Una cristiana

Emilia Pardo Bazán


Capítulo 1

 

Verán ustedes las asignaturas que el Estado me obligó a echarme al cuerpo con objeto de prepararme a ingresar en la Escuela de Caminos. Por supuesto, Aritmética y Álgebra; sobra decir que Geometría. A más, Trigonometría y Analítica; por contera, Descriptiva y Cálculo diferencial. Luego, (prendidito con alfileres, si he de ser franco) idioma francés; y cosido a hilván, muy deprisa, el inglés, porque al señor de alemán no quise meterle el diente ni en broma: me inspiraban profundo respeto los caracteres góticos. A continuación, los infinitos «dibujos»: el lineal, el topográfico, y también el de paisaje, que supongo tendrá por objeto el que al manejar el teodolito y la mira, pueda un ingeniero de caminos distraerse inocentemente rasguñando en su álbum alguna vista pintoresca, ni más ni menos que las mises cuando viajan.

Siguió al ingreso el cursillo, llamado así en diminutivo para que no nos asustemos. En él no entran sino cuatro asignaturas, para hacer boca: Cálculo integral, Mecánica racional, Física y Química. Durante el año del cursillo no nos metimos en más dibujos; pero al siguiente (que es el primero de la carrera propiamente dicha) nos tocaban, -aparte de profundizar los Materiales de construcción, la Mecánica aplicada, la Geología y la Estercotomía- dos dibujitos nuevos: el dibujo a pluma, «de sólidos», y el «lavado».

Yo no fui de los alumnos más exageradamente empollones, pero como tampoco era de los más lerdos (aunque me esté mal el decirlo), supe machacar el hierro donde convenía que se machacase, y acudir a la paciencia y a la tenacidad en asignaturas donde no bastando el ejercicio del entendimiento hay que forzar el automatismo de la memoria. Tuve algún tropiezo, pues no es fácil evitarlos al seguir una carrera en que deliberadamente se aprietan las clavijas a los alumnos, con el fin de sacar el número justo para cubrir las plazas vacantes. Año arriba o abajo, era seguro el éxito, y mi madre, que costeaba mi carrera ayudada por su único hermano, llevaba con relativa resignación, cuanta permitía su carácter, mis fracasos, por constarle que no eran muchos, y que al salir ingeniero hecho y derecho, tenía en el bolsillo los nueve mil… y dietas. Ni todos los tropiezos fueron de los que pueden evitarse, aun desplegando la mayor asiduidad del mundo. Un año estuve enfermo de anemia, complicada después con viruelas locas; y este incidente y otros que no hacen al caso, explicarán el cómo, gozando fama de joven estudioso y persona medianamente culta, hube de encontrarme a los veintiún años cursando el segundo de la carrera; es decir, faltándome tres para terminarla.

El año anterior, o sea el primero de la carrera propiamente dicha, me vi precisado a dejar alguna asignatura para los exámenes de septiembre. Atribuyo este incidente siempre desagradable a la influencia maléfica de cierta posada donde me alojé por tentación del diablo. El tiempo pasado allí me dejó indelebles recuerdos, que me traen la risa a los labios y unas vislumbres de indiscreto júbilo al alma cuando los evoco. Indicaré algo de ella, para que me digan ustedes si Arquímedes en persona sería capaz de empollar en semejante madriguera.

