Para todos los que han formado parte de mi pasado, y los que formarán mi futuro.

Para los que estarán ahí siempre: mi familia, mi marido y mis amigos.

Y para ti, lector, porque tú y yo también estamos conectados y eso me parece mágico.

Prólogo

Cuando la joven entró en la habitación del hospital, se dio cuenta de que algo había pasado.

Hacía unas horas que habían desconectado los aparatos, así que ningún pitido alarmante se elevaba desde el cabecero de la cama. Pero aun así, la chica sabía que algo fallaba. Notaba que algo le faltaba, que su corazón estaba un poco más roto.

Se acercó a la cama y apoyó las manos en las barandillas de metal blanco, observando a la figura postrada sobre las sábanas. Esta vez no parecía dormir, sino estar sumida en aquel descanso mucho más definitivo y del que no podría traerla de vuelta.

—¿Violet? —preguntó con voz temblorosa, aun sabiendo que no habría respuesta.

La paciente no habló. No lo haría nunca más, al menos hasta que se encontrasen en aquel otro mundo en el que quizás había empezado a creer, con la esperanza loca de que aquella muerte no las separara para siempre. Porque, aunque había sido una despedida anunciada y prescrita, dolía profundamente.

Se preguntó por qué no se habrían dado cuenta ya las enfermeras. Al mirar a su alrededor, vio que había pasado junto a una carpeta tirada en el suelo, junto a la puerta. Así que sí debían de haberla descubierto. Seguramente había sido Tonny, a quien debía de haberle afectado bastante encontrar el cuerpo; en aquellos días el enfermero le había cogido mucho cariño a Violet. Habría ido a dar el aviso, así que la chica apenas tendría tiempo para despedirse.

Con una serenidad que la sorprendió incluso a sí misma, se inclinó un poco sobre la cama. Apartó los ondulados cabellos caoba del hermoso rostro, y acarició aquella tez en la que ya no había ninguna arruga de dolor, crispación o miedo. Le quitó los auriculares de los oídos, y miró el reproductor. Aún sonaba una canción en bucle. La joven sonrió; era Blazing fire.

Se fijó entonces en que, entre las sábanas, se encontraba el diario que Violet había empezado a escribir unos días antes. Unas memorias llenas de misterios que tanto le gustaría resolver, y que quizás explicaran qué había sucedido en realidad aquella noche temible. Lo que les había llevado a aquel largo, arduo y triste final.

Pero al inclinarse para mirar más de cerca el diario, soltó una carcajada temblorosa. «Memorias salvajes», había grabado Violet en la cubierta de piel. Salvajes como ella, sin duda.

Con mucho cuidado, la chica cogió el diario y lo observó. Lo abrió por la primera página, y no pudo evitar sonreír aún más, aunque los ojos se le estuvieran empañando con unas lágrimas que amenazaban con iniciar un llanto inacabable.

Quieta ahí, princesita.

Recuerda tu promesa, y cumple tu parte del trato. Y si te portas bien, al final, te haré un regalo.

Sé fuerte para lo que está por venir.

La chica cerró el diario y se rio; Violet había sabido que intentaría leerlo. Había sabido que necesitaría que le recordaran que debía cumplir con su parte del trato. Y que necesitaba que le hablara al menos una última vez, aunque fuera solamente desde la primera página de aquellas memorias que no eran para ella, y que quizás no serían para nadie.

Con aquella última certeza, la joven cayó de rodillas y dejó escapar el gemido que había estado reteniendo desde que había entrado en la habitación del hospital con un mal presentimiento.

Con el ruido de los correteos de los médicos acercándose por el pasillo, que pronto las sacarían a las dos de allí separándolas para siempre, se aferró con fuerza a aquella pequeña libreta. Y lloró. Lloró con desesperación y miedo, como no lo había hecho nunca hasta aquel momento.

Porque a partir de aquel día, 22 de febrero de 2022, el mundo ya no sería igual. No sin Violet, la llama que la había alumbrado cuando más negrura había a su alrededor…

1. ¿Y para qué?

Cuando los nudillos de mi madre resonaron suavemente en la puerta cerrada de mi habitación, ya hacía rato que tenía los ojos abiertos,

—¿Estás despierta? —me preguntó desde el pasillo.

—Sí —contesté contra el nudo en mi garganta.

Estaba muy, muy despierta.

—Ha fallado el sistema despertador de la casa —expliqué, aparentando normalidad.

—¿Otra vez?

