ADVERTENCIA

Cualquier parecido con la realidad (personajes y situaciones) ha sido traicionado por la memoria.

Títulos en Narrativa

LA CASA PIERDE

EL APOCALIPSIS (TODO INCLUIDO)

¿HAY VIDA EN LA TIERRA?

LOS CULPABLES

LLAMADAS DE ÁMSTERDAM

Juan Villoro

LA OCTAVA PLAGA

CARNE DE ATAÚD

MAR NEGRO

DEMONIA

LOS NIÑOS DE PAJA

Bernardo Esquinca

LOBO

LA SONÁMBULA

TRAS LAS HUELLAS DE MI OLVIDO

Bibiana Camacho

EL LIBRO MAYOR DE LOS NEGROS

Lawrence Hill

NUESTRO MUNDO MUERTO

Liliana Colanzi

IMPOSIBLE SALIR DE LA TIERRA

Alejandra Costamagna

LA COMPOSICIÓN DE LA SAL

Magela Baudoin

JUNTOS Y SOLOS

Alberto Fuguet

LOS QUE HABLAN

CIUDAD TOMADA

Mauricio Montiel Figueiras

LA INVENCIÓN DE UN DIARIO

Tedi López Mills

FRIQUIS

LATINAS CANDENTES 6

RELATO DEL SUICIDA

DESPUÉS DEL DERRUMBE

Fernando Lobo

EMMA

EL TIEMPO APREMIA

POESÍA ERAS TÚ

Francisco Hinojosa

NÍNIVE

Henrietta Rose-Innes

OREJA ROJA

Éric Chevillard

AL FINAL DEL VACÍO

POR AMOR AL DÓLAR

REVÓLVER DE OJOS AMARILLOS

CUARTOS PARA GENTE SOLA

J. M. Servín

LOS ÚLTIMOS HIJOS

EL CANTANTE DE MUERTOS

Antonio Ramos Revillas

LA TRISTEZA EXTRAORDINARIA

DEL LEOPARDO DE LAS NIEVES

Joca Reiners Terron

ONE HIT WONDER

Joselo Rangel

MARIENBAD ELÉCTRICO

Enrique Vila-Matas

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OBRA NEGRA

NARRATIVA

DERECHOS RESERVADOS

© 2018 Gilma Luque

© 2018 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

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Primera edición digital: marzo de 2018

ISBN: 978-607-8486-56-4

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Para Gilberto, Onnis y Lyz
A Des, quien me pidió escribir esta historia

GILMA LUQUE

OBRA NEGRA

PRIMERA PARTEBÚHOS


Decido partir un día lluvioso: el cielo es un pálido animal que ruge; la carretera y el agua que el parabrisas del autobús remueve son mi porvenir. Los tres cuadros de mi infancia, que llevo como una suerte de amuleto, y una pequeña maleta son mi equipaje. Miro el paisaje pasar veloz a través de la ventana, donde las gotas de la lluvia se alargan y desaparecen. El pasado se queda atrás junto con los montes y los árboles, con mi madre enferma y una casa grande llena de búhos.

Desde que era una niña comenzó la construcción del segundo piso de mi casa. Antes de los primeros albañiles estaban los planes de papá, sus sueños nos invadían, el amor por los espacios. Cada fin de semana era la misma historia: subir al auto, comer una manzana roja –porque las amarillas me dan dolor de cabeza–, sentir el sol en el rostro hasta que aparecían una a una las casas en venta, las cuales recorríamos mis padres, mi hermano y yo emocionados por el olor a pintura fresca y a cemento. Nos deteníamos frente a los clósets amplios e imaginábamos nuestra ropa adentro. Subíamos las escaleras que llevaban a más pisos invadidos por la luz que entraba por los ventanales sin cortinas, todavía con rastros de cinta adhesiva en los contornos del vidrio; y desde ahí paisajes verdes y pájaros que no podíamos ver sino escuchar. La fantasía repetida una y otra vez de un nuevo hogar. Nunca nos mudamos. Teníamos una casa que tendría un tercer piso, además de varias terrazas; los techos serían tan altos que en mi habitación habría un tapanco.