Hay todavía en Madrid tres o cuatro casas -verbigracia la de los Corralillos, la de los Cuartelillos, la de Tócame Roque- muy semejantes a la que voy a delinear. En su recinto moraba el vecindario de un mediano poblachón: tenía sus tres patios con balconada, sobre la cual se abrían las puertas de los cuchitriles o tabucos, numeradas en los dinteles; y no faltaban sus inquilinas desvergonzadas reñidoras, sus ciegos entonando coplejas al son de destemplado guitarrillo, sus gatos atacados de neurosis correteando de bohardilla a bohardilla y de baranda a baranda -ya a impulsos de amorosas emociones, ya en virtud de algún enérgico ladrillazo- sus tiestos de clavellinas y albahaca, sus pañales puestos a secar en compañía de desflecados refajos y remendadas camisas; en fin, todo lo que abunda en este género de guaridas de la villa y corte, mil veces descritas por los novelistas y los pintores de costumbres. El cuarto tercero de la derecha había sido alquilado a Josefa Urrutia, vizcaína, ex doncella de la marquesa de Torres-Nobles, y ex doncella en otro sentido, por culpa de «uno de minas». De los devaneos de la Josefa había resultado lo de costumbre: al principio muchas carantoñas, luego frutos de bendición sin la del cura, luego hastío del seductor, lágrimas de la víctima, abandono, juramentos de venganza y planes de exterminio, escándalos callejeros con presentación de rorro en mantillas, reclamación ante el juez, y providencia de este a favor de la ofendida, señalando una pensión de seis reales diarios a cada vastaguito. Sólo que ¡vaya por Dios! de pago andábamos muy mal. Por fas o por nefas, hoy, que el papá se encuentra en Montevideo y la letra no ha llegado; mañana que el cambio sobre España está por las nubes y no se puede girar, ello es que la desdichada Pepa no hubiera conseguido valerse y sacar adelante a los dos críos, si no tiene la feliz ocurrencia de arrendar el consabido piso tercero, arañar unos cuantos muebles en las prenderías y el Rastro, y con sábanas y almohadas de desecho, regalo de la señora marquesa, instalar la casa de huéspedes, nido de estudiantes y de chinches.

Al principio el negocio se presentó medianito: trampeando, trampeando. Por fin adquirió la Urrutia clientela, y cuando yo entré a morar en «la alcoba del comedor», estaba en su apogeo el establecimiento: ni una habitación desocupada, y todos huéspedes que pagaban honradamente (si podían) aparte de ciertas quiebras, cuyo origen descubriré en gran secreto. Habitaba la sala, lo mejorcito del cuarto, un cierto don Julián, valenciano, jaranero y alegre, derrochador sempiterno, amigo de francachelas y bromas, y jugador empedernido. Decía que estaba en Madrid pretendiendo un destino, destino que no llegaba nunca; pero el pretendiente vivía como un príncipe, y en vez de ayudar con los dineros de su pupilaje a sostener el negocio de Pepa, se susurraba entre nosotros que comía gratis y aun recibía de tiempo en tiempo tal cual doblilla destinada a derretirse en el peligroso faldellín de la sota de copas. Estas interioridades y flaquezas de Pepa Urrutia no hubieran trascendido (como ahora se dice) a no ser por el monstruo de verdes ojos, los empecatados celos. Teníalos rabiosos la vizcaína, de una vecinita guapa y fácil en tomar varas de los huéspedes fronterizos, según a ciencia cierta puedo atestiguar. Aguijada por la desesperación, Pepa gritaba sin reparo, y había lo de «pillo, estafador» por aquí, y lo de «si vergüenza tuviese usted, lo que me chupa y lo que me debe me pagaría volando» por allá. Don Julián, en casos tales, envainaba las manos en los bolsillos, apretaba los dientes, y callado como un muerto paseaba de arriba abajo por la sala. Aquel silencio encendía más el furor de la mujer, que a veces se deshacía en crisis nerviosa de llanto; y después de abofetear al valenciano con los últimos denuestos, salía pegando un portazo que retumbaba en todo el edilicio. Entonces solía asomarse al pasillo un hombre grueso, rubio, calvo, como de cincuenta y tantos años, de semblante afable y complaciente, quien con marcado acento portugués preguntaba a la colérica patrona:

-Pepiña, ¿quí tiene?

-Nada tengo yo… -respondía ella, metiéndose de estampía en la cocina y mascullando en vascuence terribles imprecaciones. La oíamos lidiar a porrazos con sartenes y cacerolas, y a pocos el chirrido consolador del aceite nos anunciaba que, a pesar de todo, se freían patatas y huevos y el almuerzo no andaba muy lejos ya.