—Sí —murmuré—. Pero ya me levanto.

Vi que el pomo empezaba a moverse y apreté los dientes. Con fuerza.

—¡Que ahora salgo, mamá!

El tirador volvió a su posición original, y oí que los pasos de mi madre se alejaban por el pasillo, hacia la escalera que la devolvería a la planta baja. En la cocina, con la luz entrando a raudales por las ventanas, la CocinoYo ya estaría haciendo el desayuno para los tres.

Sí, yo estaba muy despierta. Y era muy consciente de todo lo que me rodeaba. Todo era tan familiar… el escritorio con la pantalla grande, el teclado y varias libretas, mis pósteres con las letras de las canciones de Sin O’Brien en la pared derecha, junto al armario; la ropa tirada sin miramientos sobre mi silla ergonómica. Todo era familiar y acogedor, pero de repente me sentía como una extraña entre aquellas cosas. No podía moverme, porque me subyugaba la pena.

Es curiosa la forma en la que puede parecer que el mundo se acaba, cuando apenas unas horas antes todo parecía ir bien. La vida es casi perfecta, y de pronto se te viene encima con todo su peso y su crudeza. Eso es lo que puede hacer el amor, o el desamor en este caso: tirarte al pozo más hondo y oscuro que puedas imaginarte para que trates de escapar de él. Y yo era incapaz de encontrar la salida.

Pero no podía quedarme allí para lamerme las heridas eternamente. Tenía que reaccionar y hacer algo. Tenía que hacerme la fuerte, salir de la cama, simular que todo iba bien, y buscar la forma de arreglarlo. Porque era imposible que todo se hubiese acabado así, de repente, y no iba a aceptarlo.

—Venga, no llores más —me dije para animarme—. No llores otra vez.

Abrí los ojos cuando de nuevo resonaron unos pasos en el pasillo. Y apreté los puños con rabia e impotencia, y bastante desesperación. ¿Cómo iba a simular que todo iba bien, si no me daban tiempo para reunir la entereza y la dignidad que me quedaban?

—Cariño, ¿estás bien? Mamá me ha dicho que ha vuelto a estropearse la casa.

—Que sí, papá, que ya bajo… —insistí aún más enfadada con mi madre, por haber enviado esta vez a mi padre a buscarme.

—Vale, hija.

Suspiré y me destapé del todo.

Salir de la cama me costó mucho. Como si Connor me hubiese arrebatado la fuerza física además de mis sueños e ilusiones. Me sentía sin energías para mover las piernas y me pregunté si estaba cayendo ya en una depresión, de esas que papá intentaba prevenir en su trabajo.

Mientras ponía los pies en el suelo, intenté comprender. Rememoré su rostro pálido y angustiado, su mirada gris huidiza, su aparente vergüenza ante lo que salía de sus labios. Esos mismos labios que unas horas antes me besaban con la pasión y la confianza de siempre. Reviví mi insistencia para que cambiara de opinión, para que me diera una buena razón para acabar con un maravilloso año de amor y más de un decenio de amistad íntima. Y reviví su petición de que no nos llamáramos durante un tiempo. Para poder superarlo y volver a ser amigos después, dijo. Sin mirarme todavía, como si tuviera miedo de hacerlo.

Así que intenté olvidar que, al final, había abierto la puerta del coche. Que me había dicho que me cuidara mientras yo salía, por fin, temblando como un junco en una ventisca.

Con las lágrimas amenazando con asaltar mi rostro de nuevo, le di un toque a la pequeña pantalla táctil de mi mesita de noche. Por suerte se encendió, así que el problema de la casa estaba solo en el sistema despertador o en la conexión con las persianas.

—Luces. Armario. Ducha —ordené.

Mientras cerraba los ojos frente a la repentina luz de los focos del techo, oí que se abría el armario y que se activaba la ducha en el cuarto de baño. Me levanté, en parte sorprendida de que mis piernas fuesen capaces de sostener mi peso. De que pudiera dar un paso, y luego otro, hacia el escritorio que estaba dos metros más allá.

Miré la pantalla del sistema móvil, pero cuando reconoció mi rostro y se iluminó, no había ningún mensaje nuevo de Connor. Solo algunos del grupo de las chicas, y del club de espeleología. Me obligué a no escribirle. Otra vez. Pero aun así cogí el sistema móvil para releer los mensajes que habíamos intercambiado de madrugada. Por si se me había escapado algo que me permitiese entender por qué se había acabado mi mundo en un santiamén.

