Andrés Neuman

 

 

Hacerse el muerto

 

 

 

 

logotipo_INTERIORES_negro.jpg

Andrés Neuman, Hacerse el muerto

Primera edición digital: mayo de 2016

Segunda edición digital: enero de 2018

 

ISBN epub: 978-84-8393-610-8

IBIC: FYB

 

 

Colección Voces / Literatura 252

 

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

 

 

 

© Andrés Neuman, 2018

© De la ilustración de cubierta: Eva Vázquez, 2018

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018

 

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

 

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: info@paginasdeespuma.com

HACERSE EL MUERTO

El fusilado

 

Cuando Moyano, con las manos atadas y la nariz fría, escuchó el grito de «Preparen», recordó de repente que su abuelo español le había contado que en su país solían decir «Carguen». Y, mientras recordaba a su difunto abuelo, le pareció irreal que las pesadillas se cumplieran. Eso pensó Moyano: que solía invocarse, quizá cobardemente, el supuesto peligro de realizar nuestros deseos, y solía omitirse la posibilidad siniestra de consumar nuestros temores. No lo pensó en forma sintáctica, palabra por palabra, pero sí recibió el fulgor ácido de su conclusión: lo iban a fusilar y nada le resultaba más inverosímil, pese a que, en sus circunstancias, le hubiera debido parecer lo más lógico del mundo. ¿Era lógico escuchar «Apunten»? Para cualquier persona, al menos para cualquier persona decente, esa orden jamás llegaría a sonar racional, por más que el pelotón entero estuviese formado con los fusiles perpendiculares al tronco, como ramas de un mismo árbol, y por más que a lo largo de su cautiverio el general lo hubiese amenazado con que le pasaría exactamente lo que le estaba pasando. Moyano se avergonzó de la poca sinceridad de este razonamiento, y de la impostura de apelar a la decencia. ¿Quién a punto de ser acribillado podía preocuparse por semejante cosa?, ¿no era la supervivencia el único valor humano, o quizá menos que humano, que ahora le importaba en realidad?, ¿estaba tratando de mentirse?, ¿de morir con alguna sensación de gloria?, ¿de distinguirse moralmente de sus verdugos como una patética forma de salvación en la que él nunca había creído? No pensaba todo esto Moyano, pero lo intuía, lo entendía, asentía mentalmente como ante un dictado ajeno. El general aulló «¡Fuego!», él cerró los ojos, los apretó tan fuerte que le dolieron, buscó esconderse de todo, de sí mismo también, por detrás de los párpados, le pareció que era innoble morir así, con los ojos cerrados, que su mirada final merecía ser al menos vengativa, quiso abrirlos, no lo hizo, se quedó inmóvil, pensó en gritar algo, en insultar a alguien, buscó un par de palabras hirientes y oportunas, no le salieron. Qué muerte más torpe, pensó, y de inmediato: ¿Nos habrán engañado?, ¿no morirá así todo el mundo, como puede? Lo siguiente, lo último que escuchó Moyano, fue un estruendo de gatillos, mucho menos molesto, más armónico incluso, de lo que siempre había imaginado.

Eso debió ser lo último, pero escuchó algo más. Para su asombro, para su confusión, las cosas siguieron sonando. Con los ojos todavía cerrados, pegados al pánico, escuchó al general pronunciando en voz bien alta «¡Maricón, llorá, maricón!», al pelotón retorciéndose de risa, oyó el canto de los pájaros, olió temblando el aire delicioso de la mañana, saboreó la saliva seca entre los labios. «¡Llorá, maricón, llorá!», le seguía gritando el general cuando Moyano abrió los ojos, mientras el pelotón se dispersaba dándole la espalda, comentando la broma, dejándolo ahí tirado, arrodillado entre el barro, jadeando, todo muerto.