El señor calvo y, grueso, que ocupaba la «sala del patio» llamada así por tomar luz del principal de la casa, era un inédito portuense, venido a España con el fin de entablar un litigio contra la Administración, por no sé qué infundios referentes a un patronato. Admirador entusiasta, como los portugueses en general, de la música popular española, vestido lo más ligeramente posible, en calzoncillos y, elástica (he de advertir que esto ocurría en el mes de junio), recatando su calva una gorrita escocesa con dos cintas flotantes atrás, y rascando una guitarra a cuyo compás gatuno y desafinado entonaba la letra siguiente:

 

«Quiérimi sivillana niña lousana

cándida flor que al son di mi guitarra

pur ti palpita mi corasaun… ».

 

Aquí interrumpía el canticio y miraba hacia el ventanuco de una chica planchadora, asaz fea pero no menos vivaracha y comunicativa. Ella estaba asomada, riendo y guiñando los ojos. Exhalaba un suspiro el portugués, exclamaba en voz estentórea «Moy bunita» y con dobles bríos martirizaba el guitarro, continuando la letra:

 

«Ay qui plaser is il amor si s’halla unalma angilical.

Y qui dolor si hay falsidad

no, no, no, no, no, no, no, no

huyedi mi duda fataaaal!».

 

Terminada la canción, sacaba de la abertura de la elástica una petaca de paja, una caja de fósforos y una cajetilla de cigarros. Aún no había encendido el primero, cuando hacía irrupción en el cuarto del portugués un mozo como de veinticuatro años, huésped de Pepita también, a quien por largo tiempo consideré genuina personificación del artista. Llamábase de apellido Botello -nunca pensé en averiguar su nombre de pila-, era muy apuesto, de estatura gentil; gastaba melena, una melena no excesivamente larga, pero abundante rizosa; tenía el tipo mulato -a lo Alejandro Dumas, con labios carnosos y rojos, bigote a lo Van-Dick, ojos brillantes y piel morena finísima- y nosotros le mareábamos diciéndole Dumillas a cada momento. ¿Por qué nos habíamos empeñado los huéspedes de Pepa Urrutia en que Botello era artista? Hoy, cuando reflexiono, no lo entiendo. Botello no había dado jamás una pincelada, ni destrozado una sonata, ni emborronado un artículo, ni perpetrado un triste drama, ni siquiera un juguete en un acto; y sin embargo teníamos metido entre ceja y ceja que Botello no podía ser sino artista y artista consumado. Sospecho que era una convicción nacida -más aún que de su original y simpática fisonomía, y su género de vida especial- de su modo de vestir derrotado y mendicante. Llevaba en todo tiempo un abrigo entallado de paño azul, gire él nombraba el gabán del toisón, porque tenía en cuello y solapas ancho collar de mugre, con su borrego de manchas delante. Esta prenda estaba tan adherida a su cuerpo, que con ella salía a la calle, con ella se lavaba y afeitaba, y hasta la echaba sobre la cama para dormir. Los pantalones lucían orla de flecos; las botas eran de tacón torcido, y la piel rota ya descubría el calcetín, embadurnado de tinta por Botello a fin de que no asomase su indiscreto blancor. La esbelta figura y hermosa cabeza de Dumillas, embutidas en atavío semejante, no habían conseguido perder todo su encanto, antes los casi harapos, al adaptarse a su elegante torso, adquirían misteriosa nobleza.