La casa de mi infancia estuvo en obra negra durante años, como muchas casas de la Unidad Santa Fe. Unos ladrillos en la azotea ya eran razón de dicha: una promesa. Mi casa creció con la lentitud del tiempo. Ahora que tengo veinte años y el desencanto como una última capa de piel, la casa se inaugura. Es un decir, no habrá fiesta ni nada semejante. Mi familia no está para festejos. Mamá ha regresado de unas vacaciones con su hermana menor en Chihuahua, un mes bastó para transformarla, no puedo darle un nombre a ese animal que además de arrastrar los pies comienza a remolcar las palabras. Mi madre ha vuelto con un nuevo brote de enfermedad que le impide usar su nueva y muy grande habitación en el segundo piso. Mi padre no llega a casa más que algunas noches y mi hermano prefiere ser una sombra. Yo preparo una maleta. Nunca habitaremos el sueño de papá, ya es tarde para eso. Nos hemos convertido en otra familia o quizá ya sólo existimos como individuos que alguna vez coincidieron.

Duermo en mi cuarto nuevo sólo dos noches. El olor a pintura fresca, el clóset amplio y el tapanco están ahí, incluso el sonido de los pájaros. Entro al clóset que huele a madera recién barnizada. No habrá ropa en los ganchos que simulan un árbol en pleno invierno. No deseo esconderme de nadie ni salir gritando que me salvo a mí y a todos mis amigos, como cuando era niña y jugaba escondidillas e imaginaba una casa con un sinfín de escondites. Ahora sólo pienso en huir. Necesito que todo se quede atrás con los montes y los árboles que aparecen mientras el autobús anda. Los árboles llenos de aves me despiden, eso me gusta pensar: no son ramas, son búhos. Los búhos que mamá colecciona. Lo único que habitará la casa y terminará devorándolo todo: a mamá, a papá, a mi hermano y a mis perros.

Es el primer martes de agosto. El cielo ya tomó una forma clara: es un elefante gris que se desmorona. El parabrisas abre la noche. Le pido al chofer que me deje fumar en la cabina. Él accede y también fuma, habla de su familia. La gente habla de lo que ama, yo guardo silencio. Llego a mi destino: una ciudad que contiene todas las noches y sin embargo brilla, todavía llueve. Viviré con Angélica como lo hemos deseado desde niñas; viviré con Angélica que también huye, como si existiera una edad exacta para irse.

Su padre acaba de morir; ella y sus hermanos contrataron una ambulancia para llevarlo desde la Ciudad de México hasta un pueblo de Oaxaca cuando en el hospital les dijeron que ya no había nada qué hacer. Hemos encontrado en las ventanas de sendas casas –separadas por la de mi abuela– una suerte de túnel por el cual las noticias importantes viajan sólo siendo necesarios unos cuantos pasos y un golpe al vidrio: “Mi papá se va a morir”. Imaginé a mi amiga con sus ojos verdes puestos sobre la carretera recta y larga, en los montes desérticos donde esporádicamente aparece un árbol rojo en medio de cactus y más tierra; con el sonido de la ambulancia y las ganas de no llegar nunca, pero sí antes de que su padre fallezca.

Ya rentamos un departamento que no hemos visto, fue en unas vacaciones que hicimos a esa ciudad unas semanas antes en las que decidimos dejarlo todo; las llaves nos las entregará el casero por la mañana, razón por la que la noche la pasamos en el hotel Posada Santa Fe: un edificio viejo y descuidado sobre Avenida de la Paz; sobre la fachada azul dice su nombre con una tipografía que me parece antigua; en uno de sus balcones hay una bruja de tamaño humano que pretende ser un adorno y no deja de ser siniestra. El lugar es muy oscuro, la recepción está iluminada de manera indirecta por una lámpara sin pantalla. Nos dan un cuarto, al cual se llega subiendo unas escaleras lúgubres. Nuestra habitación es fría y sin ventanas al exterior, huele a humedad. Nos parece un lugar hermoso. Nos abrazamos, y es que en esa habitación con una cama matrimonial existe un solo tiempo, el del abismo, es decir: tenemos todo que perder y lo ignoramos. La alegría de Angélica por dejar atrás a su padre muerto y la mía por dejar a mi madre enferma nos rebasa.


El departamento no es más grande que el cuarto de hotel. Apenas es una habitación donde sólo caben unos edredones que llevamos desde nuestras casas y que extendemos en el piso para dormir, mismos que por las mañanas nos sirven de sillón. Coloco inmediatamente sobre la única pared completa, sin puertas ni ventanas, mis tres cuadros. No soporto los muros vacíos. Conecto una cafetera herrumbrosa y de color rojo que robé de la casa y que mi madre aprecia mucho; la considera una reliquia, tanto que nunca la utilizó, era más bien un adorno; pero debido a su enfermedad, ella ya no puede enterarse de lo que falta: eso es triste y conveniente.

