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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Molly’s game

Título original: Molly’s Game

© 2014, Molly Bloom

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Yolanda Morató

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Diseño de cubierta: ©2017 MG’S GAME, INC. ALL RIGHTS RESERVED

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-226-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

 

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Nota de la autora

Prólogo

Primera parte

La suerte del principiante

1

2

3

4

5

6

Segunda parte

Hollywoodeando. Los Ángeles, 2005-2006

7

8

9

10

11

12

Tercera parte

Playing the Rush. Los Ángeles, 2006-2008

13

14

15

16

17

18

19

Cuarta parte

Cooler. Los Ángeles, 2008-2009

20

21

22

23

24

Quinta parte

Una ficha y una silla. Nueva york, 2009-mayo 2010

25

26

27

28

Sexta parte

Cold deck. Nueva york, junio 2010-2011

29

30

31

32

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

 

Este libro está dedicado a mi madre, Charlene Bloom, que me dio la vida no solo una vez, sino dos. Sin tu amor feroz y tu apoyo inquebrantable, nada de esto habría sido posible.

NOTA DE LA AUTORA

 

 

 

 

 

 

Los acontecimientos y experiencias que se presentan en estas páginas son todos reales. En algunos lugares, he cambiado los nombres, identidades y otros datos de las personas implicadas con el fin de proteger su privacidad e integridad, y especialmente para respetar su derecho a contar o no sus propias historias si así lo desean. Las conversaciones que recreo proceden de mis nítidos recuerdos, aunque no las he escrito para que representen transcripciones literales. Por el contrario, las he contado de una manera que evoca el verdadero sentimiento y significado de lo que se dijo, de acuerdo con la verdadera esencia, el estado de ánimo y el espíritu de aquellos intercambios.

PRÓLOGO

 

 

 

 

 

 

Estoy en el pasillo. Es muy temprano, tal vez sean las cinco de la mañana. Llevo un camisón transparente de encaje blanco. La fluorescencia de las luces largas me ciega.

—MANOS ARRIBA —grita la voz de un hombre. Suena agresiva aunque sin emoción… Levanto temblando las manos y mis ojos se van ajustando lentamente a la luz.

Estoy frente a un muro de agentes federales de uniforme que se amontonan hasta donde me alcanza la vista. Llevan armas de asalto; me apuntan con metralletas, armas que solo he visto en las películas.

—Camina hacia nosotros, lentamente —me ordena la voz.

En el tono hay desapego, falta de humanidad. Me doy cuenta de que creen que soy una amenaza, que soy ese criminal que capturar para el que los han entrenado.

—¡MÁS DESPACIO! —advierte la voz de forma amenazadora.

Camino con piernas temblorosas, poniendo un pie delante del otro. Es el camino más largo de mi vida.

—PERMANEZCA QUIETA POR COMPLETO, NO HAGA NINGÚN MOVIMIENTO REPENTINO —advierte otra voz profunda.

El miedo se apodera de mi cuerpo y me cuesta respirar; el oscuro pasillo comienza a parecerme borroso. Me preocupa que pueda desmayarme. Me imagino el salto de cama blanco cubierto de sangre, y me obligo a mantenerme consciente.

Finalmente llego al frente de la fila, siento que alguien me agarra y me empuja contra un muro de cemento. Siento manos que me cachean, que me recorren todo el cuerpo; y luego unas esposas de frío acero que me rodean firmemente las muñecas.

—Tengo una perra, se llama Lucy, por favor no le hagan daño —suplico.

Después de que parezca que ha pasado una eternidad, una agente grita:

—¡DESPEJADO!

El hombre que me tiene agarrada me lleva hasta el sofá. Lucy se me acerca y me lame las piernas.

Me mata verla tan asustada e intento no llorar.

—Señor —le digo temblorosa al hombre que me ha esposado—, ¿me puede decir por favor qué está pasando? Creo que debe de haber algún error.

—Eres Molly Bloom, ¿verdad?

Asiento.

—Entonces no hay ningún error.

Coloca frente a mí un trozo de papel. Me inclino hacia delante, con las manos aún esposadas a la espalda. No puedo pasar del primer renglón, que dice con letras en negrita:

 

Los Estados Unidos de América contra Molly Bloom

 

PRIMERA PARTE

 

 

 

LA SUERTE DEL PRINCIPIANTE

 

 

 

 

 

 

 

Suerte del principiante (sustantivo)

 

El supuesto fenómeno de un principiante en el póquer que experimenta una frecuencia desproporcionada de éxito.

1

 

 

 

 

 

 

Durante las primeras dos décadas de mi vida viví en Colorado, en un pueblo llamado Loveland, a setenta y cuatro kilómetros al norte de Denver.

Mi padre era guapo, carismático y complicado. Trabajaba como psicólogo y era profesor de la Universidad Estatal de Colorado. La educación de sus hijos era de suma importancia para él. Si mis hermanos y yo no traíamos a casa sobresalientes y notables, entonces teníamos un gran problema. Dicho esto, siempre nos animó a perseguir nuestros sueños.

En casa era cariñoso, juguetón y tierno, pero cuando se trataba de nuestro rendimiento en el colegio y en atletismo, nos exigía excelencia. Estaba lleno de una ardiente pasión que a veces llegaba a ser tan intensa que resultaba casi aterradora.