Otro rasgo distintivo de Botello podía referirse al tipo artístico, y era su feliz descuido para la vida, su total menosprecio del trabajo, su absoluto desconocimiento de la realidad. Botello era hijo de un magistrado y sobrino del administrador de un magnate. Al morir el padre de Botello, quedó el chico bajo la tutela de su tío, el cual le daba casa y comida y le entregaba sus cinco mil reales anuales de alimentos, exigiéndole únicamente que se retirase a las doce de la noche. Ni le obligó a estudiar ni hizo por darle educación, y cuando hubo caído en la cuenta de que el muchacho pasaba todas las veladas en la timba o en el café flamenco y volvía a casa a las tantas y tenía llavín para entrar sin ser sentido, puso el grito en el cielo, y en vez de tratar de corregirle, le arrojó de su hogar ignominiosamente. Sin oficio ni beneficio, con veintiún duros mensuales por todo caudal, Botello rodó de casa de huéspedes en casa de huéspedes a cual peor y más desastrada, hasta que en un garito trabó conocimiento con el insigne don Julián, tirano del corazón del Pepa Urrutia. Enganchado por esta amistad se vino a nuestro albergue. Desde entonces Botello tuvo curador ejemplar en el valenciano. Encargábase don Julián de cobrar la mesada del mozo, y acto continuo, a la timba a probar fortuna. Si venía una racha de cien o doscientos pesos, los veintiuno de Botello se le entregaban religiosamente, y aún podía caerle alguna propineja. Si la suerte era contraria, ya podía Botello cantarles el oficio de difuntos. Como necesitaba la guita, el pupilo solía armar con su curador unas zapadestas de mil diablos. «A ver, señor mío, ¿qué hago yo este mes?». Y entonces -aparición providencial- surgía la Pepa en defensa de su caro estafador, y chillaba amenazando a Botello:

-Usted calla… Usted calla… Yo me espero…

-¡Sí! -respondía el mísero-; pero el caso es que ni para tabaco me ha dejado un real.

La Pepa echaba mano a la faltriquera, y a sacando una peseta roñosa:

-Usted tome… Una cajetilla compre…

Cuando las pesetas de la Pepa escaseaban -y aunque no escaseasen- Botello recurría a colarse en la habitación del portugués no bien le oía restallar el fósforo para encender el cigarro; y entre bromas y veras, la mitad de la cajetilla pasaba al bolso del bohemio. Acostumbrado el portugués al carácter y modos de Dumillas (de quien aseguraba con profunda fe que era muito artista), no se formalizaba jamás ni por sus guasas ni por sus merodeos y depredaciones. Al contrario, diríase que las travesuras de Botello despertaban en el médico guitarrista afecto y benevolencia inexplicables. Y cuidado que a veces las jugarretas del bohemio pasaban de castaño oscuro. Citaré una para muestra.

Obligado el portugués a hacer visitas y presentar recomendaciones para activar el despacho de su asunto, encargó un ciento de tarjetas muy satinadas y litografiadas, donde en preciosa letra cursiva se leía su nombre: «Miguel de los Santos Pinto». Acertó a verlas Botello, y nos las fue enseñando por todos los cuartos, asombrándose de que tuviese tan pocos apellidos un portugués. El quería añadir cuando menos: «Teixeira de Vasconcellos Palmeirim Junior de Santarem do Morgado das Ameixeiras», para que estuviese en carácter. Se lo quitamos de la cabeza; pero fue todavía peor lo que se le ocurrió después. Escamoteándome la pluma topográfica y la tinta china que yo usaba para mis planos y mis dibujos, escribió delicadamente debajo del «Miguel de los Santos Pinto» esta cajetilla: «Corno de Boy». A fin de no molestarse en añadirlo a todas las tarjetas, hízolo sólo con veinticinco, escondiendo las restantes. Al otro día justamente salió de visiteo el lusitano, y repartió diez o doce de las tarjetas adicionadas por Botello. El domingo siguiente encontrose en la calle del Arenal a un conocido, que le detuvo y le preguntó sofocando la risa:

-Pero don Miguel, ¿usted se llama efectivamente Corno de Boy? ¿Hay en su país de usted ese apellido?

-¿Yo? -respondió amoscado el lusitano-. Yo mi llamo Santos Pinto nada más.

-Pues mire usted esta tarjeta.

-A ver… a ver… -murmuró el pobre hombre-. ¡Y dis eso! -exclamó atónito al leer la coletilla.