16/04/2060. 3:00AM

¿Seguro que no podemos arreglarlo, Connor?

¿No puedo hacerte cambiar de opinión?

16/04/2060. 3:04AM

No. Lo siento pero se ha acabado. Y será mejor que no volvamos a hablar durante un tiempo. Por favor.

Me obligué a dejar el aparato y a alejarme hacia el baño. Me miré en el espejo y vi que mis ojos castaños aparecían apagados e hinchados por las lágrimas y el insomnio. Mi piel pálida estaba cadavérica, sin brillo, e incluso mi pelo castaño mostraba unas ondas cansadas y tristes. O al menos eso me parecía a mí: que empezaba a parecer tan muerta por fuera como me sentía por dentro.

Ahora recuerdo que me pasé los dedos por el flequillo, intentando tapar la tristeza de mis ojos. Y que me sentí hundida, perdida e incapaz de enfrentarme al mundo. No entendía que una relación de un año pudiese terminar de forma tan drástica. Era incapaz de creer que Connor me hubiese hecho algo así sin un porqué. Antes de ser novios, habíamos sido amigos desde pequeños. Y ahora no quería que habláramos por un tiempo. Quizás nunca más.

Mientras me quitaba la camiseta ancha y los shorts grises para meterme en la ducha, por mi mente pasaron miles de los momentos que había compartido con él: risas, abrazos, besos, gemidos… un sinfín de cosas buenas que habíamos vivido juntos. Me pregunté si ya no importaban en absoluto, si no significaban nada para él.

Aunque la ducha me sentó bien, no fue suficiente para recuperar las fuerzas que parecía haber perdido. Estaba confundida, porque nunca me había sentido así. Inspiré hondo, y me preparé mentalmente para salir de mi habitación como si no hubiese pasado nada. Como si mi vida no se hubiese desmoronado sin que yo pudiera entender por qué.

Me dije que todo iría bien. Connor y yo apenas nos peleábamos y, aunque él era tres años mayor, yo siempre había sido una chica madura y la diferencia no se notaba. Tenía que haber pasado algo, algo que seguro que tendría solución. Y todo esto se reduciría a un episodio sin importancia que no valdría la pena ni mencionar.

La idea de decirles a mis padres que lo mío con Connor se había terminado me aterraba y hacía que me mareara un poco. Ya eran muy pesados de por sí, y no me apetecía nada que se centraran aún más en mí. Pero, por suerte, era segundo viernes de mes. Si conseguía aguantar hasta el atardecer sin que saltasen sus alarmas, se irían hasta el domingo por la noche a la clínica de las afueras, y yo tendría al menos dos días para tratar de arreglar aquello.

Cuando llegué a la cocina mi padre ya se había ido a trabajar. Hacía sol fuera y todo brillaba, desde la gran nevera de acero hasta las encimeras de pino barnizado. Mamá me miraba desde la barra del desayuno, escrutándome con sus ojos color avellana, como si fuese capaz de leer mis parámetros como hacían los escáneres de la policía o sus máquinas médicas.

Odiaba que hiciera aquello. Y aún lo odiaba más cuando realmente intentaba ocultarle algo, y ella desnudaba mi alma con la mirada.

—¿Estás bien, cariño? —me preguntó al final, porque obviamente no tenía escáneres en las retinas, y las gafas que los tenían volvían a estar prohibidas en el ámbito doméstico. Por suerte.

—Que sí, mamá. Cuando no esté bien te lo diré, ¿vale?

Mientras yo le pedía a la casa que activara la CocinoYo para calentarme el desayuno, mamá volvió a mirar hacia su plato, donde aún quedaba media tostada francesa. Toqueteó el vaso de zumo de lima, intentando parecer despreocupada. Sentí una cierta pena, así que me acerqué y me senté en el taburete más cercano al suyo.

—Estoy bien —insistí con más suavidad—. Creo que me sentó mal algo de lo que cené anoche.

Mamá volvió a mirarme enseguida, considerando abierta la veda de las preguntas.

—Quizás es un virus estomacal. ¿Solo te ha sentado mal a ti? ¿Connor se encuentra bien?

Apreté los labios, forzando un sollozo hacia el fondo de mi garganta.

—No lo sé, aún no hemos hablado. Solo me encuentro un poco mal. Déjalo ya, ¿vale?