Nada era «ocioso» en nuestra familia; todo servía de lección para sobrepasar los límites y superarnos todo lo que pudiéramos. Recuerdo que un verano mi padre nos despertó temprano para dar un paseo familiar en bicicleta. El «paseo» terminó con una subida vertical agotadora de casi un kilómetro a una altitud que rondaba los 3,4 kilómetros. Mi hermano menor, Jeremy, debía de tener unos seis años y montaba en bicicleta sin marchas. Todavía puedo verlo pedaleando y sacando todas las fuerzas de ese corazoncito para no quedarse atrás, y a mi padre gritándonos y chillando como una banshee, tanto a él como a nosotros, para que pedaleáramos más rápido y empujáramos más fuerte, sin que se permitiera una sola queja. Muchos años después le pregunté de dónde procedía su fervor. Hizo una pausa; tenía tres chicos ya mayores que habían superado con mucho cualquier expectativa con la que pudiera haber soñado. En este momento ya era más viejo, menos fiero y más introspectivo.

—Es una de dos —me dijo—. En mi vida y en mi carrera, he visto lo que el mundo le puede hacer a la gente, especialmente a las chicas. Quería asegurarme de que mis chicos tuvieran la mejor de las oportunidades… —Volvió a hacer una pausa—. O bien os veía simplemente como extensiones de mí mismo.

Desde el otro extremo, mi madre nos enseñó a ser compasivos. Creía en la amabilidad para todos los seres vivos y nos guio con su ejemplo. Mi hermosa madre es la persona más dulce y cariñosa que he conocido. Es lista y competente, y en lugar de empujarnos a que conquistáramos y ganásemos, nos animaba a soñar; y se encargó de alimentar y facilitar esos sueños. Cuando era muy joven, me encantaban los disfraces, así que, como es natural, Halloween era mi día festivo favorito. Lo esperaba con ansia cada año, imaginándome quién o qué sería esa vez. En mi quinto Halloween no era capaz de elegir entre pato y hada. Le dije a mi madre que quería ser un hada pato. A mi madre se le puso cara de circunstancias.

—Bueno, pues hada pato serás.

Se quedó despierta toda la noche haciéndome el disfraz. Yo, por supuesto, tenía un aspecto ridículo, pero su apoyo de la individualidad sin prejuicio alguno nos inspiró a mis hermanos y a mí a no vivir encorsetados y a forjar nuestros propios caminos. Arreglaba coches, cortaba el césped, se inventaba juegos educativos, creaba búsquedas del tesoro, asistía a todas las juntas del AMPA y, con todo, se aseguraba de estar siempre guapa y tener una copa en la mano para cuando mi padre llegara a casa del trabajo.

Mis padres utilizaban sus respectivas virtudes para educarnos: la combinación de sus energías femeninas y masculinas fue lo que nos guio a mis hermanos y a mí. Nos moldeó su polaridad.

 

 

Mi familia iba a esquiar cada fin de semana cuando yo era niña. Nos apretujábamos en el Wagoner y nos hacíamos dos horas en coche hasta nuestro apartamento de una habitación en Keystone. No importaba qué condiciones tuviéramos: ventiscas, dolores de estómago, dieciséis grados bajo cero… siempre fuimos los primeros en la montaña. Jordan y yo teníamos talento, pero mi hermano Jeremy era un prodigio. Pronto todos llamamos la atención del entrenador del equipo local de la modalidad de esquí acrobático y empezamos a entrenar, e incluso a competir enseguida.

Durante los veranos, pasábamos los días haciendo esquí acuático, ciclismo, carreras, senderismo. Mis hermanos jugaban al fútbol, al béisbol y al baloncesto en categoría infantil. Yo comencé a competir en gimnasia y a correr carreras de cinco mil. Siempre estábamos en movimiento, siempre entrenando para llegar más rápido, ser más fuertes, lograr mayor esfuerzo. No nos molestaba nada. Era lo que conocíamos.

Con doce, estaba corriendo un cinco mil cuando sentí un dolor incandescente entre los omóplatos. Después de una primera, segunda y tercera opinión unánime, me programaron una cirugía espinal de emergencia. Tuve una rápida aparición de escoliosis. Mis padres estuvieron esperando con muchos nervios las siete horas que duró la cirugía; los doctores me abrieron desde el cuello hasta el coxis y me enderezaron cuidadosamente la espina dorsal (que parecía una «S» y tenía una curvatura de sesenta y tres grados). Me extrajeron un hueso de la cadera, me fusionaron las once vértebras curvas y me fijaron varillas metálicas al segmento fundido. Después, el médico me informó con amabilidad, aunque con firmeza, de que mi carrera en las competiciones deportivas había terminado. Soltó monótonamente una lista de todas las actividades que no podía hacer y cómo poder llevar una vida satisfactoria y normal, pero yo ya había dejado de escuchar.