-Será alguna equivocación del litógrafo -indicó maliciosamente el amigo. Pero don Miguel no se la tragó, y apenas llegado a casa enseñó la tarjeta a Botello, pidiéndole estrecha cuenta del desaguisado. Tan calurosas protestas de inocencia hizo el grandísimo truhán, que logró convertir hacia mí las sospechas. «¿No ve usted -decía- que la tinta y la pluma con que eso se escribió, en su cuarto las tiene Salustio? No se fíe usted de las mosquitas muertas. El que parece más formal… ». De resultas de este ardid maquiavélico, yo, que en la vida me metía con el benigno portugués, fui el único huésped a quien él miraba con prevención y recelo. Creo firmemente que su ceguedad era voluntaria, pues de otras diabluras de Botello no pudo quedarle ni la duda más leve. Jugando un día al dominó con su víctima, Botello tuvo arte para encasquetarle una corona de papel con orejas de borrico, a fin de que se desternillase de risa la ninfa de la plancha, que atisbaba cuanto en la habitación ocurría. Otra vez le prendió rabitos de papel en los faldones, y así salió Pinto a la calle, siendo la irrisión de los granujas. No obstante, la indulgencia del portugués hacia el bohemio no se desmintió jamás. Cuando a Botello le faltaba parné con que pagar la entrada en algún baile, a don Miguel acudía en demanda de medio duro. Después agotaba la elocuencia para convencerle de que debía echar una cana al aire y acompañarle al bailecito. A la negativa del portugués, que alegaba no querer disgustar a la planchadora, replicó Botello llamándole panoli; y como el lusitano no entendiese la palabrita y se mostrase algo amostazado, el bohemio hizo ademán de restituir el medio duro.

-Tómelo, tómelo, ya que está usted enfadado conmigo -exclamaba el muy lagarto-. Mi dignidad no me permite aceptar favores de quien me ve con malos ojos. ¿Verdad que está usted enfadado?

-Yo con usted no mi puedo enfadar nunca -declaró el portugués metiéndole en la mano a viva fuerza la moneda; y volviéndose hacia los que presenciábamos la escena, pronunció con la sonrisa de mayor bondad que nunca he visto en rostro humano-: Este rapaz… ¡muito artista! -Después se volvió a su ventana a rasguñar el guitarrillo.

Vamos, convengan ustedes en ello: no hay posibilidad de consagrarse a un estudio arduo, abstracto, cotidiano, en casa donde a cada instante ocurren incidentes como los que dejo referidos. Las risotadas alternando con las quimeras; las correrías por los pasillos; las continuas entradas y salidas de los haraganes que no acertando a matar el tiempo discurren cómo hacérselo perder a los aplicados; la irregularidad en las horas de comida y almuerzo; la llaneza confianzuda con que todos nos metíamos a vivir en las habitaciones de los demás; el trasnochar y el despertarse a deshora, no son eficaces auxiliares para brillar en la Escuela de Caminos. Por otra parte, el contagio de la broma y de la cháchara es inevitable en mi edad. Allí había otros estudiantes, de la Universidad, de Montes, de Arquitectura, y ninguno era un prodigio de aprovechamiento. Yo quizás les vencía a todos en empollar; pero como mis asignaturas ofrecían mayores dificultades, el caso es que aquel año me quedé colgado hasta septiembre, y hube de pasarme las vacaciones en Madrid, sin gozar las frescas brisas de mi tierra. Sería aquel un verano aburrido, interminable, a no rodearme gente tan levantisca y retozona, y a no darnos tela el portugués, eterno mártir del inagotable buen humor y de la sindineritis crónica de Botello. Cuando no había modo de entretener la tarde, Dumillas castañeteaba los dedos y nos decía sacudiendo la gallarda cabeza sudorosa, para echar atrás la melena negrísima que le sofocaba:

-Vamos a hacerle una sarracinada a Corno de Boy. ¿Quién me ayuda a coger chinches?

-¿A coger chinches?

-Cabal. A ver si armáis un cucurucho y lo llenáis de chinches gordas, bien llenito. Las medianas no sirven. Que sean de primera magnitud.