Estar descalzo

 

Cuando supe que sería mortal como mi padre, como aquellos zapatos negros en una bolsa de plástico, como el balde con agua donde entraba y salía la fregona que restregaba el pasillo del hospital, yo tenía veinte años. Era joven, viejísimo. Por primera vez supe, mientras las estelas de claridad iban borrándose del suelo, que la salud es una película muy fina, un hilo que se evapora con el pasar de los pasos. Ninguno de esos pasos era de mi padre.

Mi padre siempre había caminado de manera extraña. Veloz y al mismo tiempo torpe. Cuando iniciaba sus caminatas, uno nunca sabía si iba a tropezarse o echar a correr. A mí me gustaban esos andares. Sus pies planos y duros se parecían al suelo que pisaba, al suelo del que huía.

Los pies planos de mi padre ya eran cuatro, se habían repartido en dos lugares distintos: en la camilla (unidos por los talones, ligeramente abiertos, evocando una irónica V de victoria) y dentro de aquella bolsa de plástico (a modo de recuerdo en los zapatos, imponiendo su molde al cuero). La enfermera me la entregó como se entregan unos desperdicios. Yo miré las baldosas, su tablero cambiante.

Me quedé sentado ahí, frente a las puertas del quirófano, esperando noticias o temiendo las noticias, hasta que saqué los zapatos de mi padre. Me levanté y los puse en el centro del pasillo, como un obstáculo o una frontera o un accidente geográfico. Los posé cuidadosamente, procurando no alterar sus bultos originales, la protuberancia de los huesos, su forma ausente.

Al rato la enfermera apareció a lo lejos. Atravesó el pasillo, eludió los zapatos y siguió de largo. El suelo resplandecía. De pronto la limpieza me dio miedo. Me pareció una enfermedad, una impecable bacteria. Me agaché y avancé a gatas, sintiendo el roce, el daño en las rodillas. Volví a guardar los zapatos en la bolsa. Apreté el nudo lo más fuerte que pude.

De tarde en tarde, en casa, me pruebo esos zapatos. Cada vez me quedan mejor.

Hacerse el muerto

 

¿Por qué me gusta hacerme el muerto? ¿Se trata de una costumbre sádica, como lamentan los amigos o cónyuges más sensibles? ¿Por qué me fascina desde niño, y seguimos siendo niños, quedarme indefinidamente inmóvil, como una momia de mi propio futuro? ¿De dónde sale el agrio placer de asistir al cadáver que todavía no soy?

La explicación podría ser sencilla, y por tanto misteriosa.

Al ver el mundo mientras no miro nada, al seguir pensando sin proponerme pensar, al notar en mí, con poderosa certeza, la selva de las arterias y la montaña rusa de los nervios, no solo confirmo que sigo vivo, sino algo incluso más impresionante. Experimento la única, pequeña, posible forma de trascendencia. Sobrevivo a mí mismo. Me deshago de la muerte jugando.

Entra en casa mi hijo. Volveré a respirar.

Un suicida risueño

 

Ocurre siempre igual. Cargo el arma. La alzo. La contemplo un momento de frente, como si tuviera algo que decirme. La dirijo a mi sien izquierda (soy zurdo, ¿por?). Respiro hondo. Aprieto los párpados. Arrugo el gesto. Acaricio el gatillo. Me noto húmedo el dedo índice. Descargo la fuerza poco a poco, muy cautelosamente, como si dentro de mí hubiese un escape de gas. Junto los dientes. Casi. El dedo se me dobla. Ya. Y entonces, lo de siempre: un ataque de risa. Una risa instantánea, brutal y sin razones que estremece mis músculos, me hace soltar el arma, me derriba del asiento, me impide disparar.