Dejar de esquiar simplemente no era una opción. Era algo con demasiado arraigo entre las tradiciones de mi familia. Pasé un año recuperándome. Tuve que pasar la mayor parte del día en la cama y recibir la educación en casa. Veía ansiosamente cómo, cada fin de semana, mi familia se iba sin mí, y me quedaba sentada en la cama mientras ellos volaban ladera abajo o salían al lago. Sentía vergüenza de mis aparatos de sujeción y de mis limitaciones físicas. Me sentía una extraña. Me volví aún más decidida a no dejar que la cirugía afectara a mi vida. Ansiaba volver a sentirme parte de mi familia; sentir orgullo y escuchar las alabanzas de mi padre, en lugar de la compasión. Cada día que pasaba sola no hacía sino aumentar mi determinación a no dejar mi vida al margen. En cuanto las radiografías demostraron que mis vértebras se habían fusionado con éxito ya estaba de vuelta en la montaña, esquiando con una determinación feroz, y en mitad de la temporada ya ganaba en la categoría correspondiente a mi edad. Para entonces, Jeremy, mi hermano menor, se había apoderado del mundo del esquí de estilo libre. Tenía diez años y ya dominaba el deporte. También era excepcional en la pista y en el campo de fútbol. Sus entrenadores le dijeron a mi padre que nunca habían visto a nadie con tanto talento como Jeremy. Era nuestro chico de oro.

Mi hermano Jordan también era un atleta con talento, aunque su mayor atributo era su mente. Le encantaba aprender. Le apasionaba desmontar cosas y figurarse cómo volver a montarlas. No quería dormirse escuchando historias imaginarias; quería oír historias sobre personas reales de la historia.

Cada noche, mi madre le tenía preparada una nueva sobre grandes líderes mundiales o científicos visionarios, e investigaba los hechos para entrelazarlos y crear relatos con los que atrapar su atención.

Desde muy joven, Jordan sabía que quería ser cirujano. Recuerdo su peluche favorito, Sir Dog. Sir Dog fue el primer paciente de Jordan y se sometió a tantas operaciones que comenzó a parecerse a Frankenstein. Mi padre estaba encantado con su brillante hijo y su ambición.

Los talentos y ambiciones de mis hermanos se presentaron temprano y vi que esos dones les propiciaban los elogios que yo quería desesperadamente. Me encantaba leer y escribir, y cuando era joven vivía la mitad de mi vida entre libros, películas y mi imaginación. En Primaria no quería jugar con otros niños; era tímida y sensible y me sentía intimidada por ellos, así que mi madre habló con la bibliotecaria del colegio. Tina Sekavic me permitía pasar el rato en la biblioteca, por lo que los siguientes años estuve leyendo biografías sobre mujeres que habían cambiado el mundo como Cleopatra, Juana de Arco y la reina Isabel, entre otras. (Fue mi madre la que lo sugirió en un principio, pero a mí me fascinó rápidamente). Me conmovían la valentía y determinación de estas mujeres, y decidí justo allí y entonces que no quería conformarme con una vida normal.

Ansiaba la aventura; quería dejar mi propia huella.

Cuando mis hermanos y yo llegamos a la adolescencia, la destreza académica de Jordan continuó superando a sus compañeros. Tenía dos años menos que yo cuando aprobó las clases de Ciencia y Matemáticas de su curso y lo colocaron en el mío. Jeremy batió los récords en pista, llevó al equipo de fútbol al campeonato estatal y era un héroe local. Mis notas eran altas, y yo era buena atleta, a veces genial, pero aun así, no había desenterrado ningún talento tan impresionante como los de mis hermanos. Los sentimientos de insuficiencia aumentaron y me llevaron casi obsesivamente a demostrar de algún modo mi valor.

A medida que crecíamos, veía a mi padre invertir cada vez más en los objetivos y sueños de mis hermanos. Me cansé de quedarme siempre fuera, yo también quería atención y aprobación. La cuestión residía en que yo era una soñadora y las heroínas de mis libros eran las que me inspiraban. Tenía grandes ambiciones que estaban muy lejos del pragmatismo de mi padre. Aunque aún ansiaba desesperadamente su aprobación.

—Jeremy va a ser olímpico y Jordan será médico. ¿Qué debería ser yo, papá? —le pregunté a horas tempranas de la mañana mientras subíamos en telesilla.

—Bueno, a ti te gusta leer y discutir —respondió, con lo que parecía un cumplido espinoso.

Para ser justos, yo era esa molesta adolescente que cuestionaba cada opinión o decisión que tomaran mis padres.

—Deberías ser abogada.

Y así se decretó.

Fui a la universidad, estudié Ciencias Políticas y seguí compitiendo en esquí. En un esfuerzo por tener un perfil completo me inicié en una hermandad de mujeres, pero cuando los requisitos sociales obligatorios de la organización se interpusieron en mis objetivos reales, renuncié. Tuve que trabajar mucho para conseguir las calificaciones que obtuve, e incluso más para superar mis limitaciones físicas en el esquí. Estaba obsesionada con el éxito, me impulsaba una ambición innata, pero más que esta última primaba la necesidad de alabanza y reconocimiento.

El año en que estuve en el equipo nacional de esquí de Estados Unidos, mi padre se sentó a hablar conmigo.

—¿No deberías centrarte en los estudios, Molly? Lo que quiero decir es que no sé hasta dónde quieres llegar con este asunto. Has superado con creces las expectativas que cualquiera pudiera tener de ti.

Aunque nunca me lo dijeron, prácticamente todo el mundo había dejado de tomarse en serio mi carrera de esquí después de la cirugía de espalda.

Estaba devastada. En lugar de aquellas imágenes que tenía de mi padre, en las que me miraba con la misma sonrisa orgullosa que le había ofrecido a Jeremy el año anterior cuando había formado parte de la selección nacional, a mí me estaba tratando de convencer para que lo dejara.

El dolor no hizo sino alimentar aún más mi determinación. Si nadie más creía en mí, sería yo la que creyese en mí misma.