Mamá me miró, pero no dijo nada más. Yo sabía que intuía que sucedía algo más. Y ella sabía que me estaba presionando demasiado, y por eso lo dejó pasar. Las últimas semanas habíamos tenido bastantes peleas. Como todas las adolescentes con sus madres, dicen. Pero, a la mayoría, sus madres no las tuvieron ya relativamente mayores con ayuda de una probeta. Eso hacía que mamá fuera sobreprotectora hasta la exasperación. Y era médica, por añadidura.

El sonido de la CocinoYo, indicando que mi desayuno ya estaba caliente, me dio una excusa para levantarme. Y mostrarme decidida y enérgica como solía ser yo siempre, cuando en la vida todo era felicidad y me apetecía salir al mundo por las mañanas. Pero al volver al taburete y mirar la tostada francesa y la quinoa con tomates que la acompañaban, mi estómago se retorció amenazando con expulsarlo todo si me obligaba a comer.

—¿Por qué no te quedas hoy en casa?

Miré a mamá, que me había estado observando todo el rato de forma poco disimulada.

—Llamaré a la academia y les diré que hoy no te encuentras bien —se ofreció.

—Eso estaría bien —dije agradecida.

Mamá sonrió y me dio un beso en la mejilla, anunciando que se iba a trabajar. Y que la llamara para cualquier cosa que necesitara. La observé en silencio mientras se ponía los zapatos junto a la puerta trasera, a unos metros de la cocina, y le pedía a la casa que le fuera abriendo la puerta del garaje.

A sus cincuenta y ocho, mamá seguía aparentando diez años menos. Era como una dama tranquila y serena, divertida cuando quería, que podía mantener a todo el mundo en calma cuando las cosas a su alrededor se desquiciaban. Yo estaba orgullosa de ella, la verdad sea dicha, pero me sentí frustrada cuando me echó una última mirada especulativa desde la puerta.

De momento estaba salvada del mundo, pero de mi madre no podría salvarme mucho tiempo más. Sabía que la estaba engañando. Aunque me hubiera tenido con ayuda de una probeta, me conocía mejor incluso de lo que yo me conocía a mí misma. Me había parido, al fin y al cabo, y me había criado durante los diecisiete años de mi vida.

Pensar que pronto tendría que confesarle que Connor ya no me quería a su lado, hizo que me sintiera incapaz de hacer nada excepto volver arriba y arrastrarme dentro de la cama. Cómo iba a explicarles a mis padres que me había sumido en la desesperación y el desconsuelo. Que, tal como pensaba en aquel momento, ya no me quedaba nada sin Connor. Porque de veras que lo pensaba.

Me desperté a media tarde, cuando la casa decidió por sí misma abrir las persianas de mi habitación. Definitivamente habría que llamar de nuevo al técnico, porque el sistema estaba empezando a desarrollar una demencia errática que se me antojaba casi cómica. Pensé en aquellas películas antiguas en las que la tecnología se volvía psicopática y atacaba a los humanos. Mi padre me explicó que, según casi todas las películas de su juventud y la de los abuelos, por esta época tendríamos coches voladores o viviríamos en pequeños reductos humanos llenos de guerras, anarquistas y oligarquías. O en la luna, incluso.

Casi me dieron ganas de reír. Entonces mi mente me traicionó y me animó a comentárselo a Connor luego. Pero enseguida me di cuenta de que no habría ningún luego con Connor, y aquella certeza me derrumbó de nuevo.

Al cabo de un rato salí de la cama, sin ganas. Miré mi sistema móvil y, cuando se encendió, el corazón me dio un vuelco; había un mensaje de voz desde un número desconocido.

—Audio. Escuchar mensaje de voz —le pedí a la casa.

«Cariño, espero que te encuentres mejor. Ya que estás en casa, creo que es un buen momento para darte algo que te ayude a pasar el rato. Si vas a mi habitación, y miras en el último cajón de mi cómoda, verás una caja oscura. Dentro hay un diario que me gustaría que leyeras. Si te parece bien, claro. Te envío un beso. Nos vemos luego. Te quiero».

Cuando los altavoces de mi habitación se quedaron en silencio, parpadeé perpleja. Me dolía que la voz no fuera la de Connor, pero el mensaje de mi madre, que debía de haber llamado desde algún despacho del hospital, me había despertado cierta curiosidad. Y recelo.

Fui al dormitorio de mis padres y abrí la cómoda de mi madre. Rebusqué entre su ropa de invierno hasta que encontré la caja y saqué un librito.