Vivimos en la planta baja de un edificio viejo que en realidad es más una bodega que un departamento; está en el callejón de Constancia, a unos pasos del Jardín Unión. La puerta de nuestra casa da a la barda de una escuela primaria; por las mañanas escuchamos niños y no pájaros. En nuestro nuevo hogar carecemos de cocina, por lo que en la esquina de la habitación colocamos una parrilla de dos quemadores en la que lo único que cocinamos es huevo. No sabemos hacer otra cosa ni nos interesa. No tenemos refrigerador ni alacenas, tampoco armarios en los cuales guardar la ropa que permanece en las maletas. El baño es asombrosamente pequeño: la regadera eléctrica con la que más de una vez nos electrocutamos al bañarnos moja el escusado y el lavamanos, casi te podrías bañar sentado mientras contemplas las babosas color rosa que se arrastran de manera muy lenta por los muros y a mí me repugnan. Ahí tampoco hay ventanas. Lavamos la ropa en una cubeta y la tendemos en el pasillo que da al baño y que el casero nos ofreció como un segundo cuarto. Nuestra casa siempre está húmeda por la ropa mojada y por el adobe que no logra secarse a causa de las continuas lluvias. Huele a ropa limpia, moho y cigarro. Nos gusta, por eso además de los cuadros pegamos con cinta adhesiva fotografías de nuestros perros y de nosotras dos a lo largo de la vida.

Por las noches nos sentamos en las escaleras frente a nuestra casa y contemplamos la ciudad, hablamos poco de lo que hemos dejado atrás como si fuera capaz de desaparecer y todo estuviera por suceder. Somos libres, eso creemos.

Quiero pasar toda la vida en esa ciudad contemplando las pequeñas casas que simulan una maqueta encendida, una maqueta como las que mi padre hacía cuando yo era una niña y en la que habitaban pequeños hombres de cartón; sin embargo tengo miedo.

Me he despedido de mi madre, quien me miró severamente intentando ser dulce. He dejado mi habitación nueva en el segundo piso y a mis perros. Sé que no hay marcha atrás.


Ya son finales de septiembre. Las lluvias continúan. El casero, Enrique, un tipo de treinta y cuatro años, gordo, mofletudo y bonachón, dueño de varios negocios y algunas casas en la ciudad, se ha vuelto amigo nuestro. Lo vemos casi todas las noches en su bar, donde nos invita los tragos que podamos beber. Nos hace una propuesta: trabajar para él en la taquería que ha abierto con motivo de un festival muy importante que está por comenzar. Durante esas dos semanas la ciudad se transforma: aparecen negocios de comida, artesanías, ropa; se rentan cuartos de casas particulares y hasta las azoteas, o simplemente cobran por guardar equipaje; el Centro se llena de gente que se emborracha en las calles, que canta y vende pulseras, cuadros y máscaras. Hay payasos y mimos. El ambiente es festivo y el olor a orines lo invade todo. Podremos vivir en la taquería si aceptamos el trabajo, y además de no cobrarnos renta tendremos un sueldo. Aceptamos sin dudarlo, creemos que ya nunca más habrá nada que perder. El trabajo es por las noches, lo que nos permite conservar los trabajos que ya tenemos; hemos gastado el todo el dinero ganado. ¡Seremos ricas!, pensamos. Yo trabajo por las mañanas en Go Café de ocho a cuatro y Angélica trabaja en una pastelería con un horario similar.

Si dejé a los búhos deglutiendo a mi madre, puedo hacerlo todo, pienso.

El nuevo “departamento” es un cuarto más pequeño que el anterior. En el segundo piso hay un muro de Tablaroca que divide nuestra “casa” del resto de la taquería, un muro que no está completo: la luz del lugar, la música y el olor a cebolla entran por un espacio inmenso en la parte de arriba. El baño está en la azotea, a la intemperie; también es el baño de los clientes.