Ese año Jeremy terminó tercero en el país y, para sorpresa de mi familia, también yo. Recuerdo estar en el podio con la cabeza bien alta, la medalla en el cuello y el pelo largo recogido en una cola de caballo.

Cuando llegué a casa aquella noche ignoré el dolor de la espalda y el cuello. Estaba cansada de vivir con dolor y de fingir que no existía. Estaba agotada después de tantos intentos para estar a la par con mi hermano superestrella y en especial me fastidiaba sentir que tenía que probarme constantemente. Aun así, había formado parte del equipo de esquí de Estados Unidos y había quedado tercera en la clasificación general. Me sentía satisfecha. Era el momento de pasar a otra cosa… esta vez con mis propios términos.

 

 

Abandoné el esquí. Realmente no quería estar por allí cuando llegaran las repercusiones de aquella decisión, aunque sospechaba que a pesar de mi tercer puesto, mi padre seguiría sintiéndose aliviado. Para marcharme de allí, me inscribí en un programa de estudios en el extranjero para viajar a Grecia. Instantáneamente me enamoré de la falta de familiaridad y de la incertidumbre de estar en un lugar extranjero. Todo era un descubrimiento, un enigma que resolver. De repente mi mundo se había ensanchado más allá de las fronteras en las que solo buscaba la aprobación de mi padre. En algún lugar, alguien más estaba ganando una cinta azul en la modalidad de esquí acrobático para mujeres, o bordando un examen, pero, para ser sincera, no me importaba. Yo estaba especialmente enamorada de los gitanos griegos. Cuando pienso en ellos ahora, veo que no eran tan distintos de los jugadores: buscaban ángulos y aventuras, ignoraban las reglas y vivían una vida libre y sin restricciones. Hice amistad con algunos chicos gitanos en Creta. A los padres los habían detenido y enviado de regreso a Serbia, así que estaban solos. Los griegos son muy cautelosos con los extranjeros, algo comprensible en una nación que ha tenido una larga historia de ocupación. A los chicos les compré comida y también medicinas para el bebé. Podía mantener conversaciones en griego, y su dialecto gitano era lo suficientemente similar como para poder comunicarnos. El líder del clan gitano oyó hablar de lo que había hecho por los niños y me invitó a su campamento. Fue una experiencia increíble. Decidí hacer mi tesis de grado sobre el tratamiento legal de los nómadas. Me entristecía que estas personas no pudieran viajar libremente, como habían hecho durante cientos de años, y me parecía que no tenían defensores ni representantes. Su modo de vida era totalmente libre. Era muy diferente de la vida que había conocido. Les encantaba la música, la comida, el baile, enamorarse y, cuando un lugar perdía su frescura, se iban a otro. Este clan en particular estaba en contra del robo; se centraban, en cambio, en el arte y el comercio para ganarse la vida.

Cuando terminó mi programa en el extranjero me pasé tres meses viajando sola, alojándome en albergues, conociendo a gente interesante y explorando nuevos lugares. Regresé a Estados Unidos convertida en una chica distinta. Me seguían importando los estudios, pero ahora me importaban tanto como las experiencias y las aventuras que ofrecía la vida. Y entonces conocí a Chad.

Chad era guapo, locuaz y brillante; un negociante y un buscavidas. Me enseñó cosas sobre el vino, me invitó a restaurantes caros, me llevó a mi primera ópera y me regaló libros increíbles que leer.

Chad fue quien me llevó a California por primera vez. Nunca olvidaré el trayecto en coche a lo largo de la carretera de la costa del Pacífico. No podía creerme que ese lugar fuera real. Fuimos a Rodeo Drive, almorzamos en el hotel Beverly Hills. El tiempo parecía ralentizarse, como si Los Ángeles fuera un día perfecto sin fin. Miraba a aquella gente guapa… todos se mostraban tan contentos y felices.

Los Ángeles parecía casi un sueño que la realidad no controlaba. Había empezado a replantearme mi plan de vivir en Grecia y Los Ángeles reforzó mi idea. Quería tomarme un año para ser libre, sin planes, sin orden; solo para vivir. Desde que tenía memoria, el invierno (incluso en verano mi hermano y yo asistíamos al campamento de esquí en los glaciares de Columbia Británica) y los sueños de lo que pensaba que mi padre me tenía reservado habían sido mi principal objetivo. Ahora me llenaba de emoción la idea de un camino inexplorado. La facultad de Derecho podía esperar, era solo un año.

Chad lo intentó todo para que me quedara en Colorado, incluso regalarme una adorable perrita beagle. Pero ya lo había decidido. Valoraba lo que Chad me había dado, que eran las herramientas para crear una nueva vida, pero no estaba enamorada de él.

Me dejó quedarme con la perra. La llamé Lucy. Se comportaba tan mal que la echaron de todos los tipos de guardería y clases de adiestramiento para cachorros a los que la llevé. Pero era dulce e inteligente y me quería y me necesitaba. Era bueno sentirse necesaria.

No importa cuánto traté de explicarles mi decisión, mis padres se negaron a financiar aquel periodo impreciso de pausa en California. Había ahorrado unos dos mil dólares con un trabajo de niñera que había tenido durante el verano. Tenía un amigo en L. A. llamado Steve, que había estado conmigo en el equipo de esquí. Había aceptado a regañadientes que me quedara a dormir en su sofá durante un tiempo limitado:

—Tienes que tener algún plan —me sermoneó por teléfono un día mientras conducía hacia Los Ángeles—. L. A. no es como Colorado, aquí no te conoce nadie —me dijo, tratando de prepararme para la dura realidad de este lugar.