No sé de qué demonios se reirá mi boca. Es algo inexplicable. Por muy apesadumbrado que me encuentre, por muy lamentable que parezca el día, por convencido que esté de que el mundo sería más agradable sin mi molesta presencia, hay algo en la situación, en el tacto metálico del mango, en la solemnidad del silencio, en mi sudor cayendo en forma de grageas, yo qué sé, hay alguna cosa indefinida que, a mi pesar, me resulta espantosamente cómica. Un milímetro antes de que el gatillo ceda, de que la bala viaje a la semilla del descanso, mis carcajadas invaden la habitación, rebotan contra los cristales, corretean entre los muebles, desordenan toda la casa. Me temo que también las escuchan mis vecinos, que para colmo deducen que soy un hombre feliz.

Dedícate al humor, me sugirió un amigo cuando le conté mi tragedia. Pero a mí las bromas, excepto al suicidarme, no me hacen ninguna gracia.

Este problema mío, el de la risa, va a acabar con mi paciencia. Me avergüenza la euforia ridícula que me recorre el estómago mientras el arma cae al suelo. Cada vez que este contratiempo se repite, y aunque siempre he sido un hombre de palabra, me concedo una pequeña prórroga. Una semana. Dos. Un mes, exagerando mucho. Y mientras tanto, claro, procuro divertirme.

Después de Elena

 

Después de la muerte de Elena, decidí perdonar a todos mis enemigos.

Nos tranquiliza creer que las grandes decisiones se toman poco a poco, se gestan con el tiempo. Pero el tiempo no gesta nada. Solo erosiona, resta, rompe.

Cambié de orden los muebles. Desalojé sus cosas. Limpié a fondo su estudio. Una semana más tarde, doné toda su ropa a un hospicio. Ni siquiera sentí el consuelo de la beneficencia: lo había hecho por mí.

Siempre había imaginado que perder a la persona amada se parecería a abrir un hueco infinito, a inaugurar una carencia permanente. Cuando perdí a Elena, sucedió todo lo contrario. Me sentí clausurado por dentro. Sin objetivos, sin deseos, sin temores. Como si cada día fuese la prórroga de algo que en realidad había concluido.

Seguí yendo a la facultad, no tanto por aferrarme a mi rutina o mi salario. Con los estúpidos ahorros que habíamos reunido para quién sabe cuándo, más el dinero de la póliza, podría haberme permitido una excedencia. Continué con las clases solo por comprobar si, con la joven evidencia de los nuevos estudiantes, lograba convencerme de que el tiempo seguía transcurriendo, de que el futuro existía.

Una tarde cualquiera, mientras repasaba mi lista de teléfonos en busca de algún nombre agradable, me propuse dos cosas simultáneas: volver a fumar y anunciar a mis enemigos que los perdonaba. Lo primero era un intento de demostrarme que, aunque Elena ya no estuviese, yo seguía respirando. De llamarme a mí mismo la atención sobre el hecho de que sobrevivía a cada cigarrillo. Lo segundo no lo planeé. No hubo bondad. Lo percibí como algo inevitable, consumado de antemano. Simplemente vi en mi agenda los nombres de Melchor, Ariel, Rubén, Nora. Al principio traté de evitar la idea. Pero con cada fósforo que encendía (siempre he preferido la lentitud de los fósforos a la inmediatez de los encendedores), yo pensaba: Melchor, Ariel, Rubén, Nora.

 

 

Melchor me odiaba porque nos parecíamos. Dos personas con ambiciones semejantes se recuerdan continuamente sus propias mezquindades. Yo lo odié desde el principio. Aunque también lo admiré, cosa que dudo que él hiciera. No porque Melchor fuese peor que yo, sino por vanidad mía: lo que admiraba en él era todo eso que, de alguna forma, me enorgullecía de mí mismo. Y me disgustaba que Melchor no lo reconociese también en mi persona. Durante algún tiempo me engañé considerándome más noble que él. Con el paso de los cursos y las reuniones de departamento, acabé comprendiendo que esa admiración no correspondida se basaba en una brutal coherencia por parte de Melchor. Para él, si éramos enemigos, eso éramos.