El trabajo en la taquería me cansa. La riqueza no es la que imaginé. Servimos hasta muy tarde, casi al amanecer, siempre con esa luz blanca sobre nosotras, con cucarachas y otros bichos. Tengo fobia a los insectos, pero mi fatiga es tal que no reparo en ellos. Coexistimos simplemente. Por la mañana voy al café, prendo la máquina, espero a que se caliente. Escucho la música que ya ha seleccionado el dueño. Mozart y la luz de la mañana iluminan un mural con Diego Rivera, Olga Orozco e Ibargüengoitia caricaturizados; lo miro por largo rato, me siento feliz: estoy lejos, a veces pienso que a salvo, no sé de qué, ¿del pasado? Sonrío mientras trapeo y muelo el café que impregna con su olor todo el sitio; acomodo las tazas, los muffins, la leche. Me gusta mi trabajo porque en esas mañanas se centra una alegría a la cual me aferro. Llegan los clientes habituales, platican un poco conmigo y se van. Intento leer Anna Karenina; mi padre me regaló ese libro en mi cumpleaños número dieciocho. El sueño, el sopor en el que vivo, no me permite avanzar de páginas. Es una coedición de Edivisión; su sello: Los grandes clásicos. La letra es pequeña y apretada. El libro es estorboso y pesa. Cabeceo, sueño que mi casa de la infancia crece tanto que se apropia de los nuevos espacios. Veo a los búhos girar la cabeza, observarlo todo.


“Quiero irme”, le dije a papá y él dijo que sí como si eso fuera lo que continuara, como si el oráculo ya lo hubiera anunciado mucho tiempo atrás. La noticia de que viviría en otra ciudad se la daría a mi madre apenas regresara de sus vacaciones en Chihuahua. Papá muy serio me pidió que no dejara de estudiar y que no trabajara. Trabajo sin descanso. No voy a la universidad. Duermo poco. Pienso en mis perros, los veo en el clóset escondiéndose de los búhos.

Una de tantas noches en la taquería, hartas y gordas de comer tacos todos los días, llegan unos señores amigos de Enrique; vienen de una ciudad industrial. Sin ser del norte llevan botas vaqueras y cinturones con hebillas, mucho dinero y grandes panzas. Enrique nos ordena que dejemos de trabajar y que nos sentemos con ellos, que nos quieren invitar una copa. Estoy cansada, obedezco. Dejo el mandil, me lavo las manos y pido un whisky. Los amigos de mi jefe nos tratan bien; intentan ser seductores, pero no lo logran. Piden más botellas que llenan la mesa para impresionarnos, nos ofrecen cigarros con filtro. Desde que llegamos a esa ciudad sólo fumamos Alitas. Guardo mis cigarros. Fumo, uno tras otro, los de ellos.

–Soy de la capital –digo para hablar de algo, para salir del sopor en el que vivo.

A ellos parece no importarles ese dato, lo subestiman. Hablo de filosofía, porque cada vez que tomo recuerdo a Aristóteles o a Gadamer; añoro la universidad. El tipo que está junto a mí, un joven moreno, no tan gordo, con camisa verde, su sombrero en la silla; me mira con ojos vidriosos, enrojecidos, me toca la mano. Incómoda la quito y sigo hablando. Tomo más whisky.

–No sólo eres bonita, sino lista –dice el hombre.

Es un halago según él. Él, que no entiende nada de silogismos y hermenéutica y tampoco le importa.

–Tu sonrisa es muy bella; qué bonita boca, me gustaría probarla.

No tengo novio, estoy aferrada a Emilio que ya no me ama, pero no voy a besar a ese borracho que me quiere poner una casa. No, aunque el whisky invente posibilidades; no, aunque desee dejar de trabajar y al fin acabar de leer Anna Karenina.

–Me voy –le digo al botudo.

Enrique me mira con reclamo.

–No te vayas, déjame cuidarte; yo te puedo dar regalos, puedo llevarte a comer; me gustas mucho, me muero por besarte.

–Quédate otro rato –es una orden de mi jefe.

–Mañana trabajo temprano –le digo a Enrique, quien está molesto.

–Yo te doy lo que te pagan por un día. Falta al trabajo –dice el hombre de los ojos verdes.

–No, además estoy cansada.

Siento miedo, camino unos pasos para estar del otro lado del muro de Tablaroca, en mi casa: una habitación sin puerta. No duermo. Dormir es un acto de confianza y no me siento a salvo. Por eso me esfuerzo por mantener los ojos abiertos. Escucho a los norteños –un grupo de amigos que estudian en la facultad de minas y con quienes salimos frecuentemente–, van en su auto con la música a todo volumen. “Acábame de matar, ¿pa’qué me dejas herido?”, cantan como cada noche frente a la taquería para ver si salimos. Enrique ha adquirido el papel de padre y no nos los permite. Cierro los ojos cuando los escucho partir. Los abro cuando mi alarma me avisa que es hora de levantarme.