Pero cuando pongo mi mente en algo, ni nada ni nadie puede disuadirme; ha sido una fortaleza y, a veces, un enorme perjuicio.

—Ajá… —le dije mirando hacia el horizonte desierto, a mitad de camino a mi próxima aventura.

Lucy iba en el asiento del copiloto, durmiendo.

—¿Cuál es tu plan? ¿Tienes siquiera alguno? —me preguntó Steve.

—Claro, voy a conseguir un trabajo y dejaré tu sofá, y luego me haré cargo del mundo —dije en broma.

Suspiró.

—Conduce con cuidado —me dijo.

Steve siempre le había tenido aversión al riesgo.

Colgué y fijé la mirada en el camino que tenía por delante.

 

 

Era casi medianoche cuando la 405 comenzó a descender hacia Los Ángeles. Había tantas luces, y cada luz tenía una historia. Era tan diferente de aquellos tramos de oscuridad en Colorado. En L. A., la luz superaba a la oscuridad… las luces representaban todo un mundo a la espera de ser descubierto. Steve nos había preparado el sofá para Lucy y para mí y caímos redondas tras diecisiete horas de carretera. Me desperté temprano y el sol ya fluía por las ventanas. Llevé a Lucy a dar un paseo. L. A. olía divinamente, como el sol y las flores. Pero si quería quedarme, tenía que conseguir un empleo de inmediato. Tenía algo de experiencia como camarera y me pareció la mejor opción, pues podría ganar propinas enseguida, en lugar de tener que esperar a que me llegara un cheque semanal. Steve estaba levantado cuando regresé.

—Bienvenida a L. A. —me dijo.

—Gracias, Steve. ¿Dónde crees que es el mejor lugar para encontrar un trabajo de camarera?

—Beverly Hills es lo mejor, pero es muy difícil. Todas las chicas guapas, modelos o actrices en paro son camareras, no es como…

—Lo sé, Steve, sé que no es como en Colorado. —Sonreí—. ¿Cómo se llega a Beverly Hills?

Me dio indicaciones y me deseó suerte con la duda en los ojos.

Tenía razón, en la mayoría de los sitios en los que probé no buscaban a nadie. Una tras otra, las guapas encargadas me saludaban con frialdad, me miraban de arriba abajo con desdén y me decían altivas que ya contaban con todo el personal, y que podía rellenar una solicitud, pero que sería una pérdida de tiempo porque había muchas otras candidatas.

Estaba empezando a perder la esperanza cuando entré en el último restaurante de la calle.

—¡Hola! ¿Buscan personal? —pregunté con mi sonrisa más amplia, más brillante, más esperanzada.

En lugar de una de aquellas chicas delgadas, bien plantadas y malvadas, tenía frente a mí a un hombre de unos cuarenta años.

—¿Eres actriz? —preguntó con recelo.

—No.

—¿Modelo?

—No. —Me reí. Yo medía 1,64 en mi día más alto.

—¿Hay alguna razón por la que tuvieras que ir a un casting?

—Señor, ni siquiera sé qué significa eso.

Se le relajó la cara.

—Tengo un turno de desayuno. Tienes que estar aquí a las cinco de la mañana, y cuando te digo a las cinco, quiero decir las cuatro cuarenta y cinco.

Sonreí aún más para ocultar mi horror ante aquella hora impía.

—Sin problema —le dije con firmeza.

—Estás contratada —me dijo, y luego me habló del uniforme, que era una camisa de vestir blanca, planchada y fuertemente almidonada, una corbata y pantalones negros.

—No llegues tarde, no tolero la tardanza —me dijo, y se alejó rápidamente para reprender a algún pobre empleado.

 

 

Todavía era de noche cuando conduje hasta el restaurante. Le pedí prestada a Steve una corbata y una camisa, que me quedaba grande. Parecía un pingüino hinchado.

Mi nuevo jefe, Ed, ya estaba dentro, junto a otra camarera. Solo había un cliente. Me llevó por el restaurante para explicarme mis tareas y me informó con orgullo de que había trabajado allí durante quince años; y me dijo que, básicamente, en lo que a mí me concernía, él era el dueño del lugar. Era el único al que escuchaba el dueño, que era muy rico y muy importante, y si lo veía, nunca debía dirigirme a él a menos que Ed me hubiera dicho que lo hiciera. El propietario tenía muchos amigos ricos, importantes, conocidos como vips, y debíamos tratarlos como si fueran Dios.

Después de mi sesión de formación, Ed me mandó a servir las mesas.

—Vip —dijo Ed con dramatismo.

Subí los pulgares, tratando de esconder mi desprecio.

El cliente era un viejecito muy mono.

Caminé con una sonrisa resplandeciente.

—¡Hola! ¿Qué tal va por ahora la mañana?

Alzó la vista, entornando sus pálidos ojos acuosos.

—Mírate. ¿Eres nueva?

Sonreí.

—Sí. Es mi primer día.

Asintió.

—Eso me parecía, date la vuelta —me exigió, trazando un círculo en el aire con sus dedos huesudos.

Me volví y miré al frente del restaurante, tratando de ver qué quería que viera. No había nada que llamase la atención.

Volví a mirarlo, confundida.