Salía cada cual hacia un cuarto a realizar tan extraña caza. Por desdicha el ojeo no era difícil. A poco que escudriñásemos en nuestros jergones o debajo de nuestras almohadas, reuníamos sin gran esfuerzo una docena de bichejos asquerosos. Rendíamos nuestro tributo al inventor de la diablura, y él juntaba en un solo alcartaz las chinches de todos. No bien comprendíamos que se acostaba el portugués, a oscuras, descalzos y reprimiendo la risa, nos apostábamos a la puerta de su cuarto. Así que don Miguel comenzaba a roncar, Botello alzaba suavemente el pestillo, y como la cabecera de la cama estaba contigua al marqueado de la puerta, no necesitaba el diablo del artista más que destapar el cucurucho y desparramar las chinches contenidas en el papelón sobre la cara y cabeza del durmiente. Terminaba esta operación, cerraba Botello con mucha cautela, y nosotros, hechos una piña y pellizcándonos mutuamente de puro excitados, aguardábamos a que se iniciase la campal batalla.

No habían transcurrido dos minutos cuando sentíamos rebullirse al portugués. Oíamos primero frases truncadas e ininteligibles, luego claras interjecciones, luego el estallido de un fósforo y la repetición azorada de la palabra «¡Credo!». Acudíamos hipócritamente, preguntando si estaba enfermo, si le ocurría algo.

-¡Credo! -respondía el buen hombre-. ¡Credo! ¡Persevejos por aquí, persevejos por allí! ¡Credo! ¡Irra!

Al día siguiente le proponíamos variar de cuarto, y así lo hacía esperando hallar remedio a sus males; sólo que como repetíamos la caza, repetíase también el sainete. Con semejantes chanzas pesadas fuimos engañando la canícula; y lo que más me asombra es que al bendito portugués, blanco de todas ellas, no se le ocurriese ni remotamente cambiar de hospedaje, ni plantarle un día un bofetón de cuello vuelto a su verdugo.

Cuando aprobé en septiembre las asignaturas que me faltaban, necesité hacer un enérgico llamamiento a la potencia superior del alma, o sea a la voluntad, para resolverme a poner por obra lo que en mi opinión convenía al lusitano: mudar de alojamiento. El cebo de la pereza y de la vida alegre; lo entretenido del trato de Botello, a quien era imposible no profesar cierta lástima muy análoga a la ternura; los mismos defectos e inconvenientes de aquella posada, iban apegándome a ella más de lo justo. Sin embargo, venció mi razón en la contienda. «La vida es un tesoro y no hemos de despilfarrarla en chiquilladas y en insulsas bromas», pensaba yo al arreglar mis bártulos para irme a otra parte con la música. «Si ese infeliz de Botello es un sonámbulo y se ha propuesto morir en el hospital, yo en cambio estoy desterminado a tener una carrera, tomarla por lo serio y ser libre y dueño de mis acciones. Aquí no hay más que ilusos y gente predestinada a la miseria anónima. Vámonos a donde se pueda trabajar». No obstante, la despedida me oprimió unas miajas el corazón. La Pepa lloraba a lágrima viva por tan buen huésped, que pagaba religiosamente y nunca le había «dado que sentir ni así tanto». Mis ojos no se humedecieron; pero, lo repito, sentí pena como sume apartase de seres muy queridos, al abrazar a Botello y apretar la mano del bonachón portugués. Según iba andando detrás del mozo de cuerda que cargaba mi baúl, hice las siguientes reflexiones para explicarme mi emoción:

«Esta irregularidad pintoresca, este predominio del sentimiento y del humorismo, y este desprecio de la realidad que noto en la casa y en los huéspedes de Pepa Urrutia, son atractivos, porque constituyen una forma del romanticismo innato en nuestra raza, romanticismo que yo padezco también. La tal casa parece un familisterio, basado no en la comunión socialista, sino en la falta de hiel y de sal en la mollera. Me he encontrado ahí con varias personas que a fuerza de ser excelentes, no tienen ni tendrán nunca un adarme de juicio ni de sentido común. Por lo mismo, sospecho que las echaré muy en falta los primeros tiempos; que siempre las recordaré con nostalgia, y que al ir corriendo años, se me figurará poético y precioso hasta lo de las chinches. Sin embargo, yo valgo más que lo que dejo, pues soy capaz de dejarlo». Y me consolaba el orgullo de tenerme por más formal y positivo que los pupilos de la vizcaína.