El olor a alcohol y a cigarro invade mi nariz. Al entrar al baño me encuentro con una vomitada enorme que intento limpiar sin vomitar; me baño sobre los restos que se atoran en la coladera. Con el vapor del agua, el olor a orines ha ascendido; se expande y se me revuelve el estómago.

Salgo del baño y me quedo parada en medio del aire helado que se rompe en mi cuerpo, en medio de los montes soberbios que rodean la ciudad, saturados por casas de colores, y las nubes altas y blancas, blanquísimas de octubre. Le dejo una nota a Angélica: “Hay un recuerdo para ti en el baño. Te quiero”. Sonrío, y es que necesito ser feliz, creo merecerlo.

Con hambre, sed y náuseas me voy a trabajar. Todo el día dormito, a pesar de los cafés que tomo durante la mañana. Al volver por la tarde a la taquería el casero me dice que el hombre de la noche anterior se ha enamorado de mí, que me conviene. Río, me carcajeo frente a él y pienso: “¿Cómo vas a saber lo que me conviene, de verdad piensas que soy una puta?”

–Tu amigo no sabe distinguir entre potencia y acto, créeme que no me conviene –le digo, y me voy a dormir a mi casa de Tablaroca y cucarachas.

Unos días después mi enamorado me manda un regalo: un cinturón de cuero que en la hebilla tiene mi nombre bordado. No me siento humillada, al contrario: me divierte mucho probarme el cinturón. Me veo ridícula, Angélica se carcajea y me contagia la risa.

El festival ha concluido y la ciudad regresa lentamente a su aspecto normal; se cierran los negocios, se van los mimos y los artesanos; el olor a orines continúa y, aunque también la taquería cierra para convertirse en cantabar, Enrique no nos devuelve el viejo departamento. No ahorramos dinero y, buscando un nuevo hogar, encontramos una casa en una colonia llamada Pueblito de Rocha, que está muy lejos del Centro y carece del esplendor de las calles principales, pero tiene una recamara con cama, un comedor y hay una estufa. Pagaremos por esa mansión novecientos pesos.

Mis padres me visitan por primera vez desde que dejé mi hogar. Mamá llega en silla de ruedas y usando pañal, con el cabello corto y mal pintado, delgada y con la piel seca. Tardo en acercarme y besarla. Cierro los ojos, no quiero ver. Papá intenta ser práctico como siempre. Organiza el día pero su frustración lo rebasa, se posa en su cara, en sus manos que llevan la silla por las calles empedradas de la ciudad donde vivo. Estamos en el Jardín Unión, los tres bajo el sol de mediodía que hace brillar el kiosco y a los niños que corren en él de un lugar a otro. Mis padres y yo los miramos mientras escuchamos a la banda de la universidad ensayar y que junto con la luz del día hacen melancolía pura; eso siento al ver las palomas descender con cautela y picotear las baldosas rojas y ordenadas, para después remontar el vuelo.

Mis padres no se quedan más de dos días, dos días en los que no logramos reconocernos unos a otros, nos sentimos incómodos, tristes. Los veo partir y ese momento se expande, se vuelve una imagen perfecta, un cuadro: un Neon pequeño en la lejanía entre montes secos y un cielo muy azul, con apenas unos rayones blancos. Sé lo que sucede en ese auto. Sé lo que se construye, porque la destrucción también tiene un origen. Los veo alejarse pero no estoy a salvo. Las aves irrumpen el cielo en parvadas, me estremezco. Quisiera acompañar a mi madre, pero me aterra más que los insectos, que la falta de gas, que mis zapatos lisos de tan gastados, que el sueño que persiste. No quisiera estar en ese auto y sin embargo soy el tercer pasajero.


Continúo con el trabajo en el café, ya he aprendido el hurto y lo justifico con la tacañería del dueño. Mi sueldo es ínfimo, es por eso que me quedo con el dinero de algunos cafés que no comando; anoto americanos cuando me piden vieneses o cafés con licor, que son mucho más caros. Me lleno la bolsa con dinero; lo gastaré en cervezas y cigarros, tampoco es tanto como para comprarme alguna otra cosa.