Lo miré extrañada. Parecía bastante antiguo, y hecho de celulosa de árbol de verdad. Así que tenía que ser al menos de la época de la juventud de mis padres, de antes de que se prohibiera la deforestación intensiva y se sustituyera el papel de celulosa por un derivado plástico degradable. Cuando miré el lomo y pasé los dedos por las letras talladas en la tapa de lo que parecía cuero animal de verdad, sacudí la cabeza aliviada.

«Memorias Salvajes», leí. Y si eran salvajes, no podían ser de mi madre.

Me senté en la amplia cama que estaba detrás de mí, y abrí el diario con un suspiro, que me salió entrecortado porque el dolor que sentía en el pecho me cansaba y me ahogaba.

Vi que estaba escrito a mano. En las últimas páginas la letra se hacía más irregular, más desordenada. Como cansada. Como si hubiese podido escribirlo yo en aquel momento en que me sentía tan agotada.

Cuando fui a la primera página, vi que estaba igual de emborronada, o incluso más que las del final.

Quieta ahí, princesita.

Recuerda tu promesa, y cumple tu parte del trato. Y si te portas bien, al final, te haré un regalo.

Sé fuerte para lo que está por venir.

Recuerdo que arrugué el entrecejo. Pasé a la página siguiente, que también estaba escrita con la misma caligrafía caótica que se me antojaba angustiada.

Hola, futuro lector:

O lectora, más bien. Tiene gracia. De hecho, si eres la persona que creo, te llamaré simplemente A. Es posible que te sientas identificada. ¿Verdad? No te preocupes, lo entenderás pronto.

Si estás leyendo esto es porque ha llegado el momento apropiado. Sin duda ahora mismo tienes un secreto, algo que estás ocultando… Yo también tuve secretos. Y tu madre. Y tu padre. Todos tenemos secretos en algún momento de nuestra vida, pero algunos es mejor desvelarlos. Hacerlo en el momento apropiado puede salvarte el alma, o incluso la vida. Créeme.

Antes de que pases página, te voy a pedir tres cosas. La primera de ellas es que le pidas a tu madre mi reproductor de música, que sin duda guarda en algún sitio. La segunda, que no hables con nadie del contenido de este diario hasta que lo termines. Y, la tercera, que si crees que puedes correr peligro, quemes este diario cuando lo hayas leído por completo.

Promételo, A. ¿Prometido? Bien. Entonces puedes seguir adelante. Bienvenida a mis memorias salvajes, y a la historia de cómo terminó mi vida y, quizás, de cómo empezó la tuya.

Sentí que se me aceleraba el corazón mientras pasaba a la página siguiente y encontraba una escritura mucho más regular. Empecé a leer sin perder tiempo, fijándome en la fecha. 13 de febrero de 2022, treinta y ocho años atrás. Algo me decía, mientras me ponía un poco más cómoda, que estaba a punto de entrar en un mundo que me había estado vedado hasta entonces…

13 de febrero de 2022, 13h. Pista 1: And for what?

Me llamo Violet. Y si eres quien creo, entonces soy tu tía. Y, como supongo que ya sabrás, estoy muerta.

Sí, así de duras son las cosas. Cuando mi vida tenía que empezar de verdad, está acabando. Punto y adiós. Las películas nos hacen creer que hay algo lírico en el hecho de esperar la muerte, pero yo solo siento pena y miedo. Y escozor en los ojos cada vez que intento controlar las ganas de llorar…

Un enfermero llamado Tonny me ha dado este diario. Es un cuarentón canoso con la vitalidad de un chico de veinte, que me ha dicho que, si tanto me preocupa no dejar nada en este mundo cuando me haya ido, al menos puedo dejar mi huella. Puede que inspire a alguien y aprenda de la locura que me ha llevado a mí hasta aquí, dando cuenta de mis últimas decisiones. Me ha parecido una buena idea. Porque he cometido muchos errores, y he ocultado cosas que siento la necesidad de exorcizar ahora.

No sé si hay vida más allá de la muerte. O si habrá un último juicio, y si realmente nos acogerán en un cielo hecho a nuestra medida con una benevolencia y un perdón infinitos. Pero ahora mismo, cuando sé que se acerca mi fin, siento la necesidad de limpiar mis pecados. O de sacarlos a la luz, al menos, y dejar que algunos hechos puedan ser desenmascarados. Esos secretos que evitaron una tumba demasiado temprana, pero construyeron otras dos, entre ellas la que seguramente alguien está preparando ya para mí.