Movía la cabeza en señal de aprobación.

—Me gustaría que fueras mi amiga especial —dijo—. Te pagaré tus gastos y a cambio tú puedes ayudarme.

Me guiñó un ojo.

Ahora estaba completamente confundida, y se me debió de ver en la cara.

—Soy diabético —comenzó—. Así que no puedo ni siquiera levantarla —continuó, para tranquilizarme—. Solo quiero afecto y atención.

Mi expresión pasó de la confusión al espanto. Dios mío, este viejo que podría haber sido mi abuelo me estaba haciendo una proposición. Estaba mortificada. Sentí cómo me corría la sangre hasta la cara. Quería echarle una bronca, pero me habían enseñado a respetar siempre a mis mayores. No estaba segura de cómo manejar la situación. Tenía que encontrar a Ed.

Murmuré algo y salí corriendo.

Me acerqué a Ed, con la cara ardiendo.

—Ed, sé que es un vip, pero es que él… Y le susurré al oído la proposición.

Ed me miró perplejo.

—¿Entonces cuál es el problema? Pensé que ya te había hablado de la política de los vips.

Lo miré con incredulidad.

—¿En serio? NO pienso volver allí. ¿Puede hacerse cargo de la mesa otra persona? —le pregunté.

—Molly, no llevas ni siquiera dos horas en tu turno y ya estás causando problemas. Deberías considerarte afortunada por haberle gustado a uno de los vips.

Sentí el pecho lleno de ira caliente.

Ed me miró con desdén.

—Esa oferta podría ser la mejor que recibas nunca en esta ciudad.

Salí corriendo de aquel restaurante lo más rápido que pude, pero me brotaban lágrimas a raudales. Me metí en un callejón y traté de recuperarme.

 

 

Aún con el uniforme, me fui hacia el coche.

Un brillante Mercedes plateado pasó a una velocidad alarmante y se metió en la acera, justo frente a mí; casi me lleva por delante.

«Perfecto. ¿Podría ser peor el día?». Un chico joven y guapo que llevaba un uniforme militar y una camiseta con un cráneo de diamantes de imitación salió del cupé dando un portazo y gritando por el móvil.

Dejó de gritar cuando pasé por delante de él.

—Oye, ¿eres camarera?

Me miré el uniforme.

—No. Sí. Bueno, quiero decir, yo… —No encontraba las palabras.

—O lo eres o no lo eres, no es una pregunta difícil —exigió impacientemente

—Bueno, sí —le dije.

—Quédate ahí —me ordenó.

—¡ANDREW! —gritó.

Un hombre con chaqueta de chef salió de un restaurante y se nos acercó.

—Mira, ya te he encontrado camarera, así que deja de lloriquear. ¡JODER! ¿Es que lo tengo que hacer yo todo?

—¿Tiene experiencia?

—¿Cómo diablos voy a saberlo? —le gritó al hombre.

Andrew suspiró y dijo:

—Ven conmigo.

Entramos en un restaurante, donde era todo energía frenética: trabajadores de la construcción perforando, golpeando, puliendo; el diseñador casi presa del pánico porque había pedido peonías de color rosa empolvado, y no rosa suave, unos camareros abasteciendo el bar y otros preparando las mesas.

—Esta noche hacemos el ensayo de inauguración —dijo Andrew—. Nos falta personal y ni siquiera han terminado las obras.

No se quejaba. Simplemente estaba agotado.

Lo seguí hasta un hermoso patio cubierto de parra, un oasis en medio del caos. Nos sentamos en un banco de madera, y comenzó a interrogarme.

—¿De qué conoces a Reardon? —me preguntó.

Asumí que Reardon era el hombre aterrador del Mercedes plateado.

—Um, casi me atropella con el coche —contesté.

Andrew rio agradecido.

—Suena bien, ¿cuánto tiempo llevas en L. A.? —me preguntó amablemente.

—Unas treinta y seis horas —dije.

—¿De dónde?

—Colorado.

—Algo me dice que no tienes mucha experiencia en hostelería de lujo.

—Mi madre era la profesora de la clase de buenos modales en mi colegio, y aprendo rápido —le ofrecí como respuesta.

Se rio.

—Está bien, Colorado, tengo la sensación de que me voy a arrepentir, pero te daremos una oportunidad.

—¿Cuál es su política de vip? —le pregunté.

—Esto es Beverly Hills. Todo el mundo es un puto vip —me dijo.

—Así que, hipotéticamente, si un anciano grosero y pervertido intenta ofrecerme dinero, ¿tengo que atenderle?

—Lo echaré a patadas en su culo de viejo.

Sonreí.

—¿Cuándo empiezo?

2

 

 

 

 

 

 

Desde fuera, Boulevard, el restaurante donde me acababan de contratar, parecía un lugar oscuro y misterioso. Cuando entré, vi a la camarilla joven de Hollywood sentada en otomanas de ante y banquetas de cuero. Me sentí como si estuviera colándome en una fiesta privada.

Llegué pensando que sería como los anteriores trabajos que había tenido. Recibiría una sesión de formación y luego empezaría, pero ese no era el tipo de lugar que dirigía Reardon Green: o te hundías o nadabas en su mundo. Toda la gente iba a toda prisa, nadie tenía un segundo para responder a una pregunta, y yo estaba constantemente en medio. Me detuve en el centro del torbellino y respiré hondo. Parecía que no me habían asignado ninguna mesa aún, así que comencé a dar vueltas por el restaurante para retirar platos y rellenar bebidas. Le puse un martini con un toque de limón a una mujer que reconocí de algún programa de televisión.

