La última fada

Emilia Pardo Bazán


Capítulo 1

 

Cuando Tristán de Leonís, Caballero de la Tabla redonda, e Iseo la Morena, reina del país de Cornualla, hubieron exhalado a un tiempo el último suspiro (siendo muy ardua faena el desenlazar sus cuerpos estrechamente abrazados), al pie de un espino cubierto el año todo de blanca flor, en las landas de Bretaña, país de encantamiento, se celebró un conciliábulo de fadas para tratar de la suerte del hijo que habían dejado los dos amantes.

No vierais, por cierto, cosa más linda que el tal espino. La albura que cubría enteramente sus ramas estaba rafagueada de un rosa muy sutil, y el viento, al agitar su follaje, hacía caer una lluvia de pétalos siempre olorosos. No era un arbusto, sino un árbol grande, y su mole de plata parecía que alumbraba todo el bosque, el cual se extendía casi una legua en derredor. Y le tenían miedo los labriegos a aquel bosque, sabiendo que lo poblaban trasgos y brujas, y, sobre todo, que en el grueso tronco del espino se hallaba preso nada menos que el sabio Merlín, protobrujo y mago en jefe.

Contábase que le había encerrado en tal cárcel su discípula y amada Bibiana, a quien el brujo, senilmente enamorado, dio cierto y que se sirvió de él para jugarle una mala pasada. Las crónicas, que no entienden de achaques del corazón, aseguran que Bibiana sufrió, al encerrar a Merlín, una equivocación fatal, de la cual le pesó mucho, y bien quisiera deshacerlo; mas yo os digo que las largas guedejas, más blancas que las flores del espino, de Merlín, no atraían a la maga, y al darle prisión, quiso librarse del peso y enojo de sus ternezas tardías.

Fuese, lo que fuese, ello es que Merlín, en el aniversario de su prisión, a las doce de la noche, exhalaba un grito espantoso y lúgubre que se oía en toda Bretaña. Y los labriegos del terruño y los pescadores de la costa, al oír resonar desgarradora queja, se santiguaban devotamente, encomendándose a Nuestra Señora y a Santa Ana, patrona de aquella región.

Era la misma Bibiana la que había convocado a sus hermanas las fadas, a las pocas que iban quedando, en aquel sitio misterioso, a la luz de la luna, amiga de encantamientos. Fueron presentándose las fadas, ya caducas y enfermizas, que se arrastraban con aire doliente y se agrupaban en derredor del espino cárcel.

Ya estaba Bibiana allí viendo reunidas a sus hermanas, relató la historia de Tristán e Iseo, que, habiendo bebido el filtro, sin poderlo remediar, se adoraron y de amor murieron, noticia que no creyeron las fadas todas porque iban haciéndose viejas; pero que a muchas enterneció y hasta hizo derramar piadoso llanto. Entonces Bibiana les explicó que existía una prenda de aquella insensata pasión, y era un niño, a quien ella misma, por sus manos, había salvado de morir de frío, en la landa donde fue abandonado adrede por la esposa de su padre, Iseo la Rubia, celosa y vengativa.

-Ampararle debemos las fadas -imploró Bibiana- porque somos las protectoras de todo el que ama de veras. Ese niño debe ser, de hoy más, nuestro ahijado; haremos de él el más valiente caballero de su tiempo, y ni Lanzarote, ni el galo Perceval, ni el mismo Tristán que lo engendró, podrán ser comparados a Isayo de Leonís, que dejará de su valor y altos hechos eterna memoria.

Con chocheces de abuelitas las fadas aprobaron, y sólo la de los estanques, llamada Ranosa, se opuso a los propósitos manifestados por Bibiana.

-Pensad, hermanas -les dijo- que ese niño ha nacido ya bajo mala estrella. Los que intentaron dejarle morir de frío entre las retamas, le perseguirán rabiosos apenas sepan que se salvó. El amor de sus padres anduvo fuera del orden y de la ley, y ese estigma ha de llevarlo Isayo de Leonís en la frente hasta su última hora. ¿Qué blasón puede ostentar el espúreo? Su escudo estará pintado de negro.