Lo cierto es que nunca sabes lo que te deparará la vida hasta que te encuentras en cada curva, y puedes ver un atisbo del camino que sigues. La existencia se compone de eso, de breves tramos que parecen seguros entre grandes momentos de vacilación e inseguridad. Seguro que ahora mismo te preguntas si eso cambiará cuando madures, cuando crezcas y seas responsable de todos tus actos. Y esa es una respuesta que yo te puedo dar: La incertidumbre nunca desaparece.

La vida, tal como dicen a menudo, es una loca montaña rusa. Desde el principio hasta el final.

Las cosas no son fáciles para ti, probablemente una adolescente. Estás en un punto clave de tu existencia. Te piden que puedas con todo, y que elijas bien entre decenas de opciones en muchos aspectos de la vida, porque todo afectará a tu futuro. Te exigen que actúes con madurez, pero que, a la vez, experimentes y aproveches la juventud mientras puedas. Que aprendas a querer, pero que te des cuenta de que tus relaciones de ahora no serán duraderas. Que encajes en la sociedad, pero que destaques para superar a la competencia. Que actúes con autonomía, pero que acates todas las normas y órdenes que te imponen los mayores.

Es muy duro, lo sé. Que sí, que lo sé porque yo también he pasado por eso. Todos lo hemos hecho. Solo que, a medida que crecen, a los adultos se les olvida que han sido jóvenes. Y para ellos solo eres un adolescente que lo quiere todo sin saber nada de la vida…

Y seguro que ahora te preguntas por qué te estaré explicando todo esto.

Pues porque me parece importante, y porque todos necesitamos decir lo que pensamos en algún momento de nuestra vida. Yo nunca llegaré a ser una adulta sensata. Nunca tendré hijos por los que preocuparme, ni la experiencia de una existencia larga. Pero sé de lo que hablo, porque hasta que llegué al hospital exprimí cada minuto de mi existencia, quizás con demasiado ímpetu. Así que ahora voy a compartir esas vivencias, y esos secretos que guardábamos celosamente, y que nos han llevado a todos a donde estamos ahora. A mí, al hospital. Y a la tumba cuando tú leas esto, claro. Pero, como te he dicho, así son las cosas.

14h:

He hecho una pausa para escuchar una canción de los Noisy Minds que, ahora mismo, podría ser la banda sonora de esta vida que se me acaba. Mi hermana me ha traído el viejo iPod, muy maja ella. Está un poco desfasado, pero ha servido para recuperar la banda sonora de mi vida, la discografía de los Noisy Minds, que se convirtió en un tesoro para mí. Y que, sorprendentemente, me ayudó a reencontrarme con mi hermana.

Pero vamos a la canción de la que te hablaba, And for what? Siempre me había gustado y me había puesto los pelos de punta. Siempre la había cantado a pleno pulmón. Ahora no tengo fuerzas para gritar con el cantante, y solo puedo murmurar la letra que, de repente, se hace tan real, tan verdadera…

I gave my love,

(Di mi amor,)

I gave my pride,

(di mi orgullo,)

I gave myself to you,

(me di a ti.)

And for what?

(¿Y para qué?)

And for what?

(¿Y para qué?)

To see you say goodbye.

(Para verte decir adiós.)

If you knew it wasn’t forever,

(Si sabías que no era para siempre,)

then why let me try so hard?

(¿por qué me dejaste intentarlo con tanto esfuerzo?)

And for what?

(¿Y para qué?)

I was only wasting my life.

(Solo estaba malgastando mi vida.)

Porque sí, ese es uno de los misterios de la vida. Que al final de todo, cuando ves que tu película se va a terminar, te das cuenta de que la mayoría de las cosas que te parecían supertrascendentales son tan estúpidas que te preguntas por qué te preocupaste tanto. Y que hay situaciones que podrías haber dejado pasar sin dar tanto de ti y sin sufrir, porque, en definitiva, no iban a cambiar nada.

Te lo digo yo, que estoy viendo pasar mi vida por delante de mis ojos, aunque haya sido corta: al final, cuando todo va a perderse, hay muy pocas cosas que realmente importen.

Me quedé mirando aquellas memorias que no sabía siquiera que habían existido, de una persona que tan solo había sido una sombra del pasado. La tía Violet, que había tenido una vida intensa y había muerto joven. Y cuyo recuerdo afectaba tanto a mamá que nos impedía mencionarla.