—Ah, de hecho, ¿puedes traerme el limón entero? —me preguntó.

Se volvió hacia sus comensales.

—Me gusta cortarlo yo misma, solo para asegurarme de que es realmente fresco. Los ves ahí en esos contenedores de plástico cubiertos de moscas.

Hizo como si le diera escalofríos y toda la mesa sintió el escalofrío con ella. Por supuesto, ahora todos querían aderezar sus propias bebidas. Me enviaron a buscar una naranja, un limón y una lima.

De camino a la cocina vi mesas llenas de celebridades y famosos, y traté de no mirar a la gente importante que había visto en revistas, pero nunca en persona. Al empujar las puertas de la cocina, el ruido del comedor se extinguió a mi espalda.

La cocina tenía su propio sonido, una sinfonía de órdenes y aceptaciones, el tintineo de los platos, el ruido de las pesadas ollas de hierro y el silbido de la carne que saltaba sobre la superficie de una sartén. Andrew les gritaba a los sous-chefs y metía prisa para que los platos salieran a las mesas. Atravesé todo aquello rápidamente y me dirigí a la cámara frigorífica, tratando de no molestar a nadie ni ponerme en medio. Con las prisas, me metí por el lugar equivocado y me encontré en un armario de suministros donde Cam, uno de los dueños, estaba echado sobre una montaña de toallas de papel con los pantalones por los tobillos. Detuve mis pasos en seco. Este era, con mucho, el momento más humillante de mi vida.

—Lo siento —susurré, aún con el paso congelado.

Me sonrió, afable y sin un ápice de vergüenza.

—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Quieres salir en mi película?

Señaló hacia la cámara de seguridad que había en el techo y ensanchó su sonrisa infantil, levantando la mano para que se la chocara. La chica que estaba de rodillas frente a él se rio. No quería ofenderlo, así que me incliné sobre la chica y le choqué rápidamente la mano. Luego salí tan rápido como pude, con la cara ardiendo de vergüenza.

¿Qué es lo que había firmado?

 

 

Una semana después de empezar a trabajar en el restaurante, fui a una fiesta con Steve. Estaba allí de pie, escuchando a todos hablar de los pilotos que estaban rodando y de los guiones que estaban escribiendo, y sintiéndome como una extraña, cuando una chica guapa me agarró de la mano.

—¿A quién le importa? —me susurró al oído—. ¡Vamos a tomarnos un chupito!

Vestía de pies a cabeza con ropa de diseñadores, y llevaba un bolso que valía más que mi coche. La seguí hasta la cocina. Tres tequilas más tarde, era mi nueva mejor amiga.

Blair era una de esas chicas que viven de fiesta en fiesta, pero era realista y amable, y parecía no tener una sola preocupación en el mundo. Era la heredera de una fortuna procedente de la mantequilla de cacahuete, y su familia tenía casas por todo el mundo, incluyendo Beverly Hills, donde había pasado su infancia antes de que la enviaran a una escuela privada de lujo en Nueva York.

Entraron en la cocina un par de chicas jóvenes y Blair se encogió. Reconocí a una de ellas de un popular reality show de la MTV.

—¡Oh, mierda! —dijo Blair, agarrando la botella de tequila con una mano y mi brazo con la otra. Me arrastró hasta el cuarto de baño que había al fondo del pasillo.

—Me enrollé con el novio de esa chica y nos pilló. ¡Me quiere matar!

Me eché a reír mientras ella inclinaba la botella y echaba un trago. Pasamos la mayor parte de la noche en el enorme baño de mármol, riéndonos y haciéndonos fotos, hablando de nuestras vidas y de nuestros grandes planes para el futuro. Le conté la situación en que vivía, porque en una semana ya no la tendría.

Steve me había dejado las cosas claras.

—¡Ay, qué fuerte! ¡Múdate conmigo! —dijo con un gritito—. Mi apartamento es precioso, te encantará. Y tengo una habitación extra, en serio.

En una noche de borrachera, escondida en un cuarto de baño para no toparnos con una estrella de realities despechada, encontré a una nueva compañera y un lugar para vivir.

Así era L. A. Nunca sabías qué iba a pasar cuando salías de casa.

 

 

No me gustaba servir mesas y, sinceramente, se me daba bastante mal, pero el restaurante era una manera de acceder a este nuevo y extraño mundo, compuesto de tres capas principales: el personal, los clientes y mis jefes.

El personal no lo formaban los típicos empleados de restaurante. Todos eran aspirantes a músicos, modelos o actrices y la mayoría de ellos tenían verdaderamente mucho talento. Los camareros eran, por lo general, aspirantes a actores que se tomaban su puesto en el restaurante simplemente como un papel que estaban interpretando. Los observaba cuando se metían en el personaje: dejaban de lado su ego y se convertían en quienes necesitaban ser en cada mesa: el ligón, el chico de hermandad, el confidente. Los que trabajaban en el bar solían ser músicos o modelos. Las chicas eran atractivas y glamurosas, y sabían cómo trabajar en una sala. Estudié su habilidad para ser coquetas y tímidas al mismo tiempo. Practiqué para arreglarme el pelo y el maquillaje como ellas y tomé nota de cómo conjuntaban la ropa sexi que llevaban. Traté de empequeñecerme y de absorberlo todo.