Capítulo 2

 

Duraron mis saudades menos de lo que temí. Cada ser prefiere su elemento natural, y el mío no era el desorden, el galimatías de la posada bohemia. Mi nuevo paradero estaba sito en la calle del Clavel: un cuarto cuarto, soleado y con habitaciones no tan angustiosas como suelen ser las que se ofrecen por trece reales diarios. También era vizcaína la patrona, porque lo son la mitad de las patronas de España; pero bien distinta de la Pepa Urrutia: limpia como los chorros del oro, excelente guisandera de bacalao con tomate, callos, paella y demás sabrosas porquerías de la cocina nacional, y exenta de pasiones devastadoras, al menos que estuviesen a la vista, por lo cual todos los huéspedes saldaban sus cuentas o salían pitando.

En la casa de doña Jesusa -por ser de edad madura, le aplicábamos el doña- las camas, aunque empedernidas y angostas, eran aseadas, la criada argandeña hacía sábado a menudo, en el pasillo, delante de la cocina, cantaba enjaulado un jilguero, la noche de Navidad se comía sopa de almendra y besugo, y no faltaban en suma ciertos toques de humilde bienestar y paz doméstica. Verdad que todo andaba muy apurado y justo: de ordinario los cinco o seis estudiantes que nos sentábamos a la mesa, nos levantábamos mal satisfechos, porque la pitanza salía tasadita. No quiero murmurar del chocolate, que era engrudo tiznado de ladrillo, ni de la tortilla coriácea, ni de las manzanas y peras del postre, que parecían contrahechas en cera, según la abstención que con ellas observábamos. «Debían darnos siquiera el postre de los sentenciados a muerte, pasas y almendras», decía mi paisano Luis Portal, que era, a lo serio, bastante guasón. Pasaré también por alto la eterna monotonía de la sopa de pasta calificada por Luis de «alfabética» o «astronómica», según representaba letras o estrellitas. Prescindiré de la penuria del cocido, con su tocino oculto detrás de mi garbanzo y partido ya en raciones para que un huésped solo no se engullese las de los demás; y no delataré las gusaneras del pescado, ni las Placideces de la carne. A mi edad es raro que el sibaritismo y la gula den mucha guerra. Por otra parte, los días del santo de cada pupilo o de fiestas muy señaladas y de repique gordo, doña Jesusa nos obsequiaba con algún guisote en que había puesto los cinco sentidos, y entonces nos desquitábamos. Siempre observaba doña Jesusa los días clásicos y los distinguía con algún refinamiento en la mesa, y estos extraordinarios ayudaban a conllevar la habitual estrechez, remedando las gratas alternativas del hogar doméstico.

Luis Portal, que era hijo de un cafetero de Orense y muy regalón y habilidoso, ideó que podíamos, sin gran dispendio, tomar café mañana y tarde. Compró de lance, en el Rastro, una cafetera para seis tazas; por los mismos medios agenció un molinillo; procurase del mejor café tostado y sin moler, dos libras de azúcar morena, y repartidos los gastos a prorrata, resultó en efecto baratísimo el delicioso brebaje. Si pudiésemos llegar a la media copita de fine o de mono… Pero ahí nos estrellábamos; ahí no bastaban nuestros recursos. El coñac era ruinoso. Portal tenía una botella traída de su casa en el fondo del baúl; nos impusimos la obligación de estirarla, bebiendo sólo un dedalito; y la consigna se observó tan bien, que al cabo de dos días le vimos el fondo a la botella.