Hay un cliente en el café que ha empezado a ir todas las mañanas: pide un té negro, saca un libro y lee un par de horas; es peculiar, ya que el Go Café está diseñado como café de paso, hay sólo una barra con bancos poco cómodos, la mayoría de los clientes piden su café para llevar. Mientras Omar lee, yo escribo en una máquina eléctrica que mis padres me dejaron, la cual llevo a todos lados, pues quiero ser escritora. Paso el tiempo enumerando palabras sin correlación y, por lo tanto, sin sentido; tengo un diario, algunos cuentos y poemas en verso libre. Omar interrumpe mi frenesí para decirme que le recuerdo a alguien que se llama Teresa, es el personaje del libro que está leyendo; me intereso inmediatamente, quiero saber cómo soy porque lo ignoro; las cosas no han ido como las planeé, me he alejado de Angélica, quien duerme por las mañanas y trabaja por las noches como cajera en La Cueva, un bar de trova que abrió Enrique, así que paso la mayor parte del tiempo sola. Le pido a Omar que me hable de Teresa y él responde que me prestará el libro si le dejo leer lo que escribo; es así como se convierte en mi amigo y primer lector. Nos volvemos asiduos a la iglesia de San Roque, que es pequeña y oscura. Nos gusta estar ahí y hablar de libros en voz muy baja; jugamos a escondernos de los ojos de canicas de los santos que nos rodean. Él estará poco tiempo en la ciudad, eso me entristece. Recuerdo a Platón y su idea sobre el amor: alguien nos hace recordar la belleza que alguna vez contemplamos en el Topus Uranus antes de que el caballo negro se desbocara a causa de las pasiones y nuestra alma fuera encerrada en un cuerpo. Olvidamos los absolutos a causa de las aguas del río Leteo. Muchas veces he estado enamorada, pero nadie me ha hecho recordar un absoluto; sin embargo, me iría con él, porque la inercia de huir no concluye. “No te vayas”, escribo en un papel que escondo en la bolsa de su chaqueta. “Te espero en el Dadá”, un café del centro, “a las siete de la noche”. Tomo al menos dos cafés atómicos en la espera. Llega la noche, pero no con Omar. Nunca sabré si él vio el mensaje, si lo ignoró. Un tanto desencantada y con las manos temblorosas a causa del café, camino por la ciudad entre los edificios viejos, considerados monumentos históricos por el gobierno; voy rumbo a mi casa a llorar mi mala suerte, pero un póster sobre la pared anuncia la inauguración de una exposición de arte contemporáneo en el edificio central de la universidad, prometen “vino de honor”. Busco a Angélica en su trabajo y, aunque faltan algunas horas para que entre, está ahí; le pido que me acompañe a la exposición, promete alcanzarme.

Alguien me dijo que uno va buscando lo que quiere y siempre encuentra lo que necesita: ahí está Félix, en el edificio central, mirando un lienzo repleto de estambres de colores enredados en clavos que van de un lado a otro; su dedo índice golpea constantemente sus dientes; trae una mochila de viajero en la espalda. Debe ser chileno, pienso por su aspecto: cabello castaño y rebelde, ojos grandes y su nariz prominente. Prefiero mirarlo a él que ver la exposición. El vino, del cual ya llevo varias copas, hace que mis labios estén pintados de guinda y también resecos, igual que los de él; Félix deja la mochila en el piso y avanza un poco con un andar desenfadado.

–¿Te gusta? Te lo presento –me dice Angélica–. No dejas de verlo. Llevo un rato aquí, no te encontraba.

Félix recoge su mochila, pienso que se irá.

–Lo quiero conocer, ve.

Angélica camina en zigzag a causa del vino de honor y habla con él por un tiempo que me parece eterno; al fin me llama con la mano para que me acerque.

–Mira, él es Félix; acaba de llegar a la ciudad y no tiene donde quedarse, se va quedar con nosotras –me dice.

Le cierra un ojo a él y nos deja solos. Creo que junto con Angélica se fue el resto de la gente que está en la exposición, pues ya no hay nadie. Sólo él y yo. Acaba de llegar a esta ciudad, pero lleva al menos un mes viajando por México; le gusta, aunque ya le robaron una bicicleta y una caja de condones. Yo río, a él no le parece gracioso. No tiene planes, quiere conocer lo más que pueda del país, pasará unos días aquí y después se irá. Le queda más o menos un mes de viaje y después regresará a Quebec, va entrar a la universidad a estudiar lenguas. No sé si tiene una novia esperándolo y no le pregunto. Hablo poco de mí, hablo más de esta ciudad y de los lugares que debería conocer, hasta me ofrezco para ser su guía y él acepta contento.

Salimos de la universidad y caminamos por las calles empedradas del Centro hacia mi casa, en la que sólo hay una cama matrimonial en la que dormimos Angélica y yo, una estufa que no hemos usado ni una sola vez desde que nos mudamos porque no tenemos gas, así que nos bañamos con agua fría. No es la casa ideal, quizá se decepcione, pienso.