La clientela era alucinante: celebridades, estrellas del rock, presidentes ejecutivos, magos de las finanzas, príncipes reales; nunca se sabía quién aparecería por allí. La mayoría se sentía con un sano derecho a recibir privilegios, y mantenerlos felices todo el tiempo era prácticamente imposible. Aprendí, no obstante, pequeños trucos, como hablarles siempre a las mujeres primero (en las mesas donde había una cita) o a ser eficiente pero invisible en las comidas de negocios. Era buena a la hora de interpretar el comportamiento humano pero terrible en el momento de servir platos. Se me caían constantemente, olvidaba retirar algunos tenedores y era un desastre al abrir el vino de la manera ceremoniosa que requerían los propietarios.

Pero, para mí, los personajes más interesantes eran Reardon y sus dos socios.

Reardon era brillante, impaciente, volátil e imposible. Era el cerebro de la operación.

Cam era el hijo de uno de los hombres más ricos del mundo. Sus cheques mensuales de valores fiduciarios eran suficientes para comprar una pequeña isla. Parecía interesarse poco por el negocio y, por lo que podía ver, pasaba el tiempo con las mujeres, las fiestas, los juegos de azar y cualquier vicio hedonista que uno pudiera imaginarse. Él era el capital; su papel era firmar como avalista.

Sam había crecido con Cam. Tenía un brillante don de gentes. Era encantador, hilarante y la cháchara se le daba mejor que a nadie que haya visto nunca. Supongo que era quien se encargaba del marketing y las relaciones con los clientes.

Ver a los tres interactuar era como observar una nueva especie. No vivían en el mismo mundo que yo conocía desde hacía veintitantos años. Estaban por encima de todo, eran, en consecuencia, imperturbables y demostraban un desprecio total por las reglas y el orden.

 

 

La fórmula del restaurante era la misma que la de cualquiera que esperase sobrevivir en Beverly Hills: proporcionarle al cliente más exigente lo mejor. Los socios se habían gastado una pequeña fortuna en ropa de mesa Frette, cristalería Riedel y caldos de los mejores viñedos. Los camareros eran atractivos y profesionales, el chef, mundialmente conocido, y la decoración, una maravilla.

El ambiente acogedor que creaba el personal era parte de la escenografía. Nuestra cortesía era el telón que ocultaba el frenesí que siempre amenazaba con salir a la superficie. Ya sabes, los jefes esperaban perfección y profesionalidad… eso sí, hasta que se bebían un par de copas y se les olvidaban fácilmente aquellos planes cuidadosamente organizados.

Un domingo por la mañana fui a abrir el restaurante para el brunch, y descubrí que Sam, un DJ y un puñado de chicas seguían allí de fiesta. Sam había convertido nuestro elegante restaurante en su propio after hour cutre. Traté de explicarle que necesitaba descorrer las grandes cortinas de ante y retirar la improvisada cabina de DJ para poder preparar el restaurante para el servicio. Me respondió con galimatías.

—Idiota, idiota, idiota, idiota… —decía confundido y cerró las cortinas con la misma rapidez con la que yo las había abierto.

Llamé a Reardon.

—Sam sigue aquí de fiesta. No se quiere ir y no me deja abrir el restaurante, ¿qué debo hacer?

—¡Joooder! ¡Mierda! Que se ponga Sam. Voy para allá ahora mismo.

Le pasé el teléfono a Sam.

—Idiota, idiota, idiota, idiota… —siguió diciéndole a Reardon, y me pasó de nuevo el teléfono.

—¡Mételo en un taxi! —gritó Reardon.

Eché un vistazo a la sala, pero Sam había desaparecido.

—Espera, creo que se ha ido —le dije.

Justo entonces miré por la ventana. Sam, con su Rolex de oro con gran esfera, sus zapatos brillantes de Prada y sus pantalones de seda beis, estaba fuera, subiéndose a un autobús. Corrí para intentar detenerlo. Empecé a reírme por teléfono.

—¿Qué está pasando? ¿Qué está haciendo? —preguntó Reardon.

—Se está subiendo al autobús que va al centro de la ciudad.

—¿Quieres decir en transporte público?

—Sí —le contesté mientras un feliz y derrotado Sam me saludaba alegremente desde su asiento en el autobús.

—Jesús. —Reardon suspiró—. Dile al Hammer que lo recoja.

El Hammer era el segurata de los chicos/conductor de limusina/recaudador del dinero. Oí que había salido recientemente de la cárcel por algo, pero nadie me decía por qué.

Llamé al Hammer, que a regañadientes accedió a sacar el «trineo», que es como había bautizado Sam a la limusina de la empresa, para buscar a Sam por alguna de las calles del centro. Cuando colgué y me di la vuelta, el DJ y las chicas estaban a punto de abrir una botella de champán Louis XIII de mil dólares.

Me abalancé y agarré la botella.

—¡No, no, no! Hora de irse a casa, chicos —les dije.

Apagué la música como un padre que se carga una fiesta y los conduje hasta la calle.

Me las arreglé para conseguir que el restaurante abriera a tiempo para el brunch y el Hammer encontró finalmente a Sam caminando por las calles de Compton con una botella de champán Cristal y algunos amigos interesantes. Parecía como si cada día que pasaba en el restaurante fuera más absurdo que el anterior, pero nunca resultaba aburrido.