Resumiendo, y para ser sinceros: en la casa de doña Jesusa se podía estudiar. Había horas, silencio, quietud. Alguna que otra vez nuestra patrona regañaba a la criada; pero este ruido familiar y previsto no alcanzaba a distraernos. Cada cual según la extensión de sus facultades, empollábamos todos, procurando no tener que excusarnos cuando los profesores nos preguntasen. El de Máquinas nos inspiraba un poquillo de miedo, por su gran afición a salir de pesca, o sea a alterar el orden establecido para preguntar la lección. Ya he dicho que yo no sobresalía entre mis compañeros por extremar la asiduidad, ni Luis Portal tampoco: ambos nos dábamos maña para poner en ejercicio el entendimiento, sacándolo a flote hábilmente, no dejándolo sucumbir bajo el peso de la memoria, porque temíamos la depresión especial que causan estos estudios áridos y rigurosos en los cerebros pobres, y que Luis llamaba «la guilladura matemática». En cambio, dos chicos de los que vivían con nosotros estaban tan rendidos y agotados, que recelábamos que al acabar la carrera (si la acababan) parasen en un tonticomio. Era el uno de ellos un cubano, dotado de prodigioso memorión. Con ayuda de esta facultad inferior, pero tan indispensable y que de tal suerte cubre las faltas del entendimiento, se tragaba los libros, y siempre que no se preciase discurrir, poner ni quitar al texto, se presentaba con admirable brillantez. Sólo que la más mínima objeción, la interrupción más leve, cualquier circunstancia de esas que obligan a apelar a la inteligencia, le mataban; aturullábase todo y no había manera de que contestase al derecho ni a la cosa más sencilla. Portal le llamaba «el lorito», y se reía mucho de su calma, de su dejo lánguido, de verle siempre tiritando, hasta encima del brasero. Cuando soltaba los libros, era el antillano lo mismo que pájaro a quien le desprenden un collar de plomo. Entonces, a falta del vigor mental necesario para manejar garbosamente las pesas y las barras de hierro de las ciencias exactas, mostraba el pobre desterrado las galas de una brillante fantasía, toda luz y colores, o por mejor decir, toda lentejuelas y fuegos fatuos. En boca suya, la frase más vulgar revestía forma poética; rimaba sin sentirlo y, al sonsonete; era capaz de estarse una hora hablando en verso bien medido y armonioso; pero el satírico Portal decía que los versos del cubano tenían exactamente tanto valor artístico como la música que componemos y tarareamos al extender distraídamente por los carrillos el jabón para afeitarnos, y que hacían el mismo sentido leídos de arriba abajo que de abajo arriba. «Vamos a llamarle el sinsonte, en vez del lorito», añadía cada vez que el cubano nos endilgaba sus poéticas sartas de cuentas de vidrio, lo cual solía ocurrir después que se atiborraba de café.

El otro asiduo era un zamorano, de estrecha frente y obtuso magín, huérfano de padre y madre, que seguía la carrera a expensas de una abuelita octogenaria, ya paralítica, la cual le había dicho: «No quiero morirme hasta que tú seas hombre y tengas concluidos los estudios y asegurado el porvenir». Bien tenue hilo ataba a este mundo a la viejecilla, y el mozo lo había comprendido y desplegaba una energía silenciosa y feroz. Así como el cubano empollaba con la memoria, el zamorano lo hacía con la voluntad en tensión perpetua. Sus escasas facultades le obligaban a trabajar doble; para él no había noches de sábados, ni fiestas de domingo, ni paseo, ni carteíto con novias, ni nada, nada más que el libro, el eterno libro, ecuación va y ecuación viene, problema arriba y problema abajo, sin un minuto de desaliento, sin una falta de asistencia, sin un día de excusa. «¿Has visto ese animal, que no pierde ripio?» me decía mi paisano. «Va a ser ingeniero antes que nosotros… si no deja la piel. Porque está muy flaco y a veces tiene las manos acalenturadas. Le noto mal aliento; de fijo que ya el estómago no rige. Claro, ni hacer ejercicio, ni una triste distracción… Salustiño, bueno es salir avance, pero también hay que mirar por el número uno».