una frazada; a corta distancia, una vela de sebo puesta sobre un jarro boca abajo en el suelo, daba su escasa luz a toda la pieza, enteramente desamueblada y con las paredes llenas de telarañas. Por terrible que sea el cuadro más acabado de la indigencia, no daría idea del desmantelamiento, desaseo y lobreguez de tal habitación en que la voz humana parecía apagarse antes de sonar, y cuyo piso de tierra exhalaba el hedor especial de los sitios que carecen de la menor ventilación.

Cuando el padre, tomando la vela, se acercó al paciente y levantó con suavidad la frazada que le ocultaba por completo, descubrióse una cabeza huesosa y enjuta, amarrada con un pañuelo amarillento y a trechos roto. Los ojos del hombre estaban cerrados y notablemente hundidos, y la piel de su rostro y de sus manos, cruzadas sobre el pecho, aparentaba la sequedad y rigidez de la de las momias.

–¡Pero este hombre está muerto! –exclamó el padre Lanzas dirigiéndose a la vieja.

–Se va a confesar, padrecito –respondió la mujer, quitándole la vela, que fue a poner en el rincón más distante de la pieza, quedando casi a oscuras el resto de ella; al mismo tiempo el hombre, como si quisiera demostrar la verdad de las palabras de la mujer, se incorporó en su petate, y comenzó a recitar con voz cavernosa, pero suficientemente inteligible, el Confiteor Deo.

Tengo que abrir aquí un paréntesis a mi narración, pues el digno sacerdote jamás a alma nacida refirió la extraña y probablemente horrible confesión que aquella noche le hicieron. De algunas alusiones y medias palabras suyas se infiere que, al comenzar su relato, el penitente se refería a fechas tan remotas que el padre, creyéndole difuso o divagado y comprendiendo que no había tiempo que perder, le excitó a concretarse a lo que importaba; que a poco entendió que aquel se daba por muerto de muchos años atrás, en circunstancias violentas que no le habían permitido descargar su conciencia como había acostumbrado pedirlo diariamente a Dios, aun en el olvido casi total de su deberes y en el seno de los vicios, y quizá hasta del crimen; que por permisión divina lo hacía en aquel momento, viniendo de la eternidad para volver a ella inmediatamente. Acostumbrado Lanzas, en el largo ejercicio de su ministerio, a los de li rios y extravagancias de los febricitantes y de los locos, no hizo mayor aprecio de tales declaraciones, juzgándolas efecto del extravío anormal o inveterado de la razón del enfermo, contentándose con exhortarle al arrepentimiento, y explicarle lo grave del trance a que estaba orillado, y con absolverle bajo las condiciones necesarias, supuesta la perturbación mental de que le consideraba dominado. Al pronunciar las últimas palabras del rezo, notó que el hombre había vuelto a acostarse, que la vieja no estaba ya en el cuarto, y que la vela, a punto de consumirse por completo, despedía sus últimas luces. Llegando él a la puerta, que permanecía entornada, quedó la pieza en profunda oscuridad y, aunque al salir atrajo con suavidad la hoja entreabierta, cerróse esta de firme, como si de adentro la hubieran empujado. El padre, que contaba con hallar a la mujer en la parte de afuera, y con recomendarle el cuidado del moribundo y que volviera a llamarle a él mismo, aun a deshora, si advertía que recobraba aquel la razón, desconcertóse al no verla; esperóla en vano durante algunos minutos, quiso volver a entrar en la accesoria, sin conseguirlo, por haber quedado cerrada, como de firme, la puerta; y apretando en la calle la oscuridad y la lluvia, decidióse al fin a alejarse, proponiéndose efectuar al siguiente día, muy temprano, nueva visita.