No produjo buen efecto la obsesión de Ranosa. Hasta pareció que nacía de un espíritu mezquino y encharcado. Las fadas no conocían al niño; pero se lo figuraban ya una delicia con sus bucles negros, como los de su madre, por sobrenombre la Morena. No por ser fada se carece de ese sentimiento maternal que en toda hembra existe. Y, apretadas en derredor de Bibiana, prometieron que Isayo de Leonís sería el ahijado de todas, y si faltase blasón a su escudo de caballero, ellas se lo darían, poniendo en él la figura de una fada bretona, y denominándole «el Caballero de la Fada». Así lo juraron, a la plateada claridad que caía de lleno sobre el espino; y supieron con gozo que el infante se encontraba recogido en una pobre ermita, al cuidado de un santo varón llamado Angriote. Allí podían verle cuando quisiesen, y visitar la ermita, extendiendo sobre ella su protección. Y fue grande el regocijo de las fadas, pensando que conocerían a la criatura y le llevarían presentes y le ampararían contra los malandrines, si hiciese falta.

-Puesto que lo tenemos acordado -dijo Bibiana entonces- salgamos sin tardanza de aquí. Va a ser la media noche, y, no lo ignoráis, hoy se cumplen años de mi desgracia, al encerrar a mi maestro, Merlín el sabidor, en ese espino. No quiero oír su horrible queja…

Aun no había acabado de decirlo y ya sonaba, aterrador, el baladro del viejo nigromante. Era algo tan siniestro, tan sobrenatural, que las fadas sintieron helarse su sangre y entrechocarse de miedo sus dientes.

-¡Oh Bibiana! -pudo al fin articular Ranosa, la fada prudente-, ¿por qué no sueltas a tu anciano amigo? ¿Por qué no le desencantas y le pides perdón? Te amaba tanto, que de seguro no te castigará.

-No le encanté a propósito -balbuceó sin convencimiento Bibiana-. Fue una fatalidad. Ahora, no conozco la fórmula para desencantarle. Es decir, ¡conozco una!, pero es espantosa… Nadie me exigiría que la emplease. A nadie la diré. Dejad al mísero viejo en este árbol, que ha de ser su tumba, y pensemos en el infante, que es el porvenir, que es la esperanza. No os opongáis al decreto del Destino.

Y las fadas se alejaron, y Bibiana también; pero aún no había traspuesto la linde del bosque cuando sonó otra vez el hórrido baladro de Merlín. Era como si toda la selva se quejase con gritos de alma en pena, preñados de amenazas y maldiciones; y la luna, de súbito, se cubrió de un nubarrón negro, y un viento glacial, sacudiendo las ramas del espino, le arrancó flores hasta formar a su alrededor tapiz espeso.

Capítulo 2

 

Y he aquí que el infanzón Isayo de Leonís iba haciéndose la más bella criatura que pueda imaginarse. Cumplidos los siete años era la admiración de cuantos visitaban la ermita. Los devotos, al acudir a la misa del ermitaño, llevaban al chicuelo tortas de miel, sartas de conchas, pajarillos vivos o nidos con sus huevos. Isayo atraía por una expresión angelical y unos ojos verdes y claros como el mar en calma, que resaltaban sobre la piel morena, tan morena como la de su madre. El pelo caía en largos tirabuzones sobre su cuello robusto ya. En la ermita no había sastres, y el buen Angriote vestía a su pupilo con una pellica de oveja que le hacía parecer un San Juan Bautista niño.

Sin embargo, sus madrinas las fadas, de tiempo en tiempo y cada vez con menos frecuencia, pues iban muriendo de vejez, traían para él camisas de tela tejida con lino hilado en rueca de oro entre mágicas canciones. Y jamás la tela se rompía ni gastaba, ya hasta parecía estirar al medrar el chiquillo, que, según crecía en estatura, revelaba fuerzas y vigor extraordinario.

El virtuoso ermitaño pedía diariamente a la bienaventurada Santa Ana que Isayo no saliese jamás de la ermita y, recibiendo la consagración sacerdotal, viviese vida sobria, humilde y penitente, espiando así las faltas de sus padres. Pero la fada Bibiana, que en figura de mendiga iba a menudo a ver a su ahijado, le hablaba de justas, torneos, proezas y grandezas humanas, y argüía al solitario diciéndole:

-Angriote, tus años son ya muchos, y tu hora no puede tardar… Pero este infantín no ha probado los sabores de la vida, y viene de reyes, paladines y señores, y se esperan de él grandes obras. ¡Y fuera malo impedir que cumpla su destino el hijo del de la Tabla redonda!